Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (9 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Los teóricos de la contracultura siempre han sido muy ambiguos al responder a esta pregunta. El truco que usaban era decir que no existe «un arquetipo de sociedad libre», o que no podemos predecir la sociedad futura porque para liberarnos de la cultura tendríamos que transformar por completo nuestra conciencia. Michel Foucault fue el gran maestro de estos circunloquios. Otra opción consistía en idealizar la rebeldía y la resistencia por sí mismas. Era frecuente que criticar la sociedad tradicional se considerara terapéutico desde el punto de vista individual. El objetivo de mejorarla o promover la justicia quedaba en un segundo plano. La lucha social se absorbía y encauzaba hacia un narcisismo basado en el crecimiento y el bienestar espiritual.

Sin embargo, hubo una serie de teóricos contraculturales que se mantuvieron firmes en su sincero esfuerzo de explicar cómo sería una sociedad emancipada. Marcuse es el más importante de ellos. Supo ver que el principal obstáculo para desarrollar un proyecto contracultural coherente era la teoría freudiana de los instintos. Mientras el ello se considerase formado por instintos positivos y negativos (amor y muerte, Eros y Tánatos), sería imposible evitar la conclusión pesimista de Freud. No habría manera de evitar la represión inherente a la civilización, porque la única manera de huir sería regresar a la más violenta barbarie. La auténtica emancipación sólo sería posible si Eros saliese ganando en la batalla por controlar el ello.

Naturalmente, una persona influida por una especie de espiritualismo cristiano podría llegar a pensar que el poder del amor basta para conquistarlo todo. Es obvio que si el amor lograra controlar el ello y eliminar nuestras ansias agresivas y destructivas, no habría razón alguna para reprimir el superyó, es decir, para intentar ejercer un control social. Seríamos libres para «dejar que gobierne el amor»
[6]
. Pero Marcuse supo ver que el cristianismo llevaba dos mil años defendiendo el lema de «ama a tu prójimo» sin conseguir instaurar una sociedad utópica. Y pronto quedaría claro que no se puede organizar una comuna, y mucho menos una sociedad entera, sobre la base de que todos somos unos santos.

Lo que Marcuse proponía era un híbrido de Marx y Freud. Según él, a lo largo de la historia de la civilización hemos renunciado a nuestros instintos, pero no debido al impulso destructivo del ello y a la necesidad de tenerlo controlado, sino a la lacra de la escasez material. En otras palabras, es «la maldición de Adán» —la obligación de ganarnos la vida con el sudor de nuestra frente— lo que convierte a la sociedad en opresora. Sin embargo, gracias a la progresiva automatización de la producción industrial, estaríamos a punto de acabar con la maldición. Cuando lleguemos a la «posescasez», las máquinas trabajarán y la gente será libre para poder reírse, jugar, amar y crear.

Marcuse consiguió relacionar la teoría contracultural con el análisis político propio del marxismo tradicional. De hecho, Marx creía que el propio capitalismo sentaría las bases para una futura sociedad comunista al eliminar la escasez y dejar al trabajador libre para «cazar por la mañana, pescar por la tarde, cuidar el ganado al anochecer y tener una tertulia después de cenar». Según Marcuse, esto no sólo eliminaría el conflicto de clases, sino que también eliminaría el superyó represor. El trabajo se convertiría en una especie de producción artística, desatando la creatividad que todos llevamos dentro. La sociedad no obligaría a nadie a conformarse con un modelo de existencia unidimensional, y desaparecería todo el sistema de normas que gobierna nuestra rutina diaria.

Según la teoría marxista, lo que impide la llegada de la utopía es el clasismo capitalista. Aunque en un principio el capitalismo propició la innovación y el cambio, con el tiempo las relaciones de clase se han convertido en «grilletes» que impiden el desarrollo de una tecnología productiva. Al fin y al cabo, si las fábricas están plenamente mecanizadas, ¿qué motivos puede haber para mantenerlas en manos privadas? ¿Qué aporta un empresario capitalista? Ni siquiera genera empleo. Entonces, ¿no será mejor nacionalizar las fábricas y dejar a los trabajadores disfrutar de los beneficios que producen?

Así fue cómo la crítica social freudiana se unió al análisis marxista del clasismo. A Marx le preocupaba especialmente la explotación de la clase trabajadora y a Freud le interesaba la represión de toda la población. De la síntesis de ambas teorías nació un nuevo concepto: la opresión. Un sector oprimido es como una clase social porque mantiene una relación de poder asimétrica con respecto a los demás sectores. Pero se diferencia de una clase social porque no ejerce su relación de poder mediante un mecanismo institucional anónimo (como el sistema de derechos de la propiedad), sino mediante una forma de dominio psicológico. En otras palabras, los miembros de los grupos oprimidos están reprimidos por pertenecer a un grupo sometido. ¿Quiénes son los oprimidos? Fundamentalmente las mujeres, la población negra y los homosexuales.

La «política de la opresión» tiene un cierto parecido con la «política de la explotación». La diferencia es que sitúa la raíz del problema en el terreno psicológico, no en el social. No quiere transformar instituciones concretas, sino transformar la mentalidad de la clase oprimida (de ahí la enorme popularidad que tuvieron los «grupos de concienciación» en los primeros tiempos del feminismo) . La política empezará a parecerse a un plan de autoayuda. El asunto de la riqueza y la pobreza pasará a considerarse «superficial». Roszak, por ejemplo, argumenta que con el desarrollo de la contracultura «la revolución tendrá un carácter fundamentalmente terapéutico y no meramente institucional» (resulta curioso ese concepto de
«meramente
institucional»).

Este modo de pensar tuvo una amplia difusión. Charles Reich, en
The Greening of America
,
[7]
escribía que «la revolución debe ser cultural. La cultura controla el mecanismo económico y político, y no al contrario. El mecanismo produce lo que quiere y obliga a las personas a comprarlo. Pero si cambia la cultura, al mecanismo no le quedará más remedio que adaptarse». A nadie le llamó la atención que en la canción «Revolution» los Beatles no recomendaran cambiar la «constitución» o cualquier otra «institución», sino «liberar tu mente».

Vemos aquí una imagen implícita del funcionamiento de la sociedad, con una relación de dependenciajerárquica entre el conjunto de las instituciones sociales, la cultura y, por último, la psicología individual. Se considera que los dos últimos elementos condicionan el primero. Es decir, si se quiere cambiar la economía, hay que cambiar la cultura y si se quiere cambiar la cultura, es fundamental cambiar la mentalidad de las personas. Esto produjo dos conclusiones fatídicas. La primera fue aceptar que la política cultural era más importante que la política tradicional de justicia distributiva. Todo acto de inconformismo debía producir importantes consecuencias políticas, incluso aunque el acto en sí no fuese «político» o «económico» en el sentido tradicional de la palabra. La segunda conclusión (quizá incluso más inútil que la primera) fue la idea de que cambiar la mentalidad individual era más importante que cambiar la cultura (o el sistema político o económico). Hoy en día, esta obsesión por la conciencia individual suele articularse mediante los programas de autoayuda, pero en la década de 1960 la filosofía utópica se canalizó masivamente hacia la cultura de la droga. Ahora cuesta creerlo, pero en aquel entonces la gente estaba convencida de que el uso generalizado de marihuana y LSD iba a solucionar todos los problemas de la sociedad y que podía afectar a la geopolítica, eliminar la guerra, solucionar la pobreza y crear un mundo de «paz, amor y comprensión». Muchos de los experimentos de Timothy Leary pretendían «expandir la conciencia» eliminando el efecto de la socialización y alterando los «vestigios» que cada individuo recibe al nacer. Pero no sólo los gurús autodidactas como Leary cayeron en esta trampa. Incluso un crítico serio como Roszak hace la siguiente observación: «La "revolución psicodélica" puede reducirse a un sencillo silogismo: si cambiamos la mentalidad actual podremos cambiar el mundo; el uso de drogas
ex opera opéralo
altera nuestra mentalidad. Por lo tanto, el empleo generalizado de la droga cambiaría el mundo».

La idea de que tomar drogas pudiera ser revolucionario se veía obviamente reforzada por la existencia de las leyes antidroga. Los revolucionarios contraculturales veían una lógica en todo ello. El alcohol, que atonta y adormece los sentidos, es completamente legal. Mientras papá siga tomándose un whisky al salir de trabajar, podrá seguir aguantando su infierno doméstico. Pero la marihuana y el LSD, en vez de anular los sentidos, sirven para liberar la mente. Por eso están prohibidos por el «sistema». Estimulan el inconformismo y son una amenaza demasiado grande para el orden establecido. Por eso el gobierno te manda a la «pasma» a casa a «levantarte el alijo». Y por eso Ronald Regan creyó necesario declarar la «guerra a la droga».

Por supuesto, cuando falla la represión siempre queda la cooperación. Y aquí hacen su aparición las compañías farmacéuticas, que venden «versiones legales» de las mismas drogas, pero sin ese matiz tan subversivo de la «apertura mental». Quien compre drogas como anfetas y
poppers
,
[8]
acabará como un personaje del libro
El valle de las muñecas
, otra «siniestra parodia de la libertad y la felicidad» (hoy en día la transformación de Estados Unidos en una «Nación Prozac» sigue considerándose una desviación o integración forzosa de la contracultura, en vez de una consecuencia lógica).

Como explicación de esta interpretación contracultural de las leyes antidroga hay que tener en cuenta, por supuesto, la desinformación sobre el efecto de todas estas sustancias, incluido el alcohol. La idea de que la marihuana libera la mente sólo puede mantenerse cuando se está precisamente bajo sus efectos. Cualquiera que esté sobrio sabe que los fumadores de marihuana son las personas más aburridas del mundo. Además, pensar que el alcohol es menos transgresor que las drogas estupefacientes o psicodélicas revela un profundo desconocimiento de la historia del alcohol. La reivindicación del LSD en la década de 1960 es casi idéntica a la de la absenta en la segunda mitad del siglo xix. Precisamente por su naturaleza nociva y antisocial, se han hecho enormes esfuerzos para acabar con el alcohol, sobre todo en Estados Unidos con la llamada Ley Seca. Pero durante esta época, ningún grupo progresista cometió la estupidez de reivindicarlo como una sustancia positiva para la sociedad o buena para el individuo. Los comunistas y anarquistas no fomentaban el consumo de alcohol entre los trabajadores. Sabían que crear una sociedad más justa requería una cooperación mayor, no menor, por parte de toda la población. Yel alcohol sin duda no la fomentaba. Los hippies, por desgracia, tuvieron que escarmentar en cabeza propia,

*

El movimiento contracultural ha padecido, desde el primer momento, una ansiedad crónica. La doble idea de que la política se basa en la cultura y la injusticia social en la represión conformista implica que cualquier acto que viole las normas sociales convencionales se considera radical desde el punto de vista político. Obviamente, esta idea resulta tremendamente atractiva. Al fin y al cabo, la organización política tradicional es complicada y tediosa. En una democracia, la política involucra necesariamente a enormes cantidades de personas. Esto genera mucho trabajo rutinario: cerrar sobres, escribir cartas, hacer llamadas, etcétera. Montar agrupaciones tan gigantescas también conlleva una sucesión interminable de debates y acuerdos. La política cultural, en cambio, es mucho más entretenida. Hacer teatro alternativo, tocar en un grupo de música, crear arte vanguardista, tomar drogas y llevar una alocada vida sexual es sin duda más ameno que la organización sindical a la hora de pasar un buen fin de semana. Pero los rebeldes contraculturales se convencieron a sí mismos de que todas estas actividades tan entretenidas eran mucho más subversivas que la política de izquierdas tradicional, porque atacaban el foco de la opresión y la injusticia a un nivel «más profundo». Por supuesto, esta convicción es puramente teórica. Y como está claro quiénes son los que se benefician de ella, cualquiera que tenga una mentalidad mínimamente crítica sospechará de ella.

Los rebeldes contraculturales siempre han hecho grandes esfuerzos para convencerse a sí mismos de que sus actos de resistencia cultural tienen importantes connotaciones políticas. No es casual que Lester, el personaje de
American Beauty
, deba morir. Su conducta supone tal amenaza para el sistema que hay que eliminarlo, cueste lo que cueste. La «muerte del protagonista rebelde» está tomada directamente del cine de la década de 1960. Desde
Bonniey
Qytfe hasta
Easy Rider
,
[9]
los disidentes siempre acaban cayendo. En
Easy Rider
, por ejemplo, los dos hippies traficantes de cocaína (Peter Fonda y Dennis Hopper) acabarán muriendo a manos de unos matones sureños mientras recorren en moto el estado de Luisiana. El paralelismo entre la contracultura hippie y el movimiento defensor de los derechos civiles es intencionado. Al fin y al cabo, ¿a quién suelen matar los matones sureños? A los moteros hippies, a los trotamundos, a ese tipo de personas. El meollo del asunto es la libertad. Y la clase de libertad que representan los dos protagonistas —las drogas, el pelo largo, las relucientes motos
chopper
deslizándose por la carretera— es intolerable para el
statu quo
. La «violencia inherente al sistema» tarda poco en manifestarse. Una vez más, los matones sureños se encargan de controlar la situación.

El intento de trazar los mismos paralelismos en
Pleasantvittee
s más notable por su desesperación. La comunidad empieza a cambiar cuando Jennifer, el pendón procedente del futuro, empieza a tener experiencias sexuales con varios de los chicos del instituto. Enseguida cunde el ejemplo y empiezan a hacerlo todos los demás. La libertad sexual se extiende como un virus (Jennifer, que curiosamente sigue estando en blanco y negro, se queja de que los demás sólo tienen que retozar una hora en el asiento trasero del coche para que «de repente todos aparezcan en Technicolor»), No hay embarazos indeseados ni enfermedades venéreas. Pero a las «gentes de bien» les sigue pareciendo intolerable. No soportan la idea de que haya gente disfrutando, experimentando placer, huyendo de la triste rutina conformista. Por lo tanto, la Cámara de Comercio organiza una reunión para poner fin a tanto libertinaje (bajo una enorme bandera con símbolos fascistas no demasiado sutiles). Al poco tiempo los comercios locales empiezan a poner en los escaparates carteles de «no se admiten gentes de color» y los matones se lanzan a la calle, atacando a la población de color y quemando libros.

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