En cuanto hubo pronunciado tales palabras, Flidais oyó que de nuevo se levantaba un rumor entre las hojas de los árboles y sintió que el corazón se le encogía de dolor.
Darien permanecía inmóvil como a punto de emprender el vuelo, pero no hizo el menor movimiento.
-Ella sabía que iba a ver a mi padre -dijo con menos firmeza-. ¿Te lo dijo? ¿Sabes que me has salvado la vida para eso?
Lancelot sacudió la cabeza. Elevó la voz, aunque era evidente que le costaba un enorme esfuerzo hacerlo.
-Te he salvado para que sigas tu propio camino.
Darien soltó una carcajada, que se clavó en Flidais como un cuchillo.
-¿Y si ese camino me conduce hacia el norte? -preguntó el muchacho con una voz que parecía de pronto la de una persona mayor-. ¿Y si me lleva hacia la Oscuridad? ¿Hacia Rakoth Maugrim?
Los ojos de Lancelot permanecían imperturbables, y la calma impregnaba su voz.
-Entonces te conducirá allí por tu propia elección, Darien. Sólo así no seremos esclavos: si podemos escoger nuestro propio camino. Si eso no es posible, lo demás es simplemente una burla.
Se hizo entonces un silencio que rompió, para horror de Flidais, el sonido de la risa de Darien; una risa amarga, solitaria, desorientada.
-Sin embargo, así es -dijo el muchacho-: todo es simplemente una burla. La luz se apagó cuando me la puse sobre la frente. ¿Acaso no lo sabías? Y además, ¿por qué, por qué tendría yo que elegir un camino?
Se hizo otro momento de silencio.
-¡No! -gritó Flidais, tendiendo la mano al muchacho.
Demasiado tarde. Quizás siempre había sido demasiado tarde: desde su nacimiento, desde su concepción en las tinieblas de Starkadh, desde el mismo momento en que los mundos comenzaron a girar por primera vez, penso Fhdais con el corazón apesadumbrado.
Los ojos brillaron con un salvaje color rojo. Se levantó un rumor entre los poderes de Pendaran, se emborronaron los contornos del bosquecillo, y de repente Darien desapareció.
En su lugar apareció una lechuza, cuyo brillante color blanco destacaba en la oscuridad; se lanzó con celeridad hacia el suelo, tomó en la boca la daga y remontó vuelo, dírígíendose hacia el norte.
Hacia el norte. Flidais miró el círculo oscuro del cielo que se cernía sobre los esbeltos árboles, y con toda su alma deseó que volviera a aparecer aquella apariencia. La apariencia de una lechuza blanca que regresara para posarse junto a ellos y se convirtiera de nuevo en un niño, un hermoso niño que hubiera escogido la Luz y que hubiera sido escogido por ésta para ser una respladeciente espada que se clavara en las amenazadoras tinieblas.
Tragó saliva. Apartó los ojos del cielo vacio y miró a Lancelot, que de pie, sin dejar de sangrar, quemado, jadeaba por el cansancio.
-¿Qué vas a hacer ahora? -gritó Flidais.
Lancelot lo miró.
-Seguirlo -dijo con voz tranquila, como si aquello fuera lo más obvio-. ¿Me ayudarás tú con la espada? -añadió tendiéndole la mano quemada, mientras a un costado le colgaba inerte el brazo izquierdo.
-¿Estás loco? -estalló Flidais.
Lancelot emitió un sonido que pretendía ser una carcajada.
-He estado loco -admitió-, hace ya mucho tiempo. Pero no lo estoy ahora, pequeña criatura. ¿Qué crees tú que debería hacer? ¿Permanecer aquí y lamerme las heridas en estos tiempos de guerra?
Flidais dio un saltito de absoluta desesperación.
-¿Qué papel puedes hacer si te matas a ti mismo?
-Soy consciente de que no sirvo para mucho, sobre todo ahora -dijo Lancelot gravemente-. Pero no creo que estas heridas vayan a…
-¿Vas a seguirlo? -lo interrumpió el andain, al tiempo que comprendía en todo su alcance las palabras de Lancelot-. Lancelot, él es ahora una lechuza; ¡está volando! En el momento en que tú salgas de Pendaran, él ya estará en…
Se interrumpió a media frase.
-¿Qué sucede? ¿Qué se te acaba de ocurrir, sabia criatura?
Hacia mucho tiempo que había dejado de ser una criatura. Pero desde luego sí se le acababa de ocurrir algo. Miró al hombre y vio su pecho cubierto de sangre.
-Se dirige volando hacia el norte. Eso significa que sobrevolará el límite occidental de Danilorh.
-¿Y qué?
-Quizás no lo atraviese. El tiempo es extraño en el País de las Sombras.
-Mi espada -dijo Lancelot con crispación-. Por favor.
De algún modo, Flidais se sorprendió a sí mismo recogiendo la espada y luego la vaina. Volvió a donde estaba Lancelot y le ciñó la espada con toda la suavidad que pudo.
-¿Me dejarán pasar los espíritus del bosque? -preguntó sosegadamente Lancelot.
Flidais escuchó por un momento los mensajes que circulaban alrededor de ellos y debajo de sus pies.
-Si -respondió por fin no sin cierta sorpresa-. Por Ginebra y por la sangre que has derramado esta noche. Todos ellos te respetan, Lancelot.
-Es más de lo que merezco -dijo el hombre.
Respiró profundamente como si hiciera acopio de fuerzas de una reserva desconocida para Flidais.
-Irás más deprisa con un guía -le dijo mirándolo con el entrecejo fruncido-. Te llevaré hasta los confines de Daniloth, pero con una condición.
-¿Cuál? -preguntó Lancelot con la cortesía de siempre.
Nos cae de camino una de mis casas. Tendrás que dejarme que te cure allí las heridas.
-Te lo agradeceré mucho -dijo Lancelot.
El andain abrió la boca para contestar algo. Pero no dijo nada. Dio media vuelta y con paso rápido abandonó el bosquecillo en dirección norte. Cuando hubo avanzado un trecho, se detuvo y miró hacia atrás para ver algo maravilloso.
Lancelot lo seguía despacio por el estrecho y oscuro sendero. A su alrededor, los poderosos árboles del bosque de Pendaran inclinaban con gentileza sus ramas para honrar el paso del hombre en aquella noche de verano.
Ya una vez, antes, había resplandecido con luz roja para viajar; en su mundo, no en aquél: había ido de Stonehenge a Glastonbury Tor. No era lo mismo que las travesías.
Pasar de un mundo a otro era oscuridad y frialdad, un tiempo sin tiempo, algo profundamente inquietante. Esto era diferente. Cuando el Baelrath resplandecía para que ella pudiese viajar, Kim tenía la impresión de tocar la inmensidad del poder de la piedra.
De su propio poder. La distancia hacia la nada era para ella un simple parpadeo. Se convertía en un poder más salvaje que cualquiera de los otros poderes mágicos conocidos; en aquellos enloquecedores segundos se asemejaba más a Macha y a Nemain la Roja que a ninguna otra mujer mortal.
Con una diferencia: en el fondo de su corazón abrigaba el conocimiento de que aquellas dos eran diosas y controlaban por completo su propia esencia. ¿Y ella? Ella era una mujer mortal, sólo eso, y tanto era llevada por el Baelrath como era ella quien lo llevaba.
Mientras pensaba en estas cosas, arrastrando el anilío, arrastrada por el anillo, se encontró a si misma junto con Loren y Matt tres mortales cabalgando sobre las corrientes del tiempo y del espacio crepuscular- ante un nítido umbral coronado por el cortante aire de la montaña. Frente a ellos elevaban su majestad dos impresionantes puertas de bronce, adornadas con intrincados dibujos sobre azul thieren y resplandeciente oro.
Kim se volvió hacia el sur y vio que las salvajes y oscuras colinas de Eridu se perdían entre las sombras. La tierra sobre la que había caído la lluvia de muerte. Por encima de su cabeza, un pájaro nocturno de las cimas emitió un largo y solitario graznido. Escuchó cómo se desvanecía el eco, mientras pensaba en los paraikos, que en aquellos momentos se movían entre los desolados lagos y las ciudades amuralladas asoladas por la peste, allí abajo, reuniendo a los muertos por la lluvia, limpiando Eridu.
Se volvió hacia el norte y un destello de luz la deslumbró. Miró hacia arriba, hacia muy arriba, más allá de la mole de las puertas gemelas del reino de los enanos, y distinguió los picachos de Banir Lók y Banir Tal bañados por la última luz del crepúsculo. El pájaro emitió otra vez una larga, vibrante y descendente nota. Más allá distinguió otro destello, como respuesta a la luz del poniente sobre los dos picos gemelos. En el noroeste, mucho más alta que cualquier otra montaña, el Rangat reclamaba como suyo aquel último rayo de luz.
Ninguno de ellos había pronunciado palabra. Kim miró a Loren y a Matt e involuntariamente sus puños se apretaron. Cuarenta años, pensó al mirar a su amigo que había sido -y todavía lo era- el verdadero rey del país que se extendía al otro lado de aquellas puertas. Tenía los brazos extendidos, las manos abiertas, en un gesto de propiciación y completa vulnerabilidad. En su rostro leyó, con tanta claridad como si fueran letras, las marcas del anhelo, de la amargura, y del más profundo dolor.
Apartó de él la vista para encontrarse con la mirada de Loren Manto de Plata. En sus ojos vio la carga difícil y compleja del dolor y la culpabilidad. Se acordó -y sabia que tampoco Loren lo había podido olvidar- de lo que Matt les había contado en Paras Derval acerca de la marea de Calor Diman, marea contra la que había luchado durante los cuarenta años que había servido como fuente del mago.
Miró las puertas. Incluso al anochecer podía distinguir el exquisito diseño de thieren y oro. El silencio era total. Oyó el débil ruido de un guijarro que se desprendía de algún sitio y caía. Las cimas gemelas, allá arriba, estaban oscuras, y oscuro también sabía que debía de estar el lago de Cristal, escondido en el valle entre las dos montañas.
Las primeras estrellas aparecieron en el claro cielo. Kim se miró la mano: el anillo parpadeaba calladamente, desvanecido el impulso de su poder. Trató de pensar en algo que decir, en palabras que aliviaran las tristezas de aquel umbral, pero tuvo miedo de que cualquier sonido pudiera suponer un peligro. Además en aquel silencio había una textura, un peso entretejido, que notaba no era de su incumbencia cargar con él o dejarlo a un lado. Era un silencio acompasado a los hilos de las vidas de los dos hombres que estaban con ella, y sobre todo el largo y multitrenzado destino de un pueblo antiguo, el pueblo de los enanos de Benir Lék y Benir Tal.
Y ese pueblo quedaba en el tiempo muy lejos de ella, pese a las dos almas gemelas que llevaba en su interior. Por eso permaneció callada, mientras oía el desprendimiento de otro guijarro, el canto de otro pájaro allá lejos, y luego oyó que Matt comenzaba por fin a hablar sin mirar a su alrededor:
-Loren, escúchame. No lamento nada: ni un aliento, ni un momento, ni la sombra de un momento. Puedes creerme, amigo mío, y te lo juro en nombre del cristal que labré hace tantisimo tiempo y arrojé al lago la noche en que la Luna llena me designó rey. El Telar no hubiera podido urdir con mi nombre un tejido que me pudiera parecer más espléndido que el que he conocido.
Levantó las manos muy despacio sin dejar de mirar la reverencial grandeza de las puertas. Cuando volvió a hablar, su voz era aún más ruda y sonora que antes:
-Estoy… contento, sin embargo, de que los hilos de mis días me hayan traído de nuevo hasta este lugar, antes de que llegue el fin.
Lo amaba, los amaba a los dos. Kim sentía ganas de llorar. Cuarenta años, pensó otra vez. Algo brilló en lo más profundo de los ojos de Loren, como habían brillado las cimas gemelas con el último rayo de sol. Sintió que el viento se arremolinaba en el majestuoso umbral y oyó tras ella el ruido de la grava al caer.
Iba a volverse para mirar, cuando un golpe en la base del cráneo la hizo caer a tierra.
Sintió que la conciencia la iba abandonando. Trató de retenerla, como si fuera algo consistente que pudiera agarrarse, que tuviera que ser agarrado. Pero, con desesperación, se dio cuenta de que iba a desmayarse. Todo se desvanecía, desaparecía. El dolor le estalló en la cabeza y la invadió la oscuridad. Oía sonidos, pero no podía ver nada. Yacía en la plataforma de piedra frente a las puertas, y el último acto de su conciencia fue burlarse cruelmente de sí misma. Sólo momentos antes había imaginado ser semejante a las diosas de la guerra. Sin embargo, pese a la soberbia de tal pensamiento y pese a los dones de vidente con los que Ysanne la había colmado, no había sido capaz de percibir una simple emboscada.
Ese fue el último pensamiento. Lo último que sintió con un desesperado horror que iba más allá de lo imaginable fue que alguien le quitaba el Baelrath. Trató de gritar, de resistirse, de llamear, pero parecía como si una lenta corriente se apoderara de su conciencia y la arrastrara hacia la oscuridad.
Abrió los ojos. La habitación se tambaleaba y daba vueltas a la vez. El suelo retrocedía y luego avanzaba de nuevo precipitadamente. Tenía un tremendo dolor de cabeza y, sin necesidad de comprobarlo con la mano, sabia que debía de tener un bulto del tamaño de un huevo en la nuca. Permaneció echada sin moverse, esperando que las cosas se detuvieran a su alrededor. Tardaron bastante en hacerlo.
Por fin pudo sentarse. Estaba sola en una habitación sin ventanas, iluminada por una luz perlada, piadosamente agradable, que no parecía proceder de ningún sitio concreto: de los muros de piedra, quizás, y del techo. No había puerta alguna, o por lo menos ninguna a la vista. En una esquina había una silla y un escabel. Al lado, sobre una mesa baja, descansaba una vasija de agua que le hizo recordar la sed que tenía. Pero la mesa parecía estar muy lejos; decidió esperar unos momentos antes de decidirse a alcanzarla.
Estaba sentada -poco antes acostada- en una cama pequeña, por lo menos sesenta centímetros más corta que su talla. Eso le recordó dónde se encontraba. Se acordó de algo más y miró la mano.
El anillo había desaparecido. No había podido imaginarse aquella última y terrible sensación. Creyó que se iba a marear. Pensó en Kaen, que era el gobernador, aunque no el rey, de aquel lugar. En Kaen y en su hermano Bléd, que habían roto el centinela de piedra de Eridu, habían encontrado la Caldera de Khath Meigol y se la habían entregado a Maugrim. Y ahora además tenían el Baelrath.
Kim se sentía desnuda sin él, aunque todavía iba vestida con la túnica que había llevado puesta todo aquel día, desde el momento en que se había levantado en la cabaña y había visto a Darien. ¿Todo aquel día? Ni siquiera sabía en qué día estaba. No tenía idea del tiempo transcurrido, pero la difusa luz que emanaba de los muros de piedra tenía el tono del alba. Le intrigaba aquello y la ausencia de puertas. Sabia muy bien que los enanos podían hacer maravillas con la piedra bajo las montañas.