Retorno a Brideshead (14 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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No era tan palacio como el nombre prometía: una estrecha fachada, escaleras cubiertas de musgo y un oscuro arco de piedra envejecida. Uno de los barqueros saltó a tierra, amarró la cuerda al poste y pulsó el timbre. El otro se puso de pie en la proa para mantener la embarcación cerca de las escaleras. Se abrieron las puertas. Un hombre con librea de verano de lino a rayas, algo desaliñada, nos condujo escaleras arriba, de la sombra a la luz.
El piano nobile
estaba bañado totalmente por el sol, que iluminaba con magnificencia los frescos de la escuela de Tintoretto.

Nuestras habitaciones se hallaban en la planta superior, a la que se llegaba por una empinada escalera de mármol. Unas celosías las protegían del sol de la tarde. El mayordomo las abrió de par en par y descubrimos el Gran Canal. Las camas estaban provistas de mosquiteras.


Mostica
ahora no.

Había un pequeño ropero torneado en cada habitación, un espejo empañado de marco dorado y nada más. El suelo era de grandes baldosas desnudas de mármol.

—¿Un poco austero? —preguntó Sebastian.

—¿Austero? ¿Pero qué dices? Mira eso.

Le llevé de nuevo a la ventana y le mostré el incomparable espectáculo que se extendía debajo y alrededor de nosotros. —No, no se le puede llamar austero.

Una explosión tremenda nos atrajo a la habitación contigua. Descubrimos un cuarto de baño que parecía haber sido construido dentro de una chimenea: no tenía techo, y las paredes subían a través del piso de arriba hasta el cielo abierto. Casi no se veía al mayordomo, envuelto como estaba en el vapor de una anticuada caldera. El olor a gas era agobiante y sólo caía un hilillo de agua fría.

—No funciona.


Si, si, cubito, signori.

El mayordomo corrió a la escalera y se puso a gritar a alguien que estaba abajo. Le contestó una voz de mujer, todavía más estridente que la suya, Sebastian y yo volvimos a contemplar el espectáculo que se extendía bajo nuestras ventanas. Pronto acabó la discusión y apareció una mujer, acompañada por un niño; nos sonrió, miró al mayordomo con mal humor y puso encima de la cómoda de Sebastian una jofaina de plata y un aguamanil lleno de agua hirviendo. Mientras tanto, el mayordomo deshizo nuestro equipaje y dobló nuestra ropa. De nuevo en italiano, nos explicaba los méritos ignorados del calentador de agua hasta que, de repente, ladeó la cabeza, se volvió con expresión atenta, y dijo:


Il marchese
—y bajó corriendo las escaleras.

—Será mejor que nos pongamos presentables antes de ver a papá —dijo Sebastian—. No hace falta que nos vistamos de etiqueta. Tengo entendido que está solo en estos momentos.

Yo sentía gran curiosidad por conocer a lord Marchmain. Cuando al fin la satisfice, lo primero que me asombró fue su naturalidad, pero a medida que fui conociéndole mejor, descubrí que era fingida, como si, consciente de su aura byroniana, considerase de mal gusto exhibirla e hiciera todo lo posible por reprimirla. Estaba ante el balcón de la sala y, al darse la vuelta para saludarnos, su cara apareció cubierta por la espesa sombra.

Yo sólo percibí una figura alta y erguida.

—Querido papá —dijo Sebastian—. ¡Qué joven se te ve!

Besó a lord Marchmain en la mejilla, y yo, que no había besado a mi padre desde que era niño, me quedé rezagado.

—Este es Charles. ¿No te parece que mi padre es muy guapo, Charles?

Lord Marchmain me estrechó la mano.

—El que consultó la hora de vuestro tren —dijo, y su voz también era la de Sebastian— cometió una
bêtise
. Ese tren no existe.

—Hemos venido en él.

—Es imposible. Sólo había un tren lento desde Milán a esa hora. Yo estaba en el Lido. Ahora me dedico a jugar allí al tenis por las tardes con un profesional. Es la única hora del día en que no hace demasiado calor. Espero que no estéis demasiado incómodos arriba, muchachos. Esta casa parece haber sido diseñada para la comodidad de una sola persona, que soy yo. Tengo una habitación del mismo tamaño que ésta y un cuarto de vestir muy decente. Cara ha tomado posesión de las otras habitaciones grandes.

Me fascinaba oírle hablar de su amante de una manera tan sencilla y espontánea; más tarde sospeché que lo hacía adrede debido a mi presencia.

—¿Cómo está?

—¿Cara? Bien, espero. Volverá mañana. Está visitando a unos amigos americanos en una villa del canal Brenta. ¿Dónde cenamos? Podríamos ir al Luna, pero ahora siempre está lleno de ingleses. ¿Os aburriría mucho cenar en casa? Seguro que Cara querrá salir mañana… y nuestro cocinero es excelente.

Se había apartado de la ventana y estaba de pie, expuesto a la plena luz del atardecer, con el damasco rojo de la paredes como fondo. Tenía una cara noble, una cara controlada; al parecer, exactamente como él había planeado que fuera: algo cansada, un poco sardónica, ligeramente voluptuosa. Parecía hallarse en la flor de la vida; se me hacía extraño pensar que sólo tuviera unos años menos que mi padre.

Cenamos en una mesa de mármol en el hueco de las ventanas. Todo en la casa era de mármol, terciopelo o yeso mate y dorado. Lord Marchmain preguntó:

—¿Y cómo pensáis emplear vuestra estancia? ¿Nadando o haciendo turismo?

—Haciendo
algo
de turismo, al menos —respondí.

—A Cara le gustará eso… Ella, como te habrá dicho Sebastian, será vuestra anfitriona aquí. No podéis hacer las dos cosas, ya sabéis. Una vez que hayáis puesto los pies en el Lido no hay escapatoria: uno se pone a jugar al chaquete, a hacer tertulias en el bar y a aturdirse con el sol. Más vale visitar las iglesias.

—A Charles le interesa mucho la pintura.

—Ah, ¿sí? —Y yo capté un matiz de profundo aburrimiento que tan bien conocía en mi propio padre—. ¿Sí? ¿Algún pintor veneciano en particular?

—Bellini —contesté, un tanto al azar.

—¿Sí? ¿Cuál de ellos?

—Lo siento; ignoraba que hubiera dos.

—Tres, para ser exacto. Descubrirás que durante las grandes épocas artísticas la pintura solía ser un negocio familiar. ¿Cómo dejasteis a Inglaterra?

—Estaba preciosa —dijo Sebastian.

—¿De verdad?
¿De verdad
? Mi gran tragedia ha sido que siempre he detestado la campiña inglesa. Supongo que es vergonzoso heredar grandes responsabilidades y ser totalmente indiferente a ellas. Soy todo lo que los socialistas me acusarían de ser y además constituyo un gran estorbo para mi propio partido. Bueno, mi hijo mayor cambiará todo eso, no lo dudo. Vamos, si le dejan algo que heredar… Me pregunto por qué se considera que los dulces italianos son los mejores. Hasta la época de mi padre siempre había un pastelero italiano. El tenía uno austríaco que era muchísimo mejor. Y ahora supongo que habrá alguna matrona inglesa de rollizos brazos.

Después de cenar salimos del palacio por una puerta lateral, paseamos por un laberinto de puentes, plazas y callejuelas, hasta llegar a Florian y tomar allí un café mirando a las gentes de cara seria que transitaban por delante del campanario.

—No hay nada que se parezca al vulgo de Venecia —dijo lord Marchmain—. La ciudad está plagada de anarquistas, pero la otra noche echaron a una mujer norteamericana que quiso sentarse aquí con los hombros desnudos. Vinieron a mirarla, en completo silencio; la rodeaban como gaviotas y volvían una y otra vez, hasta que ella se marchó. Nuestros compatriotas son mucho menos dignos cuando quieren expresar su desaprobación moral.

Un grupo de ingleses que acababa de acercarse desde el muelle se dirigió a una mesa cercana a la nuestra pero, de repente, cambió de rumbo y se sentó al otro lado. Desde allí nos observaron con curiosidad mientras hablaban entre sí con las cabezas juntas.

—A ese matrimonio lo conocí cuando hacía política. El es un miembro prominente de tu Iglesia, Sebastian.

Cuando nos disponíamos a acostarnos aquella noche, Sebastian dijo:

—Es un encanto, ¿no te parece?

La amante de lord Marchmain llegó al día siguiente. Yo tenía diecinueve años y lo ignoraba todo sobre las mujeres. Con toda seguridad, habría sido incapaz de reconocer a una prostituta en la calle. Por lo tanto, no era indiferente al hecho de vivir bajo el mismo techo con una pareja adúltera, pero a mi edad era ya capaz de disimular mi interés. La amante de lord Marchmain, en consecuencia, me halló sumido en un mar de sentimientos contradictorios respecto a ella. En principio, su apariencia física defraudó todas mis expectativas. No era una voluptuosa odalisca a lo Toulouse-Lautrec ni lo que podría llamarse una «leve mariposa», sino una mujer de mediana edad, bien conservada, bien vestida y bien educada, parecida a las que había visto en innumerables reuniones mundanas y a las que ocasionalmente había conocido. Tampoco parecía marcada por ningún estigma social. El día de su llegada almorzamos en el Lido y la saludaban desde casi todas las mesas.

—Vittoria Corombona nos ha invitado a todos a su baile del sábado.

—Es muy amable de su parte. Sabes que yo no bailo —dijo lord Marchmain.

—Pero ¿y los muchachos? Es algo digno de ver… El palacio Corombona iluminado para el baile… Quién sabe cuántos más bailes de éstos habrá…

—Los muchachos pueden hacer lo que quieran. Nosotros debemos declinar la invitación.

—Y he invitado a la señora Hacking Brunner a comer. Tiene una hija encantadora. A Sebastian y a su amigo les gustará.

—A Sebastian y a su amigo les interesa más Bellini que las herederas.

—Pero ¡si eso es lo que siempre he deseado! —exclamó Cara, cambiando de táctica hábilmente—. He estado aquí innumerables veces y Alex ni siquiera me ha dejado ver el interior de San Marcos. Nos convertiremos en turistas, ¿eh?

Y nos convertimos en turistas. Cara consiguió que hiciera de cicerone un minúsculo noble para quien todas las puertas se abrían, y con él a su lado y la guía del viajero en la mano, ella nos acompañó a contemplar los abrumadores esplendores del lugar, flaqueando a veces, pero sin perder en ningún instante su aire pulcro y prosaico.

Los quince días en Venecia pasaron rápida y dulcemente…, quizá demasiado dulcemente. Me estaba ahogando en miel, sin sentir el aguijón. Algunos días la vida discurría a la misma velocidad que las góndolas, cuando avanzan por los canales laterales, mientras el barquero emite a modo de aviso su grito de pájaro quejumbroso y musical. Otros días, la lancha saltaba sobre la laguna con su estela de espuma iluminada por el sol. Conservé un recuerdo confuso de sol ardiente sobre arena y de frescos en interiores de mármol; de agua por todas partes, lamiendo la piedra pulida, reflejada en una mancha de luz sobre los techos pintados; de una noche en el palacio Corombona como las que pudo haber vivido Byron; de otra noche byroniana pescando
scampi
en los bajíos de Chioggia —la estela fosforescente de la pequeña barca, la linterna balanceándose en la proa, y la red que izamos llena de algas, arena y peces que rebullían—; de melón y
prosciutto
en el balcón al fresco de la madrugada; de pan y queso calientes y cócteles de champaña en Harry's.

Recuerdo cuando Sebastian alzaba la mirada hacia la estatua de Colleoni y decía:

—Es triste pensar que, pase lo que pase, tú y yo nunca nos veremos envueltos en una guerra.

Y recuerdo, sobre todo, una conversación que tuvo lugar hacia el final de mi estancia.

Sebastian había ido a jugar al tenis con su padre y Cara reconoció por fin que estaba cansada. A última hora de la tarde, estábamos sentados cerca de las ventanas que daban al Gran Canal, ella en el sofá, bordando, y yo en el sillón, ocioso. Era la primera vez que nos encontrábamos a solas.

—Creo que quieres mucho á. Sebastian —dijo.

—Pues sí, desde luego.

—Estas amistades románticas se dan entre ingleses o alemanes, pero no entre latinos. Creo que son muy positivas si no duran demasiado.

Hablaba de una manera tan segura y tan práctica que no pude tomar a mal sus palabras, pero tampoco supe encontrar una respuesta. No parecía esperar ninguna y continuó bordando, deteniéndose alguna vez para elegir un hilo de seda de la bolsa de labores que tenía a su lado.

—Es ese amor que experimentan los niños aun antes de conocer su significado. En Inglaterra llega cuando casi sois hombres; creo que eso me gusta. Es mejor tener esa clase de amor por otro muchacho que por una muchacha. Alex, ¿sabes? lo sintió por una muchacha, por su mujer. ¿Crees que me ama a

?

—Vamos, Cara… haces unas preguntas… ¿Cómo puedo saberlo? Supongo…

—No me ama. Ni lo más mínimo. Entonces, ¿por qué no me deja? Te lo diré: porque le protejo de lady Marchmain. La aborrece. No puedes imaginarte cuánto la odia. Tal vez creas que es muy calmo y muy británico; el
milord
hastiado, muertas en él todas las pasiones, que sólo quiere comodidad y tranquilidad y sólo aspira a dejarse llevar, que busca en mí lo único que un hombre es incapaz de procurarse por sí mismo. Amigo mío, es un volcán de odio. No puede respirar el mismo aire que ella. No pondrá el pie en Inglaterra porque ella vive allí. Le cuesta ser feliz con Sebastian porque es hijo de ella. Pero Sebastian también la odia.

—Estoy seguro de que en esto se equivoca.

—Es posible que nunca lo reconozca ante ti. Es posible que ni siquiera lo reconozca ante sí mismo. Alex y su familia están llenos de odio, odio hacia ellos mismos. ¿Por qué crees que no hace vida social?

—Yo pensaba que la gente se había puesto en su contra.

—Mi querido muchacho, eres muy joven. ¿Desde cuándo la gente se vuelve contra un hombre guapo, inteligente y rico como Alex? ¡Jamás en la vida! Es él quien ha prescindido de la gente. Todavía hay muchas personas que insisten en venir una y otra vez, y él las humilla y se burla de ellas. Y todo a causa de lady Marchmain. No tocará una mano que pueda haber tocado la de ella. Cuando tenemos invitados, adivino que está pensando:

«Quizá hayan estado hace poco en Brideshead. Acaso vayan después a Marchmain House. ¿Me hablarán de mi mujer? ¿Son un enlace entre ella y yo? ¡Cuánto la odio!». En serio, te lo digo de todo corazón: eso es lo que piensa. Está loco. ¿Y qué ha hecho ella para merecer todo ese odio? Nada más que dejarse querer por alguien que aún no había crecido. Nunca he hablado con lady Marchmain; sólo la he visto una vez. Pero si vives con un hombre llegas a conocer a la mujer a quien ha amado. Ella es buena y sencilla, y ha sido amada de una forma equivocada.

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