Read Rebelarse vende. El negocio de la contracultura Online
Authors: Joseph Heath y Andrew Potter
¿Por qué nos hace gracia esta situación? Según la teoría freudiana, nos divierte porque el acto de violencia que describe nos produce un regocijo instintivo. Pero ese placer que sentimos ante la idea de que un cazador mate de un tiro a un amigo está prohibido. El chiste lo que hace es engañar a nuestra mente consciente, logrando que la idea esquive momentáneamente a su censura y nos permita experimentar el placer que nos produce.
En un principio interpretamos la frase «hay que asegurarse de que está muerto» en un sentido adecuado al contexto (es decir, «convendría tomarle el pulso»), de tal manera que al llegar al final tardamos unos segundos en recomponer la historia. Cuando se oye el disparo y el cazador dice «Vale. Ya está. Yahora ¿qué?», tenemos que volver a la frase «hay que asegurarse de que está muerto» y deducir que el cazador la ha interpretado literalmente («hay que matarlo»). Estos segundos de confusión, mientras nuestra mente consciente vuelve sobre sus pasos, nos permite experimentar el placer que le produce al ello la brutalidad del suceso (y también la imbecilidad del cazador, por supuesto).
Por lo tanto, para Freud la comedia consiste en colar ideas de rondón al superyó. Por eso disfrutamos de la risa. Y por eso el ritmo o tempo de un texto es tan importante para la comedia. El humor a menudo comparte con la blasfemia su interés por los temas tabú, pero también se centra en la frustración que nos produce la vida diaria (el llamado «humor contemplativo»). En cualquier caso, e independientemente de sus méritos, la teoría freudiana tiene un valor innegable. ¿Alguien ha sabido explicarnos mejor lo que es la risa?
Sin embargo, si aceptamos la teoría freudiana del humor, estaremos aceptando implícitamente su teoría de la represión. Todos sabemos que los niños pueden ser increíblemente crueles. Pero si Freud tiene razón, los adultos en el fondo no son muy distintos. La socialización no elimina la crueldad. Sólo nos enseña a controlarnos. Si los impulsos no estuvieran latentes bajo la superficie, deseosos de exteriorizarse, ¿por qué tantas personas se ríen al pensar en un cazador matando a su amigo de un disparo?
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Lo inquietante de su teoría de la represión es que equipara el autocontrol individual con el control represivo procedente del exterior, es decir, de la sociedad. Ambos tipos de control limitan nuestra libertad. O estamos bajo el yugo del «padre primario», o lo interiorizamos y nos dejamos dominar por la censura y la disciplina del superyó. En cualquiera de los dos casos, la posibilidad de ser feliz es mínima. La gran cantidad de normas y reglas que nos impone la sociedad es como un traje mal cortado que constriñe todos nuestros movimientos.
Por supuesto, la idea de que la civilización coarta nuestra libertad es más vieja que ir a pie. Los filósofos ilustrados como Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo, consideraban la integración social como una especie de compromiso que incluía perder una parte de nuestra libertad a cambio de otros bienes tales como la seguridad. El elemento peculiar que aportaba Freud era su sugerencia de que nuestros deseos primitivos jamás desaparecen, sino que sólo se reprimen. Y al irse acumulando la represión, resulta que la infelicidad y la frustración lo hacen en la misma medida.
Basándose en esto, Freud afirma que «el hombre primitivo tenía la suerte de desconocer la represión de los instintos». El problema era que al no haber una organización social, la esperanza de vida era muy corta. El hombre primitivo se integró en la sociedad precisamente para sentirse más seguro y vivir más años. Sin embargo, para Freud este «contrato» es un pacto fáustico. Al vivir en sociedad nos sentimos más seguros, pero a cambio perdemos no sólo la libertad, sino la
capacidad de ser felices
. Aunque queramos mejorar la sociedad todo lo posible, debemos reconocer que «existen dificultades inherentes a la naturaleza de la civilización que impiden todo intento de reforma».
A menudo pasamos por alto la naturaleza represiva de nuestra sociedad porque las instituciones sociales parecen cada vez menos autoritarias. Al comparar nuestras cárceles, por ejemplo, con las cárceles del siglo XVIII, parece obvio concluir que nuestra sociedad es más tolerante. Desde luego es mucho menos violenta de lo que era hace tres siglos. Nuestros antepasados vivían en tribus cazadoras cuya primera causa de mortalidad era el asesinato. En Canadá, el asesinato ocupa el decimocuarto lugar en la lista de motivos de muerte (muy por debajo de las caídas accidentales).
La violencia pública, articulada a través de la tortura y la ejecución, fue un ingrediente de la vida europea hasta la mitad del siglo XIX. Imaginemos ver morir a una persona en la hoguera. O pensemos en el horripilante espectáculo de una persona descuartizada viva. Hace menos de doscientos años, los padres llevaban a sus hijos a contemplar horrores semejantes. Cuando apareció la guillotina durante la Revolución Francesa, se consideró un símbolo de ilustración y progreso. Antes de su incorporación, los verdugos a menudo se veían obligados a dar cuatro o cinco hachazos para cortar el cuello a un condenado. En comparación, la guillotina era un sistema casi humanitario.
Con el paso del tiempo, nuestras instituciones han ido eliminando sistemáticamente este tipo de violencia manifiesta: a los guardas de prisión ya no se les permite torturar a los presos; los jueces no pueden imponer castigos corporales; los profesores tienen prohibido pegar a los alumnos; los políticos ya no emplean la guerra como solución generalizada. Es más, con el asentamiento de la democracia y la decadencia de las tiranías, el empleo de la fuerza bruta y la violencia en los asuntos públicos parece haber disminuido enormemente.
Esta disminución de la violencia explícita se considera un síntoma de progreso. La ley de la
sharia
aplicada en algunos países musulmanes —donde cortan las manos a los ladrones y lapidan a las mujeres adúlteras— es tachada de bárbara. Sin embargo, aunque la civilización conlleve una disminución de la violencia pública, para los partidarios de Freud esto no implica que nuestra sociedad sea menos represiva. La violencia no ha desaparecido; sencillamente se ha interiorizado. Hasta cierto punto era lógico que los primeros códigos legales fueran extremadamente violentos, teniendo en cuenta la falta de inhibición psicológica de las gentes de aquel entonces. Para mantener el orden era necesario inculcarles un auténtico pánico a las consecuencias de sus actos. Por otra parte, el hombre moderno está tan victimizado por la culpa y la represión que ya no son necesarias las ejecuciones públicas para mantener el orden; la amenaza de pasar la noche en una cárcel basta para disuadir a la mayoría de la población de cometer crímenes.
Se podría decir que la historia de la civilización es esencialmente la historia de la interiorización del carácter represivo de la sociedad. Conforme el mundo social va adquiriendo una estructura cada vez más compleja, el individuo debe tener un mayor autocontrol al tiempo que va renunciando a sus deseos instintivos más básicos. Por eso nos hemos convertido en una sociedad de apáticos quejicas; sencillamente no somos felices. El hecho de que nuestra calidad de vida sea infinitamente mejor carece de relevancia. La infelicidad procede de condiciones internas, no externas. Como los placeres sustitutivos de que disponemos no satisfacen nuestros instintos sexuales y destructivos más primarios, la sociedad moderna nos exige un nivel de renuncia y represión mayor que nunca. En la película
El club de la pelea
, Tyler Durden dice: «Estamos diseñados para ser cazadores y sólo sabemos ir de compras. Ya no hay nada que matar, nada contra lo que luchar, nada que superar, nada que explorar. De esa castración social surge el pelele típico de hoy en día». Y sus palabras nos parecen muy ciertas. La teoría freudiana es tan conocida, que no nos damos cuenta de que es tan sólo una teoría.
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El desarrollo progresivo del autocontrol y la inhibición se observa claramente en la evolución de los modales en la mesa. Comer es uno de los placeres físicos más primarios. Como tal, constituye un buen escenario donde ejercer el control social. En vez de abalanzarse sobre la comida «como animales», es de esperar que los hombres y mujeres civilizados coman con finura y moderación. En otras palabras, deben dar la sensación de no tener hambre.
El sociólogo Norbert Elias analiza la historia y el desarrollo de la educación en un estudio extraordinario sobre el «proceso de refinamiento». En Europa llevan siglos publicando manuales y guías sobre cómo portarse adecuadamente. Al seguir la evolución de las normas sociales a través de estos libros, se observa claramente cómo las exigencias han ido aumentando a lo largo de los años, junto con el nivel de autocontrol. Veamos, por ejemplo, los criterios que se consideraban adecuados en el siglo XIII:
• Quienes tengan la costumbre de tomar mostaza y sal deberán evitar la sucia práctica de meter los dedos en el tarro.
• Es improcedente sonarse la nariz con el mantel.
•Jamás se debe escupir sobre la mesa.
• Es de mala educación permanecer con el casco de la armadura puesto mientras se sirve a las damas.
No existían normas sobre el empleo de cubiertos, porque se comía fundamentalmente con las manos, con la ayuda esporádica del cuchillo.
En el siglo xv, la situación no parecía haber cambiado mucho:
• Antes de sentarse conviene verificar que el asiento no esté sucio.
• Uno no debe palparse bajo la ropa con la mano descubierta.
• No se debe ofrecer a los demás ningún alimento que ya hayamos empezado a comer.
Estas recomendaciones nos dan una idea bastante aproximada de cómo debían de ser las comidas de antaño. Al fin y al cabo, si no se tratase de comportamientos relativamente comunes, no haría falta prohibirlos explícitamente en un libro de este tipo. Sin embargo, en el siglo XVII este tipo de normas ya ni siquiera se mencionaban. Se daba por hecho que nadie iba a sonarse la nariz con el mantel o cenar con la armadura puesta. Y si se nombraban asuntos como la caída de baba, se trataba por lo general de comportamientos infantiles que un adulto jamás pondría en práctica.
Una evolución similar tuvieron las normas que rigen las funciones corporales. Por ejemplo, en el siglo xvi se daban instrucciones concretas sobre el empleo de los lugares de aseo personal: «Ni antes ni durante ni después de las comidas, ni a hora temprana o tardía, podrá persona alguna, sea quien sea, manchar las escaleras, pasillos o armarios de aguas mayores o menores, sino que deberá aliviarse en los rincones pensados para tal fin». Parece obvio que esta norma no siempre se obedecía, pues un manual del siglo XVIII incluía el siguiente consejo: «Si pasas ante una persona que se está aliviando, debes hacer ver que no has reparado en su presencia, y también es de mala educación emplear en dicho momento alguna fórmula de saludo».
Los preceptos sociales que afectan a la flatulencia pueden servir como metáfora de la represión que la sociedad impone al individuo. En el siglo XV, cuando se planteó el asunto por primera vez, lo más preocupante era el ruido: «Lo mejor es purgarse sin hacer ruido. Pero más vale soltarlo con ruido que aguantarse las ganas […]. Siempre que se pueda, debe hacerse en soledad. Si no, por cortesía se debe velar el ruido con una tos». En el siglo XVIII ya nadie mantenía que fuese mejor expulsarlo, en vez de reprimirse: «Es una gran zafiedad soltar un viento estando en compañía, tanto si es por arriba como por abajo, aun cuando se haga sin ruido; y es vil e indecente hacerlo de manera tal que pueda oírse».
Una por una, todas las funciones corporales primarias fueron eliminándose del repertorio social. La última en desaparecer fue la costumbre de escupir. Según la vieja usanza, escupir en el suelo estaba permitido si después se retiraba «el esputo con el pie». Con el tiempo, esto se prohibió; lo correcto era escupir dentro de un pañuelo. A mediados del siglo XIX, esta costumbre también empezó a ser mal vista. Según un manual del siglo XIX, «escupir es en todo momento y lugar una costumbre espantosa. No preciso añadir nada. Jamás debe practicarse». Pero incluso a principios del siglo xx, en el vestíbulo de muchas casas pudientes había una escupidera donde las visitas podían soltar un salivazo al entrar.
Está claro que el proceso civilizador parece haberse propuesto negar nuestra naturaleza corporal. En muchos casos, la educación anula totalmente toda posibilidad de disfrutar y satisfacer nuestros deseos. Ni siquiera somos conscientes de ello, porque estamos tan «socializados» que ya no catalogamos la cortesía como una imposición. Hoy en día un niño de diez años sabe más normas de educación y se domina más que un adulto de hace cinco siglos. Eso es lo que llamamos civilización.
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Al leer estos viejos manuales sobre buenos modales, a uno le da la impresión de que estamos todos increíblemente reprimidos. Hoy en día los consultorios de las revistas aconsejan a las mujeres que coman antes de salir a cenar a un restaurante, para poder picotear como un delicado pajarito y no parecer una glotona. Esobvio que la obsesión dietética, la alimentación vegetariana y la bulimia podrían ser prolongaciones neuróticas de una misma estructura de represión psicológica, que se desarrollan conforme la mujer se va alienando de sus deseos corporales y empieza a sobrevalorar su propia capacidad de control. ¿Sería tan descabellado, entonces, imaginar que nuestra sociedad entera pudiera sufrir un tipo de neurosis similar?
Una vez más, es la experiencia del nazismo lo que hace creíble una valoración tan siniestra de la civilización. Quizá lo más sorprendente del nazismo sea ese elemento de
locura
generalizada. La obstinación de matar judíos era tan aguda, tan obsesiva, que afectó negativamente a la estrategia bélica alemana. Además, la propaganda antisemita mostraba constantemente imágenes de pestilencia, enfermedad y suciedad para conseguir su objetivo de dejar al país
judenrein
, es decir, «limpio de judíos». Esto, unido al carácter manifiestamente «anal» de la cultura alemana, hizo que resaltara fácil caracterizar al nazismo como una especie de neurosis obsesiva.
Muchos pensadores de la década de 1960 iniciaron su carrera haciendo una crítica psicoanalítica del fascismo. Quizá el libro más clásico de este género sea
Psicología de masas del fascismo
, de Wilhelm Reich. Varios miembros de la primera etapa de la Escuela de Francfort, entre los que destaca Theodor Adorno, dedicaron un esfuerzo considerable a elaborar una teoría de la «personalidad autoritaria», en un intento de explicar el origen psicológico del fascismo. Y por supuesto, la experiencia del fascismo europeo constituye la base de toda la obra de Herbert Marcuse, especialmente de su libro
Eros y civilización
. Al acabar la década, esta interpretación psicoanalítica del fascismo ya era muy conocida.
El muro
, de Pink Floyd, proporcionó lo que puede considerarse la popularización definitiva (el muro al que hace referencia el título, por si alguien no lo sabe, representa al superyó).