—Las seis, comandante Bond.
Harper, uno de los mensajeros veteranos, ex comando de los marines reales, lo estaba sacudiendo por el hombro.
Al despertar, Bond notó que estaba cubierto de sudor y que la pesadilla seguía fresca y real en su mente.
—Le he preparado una buena taza de café, señor. Tal como a usted le gusta.
Bond dio las gracias a Harper, que conocía perfectamente su carácter desde muchos años atrás. La caliente infusión tenía buen sabor, y a Bond le pareció como si le hiciera recuperar las fuerzas. Lentamente fue saliendo de la cama y empezó su rutina: la ducha caliente y fría, los ejercicios físicos y algunos nuevos sistemas de control de la respiración aprendidos de uno de los instructores del SAS. Acababan de dar las seis y media cuando se presentó en la antesala de M. La ayudante de Moneypenny, un marimacho autocrático e imposible de tratar, a la que todo el Servicio conocía simplemente como la señora Boyd, estaba sentada a la mesa de Moneypenny, que con sus dos pantallas computadoras y su compleja unidad de teléfono intercomunicador era conocida con el nombre de «supervisora de recepción».
—¿Le está esperando M? —preguntó la señora Boyd y con su rostro de dragón dirigió a Bond una mirada indicadora de que para ella no era más que un cualquiera.
—Desde luego —Bond raras veces se molestaba en entablar conversación con la suplente de Moneypenny y, desde luego, jamás bromeaba con ella. Sólo en muy raras ocasiones ocupaba la codiciada antesala, y se decía que Moneypenny la había tomado a su servicio a causa de su desafortunada falta de carisma. Porque Moneypenny no quería que nadie la sobrepasara en sus dominios.
La luz situada sobre la puerta de M se encendió en cuanto la señora Boyd dio el nombre de Bond por el intercomunicador.
Era evidente que M había permanecido en su despacho toda la noche porque había en él una pequeña cama de campaña recientemente hecha y puesta contra la pared. M estaba en mangas de camisa e iba sin afeitar, cosa poco normal en un viejo funcionario como él. Hizo una seña a Bond para que entrara y le indicó que esperase de pie frente a su mesa escritorio. M tardó un par de minutos en revisar sus papeles.
—Bien 007 —pronunció finalmente—. He dicho a los del registro que tengan la carpeta en la habitación 41. Como está calificada de especial, luego de intervenir ayer Wolkovsky, habrá un guardián ante la puerta. Dejará usted, a dicho guardián, todos sus materiales de escritura: pluma, libreta de notas y diario y cualquier otra cosa que lleve. Confío en usted, pero debemos ceñirnos a las reglas, ¿no le parece?
Bond hizo una señal de asentimiento y preguntó cómo le había ido a su jefe con el sargento Pearlman del Special Air Service.
—Parece una buena persona —contestó M mirando su reloj—. Ahora se encuentra en camino hacia Berkshire… y no me extrañaría que le acompañase media Fleet Street.
—¿Y Trilby Shrivenham?
—¿Qué quiere saber de ella?
—Sólo me preguntaba si se ha recibido alguna noticia sobre su estado. Eso es todo, señor.
—Hum. Yo diría que se encuentra muy mal. Según me aseguró sir James logrará salir del paso por lo que respecta a la droga, de la que alguien le inyectó una dosis letal. Pero lo que a él más le preocupa es el estado de su mente.
—¿Han manipulado su mente cuando se encontraba bajo la influencia de ese mejunje infernal? —preguntó Bond ansioso por comprobar si su teoría era cierta.
—Sí, algo así. Y ahora váyase a la habitación 41 y, cuando haya terminado con ese expediente, vuelva aquí enseguida. Tenemos mucho que hacer.
Bond hizo una señal de asentimiento, al tiempo que decía:
—A la orden, señor.
Aquello provocó una nostálgica mirada de M, quien añadió:
—He hecho que las dos tarjetas de Avante Carte sean enviadas a la sección Q. La ayudanta del armero les está echando una mirada.
Se refería a la inefable señorita Ann Reilly, experta tanto en armas como en electrónica y conocida por casi todos miembros del Servicio como Quti
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a causa de su papel como ayudanta del mayor Boothroyd, armero y jefe de la sección Q.
Cuando tomaba el ascensor para bajar al segundo piso donde estaba localizada la habitación 41, Bond se preguntó qué habría inducido a M a permitir que Quti pasara sus experimentadas pupilas por el plástico de la Avante Carte.
Igual que ocurre en el famoso cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, las puertas a derecha e izquierda del pasillo del segundo piso estaban pintadas de diferentes colores. No había nada de secreto o de especial en aquello. Lo que ocurría era que cuando se trataba de pintura, la sección de mantenimiento trabajaba de acuerdo con una estricta carta de colores. Y cuando se terminaba el rojo, pasaban al azul, etc. A los pasillos del cuartel general de servicio se le solía llamar según el color predominante.
La habitación 41 tenía una puerta rosada. Un chicarrón del Servicio estaba allí de vigilancia, al parecer dispuesto a matar a alguien antes que dejarle entrar. Aunque conocía muy bien a Bond, insistió en ver su documento de identidad y le despojó luego de todo su material de escritura con un entusiasmo fuera de lo común. En la habitación había una silla y una mesa sobre la que se encontraba una voluminosa carpeta. Bond se sentó y miró el criptograma pegado con papel adhesivo a la cubierta. Se dijo que «Bonk»
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era un seudónimo muy adecuado para un hombre como Vladimir Scorpius. Abrió la carpeta y empezó a leer.
El grueso del expediente consistía en material antiguo que Bond había visto ya anteriormente muchas veces y que revelaban los detalles esenciales de una vida nebulosa. Se decía allí que Vladimir Scorpius había nacido en Chipre, siendo sus padres un rico hombre de negocios griego y una princesa rusa renegada, posiblemente Evdokia, hija del misterioso príncipe y de la princesa Talanov, quienes junto con su hija habían escapado de la revolución bolchevique en circunstancias casi increíbles.
El Servicio Secreto de Inteligencia inglés había fijado por primera vez su atención en Vladimir Scorpius a finales de la década de los cincuenta, durante la campaña de guerrillas que se llevó a cabo contra las fuerzas británicas por parte de los independentistas chipriotas y en la que tomaron parte el gobierno griego, el partido comunista y las fuerzas guerrilleras de la EOKA. Se sospechaba que Scorpius facilitaba armas a la EOKA, es decir, a los considerados como terroristas. A partir de entonces su nombre había vuelto a figurar una y otra vez siempre como proveedor de armamentos y material militar, por regla general a grupos terroristas en todo el mundo.
Pero si bien el nombre de Scorpius enlazaba como un hilo rojo en los embarques de armas y explosivos a cada lugar conflictivo del mundo, no existían indicios firmes que pudieran llegar hasta él de un modo directo. Se llenaron páginas y páginas con listas de rifles, armas cortas, munición, granadas, explosivos, plásticos, detonadores, lanzamisiles e incluso máquinas de guerra más sofisticadas, pero nunca fue posible demostrar de manera completa y convincente que todo aquello procediera de Scorpius. Sin embargo era evidente para cualquiera, incluso con escasos conocimientos de ese mundo a media luz en el que se desenvuelve el tráfico ilegal de armas, que Scorpius se encontrara detrás de tantos centenares de envíos ilegales. Pero la posible evidencia contra aquel hombre se convertía en una complicada tela de araña que parecía deshacerse cuando las investigaciones estaban a punto de dar un resultado positivo.
Bond se concentró en la realidad; es decir, en los hechos conocidos. En primer lugar, aquel hombre era implacable. Durante los pasados veinte años no menos de dieciséis personas conocidas por hallarse en situación de traicionarle habían muerto en circunstancias extrañas: cuatro en inverosímiles accidentes de carretera, tres abatidos a disparos, cuatro envenenados, dos apaleados hasta morir por supuestos atracadores, dos por posibles suicidios y uno extrañamente ahogado en la ducha de un motel. La relación mostraba también que otras veinte personas sospechosas de haber sido empleadas por Scorpius habían fallecido asimismo, unas veces asesinadas de manera directa y otras en forma de sospechosos suicidios. Evidentemente no resultaba saludable mantener relaciones con aquel hombre.
En segundo lugar actuaba como un perfecto hipócrita. Durante gran parte de los años sesenta y setenta había vivido con su extravagante y bella esposa Emerald en un magnífico yate, el
Vladem I
, de ochenta metros de eslora, impulsado por motores diesel de tres mil caballos. Bond hizo una mueca de disgusto al pensar en el nombre tan burgués de aquel barco. Scorpius se las había compuesto para librarse de la prensa y en especial de los
paparazzi
. Sólo concedió algunas entrevistas por teléfono tanto a periódicos como a revistas, todas las cuales figuraban en el grueso expediente y en las que se jactaba de alejarse del mundo y de optar por vivir en su barco, junto al amor de su esposa. Pero si bien resaltaba constantemente su fidelidad marital, existían copias de informes sobre amplias operaciones de vigilancia, con datos relativos a una multitud de amantes, y nauseabundos detalles sobre su insaciable apetito sexual que sólo se apaciguaba con procedimientos estrafalarios.
Así pues, había vivido como un ermitaño millonario viajando por todo el mundo en el
Vladem I
, donde la gente le visitaba. Había centenares de fotografías de hombres y mujeres en el momento de cruzar la pasarela del yate: políticos dudosos, embajadores, terroristas conocidos, figuras del bajo mundo fáciles de identificar y paradójicamente famosos nombres del teatro y de la ópera, así como esas inevitables sanguijuelas que son algunos intelectuales ostentosos y ricos.
Por regla general, Scorpius daba sus recepciones en el yate, y en aquellas ocasiones en que se decidía a bajar a tierra para pisar el mundo real, iba siempre acompañado por una cohorte de guardaespaldas y de matones a cuyo cargo corría el que nadie se agazapara en las sombras para vigilar o fotografiar a aquel enigma viviente. Pero si bien la prensa había fallado en sus intentos de aproximación a Scorpius, varias agencias de seguridad habían obtenido un acceso limitado a su persona. Sin embargo, aunque pudieron constatar la evidencia de sus gustos hedonistas tanto en cintas grabadas como en textos, nunca fueron capaces de obtener ni un fragmento de evidencia concerniente a sus negocios de armamento y a las organizaciones terroristas con las que evidentemente estaba relacionado.
La carpeta contenía docenas de fotografías obtenidas por medios subrepticios, todas ellas muy malas, desprovistas de detalles y de claridad, excepto una tomada por una unidad de vigilancia de la CIA que tuvo la suerte de conseguirla en 1969 mediante una cámara de rayos infrarrojos, frente a una casa de Portofino. La foto, debidamente ampliada, ocupaba toda una página y Bond la estuvo contemplando durante varios minutos.
Mostraba a Scorpius como a un hombre esbelto, ligeramente lleno, con unas mandíbulas que tendían a la robustez, lo que estropeaba sus antes bellas facciones de corte un tanto italiano, con labios gruesos, una melena de pelo grisáceo, nariz patricia y la cabeza echada hacia atrás en actitud arrogante. Iba vestido para la noche con un esmoquin blanco. En la muñeca izquierda llevaba lo que parecía un pesado y carísimo reloj y en la derecha una cadena de oro. En la rápida exposición con que se tomó la foto, los ojos de aquel hombre parecían expresar un avasallador sentido del poder, aunque Bond sabía por experiencia que las cámaras a veces pueden mentir.
Bajo la foto había una lista de pequeñas notas: el momento y el lugar exactos en que se tomó; el coste estimado de aquellas joyas; detalles de la cadena de oro o brazalete de identidad con la inscripción «Vladimir Scorpius» seguida de unos números que no había podido captar la cámara. El reloj era de oro macizo y estaba fabricado al modo artesanal, con sistema de dígitos y manecillas normales que marcaban los minutos y las horas, pasando por encima de doce purísimos diamantes. Bond se dijo que el buen gusto no era precisamente la cualidad más fuerte de Vladimir Scorpius. Sin embargo, aquel reloj de pulsera debía de costar una fortuna. Sus variadas funciones de tipo digital no sólo habían sido incorporadas mucho antes de que dicho sistema empezara a ofrecerse en el mercado internacional, sino que el objeto tenía además un valor extraordinario por haber sido realizado por un artesano japonés cuyo nombre se convertiría más tarde en una leyenda. Tratábase, pues, de una pieza única, de intrincada labor conocida como el cronómetro de Scorpius.
Bond continuó leyendo. En 1972 Emerald Scorpius había muerto trágicamente en un accidente marítimo. Casi enseguida Vladimir se apartó de su modo de vida usual. Había noticias de sus actividades, la mayor parte en conexión con suministros de armas cada vez mayores a grupos terroristas en todas las partes del mundo; pero el gran yate permanecía abandonado en un dique seco cerca de Cannes, en el sur de Francia. A veces se veía a Scorpius de un modo esporádico en actividades carentes de interés. Tan pronto parecía estar en Berlín como en Teherán, Tel Aviv, Beirut, Belfast, París o Londres. O de pronto se esfumaba como una sombra o un espectro. En 1982 desapareció por completo. Sus observadores secretos y quienes estaban en contacto con los servicios de inteligencia occidentales conocidos y con las agencias de seguridad dejaron de detectar su presencia, perdieron el rastro por completo y cesaron de tener la menor noticia de quien en otros tiempos había sido un rey indiscutible entre los comerciantes de armas.
Bond volvió la página para examinar el material aportado la noche anterior por David Wolkovsky, el agente de la CIA, en Londres. Apenas podía creer lo que estaba viendo. Había allí varias páginas mecanografiadas que aportaban datos, pero las fotografías que llenaban aquella sección eran más explícitas que cualquier palabra.
El padre Valentine, jefe de la Sociedad de los Humildes, nunca se había opuesto a que lo fotografiaran. En realidad, era muy vanidoso, y Bond comprendió inmediatamente que aquello podía significar su ruina. Los norteamericanos, con su dominio de la alta tecnología, se habían encontrado de pronto con un lingote de oro en forma de la furtiva fotografía de Scorpius y de las muchas del padre Valentine. Porque mediante pruebas efectuadas con equipos nuevos y sofisticados, habían puesto en contacto las dos imágenes y pasado muchos días examinando, midiendo y efectuando detallados análisis mediante computadoras. Como resultado de aquellos experimentos se habían descubierto varios datos concernientes a la estructura ósea facial del padre Valentine.