Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (32 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Un dato interesante es la poca importancia que tiene la publicidad en la difusión de las tendencias más
cool
. Los innovadores o inconformistas irreductibles jamás aceptarían comprar algo producido en serie. Los primeros seguidores, es decir, los encargados de acortar distancias con las grandes masas, siguen el ejemplo de los innovadores. Y así sucesivamente. De igual modo que las epidemias se contagian por contacto directo, lo
cool se
mueve lateralmente entre los distintos grupos de influencia. La publicidad, suponiendo que sirva para algo, informará a la mayoría tardía y a los rezagados de lo que está haciendo el resto de la sociedad, aunque para entonces lo
cool
ya irá por otros derroteros (el argot callejero lleva muchas décadas completando ciclos similares a éste: ¿quién se acuerda ya de la palabra
mogollón?)
.

No está claro que la publicidad sea determinante en la difusión de lo
cool
, pero sí es obvio que los publicistas forman parte de los ciclos de la moda. Fijándose en las preferencias de los primeros seguidores, pueden intentar averiguar cuáles van a ser los productos más rompedores. Una manera de hacerlo es seguir el rastro de lo
cool
. Existen empresas especializadas en tener bajo observación a determinados miembros de la culturajuvenil, es decir, en vigilar a los innovadores y tomar buena nota de cómo reaccionan los primeros seguidores. Con los datos obtenidos elaboran unos informes sobre las últimas tendencias por los que determinadas empresas como Reebok o Abercrombie & Fitch pueden llegar a pagar pequeñas fortunas.

Otro método que usan algunas empresas para influir en los ciclos de la moda es la denominada «mercadotecnia vírica». Basándose en el carácter epidémico de las modas, procuran iniciar su propia epidemia de lo
cool
. Las técnicas son diversas. Quizá se nos acerque una mujer atractiva en un bar y nos ofrezca una copa de una marca concreta de vodka. O quizá en una discoteca un desconocido nos hable sin parar de un nuevo grupo de música que le gusta mucho. Es posible que en un
chat
de Internet, una chica deje caer un comentario sobre las zapatillas de deporte que más le gustan. O que un transeúnte nos pare por la calle y nos pida que le hagamos una foto con un último modelo de cámara digital. Éstos son procedimientos clásicos de la llamada «mercadotecnia vírica», que emplea a personas cuya función es «correr la voz» con la esperanza de que los demás hagamos lo mismo y la idea se «contagie» como una epidemia de gripe.

*

Los sabuesos de lo
cool y
los defensores de la mercadotecnia vírica han recibido duras críticas. Se les ha llamado «traidores culturales» o, en palabras de Klein, «cazarrecompensas de la cultura juvenil». Acusar a estas personas de traidores generacionales —algo así como el equivalente cultural de los colaboracionistas del gobierno de Vichy— es un poco exagerado, porque en este caso no hay nada susceptible de traición. Además, lo cierto es que hacen un favor a los grupos de «estatus inferior» (es decir, poco
cool
) al proporcionarles un acceso rápido a «lo más rompedor» e impedir que los grupos de «estatus superior» les traten con desprecio. Sin embargo, la infiltración de los sabuesos de lo
cool en
la vida de los adolescentes puede plantear un problema. Los quinceañeros y los veinteañeros se han convertido en un objeto de seducción para las empresas más grandes y poderosas, desde Disney y Warner Brothers hasta Gap.

La explicación de esto es puramente comercial. Normalmente decidimos cuáles son nuestras marcas preferidas en la adolescencia y la juventud (es muy difícil conseguir que un adulto cambie de marca), así que tiene sentido centrarse en un sector de la población que todavía no ha tomado decisiones comerciales importantes. En el libro
Marcados: la explotación comercial de los adolescentes
, Alissa Quart hace un excelente análisis de la enorme influencia que tienen las campañas de publicidad sobre los adolescentes. Los resultados de su estudio no son alentadores: niños que aconsejan a sus padres sobre el monovolumen que deben comprar; quinceañeros contratados como «asesores» de grandes empresas de moda que les obligan a vender productos a sus compañeros de colegio; alumnas de instituto que toman esteroides o se matan de hambre para parecerse a las modelos que anuncian ropa interior. En opinión de Quart, los publicistas explotan la fragilidad mental y la tierna identidad de unas adolescentes convertidas en incautas «víctimas del gran negocio del lujo contemporáneo».

El panorama es poco halagüeño, y Quart no ofrece soluciones válidas. Pero sí tiene razón al sugerir que los adolescentes (por no hablar de los niños) son más sensibles que el resto de la población a la seducción de la mercadotecnia. En este sentido, forman parte de un grupo de consumidores especialmente vulnerable que incluye a los inmigrantes, los ciudadanos de la tercera edad y los analfabetos. Ya hemos comentado antes que la publicidad forma parte de las llamadas «instituciones de concienciación», pero es la más influyente e ineludible de todas ellas. Al carecer de los conocimientos, la experiencia y los cauces alternativos de información que posee un adulto, un joven no puede protegerse con ese escepticismo saludable que constituye la necesaria coraza para vivir en una ciudad. Además de tener una identidad incompleta que le hace más vulnerable a la comercialización de tendencias, existe una amplia gama de productos que un adolescente desconoce por completo. Por otra parte, tampoco ha podido desarrollar un criterio maduro en cuanto a los precios, por lo que presionará a sus padres para que le den más dinero. Es decir, que el marketing dirigido al sector juvenil, tanto en el ámbito familiar como a través de sus compañeros de colegio, constituye un grave problema.

A pesar de ello, autores como Klein y Quart no ofrecen solución viable. Una vez más resulta obvia la influencia de la contracultura.
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es una crítica feroz a la influencia de la publicidad sobre la economía actual. Sin embargo, quien lea el libro hasta el final descubrirá con estupor que no contiene ni una sola propuesta válida para solucionar todos los problemas que plantea (aparte de apuntarse en la oficina más próxima del correspondiente «grupo de resistencia global»). En cuanto a Quart, recomienda una rebeldía puramente formal que, a tenor de lo visto, probablemente empeoraría las cosas.

El problema es que tanto Klein como Quart consideran la publicidad como una parte integral de un sistema de hegemonía y dominio corporativo, y no se les ocurre ninguna manera de solucionarlo sin acabar con el sistema por completo. Resulta mucho más útil pensar en la publicidad como un «conflicto de acción colectiva» entre una serie de empresas. Está muy bien decir que las empresas deberían hacer menos publicidad o que no deberían dirigirse al sector juvenil. Pero en cuanto una de ellas se publicite, las demás se verán obligadas a apuntarse al carro. Las campañas de publicidad no suelen generar demanda; lo que hacen es permitir a una empresa robar clientes a sus rivales. Cuando las empresas afectadas reaccionan, todas vuelven al punto de partida, con la diferencia de que todas tendrán que gastar más en publicidad.

Lo que necesitan las empresas, teniendo en cuenta el aumento imparable de los presupuestos publicitarios y la agresividad cada vez mayor de las campañas de mercadotecnia, es el equivalente a un pacto de no proliferación armamentista. En este sentido, el dinero empleado en publicidad se parece mucho a los gastos de representación o sobornos que algunas empresas emplean para asegurarse determinados contratos en el extranjero. Puede que los directores no quieran llevar a sus proveedores a comer en restaurantes caros o a pasar un fin de semana en una estación de esquí, pero si la competencia lo hace, a ellos no les quedará más remedio. Saben que si no juegan al mismo juego que los demás, no harán negocio.

Pero el hecho de que las empresas se metan en círculos viciosos como éste no implica que nosotros, como sociedad, seamos incapaces de tomar medidas al respecto. Igual que se pueden ilegalizar los sobornos a altos cargos extranjeros, se puede prohibir la publicidad dirigida a un público joven. Para controlar los gastos de representación, el gobierno canadiense se ha visto obligado a reducir la desgravación fiscal que obtenían las empresas por este tipo de gasto. Hoy en día sólo se puede deducir el cincuenta por ciento de los gastos de representación. Esta misma solución se podría aplicar a la publicidad. Como ya constituye una categoría independiente dentro del desglose de gastos empresariales, sólo habría que reducir la desgravación por debajo del cien por cien. Esto no impediría a las empresas seguir haciendo publicidad. Igual que en ciertas ocasiones las empresas tienen una necesidad legítima de agasajar a los clientes, también hay momentos en que la publicidad es esencial y necesaria. Reducir la desgravación de estos gastos limitaría la competitividad exagerada e improductiva que suele incluirse en esta categoría y moderaría el exceso global de publicidad que se produce en nuestra sociedad.

Si realmente nos preocupa la comercialización o apropiación del espacio público por la publicidad privada, deberíamos buscar soluciones prácticas similares a éstas. Un simple cambio en el sistema de impuestos sería más eficaz que todo el bloqueo cultural del mundo. Sin embargo, estas propuestas sencillas y viables siempre pierden la batalla frente a la política cultural, la revolución mundial y otras actividades más emocionantes.

8.
Cocacolonización

E
n 1947, en un viejo patatal a doce kilómetros de la ciudad de Nueva York, un ingeniero naval jubilado empezó a construir lo que acabaría siendo la colonia residencial más famosa del mundo. La innovación que introdujo Levitt fue sencilla. En un sistema clásico de fabricación en serie, las piezas avanzan sobre una cadena de montaje ante una fila de trabajadores altamente cualificados que cumplen una tarea concreta necesaria para completar el proceso de producción. Es obvio que un sistema como éste sirve para fabricar coches, pero no puede usarse para construir casas por el simple motivo de que una casa es demasiado grande para poder ponerla sobre una cadena de montaje. Por lo tanto, Levitt creó el equivalente a una cadena de montaje portátil. En vez de transportar el producto y dejar la maquinaria quieta, dejó el producto en su sitio y transportó la maquinaria. Formó unos equipos humanos capaces de realizar tareas altamente especializadas, de una en una, y empezó a fabricar casas sistemáticamente.

Con este sistema, Levitt inventó un fenómeno que tendría una enorme influencia en la mentalidad norteamericana: la casa prefabricada del extrarradio. Para beneficiarse de la fabricación en serie, todas las casas de la primera urbanización (llamada Levittown) eran idénticas. Construyó más de seis mil de las genuinas casas estilo Cape Cod antes de diversificar el producto con la introducción del llamado «estilo rancho», que era ligeramente distinto. La razón de esta uniformidad era obvia: le permitía producir casas a una velocidad vertiginosa. En una época en que el constructor medio sólo lograba hacer cinco casas al año, Levitt conseguía hacer treinta casas al día. Y los precios eran imbatibles. Guando las puso a la venta en el año 1949 (por sólo 6.999 dólares cada una, incluido un aparato de televisión gratis y una lavadora) , Levitt vendió 1.400 unidades el primer día.

En poco tiempo, su método de construcción y su estilo arquitectónico empezaron a propagarse por toda Norteamérica. De hecho, si Levittown nos resulta tan familiar es porque todos hemos estado alguna vez en uno de sus dos modelos de casa (al evocar mi niñez en Saskatoon, recuerdo que dos de mis amigos vivían en casas calcadas de las Cape Cod de Levittown). Varias generaciones de niños se criaron en casas exactamente iguales a las de sus amigos. Y hoy en día, cuando vamos de visita a uno de esos «chalés» de las afueras, casi todos sabemos perfectamente dónde está el cuarto de baño.

Huelga decir que los enemigos de la sociedad de masas se indignaron. Lewis Mumford resumía la opinión más común sobre las urbanizaciones como Levittown al describirlas como «una multitud de casas uniformes e imposibles de distinguir unas de otras, inflexiblemente alineadas y equidistantes sobre calles idénticas que atraviesan un erial desarbolado de uso común, habitadas por personas de la misma clase social, que ganan el mismo sueldo, ven los mismos espectáculos televisivos, comen la misma comida insípida y prefabricada sacada de los mismos congeladores, todos cortados exactamente por el mismo patrón». Una generación de cómicos se ganó la vida haciendo bromas sobre el «hombre-empresa» que llegaba a su casa después de un largo día en la oficina, aparcaba delante de una casa que no era la suya, hacía el amor con una mujer que no era la suya, etcétera.

Para críticos como Mumford, Levittown representaba el pacto fáustico inherente a la sociedad de consumo. Aunque las casas eran baratas, también eran cutres. El precio parecía estar en consonancia con la calidad. Pero el asunto no afectaba sólo a las casas. Al extenderse la franquicia como modelo comercial, todas las parcelas de la vida se fueron homogeneizando bajo la apisonadora del capitalismo. Cincuenta años después, estos problemas se han agudizado aún más. Con la progresiva globalización, muchos temen que la uniformidad cultural estadounidense se expanda por el mundo entero, fagocitando las culturas no occidentales y envolviéndolo todo en el nudo uniformador del rampante consumismo capitalista.

Sin embargo, queda una pregunta importante sin contestar. ¿El capitalismo tiende realmente a la homogeneidad? ¿Levittown es la norma o la excepción?

*

Pese a que las urbanizaciones basadas en el modelo de Levittown son parte fundamental de la cultura popular estadounidense, una gran parte de los análisis urbanísticos están totalmente desconectados de la realidad urbana periférica. Al fin y al cabo, la mayoría de los intelectuales viven en los centros de las ciudades (no sólo porque quieran, sino porque su profesión les obliga a ello). La crítica anticapitalista equipara la periferia urbana a la muerte cerebral, así que resulta difícil ser un sabio respetado si uno no vive en el centro de la ciudad o en el campo. Por eso coincide que quienes tanto critican la rutina de las urbanizaciones residenciales normalmente no han vuelto a poner los pies en ninguna de ellas desde su más tierna infancia.

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