El movimiento nos alejó de él, agarrados pero todavía en pie, y rápidamente nos sentamos donde nos había llevado nuestro baile, aislados al otro lado del salón. Habían tendido una red de cuerdas por toda la sala, y parecíamos boxeadores encerrados en el cuadrilátero.
Se acercó el camarero:
—¿Lo de siempre, señor? Whisky y agua tibia, creo. ¿Y para la señora? ¿Puedo sugerir un sorbito de champaña?
—¿Sabes una cosa? Sé que es espantoso, pero la verdad es que sí, me apetece muchísimo tomar champaña —dijo Julia—. ¡Cuántos lujos! Primero rosas, luego media hora con una pugilista y ahora champaña…
—Ojalá no hablaras tanto de las dichosas rosas. En el fondo no fue idea mía. Alguien se las mandó a Celia.
—¡Oh, eso lo cambia todo! Te perdono totalmente. Pero ahora me siento peor por lo del masaje.
—A mí me han afeitado en la cama.
—Me alegro por lo de las rosas. Sinceramente, me extrañó, me hizo pensar que habíamos empezado el día con el pie izquierdo.
Entendí lo que ella quería decir y, en aquel momento, sentí como si me hubiera quitado de encima parte del polvo y la arenilla de diez largos años. Entonces y siempre supe yo lo que ella quería decir, incluso aquel día, cuando aún me encontraba al borde mismo del amor. Lo sabía fuera cual fuera el modo en que me hablara: con medias frases, palabras aisladas y frases hechas según la jerga contemporánea; por medio de movimientos apenas perceptibles de los ojos, los labios o las manos; por muy inexpresable que fuera su pensamiento, por lo rápida o definitivamente con que lo alejaba del tema en cuestión, por lo aprisa que saltaba, como a menudo hacia, directamente desde la superficie hasta las profundidades.
Bebimos. Pronto nuestro nuevo amigo se nos acercó trastabillando a lo largo de la cuerda de seguridad.
—¿Les importa que les acompañe? No hay nada como un poco de mal tiempo para unir a la gente. Esta es mi décima travesía, y nunca he visto nada parecido. Veo que es usted una mareante con experiencia, jovencita.
—Pues no, la verdad; nunca había viajado en barco más que para ir a Nueva York y, naturalmente, para cruzar el Canal. No me siento mareada, gracias a Dios, pero sí cansada. Al principio he pensado que se debía únicamente al masaje, pero he llegado a la conclusión de que es el barco.
—Mi mujer está fatal. Y eso que es avezada. Cómo son las cosas ¿verdad?
Nos acompañó durante el almuerzo y no me importo que estuviera con nosotros. Estaba clarísimo que se había encaprichado con Julia, y que pensaba que éramos marido y mujer. El malentendido y su galantería parecían estrechar en cierto sentido nuestra unión.
—Les vi anoche en la mesa del capitán —dijo— , con todos los peces gordos.
—Peces gordos muy aburridos.
—Si quieren mi opinión, los peces gordos siempre lo son.
Cuando se presenta una tormenta así, se ve en seguida de qué está hecha la gente.
—¿Tiene predilección por los buenos mareantes?
—No es eso exactamente… Lo que quiero decir es que esto ayuda a la gente a conocerse mejor.
—Sí.
—Nosotros mismos, pongamos por ejemplo. Si no fuera por esta tormenta, es posible, que nunca hubiéramos hablado. En mis tiempos tuve unos encuentros muy románticos en alta mar. Si la señora me lo permite, me gustaría contarles una pequeña aventura que viví en el golfo de León, cuando era más joven, claro.
Ambos estábamos cansados: el no haber dormido, el ruido incesante y el esfuerzo que requería cada movimiento nos habían agotado. Pasamos la tarde separados, cada uno en su propio camarote. Me dormí, y cuando desperté seguía la mar gruesa, nubes como tinta surcaban el cielo y los cristales seguían chorreando, pero durante el sueño me había acostumbrado a la tormenta, adaptándome a su ritmo y llegando a formar parte de ella, de manera que me levanté con vigor y confianza. Encontré a Julia ya levantada y del mismo humor que yo.
—¿Qué te parece? —me dijo—. Ése hombre va a dar una pequeña fiesta esta noche en el fumador, para que todos los buenos mareantes «lleguemos a conocernos mejor». Me dijo que fuera con mi marido.
—¿Iremos?
—Naturalmente… Me estoy preguntando si debería sentirme como la dama que conoció nuestro amigo camino de Barcelona. La verdad es que no me siento así, Charles; en absoluto.
Éramos unas dieciocho personas en la fiesta «para conocerse mejor», y no teníamos en común nada más que nuestra inmunidad al mareo. Bebimos champaña, y pronto nuestro anfitrión propuso:
—¿Qué les parece, amigos? Tengo una ruleta, pero ocurre que no podemos ir a mi camarote porque está mi mujer, y no nos permiten jugar en público.
Y el grupo entero se trasladó a mi sala de estar, donde jugamos hasta altas horas de la noche, cuando Julia se marchó y nuestro anfitrión había bebido demasiado vino para asombrarse de que ella y yo no compartiéramos el mismo camarote. Cuando todos se habían ido menos él, se quedó dormido en su sillón, y allí le dejé. Fue la última vez que le vi, ya que más tarde —me lo contó el camarero después de haber trasladado la ruleta a su camarote— se rompió la cadera al caerse en el pasillo, y lo llevaron a la enfermería del barco.
Él día siguiente lo pasamos ella y yo juntos sin interrupción, moviéndonos a duras penas, obligados a permanecer en nuestros sillones por la marejada. Después del almuerzo, los últimos pasajeros resistentes se fueron a descansar y nos quedamos solos, como si se hubiera despejado el campo expresamente para nosotros y una discreción a escala titánica hubiera hecho salir de puntillas a todo el mundo para dejarnos a solas.
Habían arreglado las puertas del salón, no sin que antes dos marineros sufrieran graves heridas. Habían intentado diferentes sistemas atándolas con cabos y, más tarde, cuando éstos fallaron, con cables de acero, pero nada servía para sujetarlas firmemente. Por último encajaron a martillazos unos calzos de madera, aprovechando el breve momento en que estuvieron abiertas del todo, y gracias a eso no volvieron a moverse.
Antes de cenar, Julia se dirigió a su camarote para prepararse (nadie se vistió para la cena aquella noche), y la acompañé sin que me invitara y sin que se opusiera a ello. La esperé y, detrás de las puertas cerradas, la tomé en mis brazos y la besé por primera vez. Y en nada se alteró el ánimo que prevaleció aquella noche. Más tarde, al darle vueltas al asunto en mi cerebro, mientras me revolvía en la cama, al compás de las olas que zarandeaban el barco, durante la larga, solitaria noche insomne, recordé mis galanteos de los diez, pasados y muertos, años anteriores. Recordaba cómo, al hacerme el nudo de la corbata antes de salir, al colocarme la gardenia en el ojal, planeaba la velada y pensaba que en este o aquel momento, en esta o aquella ocasión atravesaría la línea de salida e iniciaría el ataque cualesquiera que fueran las consecuencias. «Ésta fase de la batalla ha durado ya bastante —pensaba—. Hay que tomar una decisión.» Con Julia no había fases, ni líneas de salida; no cabía ninguna táctica.
Pero más tarde, aquella misma noche, cuando se fue a dormir y la seguí hasta su puerta, me frenó.
—No, Charles, todavía no. Quizá nunca. No lo sé. No sé si quiero amor.
Entonces algo, algún fantasma sobreviviente de aquellos diez años muertos, porque nadie puede morir, aunque sólo sea un poco, sin perder algo, me hizo decir:
—¿Amor? Pero si yo no busco amor.
—Oh, sí, Charles, sí lo buscas. —Y levantó la mano para acariciarme suavemente la mejilla; luego, cerró la puerta.
Volví tambaleándome, de una pared a otra, por el largo y vacío pasillo, suavemente iluminado; porque la tempestad, al parecer, tenía forma de anillo: durante todo el día estuvimos navegando a través de su centro tranquilo; ahora nos hallábamos nuevamente a merced de la furia de los vientos, y aquella noche iba a ser más agitada que la anterior.
Diez horas hablando: ¿qué teníamos que decirnos? En su mayor parte, nada más que simples hechos, la crónica de nuestras dos vidas, durante tanto tiempo distanciadas y ahora tejidas en una sola. A lo largo de aquella noche tormentosa volví a repetir todo lo que había dicho; ya no era la visión que alternaba con la pesadilla y la ingenuidad de la víspera; ella había confiado a mi custodia todo lo que era transferible de su pasado. Me describió, como ya los he descrito, su noviazgo y su matrimonio. Me habló de su infancia, como si hojease cariñosamente las páginas de un viejo libro de cuentos, y reviví junto a ella largos y soleados días en los prados, con Nanny Hawkins sentada en su silla plegable y Cordelia dormida en su cochecito. Pasé con ellas noches tranquilas bajo la cúpula, mientras las imágenes religiosas se desvanecían alrededor de la cuna al ir consumiéndose la mecha de la lamparilla y apagándose las brasas de la chimenea.. Me habló de su vida con Rex y de la escapada secreta, arrebatada, desastrosa que la había llevado hasta Nueva York. Ella también había vivido años muertos. Me habló de su larga batalla con Rex respecto a si debía o no tener un hijo; al principio ella quería tenerlo, pero al cabo de los años descubrió que haría falta una operación para hacerlo posible. Por entonces Rex y ella ya no estaban enamorados, pero él seguía queriendo un hijo y, cuando por fin ella consintió, el bebé nació muerto.
—Rex nunca ha sido malo conmigo intencionadamente. Se trata sólo de que no es en absoluto una persona de verdad; no es más que el conjunto de algunas facultades muy desarrolladas en un hombre. El resto simplemente no existe. No compredió por qué me dolió descubrir que a los dos meses de volver a Londres, después de nuestra luna de miel, siguiera viéndose con Brenda Champion.
—Yo me alegré cuando descubrí que Celia me era infiel —dije—. Sentí entonces que ya no importaba tanto que no me gustara.
—¿Te es infiel? ¿No te gusta? Me alegro. A mí tampoco me gusta. ¿Por qué te casaste con ella?
—Atracción física. Ambición. Todo el mundo está de acuerdo en que es la esposa ideal para un pintor. Soledad; echaba de menos a Sebastian.
—Le querías ¿verdad?
—Oh, sí. El fue el precursor.
Julia me entendió.
El barco crujía y se estremecía, subía y bajaba. Mi esposa me llamó desde la habitación contigua:
—Charles, ¿estás ahí?
—Sí.
—He dormido muchísimo. ¿Qué hora es?
—Las tres y media.
—No ha mejorado ¿verdad?
—Ha empeorado.
—A pesar de todo, me siento un poco mejor. ¿Crees que me traerán té o algo así si llamo al timbre?
Conseguí que un camarero de guardia le llevara té y galletas.
—¿Has pasado una velada divertida?
—Todo el mundo está mareado.
—¡Pobre Charles! Iba a ser una travesía tan hermosa… Quizá mejore el tiempo mañana.
Apagué la luz y cerré la puerta entre los dos.
Despierto o soñando, durante las tensiones, crujidos y movimientos de la larga noche, tumbado firmemente sobre la espalda con los brazos y piernas extendidos para amortiguar el balanceo, y los ojos abiertos en la oscuridad, seguía pensando en Julia.
—…pensamos que a lo mejor papá volvería a Inglaterra después de morir mamá, o que se volvería a casar, pero vive exactamente igual que antes. Ahora Rex y yo vamos a visitarle muy a menudo. He llegado a tenerle mucho cariño… Sebastian ha desaparecido del todo… Cordelia está en España con una unidad de ambulancias… Brideshead lleva su propia y extraña vida. Quiso cerrar el castillo de Brideshead cuando murió mamá, pero por alguna razón papá se opuso, de modo que ahora Rex y yo vivimos allí, y Bridey tiene dos habitaciones arriba, en la cúpula, al lado de Nanny Hawkins. Son parte de las antiguas habitaciones de los niños. Es como un personaje de Chejov. A veces te lo encuentras en la escalera o saliendo de la biblioteca —nunca sé cuándo está en casa— y de vez en cuando, de pronto, se presenta en la cena, como un fantasma, de manera totalmente inesperada.
»…¡Oh, las fiestas de Rex! La política y el dinero. No son capaces de hacer nada por otra razón que no sea el dinero; si dan la vuelta al lago tienen que cruzar apuestas sobre el número de cisnes que ven… Me quedaba levantada hasta las dos de la madrugada, entreteniendo a las amigas de Rex, escuchando sus cotilleos, oyéndolas hablar por los codos delante de la mesa de chaquete mientras los hombres jugaban a las cartas y fumaban habanos. El humo de aquellos puros… lo huelo en mi pelo cuando me despierto por la mañana; perdura en mis vestidos cuando me visto por la noche. ¿No huelo a humo ahora? ¿Crees que esa mujer que me dio el masaje lo habrá notado en mi piel?
»…Al principio acompañaba a Rex cuando sus amigos nos invitaban a su casa. Ya no me obliga a hacerlo. Se empezó a avergonzar de mí cuando se dio cuenta de que no hacía la buena impresión que él quería, se avergonzaba de sí mismo por haberse dejado engañar. Yo no era en absoluto el objeto que pensaba haber adquirido. leo sabe lo que soy, pero siempre, cuando ha llegado a la conclusión de que no soy nada y empieza a sentirse cómodo, recibe una sorpresa: algún hombre, o incluso alguna mujer que él respeta, se encapricha conmigo, y de repente Rex advierte que existe todo un mundo que nosotros entendemos y él no… Le dolió cuando me marché. Estaría encantado de volver a tenerme a su lado. Le fui fiel hasta que ocurrió este último episodio. No hay nada como una buena educación… Imagínate, el año pasado, cuando pensé que iba a tener un hijo, había decidido educarle como católico. Antes, nunca había pensado en la religión; tampoco lo he hecho desde entonces, pero en aquel momento, cuando estaba esperando que naciera, pensé: "Eso es algo que sí puedo darle. No me ha beneficiado mucho a mí, pero mi hijo lo tendrá". Qué extraño querer dar algo que una misma ha perdido. Luego, al final, ni siquiera pude darle eso; ni siquiera darle vida. Nunca vi a la pequeña; yo estaba demasiado mal para poder enterarme de lo que sucedía. Y después, durante mucho tiempo, hasta ahora, no quise hablar de ella… Fue una niña, así que a Rex no le importó tanto que hubiera muerto.
»He sido castigada un poco por haberme casado con Rex. Verás, no puedo quitarme todas estas cosas de la cabeza; no del todo: la Muerte, el juicio Final, el Cielo, el Infierno, Nanny Hawkins y el catecismo. Llegan a formar parte de una misma, si te lo dan a tiempo. Y, sin embargo, quería que lo tuviera mi hija… Ahora supongo que seré castigada por lo que acabo de hacer. Quizá por eso tú y yo estamos aquí juntos, de esta manera… como parte de un plan.
Eso fue casi lo último que me dijo —«parte de un plan»— antes de bajar y de separarnos ante la puerta de su camarote.