Retorno a Brideshead (18 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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La echaré de menos, ya que no me voy mañana. Mañana empiezo a trabajar en serio en el libro de nuestra anfitriona, el cual, créeme, es un caudal de joyas de época: año 1914 puro y auténtico.

Trajeron el té y, poco después de haberlo tomado, regresó Sebastian. Había perdido al resto de los monteros al principio de la cacería, dijo, y vuelto a casa a paso normal por los caminos.

Los demás no tardaron en llegar, ya que los habían recogido en coche al término de la jornada. Brideshead estaba ausente: tenía algo que hacer en la perrera y Cordelia le había acompañado.

Los demás llenaron la sala y en seguida sirvieron huevos revueltos y bollos fritos. El señor Samgrass, que había almorzado en la casa y pasado toda la tarde dormitando delante del fuego, comió con ellos lo mismo. Poco después regresó el grupo de lady Marchmain y cuando ésta propuso: «¿Quién viene a la capilla a rezar el rosario?», Sebastian y Julia dijeron que tenían que darse un baño en seguida, pero el señor Samgrass la acompañó a ella y al fraile.

—Ojalá se marchara Samgrass —dijo Sebastian, ya en el baño—. Estoy harto de estarle agradecido.

Durante los siguientes quince días, el sentimiento de antipatía hacia Samgrass llegó a convertirse en secreto no confesado entre todos los que ocupábamos la casa. En su presencia, los hermosos ancianos ojos de sir Adrian Porson parecían buscar un punto en el horizonte lejano, y sus labios se cerraban con clásica expresión de pesimismo. Los primos húngaros que, confundiendo su condición de tutor, le tomaron por un criado de alto rango con privilegios excepcionales, eran los únicos a quienes no parecía molestar su presencia.

El señor Samgrass, sir Adrian Porson, los húngaros, el fraile, Brideshead, Sebastian y Cordelia siguieron en la casa tras la gran fiesta de navidad.

La religión predominaba en aquel hogar; no sólo en cuanto a las prácticas —misa y rosario diarios, por la mañana y por la tarde en la capilla— sino en las relaciones humanas.

—Debemos hacer un católico de Charles —dijo lady Marchmain.

Tuvimos muchas breves charlas juntos durante mis visitas en las que llevaba delicadamente la conversación a temas sagrados. Después de la primera de estas conversaciones, Sebastian me preguntó:

—¿Ha estado mamá celebrando una de sus «pequeñas charlas» contigo? Siempre lo hace… Ojalá no lo hiciera. ¡Me disgusta tanto!

Nunca llamaba expresamente para mantener una «charla» ni las provocaba conscientemente. Cuando quería mantener una conversación íntima con alguien, se tropezaba casualmente con ella; si era verano, en un camino apartado, cerca de los lagos o en un rincón de los rosedales amurallados; si era invierno, en su sala de estar, en el primer piso.

Esa habitación era exclusivamente suya. La había elegido y transformado de manera que, al entrar, daba la impresión de ser otra cosa. Había hecho bajar el techo y, la primorosa cornisa que de una forma o de otra estaba presente en todas las demás estancias, allí era invisible. Las paredes, una de ellas decorada con brocados, habían sido despojadas de sus paneles de madera y estaban desnudas, pintadas de azul y cubiertas de innumerables acuarelas agradablemente combinadas. Olía bien, gracias al perfume de las flores frescas y a una mezcla de aromas rancios. Sus libros, encuadernados en piel suave —obras de poesía y devoción muchas veces leídas— llenaban una pequeña biblioteca de palisandro. La repisa de la chimenea estaba cubierta de pequeños tesoros personales: una virgen de marfil, un san José de argamasa, y miniaturas póstumas de sus tres hermanos soldados. Cuando Sebastian y yo estuvimos solos en Brideshead durante aquel brillante agosto, nunca entramos en la habitación de su madre.

Fragmentos de conversación vuelven a mi mente junto con el recuerdo de aquel cuarto. Una vez me dijo:

—Cuando era joven, mi familia era relativamente pobre, pero aun así más rica que la mayoría de la gente del mundo; cuando me casé me convertí en una persona muy rica. Al principio me preocupaba, creía que no estaba bien tener tantas cosas hermosas mientras los otros no tenían nada. Ahora sé que los ricos también pueden pecar cuando desean los privilegios de los pobres. Los pobres siempre han sido los favoritos de Dios y de sus santos, pero yo creo que uno de los mayores logros de la gracia consiste en santificar la vida en su totalidad, las riquezas comprendidas. En la Roma pagana la riqueza era algo inevitablemente cruel; ya no lo es.

Dije entonces algo acerca de un camello y el ojo de una aguja, y se alegró de poder aprovechar la parábola:

Exactamente
; es insólito que un camello pase por el ojo de una aguja, pero el Evangelio es un verdadero catálogo de cosas insólitas. No es nada
frecuente
que un buey y un asno adoren un pesebre. En la vida de los santos, los animales siempre hacen las cosas más extrañas. Todo ello forma parte de la poesía, de ese sabor de
Alicia en el país de las maravillas
propio de la religión.

Pero su fe me dejó tan frío como su encanto; o, mejor dicho, ambos me impresionaron de la misma manera. En aquella época sólo pensaba en Sebastian. Incluso entonces le veía amenazado, si bien no sabía aún hasta qué punto era sombría la amenaza.

Su ruego continuo y desesperado era que le dejaran solo. Al abrigo de las aguas azules y palmeras susurrantes de su propia mente era tan feliz e inofensivo como un polinesio. Cuando la gran goleta largaba el ancla más allá del arrecife de coral, varaba en la laguna y, subiendo por la pendiente nunca hollada por una bota, llegaba la malévola invasión de comerciante, administrador, misionero y turista, entonces, y sólo entonces, llegaba el momento de desenterrar las arcaicas armas de la tribu y de hacer sonar los tambores en las colinas; o bien, lo que era más fácil, de dar la espalda a la puerta soleada y echarse en la oscuridad, donde los dioses pintados, impotentes, desfilaban en vano por las paredes; o toser hasta echar el alma entre botellas de ron.

Además, como Sebastian consideraba como intrusos a su propia conciencia y todas sus necesidades de afecto humano, sus días en Arcadia estaban contados. Porque fue en esta época, para mí tranquila, cuando Sebastian empezó a sentir miedo. Yo conocía bien ese estado suyo: alerta y suspicaz, parecía un ciervo que de repente levanta la cabeza al oír el ruido lejano de la cacería. Ya le había visto volverse cauteloso con respecto a su familia o su religión, pero entonces descubrí que yo también le resultaba sospechoso. No desfalleció su amor, pero ya no le daba la alegría de antes porque yo ya no formaba parte de su soledad. A medida que crecía mi intimidad con su familia, me convertí en parte del mundo del que anhelaba escapar. A lo largo de nuestras pequeñas charlas, su madre intentaba precisamente que yo desempeñara ese papel. Nada de ello se dijo de manera explícita; sólo vagamente pero en ciertos momentos aislados sospeché lo que estaba ocurriendo.

Exteriormente, el señor Samgrass era el único enemigo. Durante quince días, Sebastian y yo hicimos nuestra propia vida en Brideshead. Su hermano estaba ocupado con sus deportes y la buena marcha de la propiedad; Samgrass trabajaba en la biblioteca sobre el libro de lady Marchmain; sir Adrian Porson exigía la mayor parte del tiempo de ésta. Así que les veíamos poco, excepto por las noches: bajo aquel techo amplio cabía una diversidad de vidas independientes.

Al cabo de quince días, Sebastian dijo:

—No aguanto más a Samgrass. Vámonos a Londres.

Vino pues a mi casa y empezó a frecuentarla más que a Marchers. Cayó bien a mi padre.

—Tu amigo me entretiene mucho —dijo—. Invítale a
menudo
.

Y después, de vuelta a Oxford, reanudamos una vida que el aire frío parecía encoger. La tristeza que había invadido a Sebastian tan intensamente el trimestre anterior desembocó en una especie de hosquedad incluso conmigo. De alguna manera que yo ignoraba, su corazón estaba herido; y yo sufría por él, incapaz de ayudarle.

Ahora sólo se le veía alegre si estaba borracho y cuando se emborrachaba iba incubando una obsesión: la de «burlarse del señor Samgrass». Compuso una cancioncilla cuyo estribillo era: «Culo verde, Samgrass; Samgrass, culo verde», al aire de las campanas de St. Mary, y le daba la serenata, quizá una vez por semana, bajo sus ventanas. Samgrass se había distinguido por ser el primer catedrático que instalara un teléfono privado en sus habitaciones. Cuando Sebastian estaba borracho, solía llamarle por teléfono y cantarle esta simple canción. Y Samgrass se lo tomó todo con buen talante, como suele decirse, sonriendo obsequiosamente cuando nos cruzábamos con él, pero cada vez con más confianza en sí mismo, como si de alguna manera cada afrenta reforzara su dominio sobre Sebastian.

Fue durante ese trimestre cuando empecé a darme cuenta de que Sebastian era un borracho totalmente distinto a mí. Yo me embriagaba a menudo, pero por exceso de alegría, para vivir el instante más intensamente, para prolongarlo y enaltecerlo; Sebastian bebía para evadirse. Al hacernos mayores y más formales, yo bebía cada vez menos y él cada vez más. Descubrí que algunas veces, cuando yo ya había vuelto a mi College, se quedaba hasta muy tarde trasegando. Se le echaron encima una serie de desastres con tanta rapidez y con violencia tan inesperada, que es difícil decir cuándo me percaté exactamente de que mi amigo tenía un problema muy grave. Llegué a conocerlo a fondo durante las vacaciones de pascua.

Julia solía decir:

—¡Pobre Sebastian! Es algo químico que lleva dentro.

Era la frase de moda en aquella época, derivada de dios sabe qué mala interpretación de la ciencia popular. «Hay algo químico entre ellos», solía servir de explicación para un odio o un amor arrollador entre dos personas. Era el viejo concepto del determinismo bajo una nueva forma. No, no creo que hubiera nada químico en el problema de mi amigo.

La pascua en Brideshead fue una temporada amarga, que culminó en un doloroso incidente, pequeño pero inolvidable: una noche en casa de su madre, Sebastian se emborrachó antes de la cena de mala manera iniciando el principio de una nueva era de su triste crónica, una zancada más en su huida de la familia, que habría de llevarle finalmente a la perdición.

Ocurrió a última hora del día. El numeroso grupo de invitados que había pasado las pascuas en Brideshead se marchó. Se le llamaba el grupo de pascua aunque, de hecho, la reunión empezó el Martes Santo ya que todos los Flyte hacían un retiro en la hospedería de un monasterio desde jueves Santo hasta Domingo de Resurrección. Aquel año, Sebastian dijo que no iría, pero en el último momento cedió y volvió a casa en un estado de depresión aguda de la que no logré sacarle.

Había estado bebiendo muchísimo durante una semana; sólo yo sabía cuánto; bebía nervioso, a escondidas, todo lo contrario de lo que acostumbraba. Cuando tenían invitados, siempre había una bandeja con bebidas en la biblioteca y Sebastian adquirió el hábito de entrar allí en diferentes momentos del día sin decir nada a nadie, ni siquiera a mí. Yo estaba trabajando en la pintura de otro panel de la pequeña habitación que daba sobre la columnata. Sebastian se quejó de sentirse resfriado, se quedó en casa y, durante todo ese tiempo, nunca estuvo del todo sobrio. No llamaba la atención, ya que permanecía muy callado. De vez en cuando me daba cuenta de que atraía miradas de curiosidad, pero la mayoría de los invitados le conocían poco y no notaban ningún cambio en él. Los miembros de su propia familia estaban ocupados, cada uno con sus invitados particulares.

Le hice una recriminación y me dijo:

—No soporto a toda esta gente.

Pero cuando por fin se marcharon y tuvo que hacer frente a su familia en la intimidad, se derrumbó del todo.

La costumbre de la casa consistía en hacer servir a las seis una bandeja con diversas bebidas en la sala de estar. Mezclábamos nosotros mismos nuestros cócteles y retiraban las botellas al subir a vestirnos. Más tarde, inmediatamente antes de la cena, los cócteles volvían a aparecer y esta vez los servían los criados.

Sebastian desapareció después de tomar el té. Ya no era de día y pasé la hora siguiente jugando al
mah-jongg
con Cordelia. A las seis me hallaba solo en la sala de estar, cuando volvió Sebastian; fruncía el entrecejo de una manera que yo conocía demasiado bien, y cuando habló detecté en su voz la pastosidad propia del borracho.

—¿Todavía no han traído los cócteles?

Tiró con torpeza de la cuerda de la campana. —¿Dónde has estado? —Arriba, con Nanny.

—No te creo. Has estado bebiendo.

—He estado leyendo en mi habitación. Hoy ha empeorado mi catarro.

Llegó la bandeja y, derramando el líquido, se sirvió un vaso de ginebra y de vermut que se llevó consigo. Le seguí escaleras arriba, pero me cerró la puerta de su dormitorio en las narices y echó la llave.

Regresé a la sala de estar desalentado y lleno de malos presentimientos.

La familia se reunió. Lady Marchmain preguntó: —¿Dónde se ha metido Sebastian? —Ha ido a echarse un rato. Se encuentra peor.

—Vaya, espero que no sea una gripe. Ya me parecía verle algo febril estos días. ¿Necesita algo?

—No; insistió en que no le molestáramos.

Me pregunté si debería hablar con Brideshead, pero aquella máscara severa, de cristal de roca, vedaba cualquier confidencia.

En cambio, al subir las escaleras para vestirme se lo dije a Julia. —Sebastian está borracho.

—Es imposible. Ni siquiera ha bajado a tomar un cóctel. —Ha estado bebiendo en su habitación toda la tarde.

—¡Qué extraño! ¡Pero qué pesado es! ¿Estará bien para la cena?

—No.

—Pues tienes que ocuparte de él. No es cosa mía. ¿Lo hace a menudo?

—Últimamente, sí. —¡Qué pesado!

Traté de abrir la puerta de Sebastian, que encontré cerrada con llave. Esperaba que estuviera durmiendo, pero cuando volví de mi baño, le encontré sentado en la silla delante de mi chimenea, vestido para la cena, pero sin zapatos. Tenía la corbata torcida y los cabellos erizados; estaba muy rojo y bizqueaba ligeramente. Hablaba con muy poca claridad.

—Charles, lo que dijiste era cierto. No estuve con Nanny sino bebiendo whisky aquí arriba. En la biblioteca ya no hay, ahora que se han ido los invitados. Se han ido y sólo queda mamá. Estoy bastante borracho. Será mejor que me suban algo en una bandeja. No voy a cenar con mamá.

—Vete a la cama —le aconsejé—. Diré que tu resfriado va peor.

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