Al día siguiente, el viento se calmó de nuevo y otra vez estábamos revolcándonos en el oleaje. Ahora se hablaba menos de mareos que de huesos rotos. Durante la noche, la tormenta había zarandeado a la gente de un lado para otro y muchos habían sufrido accidentes desagradables en el suelo de los cuartos de baño.
Ese día hablamos poco, por todo lo que habíamos charlado el anterior y porque lo que queríamos decirnos exigía muy pocas palabras. Teníamos libros para leer y Julia descubrió un juego que le gustaba. Cuando por fin conversamos, al cabo de largos silencios, descubrimos que nuestros pensamientos habían seguido caminos paralelos y al mismo ritmo. Una vez dije:
—Estás montando guardia sobre tu tristeza.
—Es lo único que he ganado. Lo dijiste ayer. Mi recompensa.
—Un pagaré de la vida. La promesa de pagar cuando obliguen a ello.
A mediodía dejó de llover. Al atardecer, las nubes se dispersaron a popa y el sol irrumpió de repente en el salón donde estábamos sentados, volviendo superflua la luz artificial.
—La puesta de sol —dijo Julia—. el final de nuestra compañía.
Se levantó y, a pesar de que el balanceo del barco no parecía haberse sosegado, me llevó arriba, a la cubierta de botes. Me cogió del brazo y puso su mano en la mía, en el bolsillo de mi abrigo. La cubierta estaba seca y vacía, barrida sólo por el viento que producía la propia velocidad del barco. Al avanzar con dificultad y lentitud, alejándonos de las motas que despedía la chimenea, nos vimos alternativamente empujados el uno contra el otro, luego separados, casi siempre del todo, con brazos y dedos entrelazados mientras yo me aferraba a la barandilla y Julia se agarraba a mí, de nuevo unidos con violencia, de nuevo desunidos; luego, un empujón más fuerte que los otros me lanzó sobre ella. La apreté contra la barandilla, manteniéndola alejada con brazos que la aprisionaban por ambos lados y, cuando el barco se detuvo un momento al final de su caída, como si quisiera recobrar fuerzas para remontarse, nos quedamos abrazados a la vista de todos, mejilla contra mejilla, su cabello cubriéndome los ojos. El horizonte oscuro de agua que ahora se desplomaba con brillos de oro, permaneció inmóvil encima de nosotros, y luego descendió veloz hasta que me sorprendió mirando a través del pelo oscuro de Julia un cielo ancho y dorado. Ella se vio proyectada hacia delante, contra mi pecho, erguida por mis manos sobre la barandilla, y con la cara pegada a la mía.
Fue en aquel momento, con sus labios cerca de mi oído y su aliento cálido en el viento salado, cuando Julia dijo, aunque yo no había dicho nada: «Sí, ahora» y, mientras el barco se enderezaba y surcaba momentáneamente aguas más tranquilas, Julia me condujo abajo.
No era momento de ternuras superfluas; éstas llegarían, en su momento, con las golondrinas y las flores de tilo. Ahora, en medio de las aguas revueltas, había que cumplir sin más una formalidad. Era como si se hubiera redactado y firmado un acta de entrega de sus estrechas caderas. Yo iba a tomar posesión de una propiedad que luego disfrutaría y ensancharía sin prisas.
Aquella noche cenamos en lo más alto del barco, en el restaurante, y vimos por los miradores cómo despuntaban las estrellas y cómo se columpiaban en el cielo de la misma manera que una vez —recordé— las había visto balancearse por encima de las torres y techos de Oxford. Los camareros prometieron que la noche siguiente la orquesta volvería a tocar y el restaurante se llenaría de gente. Sería mejor que reserváramos ahora, nos dijeron, una buena mesa.
—¡Dios mío! —exclamó Julia—. ¿Dónde podemos escondernos durante el buen tiempo, huérfanos de la tormenta?
No pude dejarla aquella noche, pero a la mañana siguiente temprano, al regresar una vez más por el largo pasillo, descubrí que era posible caminar normalmente; el barco navegaba con facilidad por una mar serena; y supe que había concluido nuestro aislamiento.
Mi mujer me llamó alegremente desde su camarote: —Charles, Charles me encuentro tan bien… ¿A que no sabes qué estoy desayunando?
Fui a ver. Estaba comiendo un bistec.
—He reservado hora con el peluquero. ¿Te das cuenta? No podían atenderme hasta las cuatro de esta tarde; de repente están ocupados… No saldré hasta la noche. Pero muchísima gente va a venir a visitarnos esta mañana, y he invitado a Miles y a Janet a almorzar con nosotros en la sala de estar. Me temo que he sido una esposa inútil los últimos dos días. ¿Qué has estado haciendo?
—La velada fue divertida. Jugamos a la ruleta hasta las dos en la habitación de al lado, y el anfitrión perdió el conocimiento.
—¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Te has portado bien, Charles? ¿No has conquistado a ninguna sirena?
—No sé cómo. He estado con Julia casi todo el tiempo.
—Me alegro. Siempre he querido que os conocierais mejor. Es una de las amigas que estaba segura de que te caería bien. Me imagino que para ella habrá sido una suerte inesperada encontrarte. No lo ha pasado muy bien últimamente. Supongo que no te lo habrá contado, pero… —Mi mujer procedió a relatarme la versión popular del viaje de Julia a Nueva York—. La invitaré al aperitivo —concluyó.
Julia llegó con los demás invitados, el mero hecho de estar cerca de ella era para mí la felicidad.
—Me he enterado de que has estado cuidando a mi marido —dijo mi mujer.
—Sí, nos hemos hecho muy amigos, él, yo y un hombre que no sabemos cómo se llama.
—Señor Kramm, ¿qué le ha pasado en el brazo?
—Ha sido en el suelo del cuarto de baño —explicó. Y refirió con todo detalle su caída.
Esa noche, el capitán cenó en su mesa y el círculo de comensales estaba completo, porque en las sillas de la derecha del obispo se instalaron dos japoneses que expresaron un profundo interés por su proyecto de hermandad universal. El capitán no dejo dehacer bromas sobre la resistencia de Julia a la tormenta, ofreciéndose a contratarla como marinero; años de navegación le habían proporcionado chistes para cada momento. Mi mujer, recién salida del salón de belleza, no ostentaba la más mínima huella de sus tres días de infortunio y, a juicio de muchos, eclipsaba a Julia, cuya tristeza había sido disipada por una satisfacción y serenidad incomunicables; incomunicables a todos, menos a mí. Ella y yo, separados por la muchedumbre, estábamos sentados solos y juntos, muy cerca el uno del otro, como habíamos estado el uno en brazos del otro la noche antes.
Reinaba un ambiente festivo en el barco esa noche. Aun cuando sería preciso levantarse al alba para hacer las maletas, todo el mundo había decidido que aquella velada al menos disfrutaría del lujo que la tormenta les había denegado. Era imposible aislarse. Cada rincón del barco estaba atestado; música de baile y charla aguda y excitada; los camareros corriendo por todas partes con bandejas llenas de vasos, la voz del oficial encargado del bingo («el quince, la niña bonita; el veintidós, los dos patitos»), la señora Stuyvesant Oglander con un gorro de papel, el señor Kramm y sus vendajes, los dos japoneses lanzando gallardetes de papel y siseando como ocas…
No hablé con Julia a solas durante toda la fiesta.
Nos vimos un momento al día siguiente a estribor, mientras todo el mundo se amontonaba a babor para ver subir a bordo a los oficiales y para contemplar la costa verde de Devon.
—¿Qué planes tienes?
—Londres durante un tiempo —dijo Julia.
—Celia se va directamente a casa. Quiere ver a los niños. —¿Tú también?
—No.
—Hasta Londres, entonces.
—Charles, ese hombrecillo pelirrojo, Foulenough. ¿Le has visto? Dos policías de paisano se lo han llevado.
—Me lo perdí. Había tanta gente en ese lado del barco…
—He averiguado el horario de los trenes y he enviado un telegrama. Llegaremos a casa para la cena. Los niños estarán durmiendo. Quizá podríamos despertar a Johnjohn, sólo por esta vez.
—Vete tú —dije—. Yo tendré que quedarme en Londres.
—Pero Charles,
debes
venir. No has visto a Caroline.
—¿Cambiará mucho en un par de semanas?
—Pero, cariño, si cambia a diario…
—Entonces, ¿de qué servirá verla ahora? Lo siento, querida, pero tengo que desempaquetar los cuadros para ver qué tal han aguantado el viaje. Debo iniciar en seguida los preparativos para la exposición.
—¿De verdad? —replicó, pero yo sabía que no ofrecía resistencia cuando yo apelaba a los misterios de mi profesión—. Qué desilusión. Además, no sé si Andrew y Cynthia se habrán marchado ya del apartamento. Lo alquilaron hasta finales del mes.
—Puedo ir a un hotel.
—Pero es tan triste… No soporto que estés solo tu primera noche en casa. Me quedaré y bajaré mañana. —No puedes desilusionar a los niños.
—No.
Sus hijos, mi arte: los dos misterios de nuestras profesiones.
—¿Podrás bajar el fin de semana? —preguntó.
—Lo intentaré.
—Todos los pasajeros con pasaporte británico tengan la bondad de concentrarse en el fumador —anunció un camarero. —Gracias a ese hombre tan amable del Foreign Office que estaba en nuestra mesa, he conseguido que acaben pronto con nosotros en la aduana —dijo mi esposa.
Fue idea de mi mujer inaugurar la exposición un viernes.
—Esta vez vamos a atraer la atención de los críticos —dijo—. Ya es hora de que empiecen a tomarte en serio, ellos bien lo saben. Es su oportunidad. Si inauguras el lunes, la mayoría de ellos acabarán de llegar del campo y se limitarán a redactar unas líneas de prisa y corriendo antes de salir a cenar. Naturalmente sólo me preocupan los semanarios. Si tienen todo el fin de semana para pensarlo, su actitud será cortés, la de señores que pasan el domingo en el campo. Se pondrán cómodos después de una buena comida, se subirán las mangas y escribirán con toda tranquilidad un bonito artículo que más tarde volverán a publicar en un libro elegante. Esta vez no nos contentaremos con menos.
Viajó a Londres varias veces desde la vieja rectoría durante el mes de preparativos, para revisar la lista de invitaciones y ayudar a colgar los cuadros.
La mañana de la inauguración llamé a Julia y le dije:
—Ya estoy harto de los cuadros y me gustaría no volverlos a ver nunca más, pero supongo que tendré que hacer acto de presencia.
—¿Quieres que vaya?
—Preferiría que no lo hicieras.
—Celia añadió a nuestra invitación: «Trae a todo el mundo» escrito en tinta verde —dijo Julia—. ¿Cuándo nos vemos?
—En el tren. Podrías recoger mi equipaje.
—Si te das prisa te recogeré a ti también y te dejaré en la galería. Tengo hora con la modista a las doce, y es al lado mismo.
Cuando llegué a la galería, mi mujer estaba junto a la ventana mirando la calle. Detrás de ella, media docena de amantes del arte iba de un lienzo a otro, catálogo en mano; era gente que alguna vez había comprado tal vez un grabado en boj y, en consecuencia, figuraba en la lista de los patrocinadores de la galería.
—Nadie ha llegado todavía —dijo mi mujer—. Llevo aquí desde las diez y ha sido muy aburrido. ¿De quién era ese coche en el que has venido?
—De Julia.
—¿Julia? ¿Por qué no la has traído? Es curioso, acabo de hablar sobre Brideshead con un hombrecito muy raro que parece conocernos muy bien a todos. Dice llamarse Samgrass. Por lo visto es uno de esos jóvenes maduros que trabajan para lord Copper en el
Daily Beast
. Intenté insinuarle algún párrafo para su artículo, pero parecía conocerte mejor que yo. Dijo que te había conocido hace años en Brideshead. Ojalá hubiera entrado Julia. Le podríamos haber preguntado quién es.
—Me acuerdo perfectamente de él. Es un ventajista.
—Eso se notaba a la legua. Hablaba todo el rato sobre lo que él llama «la pandilla de Brideshead». Por lo visto Rex Mottram ha transformado el lugar en un nido de sedición partidista. ¿Lo sabías? ¿Qué habría pensado Teresa Marchmain?
—Voy allí esta noche.
—Esta noche no;
esta
noche no puedes ir. Te esperan en casa. Prometiste que tan pronto estuviera lista la exposición vendrías a casa. Johnjohn y Nanny han preparado una gran bandera de bienvenida. Y todavía no has visto a Caroline.
—Lo siento. Ya está todo convenido.
—Además, papá se extrañará muchísimo. Boy viene a casa el domingo. Y tampoco has visto el estudio nuevo. No puedes ir esta noche. ¿Me han invitado a mí?
—Naturalmente, pero yo sabía que no podías venir.
—Ahora no puedo. Podría haber ido, si me lo hubieras dicho antes. Me hubiese encantado ver a la «pandilla de Brideshead» en su propio ambiente. Creo que eres muy antipático, pero no es el momento para una pelea de familia. El duque y la duquesa de Clarence prometieron pasar antes del almuerzo, y pueden llegar en cualquier momento.
Fuimos interrumpidos, sin embargo, no por la realeza, sino por la reportera de uno de los periódicos de más tiraje, que vino a nuestro encuentro acompañada por el director de la galería. No había venido para ver los cuadros sino para conseguir «una historia de interés humano» sobre los peligros de mi viaje. La dejé con mi esposa, y al día siguiente leí en su periódico: «Charles
Casas señoriales
Ryder se aventura por tierras desconocidas. Que las serpientes y vampiros de la selva no tienen nada que envidiar a Mayfair es la opinión del artista de la alta sociedad Ryder, quien ha sustituido las casas de los grandes por las ruinas de Africa ecuatorial…».
La galería empezaba a llenarse, y tuve que dedicarme a mostrarme sociable. Mi mujer estaba en todas partes saludando, presentando unos a otros, transformando hábilmente a la múltiple asistencia en una fiesta. Vi cómo llevaba a los amigos, uno tras otro, hasta la lista de suscriptores que se había abierto para el libro
América latina
de Ryder. Oí cómo decía:
—No, querida, a
mí
no me sorprenden en absoluto, pero, claro, es natural ¿verdad? Verás, Charles vive sólo para una cosa: la Belleza. Creo que llegó a aburrirle verla con tanta abundancia por aquí, en Inglaterra; tenía que ir a crearla por sí mismo. Necesitaba conquistar nuevos mundos. Después de todo, ya ha dicho todo lo que hay que decir de las casas de campo ¿no es cierto? Y esto no significa que lo haya dejado del todo; estoy segura de que siempre estará dispuesto a pintar una o dos más para los
amigos
.
Un fotógrafo nos unió, nos lanzó un destello de luz en la cara, y nos dejó libres, a cada uno por su lado.