Retorno a Brideshead (12 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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—¿Quieres que se lo regale a tu madre? —pregunté.

—¿Para qué, si no la conoces?

—Por cortesía. Estoy viviendo en su casa. —Dáselo a Nanny —dijo Sebastian.

Así lo hice, y ella lo agregó a su colección de encima de la cómoda, comentando que se parecía bastante al original que muchas veces oyera alabar, pero cuya belleza nunca había sabido apreciar.

Para mí, su belleza era un descubrimiento muy reciente.

Desde los días en que, de escolar, solía pasear en bicicleta por las parroquias cercanas a mi casa para obtener calcos de las inscripciones de bronce y fotografiar las pilas bautismales, había abrigado amor por la arquitectura y, aunque intelectualmente había realizado ese salto fácil que va desde el puritanismo de Ruskin al puritanismo de Roger Fry, en el fondo de mi corazón mis sentimientos eran insulares y medievales.

Así me convertí al barroco. Bajo aquella cúpula alta e insolente, bajo los techos artesonados, mientras paseaba por los arcos y frontones rotos hasta la sombra de las columnas, quedándome, hora tras hora, ante la fuente, interrogando a las sombras, trazando sus ecos persistentes, regocijándome con sus recargadas proezas de temeridad e inventiva, sentí cómo dentro de mí se desarrollaba un sistema nervioso totalmente nuevo, como si el agua que salía a chorros burbujeante de entre sus piedras fuera en verdad un manantial vivificador.

Un día descubrimos en un armario una gran caja de laca japonesa que contenía pinturas al óleo todavía frescas.

—Mamá las compró hace un par de años. Alguien le dijo que sólo se podía apreciar la belleza del mundo intentando pintarla. Nos reímos mucho de ella. Era totalmente incapaz de dibujar, y por brillantes que fueran los colores dentro del tubo, cuando los mezclaba le salía siempre una especie de tono caqui.

Algunas manchas borrosas sobre la paleta lo confirmaban.

—A Cordelia siempre le tocaba limpiar los pinceles. Al final todos protestamos y obligamos a mamá a dejarlo.

Las pinturas nos dieron la idea de decorar el despacho, una habitación que daba a la columnata. En otro tiempo lo usaban para atender allí los negocios de la propiedad, pero estaba abandonado, y sólo contenía algunos juegos de jardín y una tina de áloes mustios. Era evidente que lo habían diseñado para cosas más agradables, quizá como salón de té o estudio, porque las paredes revocadas presentaban delicados paneles rococó y recorrían el techo hermosas aristas de bóveda. Y fue allí, en uno de los marcos ovalados más pequeños, donde esbocé un paisaje romántico. En los días que siguieron lo llené de color, y, gracias a la suerte y a la feliz atmósfera del momento, resultó un trabajo logrado. De alguna manera, el pincel parecía ejecutar lo que yo esperaba de él. Era un paisaje sin figuras humanas, una escena veraniega de nubes blancas y distancias azules, con ruinas revestidas de hiedra en primer plano, luego rocas y una cascada que permitía iniciar un sendero escarpado hasta unos campos verdes que retrocedían hacia la lejanía. Sabía poco de la pintura al óleo, y aprendí su técnica mientras trabajaba. Y, cuando al cabo de una semana lo terminé, Sebastian, entusiasmado, quiso que me pusiera a trabajar en uno de los paneles mayores. Hice algún esbozo. El quería una
fête champêtre
con su columpio enguirnaldado, paje negro y pastor tocando la flauta. Pero la obra languideció. Yo sabía que mi paisaje era fruto logrado de la buena suerte, y que aquel sofisticado pastiche era demasiado para mí.

Un día bajamos a las bodegas con Wilcox y vimos las bóvedas vacías, que antaño contuvieron miles de botellas de vino; ahora sólo se usaba una nave, con arcones llenos de botellas, algunas de vino cosechado hacía cincuenta años.

—No se ha añadido nada desde que el señor se fue al extranjero —dijo Wilcox—. Muchas de las botellas más viejas están pidiendo a gritos ser bebidas. Ya deberíamos haber puesto a curar las del año dieciocho y las del veinte. He recibido varias cartas de los vinateros al respecto. Pero la señora dice que hay que preguntárselo a su hijo, lord Brideshead, y él dice que hay que preguntárselo al señor, y éste dice que hay que preguntárselo a los abogados. Y así nos vamos quedando sin reservas. Al paso que vamos, aquí hay suficiente para diez años, pero después… ¿qué?

Wilcox se alegraba de nuestro interés; le pedimos que nos subiera botellas de cada uno de los arcones y, durante aquellas tranquilas veladas con Sebastian, descubrí realmente el vino, sembrando así la semilla de una rica cosecha que me procuraría consuelo durante tantos años estériles. Nos sentábamos él y yo en el saloncito pintado, con tres botellas abiertas sobre la mesa y tres vasos delante de cada uno. Sebastian encontró un libro sobre el arte de catar vinos y seguimos sus instrucciones al pie de la letra. Calentábamos ligeramente el vaso a la llama de una vela, llenábamos tres cuartas partes, hacíamos que el vino se arremolinara, lo sosteníamos cariñosamente entre las manos, lo levantábamos hacia la luz, aspirábamos su aroma y tomábamos un sorbo, llenándonos la boca, haciéndolo pasar por encima de la lengua, y chasqueando ésta contra el paladar como quien echa una moneda sobre el mostrador. Inclinábamos la cabeza hacia atrás y dejábamos caer suavemente el líquido por la garganta. Luego hacíamos comentarios sobre el caldo mordisqueando unas galletas Bath Oliver, y pasábamos a otro vino; volvíamos a probar el primero, y luego otro, hasta que los tres vinos iban circulando, se confundía el orden de los vasos y confundíamos la identidad de cada vino. Nos pasábamos los vasos uno a otro hasta reunir seis, algunos con vinos mezclados, pues habíamos equivocado una botella. Entonces había que volver a empezar con tres vasos limpios cada uno y, al tiempo que las botellas se vaciaban, nuestras alabanzas se tornaban cada vez más exóticas:

—…un vinito tan tímido como una gacela.

—Como un duende.

—Moteado, como el orado de un tapiz.

—Como una flauta que se tañe junto a tranquilas aguas.

—…y éste es un vino viejo y muy sabio.

—Un profeta en su cueva.

—…y éste un collar de perlas sobre un cuello blanco. —Como un cisne.

—Como el último unicornio.

Y dejábamos la luz dorada de las velas del comedor para salir a la noche estrellada y sentarnos sobre el borde de la fuente, refrescando las manos en el agua y escuchando medio borrachos su chapaleo y gorgoteo entre las rocas.

—¿Crees que deberíamos emborracharnos
todas
las noches? —preguntó Sebastian una mañana.

—Sí, yo creo que sí.

—Yo también lo creo.

Casi no vimos a nadie. Estaba el gestor, un coronel cenceño y ojeroso que, de vez en cuando, se cruzaba en nuestro camino y una vez vino a tomar el té. Casi siempre conseguimos escondernos de él. Los domingos venía un monje de un monasterio cercano para decir misa y desayunar con nosotros. Era el primer sacerdote que conocía en mi vida; observé cuán diferente era de un pastor protestante, pero Brideshead era para mí un lugar tan encantador que no me sorprendía que todas las cosas y todas las personas resultaran únicas y distintas. En realidad, el padre Phipps era un hombre insulso con cara de bollo, que se empeñaba en creer que compartíamos su gran pasión por los partidos de cricket entre condados.

—¿Sabe usted, padre? La verdad es que ni Charles ni yo sabemos absolutamente nada de cricket.

—Ojalá hubiera visto cómo marcó Tennyson aquellos cincuenta y ocho puntos el sábado pasado. Debe haber sido algo digno de ver. La crónica que publicó
The Times
era excelente. ¿Le vio jugar contra los sudafricanos?

—No lo he visto nunca.

—Ni yo tampoco. No he visto un partido de primera desde hace años, desde que el padre Graves me llevó a uno cuando íbamos de paso por Leeds, después de haber asistido al nombramiento del abad de Ampleforth. El padre Graves descubrió un tren cuya hora de salida nos obligaba a tres horas de espera la tarde del partido contra Lancashire. Aquél sí que fue un buen partido. Me acuerdo de cada jugada. Desde entonces he tenido que enterarme por los periódicos. ¿Decían que no iban mucho al cricket?

—Nunca —dije, y me miró con una expresión que desde entonces he observado varias veces en los religiosos, una expresión de inocente sorpresa al comprobar que quienes se exponen a los peligros del mundo aprovechan muy poco sus variados consuelos.

Sebastian siempre asistía a sus misas, a las que acudía muy poca gente. Brideshead no era un centro católico de larga tradición. Lady Marchmain había contratado algunos criados católicos, pero la mayoría de ellos y todos los arrendatarios que vivían en la propiedad rezaban, si es que rezaban, entre las tumbas de la familia Flyte, en la pequeña iglesia gris cercana a las verjas.

La fe de Sebastian era entonces un enigma para mí, pero yo no sentía un interés especial en aclararlo. Yo no tenía ninguna religión. De niño me llevaban a la iglesia una vez a la semana; después, en el colegio, asistí diariamente a los oficios pero, quizá como compensación, desde que ingresé en el internado me dispensaron de los deberes religiosos durante las vacaciones. Mis profesores de religión me dijeron que los textos bíblicos no merecían mucho crédito. Nunca me sugirieron que intentara rezar… Mi padre no iba a la iglesia salvo en caso de celebraciones familiares, y se burlaba de ella. Mi madre, creo, era devota. Hubo un tiempo en que no comprendí cómo pudo creer que su deber consistía en abandonarnos a mi padre y a mí y marcharse con una ambulancia a Servia, para terminar pereciendo por agotamiento en la nieve de Bosnia. Pero más tarde reconocí esa misma actitud en mí. Y también más tarde llegué a admitir ideas que entonces, en 1923, nunca me tomé la molestia de examinar a fondo, y a aceptar lo sobrenatural como real. Aquel verano, en Brideshead, no era consciente de tales necesidades espirituales.

A menudo, casi a diario, desde que conocía a Sebastian, alguna palabra dicha al azar en su conversación me recordaba que era católico, pero lo tomé como una debilidad, lo mismo que su osito de peluche. Nunca hablamos del tema hasta mi segundo domingo en Brideshead. El padre Phipps se había marchado y estábamos sentados bajó la columnata con los periódicos dominicales, cuando me sorprendió oírle decir:

—¡Ay, es tan difícil ser católico!

—¿Cambia algo que lo seas o no?

—Claro, lo cambia todo.

—Pues no puedo decir que lo hubiese notado. ¿Luchas contra las tentaciones? No pareces mucho más virtuoso que yo.

—Soy mucho, mucho peor que tú —dijo Sebastian, indignado.

—Pues entonces…

—¿Quién fue el que rezaba diciendo, «Oh Dios, haz que sea bueno, pero todavía no»?

—No lo sé. No me extrañaría que hubieras sido tú.

—Pues sí que lo digo, y todos los días. Pero no es eso.

Y volvió a su lectura del
News of the World
.

—Otro jefe de boy-scouts que ha tenido un desliz —comentó.

—Supongo que intentan hacerte creer un montón de tonterías.

—¿Tonterías? Ojalá lo fueran. A veces me parecen cosas terriblemente sensatas.

—Pero, mi querido Sebastian, no es posible que tomes todo eso en serio.

—¿No lo es?

—Me refiero a eso de la navidad, de la estrella, de los tres magos y el buey y el asno.

—¡Oh, sí! En eso, sí creo. Es una idea encantadora.

—Pero no puedes creer algo sólo porque sea encantador.

—Pues yo lo hago. Es mi manera de creer.

—¿Y crees en las oraciones? ¿Crees que puedes arrodillarte delante de una estatua, decir unas cuantas palabras, ni siquiera en voz alta, simplemente en tu cabeza, y cambiar así el tiempo? ¿O que algunos santos tienen más influencia que otros, y debes recurrir al indicado si quieres que te ayude con un problema determinado?

—Oh, sí. ¿No te acuerdas del trimestre pasado cuando me llevé a Aloysius y no sabía dónde lo había dejado? Recé como un loco a san Antonio de Padua aquella mañana y en seguida, después de comer, apareció el señor Nichols en Canterbury Gate con Aloysius en brazos, diciéndome que lo había dejado en su taxi.

—Bien, si puedes creer todo eso y no quieres ser bueno, ¿qué dificultades te plantea tu religión?

—Si no las ves, no las ves; eso es todo.

—Dímelo.

—Oh, no seas tan pesado, Charles. Quiero leer esto sobre una mujer de Hull que ha empleado cierto instrumento…

—Tú has iniciado el tema. Empezaba a interesarme.

—No hablaré de ello nunca más… A la hora de condenarla a seis meses se tomaron en consideración treinta y ocho casos anteriores…

Pero sí volvió a hablar de ello, unos diez días más tarde, cuando estábamos tumbados en la azotea de la casa, tomando el sol y observando por un catalejo el desarrollo de la Feria Agrícola en el parque, a nuestros pies. Era una feria modesta, para las parroquias cercanas, de dos días de duración y sobrevivía más como fiesta y reunión social que como centro de verdadera competición. Alrededor de un círculo señalado con banderitas estaban dispuestas media docena de carpas de diferentes tamaños. En la más grande despachaban refrescos; en ella se congregaban los granjeros en tropel. Los preparativos habían comenzado hacía una semana.

—Tendremos que escondernos —había dicho Sebastian, a medida que se acercaba el día—. Mi hermano estará allí. Desempeña una función muy importante en la Feria Agrícola.

De modo que estábamos en la azotea.

Brideshead, el hermano de Sebastian, llegó en tren por la mañana y almorzó con el gestor, coronel Fender. Estuve con él durante cinco minutos cuando llegó. La descripción de Anthony Blanche era particularmente acertada: tenía el rostro de los Flyte, como esculpido por un azteca. Ahora le veíamos a través del catalejo, moviéndose torpemente entre los colonos, parándose para saludar a los jueces sentados en su palco e inclinándose por encima de un redil para observar con grave interés al ganado.

—Un raro personaje, mi hermano —dijo Sebastian.

—Parece bastante normal.

—Oh, pero no lo es. ¡Si supieras! Es con mucho el más loco de todos nosotros, pero no se le nota. En el fondo es muy retorcido. Quería ser sacerdote, ¿sabías?

—No, no lo sabía.

—Yo creo que sigue queriéndolo. Estuvo a punto de hacerse jesuita, nada más salir de Stonyhurst. Fue terrible para mamá. No habría podido impedírselo, pero desde luego era lo último que ella de deseaba. Imagínate lo que habría dicho la gente… ¡El hijo mayor! No era lo mismo que si hubiera sido yo. Y ¡pobre papá! La Iglesia ya le ha causado bastantes problemas. Hubo una barahúnda terrible, con monjes y monseñores por todas partes, corriendo por la casa como ratones, y Brideshead no hacía más que quedarse sentado con expresión sombría y hablar de la voluntad de Dios. Fue él el más afectado cuando papá se fue al extranjero…; mucho más que mamá, en el fondo. Al final le convencieron de que estudiara tres años en Oxford para pensarlo. Ahora está intentando decidirse. Habla de ingresar en la Guardia Real o en la Cámara de los Comunes, y de casarse. No sabe lo que quiere. Me pregunto si me habría pasado lo mismo si hubiera ido a Stonyhurst. Tenía que haber ido, pero papá se marchó antes de que yo tuviera edad suficiente, y lo primero que hizo fue insistir en que yo fuera a Eton.

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