»Cuando una persona odia con tanta fuerza, en realidad odia algo de ella misma. Alex odia todas sus ilusiones de muchacho: la inocencia, Dios, la esperanza. La pobre lady Marchmain ha tenido que soportar todo esto. Una mujer no ama de tantas maneras diferentes.
»Ahora bien: Alex me tiene mucho cariño y yo le protejo de su propia inocencia. Nos llevamos bien.
»Sebastian está enamorado de su propia infancia. Eso le hará muy desgraciado. Su osito de juguete, su
nanny
… Y tiene diecinueve años…
Cambió de postura en el sofá para poder contemplar los barcos que pasaban y dijo con amable tono burlón:
—Qué bien se está aquí, sentada a la sombra, hablando del amor. —Y luego añadió, como volviendo súbitamente a la realidad—: Sebastian bebe demasiado.
—Supongo que los dos lo hacemos.
—En tu caso no tiene importancia. Os he observado. En el caso de Sebastian es diferente. Se convertirá en un borracho si alguien no lo remedia. ¡He conocido a tantos! Alex era casi un borracho cuando me conoció; lo llevan en la sangre. Yo lo veo por la
manera
de beber de Sebastian. La tuya es distinta.
Llegamos a Londres un día antes de iniciarse el trimestre. En el camino desde la estación de Charing Cross, dejé a Sebastian en la puerta de la casa de su madre.
—Ya estamos en «Marchers» —dijo con un suspiro que significaba el final de las vacaciones—. No te invito a entrar porque la casa debe estar llena de parientes. Nos veremos en Oxford.
Atravesé el parque en el coche hasta mi casa.
Mi padre me saludó con su habitual aire de leve congoja. —Hoy aquí —dijo—, y mañana allá. Te veo muy poco. Quizá esto te parezca aburrido… Es natural. ¿Te has divertido?
—Muchísimo. He estado en Venecia.
—Claro, claro, me imagino. ¿Hizo buen tiempo?
Cuando se fue a dormir, después de una velada de silenciosa lectura, se detuvo a preguntarme:
—Ese amigo por el que estabas tan preocupado ¿murió? —No.
—Me alegro. Debiste decírmelo por carta. Me tenía muy inquieto…
—Es típico de Oxford —dije— empezar el nuevo año en otoño.
Por todas partes, sobre guijarros, grava y césped caían las hojas. En los jardines del College el humo de las hogueras se unía a la húmeda neblina de los ríos, flotando por encima de los muros grises. Las losas del pavimento estaban resbaladizas y, al ir encendiéndose una a una las luces de las ventanas que rodeaban el patio, la luminosidad era difusa y lejana. Alumnos nuevos con togas nuevas paseaban al crepúsculo bajo los arcos: las campanadas familiares suscitaban recuerdos de un año entero.
La atmósfera de otoño se apoderó de los dos como si la bulliciosa exuberancia de junio hubiera muerto con los alhelíes, cuyo perfume había abierto paso en mis ventanas al de las hojas húmedas que ardían en rescoldo en un rincón del patio.
Era el primer atardecer dominical del trimestre.
—Me siento como si tuviera exactamente cien años —dijo Sebastian.
Había llegado la noche anterior, un día antes que yo, y era la primera vez que nos veíamos desde que nos despedimos en el taxi.
—Monseñor Bell me ha soltado un sermón esta tarde. Con éste ya son cuatro desde mi llegada: mi tutor, el decano adjunto, el señor Samgrass de All Souls, y ahora monseñor Bell.
—¿Quién es ese Samgrass?
—Un conocido de mamá. Todos dicen que empecé muy mal el año pasado, que me he hecho
notar
, y que si no me porto mejor conseguiré que me expulsen. ¿Qué debe hacer uno para portarse mejor? Supongo que ingresar en la Liga de las Naciones Unidas, leer el
Isis
todas las semanas, tomar café por la mañana en la cafetería Cadena, fumar una pipa enorme, jugar al hockey, merendar en Boar's Hill, asistir a las conferencias de Keble,montar una bicicleta con un cestito lleno de cuadernos, beber cacao caliente por la noche y discutir seriamente sobre el sexo. Oh, Charles, ¿qué ha pasado desde el trimestre pasado? ¡Me siento tan viejo!
—Yo me siento un hombre maduro, que es infinitamente peor. Creo que aquí ya no podremos divertirnos más.
Permanecimos sentados en silencio junto a la lumbre de la chimenea mientras caía la noche.
—Anthony Blanche se ha marchado.
—¿Por qué?
—Me escribió. Por lo visto, ha alquilado un piso en Munich… Se ha vinculado con un policía allí.
—Lo echaré de menos.
—Supongo que, en cierto modo, yo también.
Volvimos a guardar silencio, tan inmóviles ante la lumbre, que un estudiante que vino a visitarme aguardó un momento en el umbral y luego se marchó, creyendo que la habitación estaba vacía.
—Esta no es manera de empezar un nuevo año —dijo Sebastian.
Pero el sombrío anochecer de octubre pareció insuflar su aire frío y húmedo a las semanas que siguieron. Durante todo aquel trimestre y el resto del año, Sebastian y yo vivimos cada vez más en la penumbra y, al igual que un fetiche que primero se esconde de los misioneros y al final se olvida, el oso de peluche, Aloysius, se quedó olvidado encima de la cómoda del dormitorio de Sebastian.
Los dos sufrimos un cambio. Nos había abandonado la sensación de descubrimiento que inspiró la anarquía de nuestro primer año. Yo había empezado a adaptarme.
Inesperadamente, eché de menos a mi primo Jasper, quien había conseguido matrícula de honor en su examen final y llevaba una engorrosa vida de disipación pública en Londres. Le necesitaba para poder escandalizarle: sin su imponente presencia parecía faltarle solidez al College; ya no resultaba provocativo ni daba lugar al desafuero como en el verano. Además, yo había vuelto saciado y un poco más humilde, resuelto a aminorar la marcha. Nunca más me expondría a los humores de mi padre: su caprichosa persecución me había convencido, mejor que cualquier reproche, de la locura de vivir por encima de mis posibilidades. Aquel trimestre no me llamaron la atención y el buen resultado de mi curso de historia antigua y una calificación «beta menos» en uno de mis exámenes finales me pusieron en buenas relaciones con mi tutor; y conseguí mantenerlas sin demasiado esfuerzo.
Conservé un ligero contacto con la facultad de historia: entregaba mis dos ensayos semanales y asistía ocasionalmente a alguna conferencia. Además, inicié mi segundo año en la universidad haciéndome miembro de la Escuela de Arte Ruskin. Nos reuníamos dos o tres veces por semana cerca de una docena de estudiantes —la mitad, por lo menos, hijas de Oxford norte— entre los moldes de yeso tomados del original en el Ashmolean Museum. Dos veces por semana dibujábamos desnudos en una pequeña habitación, encima de un salón de té. Las autoridades tomaron ciertas medidas para evitar cualquier posible insinuación de lubricidad durante estas veladas, y la joven que posaba para nosotros debía venir de Londres sólo ese día; no podía residir en la ciudad universitaria. Un costado de la muchacha, el más próximo a la estufa de petróleo —lo recuerdo bien—, estaba siempre rosado; el otro jaspeado y arrugado, como si le hubieran quitado las plumas. Allí, con el olor de la lámpara de petróleo, nos sentábamos a horcajadas sobre taburetes y evocábamos el espectro apenas visible de
Trilby
[9]
Mis dibujos no valían nada. En mis habitaciones elaboraba pequeños pastiches, algunos de los cuales conservados por amigos de la época, para mi sonrojo, salen ahora a la luz.
Impartía la clase un hombre más o menos de mi edad, que nos trataba con una hostilidad defensiva. Vestía camisa de un azul muy oscuro, una corbata amarillo limón y gafas con montura de carey; debido en gran parte a este aviso modifiqué mi propia vestimenta hasta adoptar la que mi primo Jasper habría creído adecuada para ir de visita a una casa de campo. De ese modo, vestido con sobriedad y manteniéndome razonablemente ocupado, me transformé en un miembro bastante respetable de mi College.
El caso de Sebastian fue diferente. Su año de anarquía había colmado una profunda necesidad interior —evadirse de la realidad— y, al verse cada vez más limitado en donde antaño se sentía libre, a veces se volvía apático y melancólico, incluso conmigo.
Durante aquel trimestre estábamos tan compenetrados el uno con el otro que apenas frecuentamos otras compañías. No buscamos nuevas amistades. Mi primo Jasper me había dicho que lo normal era deshacerse en el segundo trimestre de los amigos hechos durante el primero, y así fue. La mayoría de mis amigos eran los que había hecho Sebastian, y ambos nos deshicimos de ellos y no hicimos nuevas amistades. No fue un renunciamiento. Al principio dio la impresión de que veíamos a aquellos compañeros con la misma frecuencia que antes; acudíamos a las fiestas, pero nosotros no dimos ninguna. Yo no tenía el menor interés en impresionar a los recién llegados que, al igual que sus hermanas en Londres, debutaban en sociedad; había muchas caras desconocidas en las fiestas, y yo, que meses atrás había sentido un apetito voraz por conocer gente, estaba saciado. Hasta nuestro pequeño círculo de íntimos, tan animado bajo el sol veraniego, parecía letárgico y callado en la niebla persistente, en el crepúsculo llegado del río que para mí suavizó y ensombreció todo aquel año. Anthony Blanche se llevó algo consigo cuando se marchó: había cerrado una puerta y colgado la llave en la cadena; y ahora todos sus amigos, para los que siempre había sido un extraño, lo necesitábamos.
Me sentí como si hubiera acabado la función matinal de beneficencia; el empresario se había abotonado el abrigo de astracán y había cobrado las entradas; las desconsoladas actrices de la compañía se encontraban ahora sin su jefe. Sin él olvidaban sus papeles y salían a destiempo a escena; le necesitaban para dar la orden de alzar el telón en el momento justo; le necesitaban para orientar los focos; necesitaban oír sus susurros entre bastidores y ver su mirada imperiosa clavada en el director de orquesta. Sin él no había fotógrafos de la prensa semanal, no había buena voluntad acordada de antemano ni expectativas de placer. No las unía más lazo que el deseo de servir al mismo patrón; ahora que el vestuario de encaje y terciopelo dorado había sido guardado en los baúles para ser devuelto a la guardarropía del teatro, todas volvían a vestir el gris uniforme de diario. En las pocas horas que duraba el ensayo, durante los pocos minutos exultantes que duraba el espectáculo, habían representado en sus maravillosos papeles a sus magnos antepasados, aquellos retratos famosos a los que supuestamente se asemejaban. Ahora todo había concluido y a la desolada luz del día tenían que volver a su casa y reunirse con el marido que iba con demasiada frecuencia a Londres, el amante que perdía a las cartas, el hijo que crecía excesivamente aprisa…
El grupo de Anthony Blanche se dispersó y pasó a componerse de una docena escasa de letárgicos adolescentes ingleses. Tiempo después comentarían alguna vez: «¿Te acuerdas de aquel personaje tan extravagante que conocimos en Oxford, Anthony Blanche? Me pregunto qué habrá sido de él». Todos ellos habían regresado casi por instinto a la manada de donde habían salido merced a una caprichosa selección; su personalidad se iba volviendo cada vez menos definible. Ellos no eran muy conscientes de su transformación y seguían reuniéndose de vez en cuando en nuestras habitaciones. Pero nosotros dejamos de buscar su compañía. En su lugar, preferimos frecuentar a gente menos refinada y pasábamos siempre las veladas en pequeñas tabernas al estilo de Hogarth, en los barrios de San Ebb y San Clement o en las calles entre el viejo mercado y el canal, donde conseguíamos alegrarnos y donde la gente, creo, nos quería bien. En las tabernas Gardener's Arms (El escudo del jardinero), Nag's Head, (La cabeza de la yegua), Druid's Head (La cabeza del druida), cerca del teatro, y Turf en Hell Passage nos conocían muy bien. En la última de las mencionadas, sin embargo, corríamos el riesgo de encontrarnos con otros estudiantes —los ruidosos deportistas del Brasenose College que hacían la ronda de los bares—; una especie de fobia se apoderó de Sebastian, similar a la que a veces sufren los soldados contra su propia arma, de manera que la presencia de intrusos estropeó más de una velada. Sebastian posaba el vaso a medio beber y volvía malhumorado al College.
Así nos encontró lady Marchmain cuando, a principios del trimestre de otoño, fue a pasar una semana en Oxford. Descubrió a Sebastian alicaído, y a su multitud de amigos reducida a uno solo: yo mismo. Me aceptó como amigo de Sebastian y se esforzó en que también fuera amigo suyo; de ese modo estremeció las raíces de nuestra amistad. Es el único reproche que me inspira la abrumadora amabilidad que me brindó.
Había viajado a Oxford para hablar con el señor Samgrass, de All Souls, quien empezaba a desempeñar un papel cada vez mayor en nuestras vidas. Lady Marchmain estaba recopilando datos para un libro —que se proponía repartir entre sus amistades— en homenaje a su hermano Ned, el mayor de los tres legendarios héroes que murieron entre Mons y Passchendaele.
Había dejado gran cantidad de papeles: poemas, cartas, discursos, artículos, y su publicación, incluso entre un círculo restringido, exigía tacto y la adopción de innumerables decisiones en las que era muy fácil que errara el juicio de una hermana amantísima. Consciente de ello, buscó consejo fuera de la familia y le recomendaron al señor Samgrass.
Era un joven catedrático de historia, un hombre bajito y rechoncho, atildado y de escaso cabello planchado sobre una cabeza demasiado grande; manos aseadas, pies pequeños y aspecto general de bañarse con demasiada frecuencia. Su trato era cordial y tenía una manera de hablar muy personal. Llegamos a conocerle bien.
La actitud especial del señor Samgrass consistía en su faceta de colaborador de trabajos ajenos, aunque él mismo era autor de varias obras menores de moda. Aficionado a husmear en los archivos de documentos de títulos nobiliarios, poseía un olfato muy agudo para lo pintoresco. Sebastian no había dicho toda la verdad al describirle como «alguien que conoce mamá». El señor Samgrass conocía prácticamente a todos aquellos que poseyeran algo que atrajera su interés.
Era genealogista y legitimista; le encantaba la realeza desposeída y conocía la validez exacta de los derechos invocados por pretendientes rivales a muchos tronos. No era hombre de costumbres religiosas, pero sabía más que la mayoría de los católicos acerca de su Iglesia. Tenía amigos en el Vaticano y era capaz de hablar largo y tendido sobre la política vaticana y las audiencias papales, afirmando cuáles de los eclesiásticos contemporáneos gozaban de favor, cuáles no, qué hipótesis teológica reciente era sospechosa, y si este o aquel jesuita o dominico había cometido un desliz o se había mantenido a favor de la corriente en su sermón de cuaresma. Lo tenía todo menos la fe. Tiempo después le gustaría asistir al oficio de la bendición de la capilla de Brideshead, para poder ver a las damas de la familia con la cabeza devotamente inclinada, bajo las mantillas de encaje negro. Le entusiasmaban los escándalos olvidados de la alta sociedad y era experto en parentescos putativos. Afirmaba amar el pasado, pero yo siempre tuve la impresión de que consideraba ligeramente absurda la espléndida compañía, viva o muerta, con la que se relacionaba. El señor Samgrass sí existía de verdad: lo otro no era más que una extravagante procesión de personajes irreales. El era el turista victoriano, de carne y hueso, bajo cuya mirada condescendiente —y para cuyo entretenimiento— se montaban tan extraños desfiles. Y había algo excesivamente brusco en su estilo literario; sospeché de la existencia de un dictáfono escondido en algún lugar de sus habitaciones revestidas de madera.