Ruth se quedó completamente inmóvil y de pronto, al reconocerle, su cara pecosa se iluminó en una sonrisa de felicidad.
—¡Papá! —exclamó corriendo hacia Pearlman y echándole los brazos al cuello—. ¡Oh! ¡Qué agradable sorpresa! Nuestro padre Valentine me dijo ayer que me preparaba un regalo maravilloso, antes de que me fuera… —Se interrumpió mirando las otras caras, consciente de que estaba a punto de decir algo prohibido—. ¡Oh, cuánto me gusta verte!
Volvió a estrechar a su padre una y otra vez hasta que uno de los guardianes la apartó suavemente.
—Está programado que pases algún tiempo con tu padre —le explicó el amable y joven matón poniéndole las manos sobre los hombros—. Pero ahora, hermana, debes ir a tu cuarto a meditar y cuidar a tu hijo. La hora de tu gloria llegará pronto.
—¿Qué hora…? —empezó Pearlman, pero, cambiando de idea, miró hacia Bond, quien pudo detectar en la cara del otro una expresión como si le pidiera ayuda.
Conforme se llevaban a Ruth, el guardaespaldas llamado Bob se situó detrás de Bond.
—El padre Valentine espera que le haga usted el honor de cenar con él esta noche en su apartamento privado. Su equipaje ha sido llevado a la habitación de los huéspedes. Uno de mis hombres le mostrará el camino. Ya le llamaré digamos dentro de media hora. Así tendrá tiempo para refrescarse y cambiar unas palabras con los demás invitados.
—¿Qué invitados? —preguntó Bond. Pero Bob había hecho seña ya a otro de los jóvenes gigantes al que dio el nombre de Jack.
Jack colocó su mano enérgica sobre el antebrazo de Bond.
—Por aquí, señor Bond —le indicó—. No quisiera que llegase tarde a la cena con el padre Valentine.
Y empujó a su huésped fuera del anfiteatro. Pero Bond se liberó de su mano con brusquedad.
—¡Quíteme las zarpas de encima!
—Tranquilo, señor Bond. No vamos a hacer una escena en este recinto sagrado, ¿verdad?
—Métase las manos en los bolsillos.
Jack hizo una pequeña reverencia burlona e indicó a Bond que caminara delante de ellos.
—Ya le diré cuándo tenga que torcer a izquierda o a derecha o subir una escalera. ¡Adelante, señor Bond!
Empezaron el largo recorrido por diversas escaleras y caminando a lo largo de corredores, mientras Bond intentaba retener en la memoria las direcciones que estaban adoptando. No volvieron a pasar por delante del estudio de Scorpius ni cerca del vestíbulo principal y tardaron cosa de ocho minutos en llegar a una zona que Bond dedujo se encontraba en el piso bajo, hacia la trasera del edificio.
Pasaron ante una salida para caso de incendio y, de pronto, la austera desnudez que parecía ser la nota dominante del decorado de aquella mansión dio paso a una magnificencia muy poco usual: un largo y ornamentado pasillo estaba iluminado con intrincados candelabros de colores chillones que parecían de origen mexicano. Pisaba una alfombra extraordinariamente gruesa y, aunque aquel pasillo debía de tener una extensión de por lo menos cuarenta metros, sólo pudo ver cuatro puertas, dos en la pared de la izquierda y dos en la de la derecha, decoradas con falsas columnas y cornisas doradas y ornamentadas con lazos y querubines. Para Bond todo aquello tenía un aspecto extravagante y como fuera de lugar, y comprendió que tal decoración era tan ordinaria y repulsiva como el propio Scorpius. Allí no podía sorprenderse de nada.
Jack se detuvo ante la segunda puerta, dio unos golpecitos y la abrió.
—Éste es el salón, señor. Los dormitorios están a derecha e izquierda. Hay cuartos de baño y tocadores en los pasillos de intercomunicación. Espero que lo encuentre usted todo a su gusto, pero si hemos olvidado alguna cosa utilice por favor el teléfono —dejó escapar una risita sardónica—. Es sólo interno, ¿comprende? Me temo que no podrá establecer comunicación con el exterior. ¡Oh! Le hemos quitado la maquinilla de afeitar. Es una arma delicada. Encontrará una afeitadora eléctrica en el cuarto de baño. Bob estará aquí dentro de veinte minutos. Que lo pase usted bien.
Haciendo otra de sus burlonas reverencias, Jack se retiró y la puerta quedó cerrada. Bond pudo oír el alarmante rumor de unos cerrojos al ser corridos. Ya antes se había dado cuenta de la fina cerradura con combinación numérica incrustada en una de las columnas. Pero aquello no importaba, porque si no habían descubierto los secretos de la cartera, una cerradura electrónica no constituiría una grave dificultad.
Se volvió para echar una mirada a la habitación. Toda ella estaba muy ornamentada y recargada, con reproducciones de mobiliario Luis XV, cuadros modernos y tejidos de colores de un brillo casi histéricos. Las cortinas no habían sido todavía corridas para la noche y dejaban al descubierto, en toda la longitud de una de las paredes, un enorme ventanal a través del cual, iluminado por la luz de unos focos, se veía un espacio arenoso y más allá una tierra pantanosa cubierta de juncos que conducía hasta una hermosa y dorada playa en la que rompían las olas de un mar embravecido.
Exploró el pasadizo que salía de la izquierda de aquella estancia principal y que llevaba a dos habitaciones: un horrible cuarto de baño moderno decorado en dos tonos de verde, a la izquierda, y un tocador que parecía más bien el probador de unos almacenes a la derecha. La puerta de enfrente daba paso al dormitorio de igual tamaño y mal gusto que el salón. La cama era enorme, con cuatro columnas y al pie de la misma se encontraba su cartera. La pared de la derecha, igual que la del salón, estaba ocupada por otra ventana gigante.
Aquél podía ser el dormitorio de un hotel con más riqueza que buen gusto, y Bond pensó que quizá resultara utilizable como punto de partida para huir. Posiblemente Scorpius, el viejo traficante en armas, había desarrollado aquel estilo ornamentado y terrible conforme se convertiría en un recluso rico. Nunca habían conseguido obtener foto alguna del
Vladem I
; es decir, del yate. Pero probablemente su estilo debía de ser muy similar. Aquel Vladimir Scorpius, santón de pacotilla, elemento de cuidado, con su negocio de emplear terroristas, y que se valía de la credibilidad emocional de jóvenes ingenuos, tenía su talón de Aquiles, que eran la vulgaridad y las pretensiones. «Bien, Vladimir —pensó Bond—. Puedo explotar esa circunstancia de un modo que usted no puede imaginar porque probablemente cree en todo esto, es decir, en el aspecto externo de su demostración de poder».
Se acercó a la cartera de viaje y vaciló un momento antes de colocarla sobre la cama. «Cuidado», pensó. Porque entre toda aquella aparatosidad era probable que Scorpius tuviera las habitaciones de sus huéspedes debidamente provistas de un sistema de
son et lumière
. Colocó la cartera sobre la cama. Se habían manipulado las cerraduras y habían descubierto la combinación, cosa bastante fácil incluso para un sistema sofisticado, pero, al comprobar el peso, notó que el compartimento secreto permanecía incólume. Desde luego, ningún aparato de rayos X era capaz de revelarlo ni tampoco ningún tipo de comprobaciones. Quti había utilizado en aquella ocasión unos métodos excepcionalmente sagaces.
Luego de comprobar que sólo le habían quitado la maquinilla de afeitar y las hojas de recambio, tomó una camisa limpia, calcetines y ropa interior, tras lo cual volvió a cerrar la cartera empleando la combinación, y dejándola sobre la cama como si careciera de importancia. Más adelante podría sacar de ella las armas y otros artículos que pudiera necesitar.
Luego de desnudarse, Bond se duchó rápidamente, se restregó con una de las grandes y ásperas toallas que estaban pulcramente apiladas en un contenedor cromado, puesto sobre el baño, y volvió al dormitorio. No había hecho más que quitarse la toalla para echarla otra vez en el cuarto de baño cuando oyó una tosecita divertida que procedía de la puerta del dormitorio. Miró hacia allá y pudo ver que Harriett Horner había entrado. Llevaba una bata afelpada y su cara pálida mostraba señales de fatiga, sobre todo alrededor de los ojos; pero su boca se torcía en una divertida sonrisa al ver desnudo a Bond.
—Me han dicho que habías llegado, James. ¡Gracias a Dios que estás aquí! Sí, ¡gracias a Dios! —corrió hacia él sin preocuparle que estuviera desnudo y echándole los brazos al cuello empezó a besarle en la cara.
Luego, acercando los labios a su oído, susurró:
—Hay una instalación de audifonía, aunque no de imágenes, al menos que yo sepa —y añadió otra vez en voz alta—: Realmente no pude creerlo cuando nuestro padre Valentine me habló de ti.
Manteniendo de nuevo los labios junto a su oído añadió:
—Ha sido muy desagradable. Utiliza conmigo drogas y una poderosa fuerza hipnótica. Intenta hacerme creer lo de ellos y convertirme en una Humilde. Está consiguiendo atontarme, pero yo me acuerdo de todo.
Y otra vez en voz alta:
—¿Es esta noche cuando piensa preguntártelo?
—¿Preguntarme qué? —Bond la miró observando que le hacía un picaresco guiño.
—¡Oh, James! —Le volvió a besar como si aquello la encantara. Tampoco era una experiencia desagradable ni mucho menos. Una vez más sus labios le rozaron para murmurar como anteriormente—: Prepárate porque el impacto va a ser fuerte.
—Pero ¿qué va a preguntarme? —insistió Bond.
—Si quieres casarte conmigo —estaba excitada, pero ahora ya no sonreía—. Dice que si accedes a ser mi esposo y a vivir aquí sometido a la disciplina de los Humildes, no nos hará daño alguno. Por favor, James, por favor, dile que sí.
—Desde luego, si es que con eso salvamos la vida. Pero no creo que el siniestro Scorpius nos suelte tan fácilmente.
Miró a Harriett, pero las pupilas de la joven parecieron haber perdido todo signo de vida. Se oyeron unos suaves golpecitos en la puerta principal. Debía de ser Bob para llevarse a Bond a presencia de Scorpius.
—¿Te casarás conmigo, James? —preguntó Harry Horner, apretándose contra él.
Bond se dijo que aquello no iba a ser un destino peor que la muerte, ni mucho menos. Aunque la amenaza fatal seguiría pendiente sobre ellos. Una tenue sonrisa le curvó los labios como en un gesto de confianza.
—Me lo pensaré, Harry —repuso—. Lo voy a reflexionar muy seriamente.
—¡Qué amable ha sido usted al aceptar cenar con nosotros, señor Bond!
La voz de Scorpius parecía dotada de cierta entonación siniestra. Una voz todo dulzura pero mezclada a una evidente dosis de veneno. Iba vestido de manera informal, pero aun así daba la impresión de llevar un traje de etiqueta, con sus pantalones oscuros y la camisa blanca de cuello abierto. Bajo la camisa, Bond percibió la silueta de un medallón —naturalmente de oro— que le colgaba del cuello sujeto a una gruesa cadena. En la muñeca izquierda lucía el famoso cronómetro Scorpius, con sus doce diamantes para la minutería normal y las ventanitas para las funciones digitales.
—¿Es que me quedaba alguna otra alternativa aparte de la de cenar con usted? —preguntó Bond.
Conforme le miraba a la cara, Bond se formó conscientemente una imagen muy viva, representándose a Scorpius atado a una mesa y por completo a su merced. Él sostenía un enorme hierro de marcar, al rojo vivo, que acercaba al pecho de su enemigo. Si era capaz de conjurar a su capricho semejantes imágenes no tenía por qué temer a aquel hombre. Sólo si permitía que el otro lo dominara con la vista, se haría vulnerable.
Vio que Scorpius ponía mala cara.
—Es usted muy listo, señor Bond —comentó. Aquello era cuanto podía permitirse, sin expresar un sentimiento de debilidad—. Ya me lo advirtieron, pero yo imaginé que sólo era un hombre fuerte, acostumbrado a la violencia, y un luchador temible. Nunca pensé que también poseía una voluntad firme, ni que fuera inteligente. Alguien le llamó en cierta ocasión «un arma sin filo», pero ahora compruebo que no es usted tan tosco como una simple maza, ni mucho menos.
Cuando el guardaespaldas Bob había hecho acto de presencia en el departamento de los huéspedes, Harriett se separó rápidamente de Bond y avanzó hacia la puerta con mucha dignidad diciéndole que esperase.
—El señor Bond estará con usted en un momento —le anunció, pronunciando aquellas palabras con su marcado acento norteamericano.
Bond se vistió en unos minutos y ella le dio las buenas noches en un susurro, al tiempo que le besaba levemente en la mejilla y le advertía:
—Ojo con la comida. Así es como empezaron conmigo.
Habían conducido de nuevo a Bond por unos largos pasillos hasta entrar en el desnudo y austero estudio de Scorpius. Bob se dirigió en línea recta a la librería que se encontraba junto a la ventana, y sacó un libro colocado en el tercer estante. Se oyó un clic y una parte de la librería se abrió, revelando la existencia de una puerta. Bond no tardó en darse cuenta de que el falso libro era una gruesa imitación de
Guerra y paz
de Tolstói, cuyo título constaba en el lomo. Por lo visto había una chispa de humor en el carácter de Vladimir Scorpius.
Bond no sabía qué le esperaba al otro lado de la puerta. Pero enseguida pudo ver que el comedor al que le hicieron pasar mostraba una heterogénea mezcolanza de estilos. Era evidente que el dueño de aquella extraña mansión se había visto influido por cierto número de restaurantes que sin duda frecuentó en su vida anterior. Bond creyó detectar algunos paneles copiados del Connaught en Londres; un bar del Fouquet de París y, por lo menos, dos reproducciones de portadas de libros que había visto entre la vulgar decoración de la Langan's Brasserie. Aquel hombre parecía obsesionado por las reproducciones. Una extraña actitud por parte de quien hubiera podido hacerse con un montón de originales.
—He planeado una comida sencilla —explicó Scorpius sonriendo. Y Bond creyó detectar en aquella sonrisa el gesto astuto de un Borgia—. Muy sencilla. Especialmente para usted. Los menús de las líneas aéreas no suelen ser gran cosa, pero siempre me encuentro desganado durante las primeras veinticuatro horas después de cruzar el Atlántico.
Bond levantó una mano.
—Sólo una cosa…, padre Valentine…
—Tú dirás, hijo mío.
Cogido por sorpresa durante unos segundos, Bond levantó la mirada notando la potencia de las pupilas del otro. Y como desde muy remota distancia, oyó cómo Scorpius repetía: «Tú dirás, hijo mío». Apartó la mirada para concentrarse en la visión imaginaria de un Scorpius acribillado a balazos.
—Dicen que cuando se cena con el diablo hay que usar una cuchara muy larga —comentó Bond—. Lamento abusar de lo que llama su hospitalidad, pero prefiero que pruebe usted cada uno de los platos antes de que me los sirvan a mí.