Read Rebelarse vende. El negocio de la contracultura Online
Authors: Joseph Heath y Andrew Potter
Un orden global basado en la ley no sería muy distinto, en opinión de Elgin. La humanidad establecería una serie de normas globales de conducta para regular la interacción pacífica entre países y personas, con restricciones mínimas y libertades máximas, regulado mediante un organismo similar a las Naciones Unidas. Pero incluso un orden legal pacífico implicaría una sólida base burocrática capaz de mitigar la «vitalidad, el vigor y la creatividad inherentes al desarrollo de la civilización». Por lo tanto, el único fundamento posible de una comunidad global que permita la libertad y la creatividad individual es el amor o la compasión. Como soporte práctico de las relaciones humanas, el am or tiene una serie de ventajas. No coacciona, por tanto tiende a «tocar el mundo con mayor ligereza y suavidad». Ello templaría la violencia propia de una burocracia limitada pero aún necesaria y permitiría el surgimiento de una familia global.
El pensamiento de Elgin revela el nexo obvio que siempre ha existido entre la rebeldía contracultural y el anarquismo político. Durante toda la guerra fría, la mayoría de los radicales estadounidenses renegaban tanto del comunismo como del capitalismo. En contraste con los filósofos europeos, supieron ver que el comunismo había simplemente sustituido la tiranía del mercado por la tiranía del Estado. Además, al no existir un partido comunista ni socialista consolidado en el panorama político nacional, el anarquismo tenía una cierta libertad de acción. Al denunciar los dos grandes males del momento —el mercado y el Estado—, el anarquismo estadounidense estableció su desprecio a los falsos ídolos. Obviamente, su máxima preocupación eran las grandes estructuras de poder, es decir, el Estado, básicamente. Pero no fue tan difícil generalizar esta oposición y vincularla con la oposición contracultural a toda norma o imposición. Ese conocido eslogan de la década de 1960 que rezaba «Desconfía de toda autoridad» demuestra hasta qué punto ambas tendencias podían fundirse de manera casi imperceptible.
Con ligeras variaciones en su concepto, el anarquismo siempre ha constituido la base de la política contracultural. Aparecía explícitamente en la subcultura punk, con grupos musicales como Crass y Black Flag, abiertamente anarquistas. Pero, contrariamente a lo que pudiera parecer, los Sex Pistols no inventaron nada en este terreno. Se limitaron a dar un barniz negativo a las ideas anarquistas de la subcultura hippie (revelando la enorme frustración que les producía la ineficacia de una contracultura que llevaba más de veinte años sin producir resultados palpables). Como el intento de crear una nueva sociedad basada en el amor libre y la vida en comunas había sido un estrepitoso fracaso, los Sex Pistols sugerían que quizá fuese más útil dedicarse a destruir la sociedad tradicional. En parte, su música hacía hincapié en la incapacidad del movimiento contracultural para dar una visión coherente de una sociedad libre.
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El objetivo central del anarquismo es eliminar toda coacción por parte de la sociedad. En un principio, esto no tiene por qué ser tan disparatado. Al fin y al cabo, ¿por qué tiene que existir la coacción? Sólo tiene sentido si se usa para impedir la violencia. Es decir, sólo sería necesaria en caso de existir una injusticia previa. Hablando en plata, las malas personas quieren hacer daño a los demás y la sociedad debe impedírselo. Pero ¿qué hay detrás de esta mala conducta? Normalmente la practican los individuos que han sido a su vez víctimas de la coacción o la injusticia. Roban porque son pobres. Atacan porque les han atacado. Podría tratarse de un círculo vicioso. Así que en vez de castigarles y prolongar el ciclo interminablemente, quizá deberíamos averiguar el origen de su furia. Con una mejor educación —una socialización más eficaz— y la supresión de la injusticia social, quizá podría evitarse la posterior coacción estatal.
Entonces, ¿por qué ha fracasado este proyecto? La respuesta «realista» clásica consiste en criücarlo por considerarlo un «castillo en el aire», una pura fantasía utópica. Como dijo Kant, «del torcido maderamen de la humanidad nunca salió nada recto». Siempre habrá malas personas haciendo maldades. Desde este punto de vista, los teóricos contraculturales niegan la existencia del «mal». Lo único que ven son corazones destrozados y trabajadores sociales que intentan arreglarlos. Si se topan con un criminal depravado, dirán que ha salido así por haber tenido una infancia dolorosa. Son demasiado débiles para afrontar la dura realidad, es decir, que algunas personas nacen malvadas y deben ser controladas o recluidas (existe una curiosa interacción entre estas dos perspectivas en la versión que escribió Oliver Stone —el eterno ideólogo contracultural— del guión de Quentin Taran tino para la película
Asesinos por naturaleza)
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Por eso los republicanos estadounidenses todavía adoptan actitudes casi cómicas al denunciar a los enemigos del país como «los malos». En su fuero interno están dando un golpe retórico a la contracultura, que niega la existencia del mal (como siempre, la política estadounidense está dominada por una tendencia compulsiva a repetir las situaciones conflictivas de la década de 1960). Lo que los conservadores parecen incapaces de ver es que su retórica alimenta directamente ese concepto contra-cultural que tanto aborrecen. «Tenemos que actuar con dureza», dicen. «Debemos emplear la autoridad, porque nuestros enemigos son malvados». Lo que están admitiendo tácitamente, por tanto, es que si sus enemigos no fuesen malos, no habría necesidad de imponer una autoridad. Esto deja el campo abonado para poder asegurar que los susodichos enemigos no son realmente malos, sino tan sólo unos incomprendidos. Por lo tanto, no es necesario ejercer una coacción. Curiosamente, el contraataque conservador alimenta precisamente el concepto contracultural al que pretende oponerse.
Lo que ambos bandos parecen pasar por alto es que la coacción podría emplearse incluso en ausencia del mal. Es frecuente que determinados individuos absolutamente libres e igualitarios sucumban a la tentación de adoptar la coacción como forma de interacción. Su existencia en la sociedad no siempre implica un intento de dominación, de controlar el mal o de imponerse sobre otros. A menudo aceptar una serie de normas impuestas resulta conveniente para todos. De hecho, cuando a alguien se le da una libertad plena, tiende a crear sus propias normas y a establecer un nuevo orden social acompañado de un sistema propio de castigos y recompensas. Es obvio que dicho orden le resulta conveniente, tanto en el caso de un individuo como en el de un grupo.
Esto quedó demostrado en los fallidos intentos de vivir en comunas durante la década de 1960. Casi todas ellas se crearon con el objetivo de vivir armónicamente la experiencia de la propiedad común y la cooperación. Se daba por hecho que al estar todos comprometidos con el proyecto, no habría motivo alguno para establecer normas y regulaciones. Todo funcionaría de una manera informal; la gente no dudaría en trabtyar lo que hiciera falta y sólo reclamarían su parte correspondiente de la producción. Pero la realidad fue muy distinta. Aunque estas comunidades se crearon con la mejor voluntad, la absoluta carencia de normas llevaba inevitablemente al conflicto. No quedó más remedio que crear una serie de normas para asegurar la supervivencia del grupo. Y una vez creadas las normas, había que asegurarse de que se cumplían. En resumen, las experiencias comunales acabaron fracasando o reproduciendo muchos de los rasgos de la sociedad tradicional que precisamente querían evitar.
Su error principal fue creer que porque un grupo de personas tenga un interés común, cada individuo del grupo hará lo necesario para obtener los objetivos marcados. Es natural pensar que si una comunidad necesita comer y protegerse de la intemperie, sus miembros harán espontáneamente lo necesario para producir comida y tener viviendas adecuadas. Lo malo de esta premisa es que los incentivos individuales pueden no coincidir con los necesarios para asegurar el bien común. Como todos somos más bien vagos, hay una cierta tendencia a escaquearse con la esperanza de que el trabajo lo hagan los demás. Quien haya compartido una casa con alguien lo entenderá perfectamente. ¿Para qué vamos a fregar los platos ahora si alguien puede hartarse de verlos sucios y solucionar el asunto? ¿Para qué vamos a reponer la leche que nos hemos bebido si quizá tenga que bajar alguien a la tienda? ¿Para qué vamos a fregar las escaleras…?
Evidentemente, si todos seguimos este razonamiento, nadie fregará los platos, nadie comprará la leche y nadie limpiará las escaleras. De hecho, cuando varias personas viven juntas, su vida a menudo se convierte en una especie de competición para ver quién es el primero en rendirse y hacer las cosas. Suele ganar la persona más insensible a la suciedad, que normalmente será quien menos trabíye. En cualquier caso, el grado de limpieza de la casa siempre será menor de lo que todos quisieran, incluso los más insensibles a la suciedad. El problema es que al no haber normas, no hay incentivos para dedicar un nivel óptimo de esfuerzo a la tarea.
Este tipo de situaciones se conocen como «conflictos de acción colectiva», casos en los que todos quieren obtener un resultado concreto pero nadie está suficientemente motivado para dar los pasos necesarios. El ejemplo más conocido de una situación semejante es el hoy famoso «dilema del preso». El nombre hace referencia a una historia relacionada con este asunto. Imaginemos que dos amigos han robado un banco. La policía lo sabe, pero no tienen suficientes pruebas para condenarles. Pero en ambas fichas policiales aparece la afición a las drogas, así que un buen día hacen una redada en su piso y consiguen pruebas suficientes para detenerles por posesión de estupefacientes. Les llevan a la comisaría y les interrogan por separado. Al cabo de un rato, entra un policía y dice al primero de ellos: «Te espera un año en chirona por posesión de drogas. Pero somos más razonables de lo que parece. Si testificas contra tu compinche por lo del robo del banco, estamos dispuestos a olvidarnos de lo de las drogas. Piénsatelo. Ahora vuelvo».
En un primer momento, al hombre la oferta no le suena mal. Como le ampara la ley contra la autoinculpación, si declara contra su compañero en el robo del banco, esta información no puede usarse contra él. Por tanto, si acepta la oferta puede acabar quedando libre del todo. Obviamente, sospechará que la policía está en la habitación de al lado haciendo exactamente la misma oferta al otro inculpado. Pero incluso aunque el segundo amigo declare en contra del primero, el primero ve claras ventajas en declarar contra el segundo. Así sólo tendrá que cumplir condena por el robo y se librará de los cargos por posesión de drogas. Tal como se presenta el asunto, si quiere minimizar su condena, le conviene declarar. De hecho, las cuatro opciones que tiene son las siguientes:
El primer amigo declara, el segundo no declara. Condena: cero.
El primer amigo no declara, el segundo no declara. Condena: un año.
El primer amigo declara, ei segundo declara. Condena: cinco años.
El primer amigo no declara, el segundo declara. Condena: seis años.
Por desgracia, el mismo razonamiento que lleva al primer amigo a querer declarar contra el segundo, hará al segundo declarar contra el primero. Es decir, parece haber algo colectivamente contraproducente en las decisiones de ambos. Al intentar reducir sus respectivas condenas, los dos acabarán pasando cinco años en la cárcel por robo en vez de un año en la cárcel por posesión de drogas. El intento de minimizar la condena va a tener el lamentable efecto de maximizarla. Los dos prefieren la segunda opción a la tercera. Por desgracia, no pueden elegir directamente entre la segunda y la tercera. Sólo pueden elegir entre la primera y la segunda, o entre la tercera y la cuarta (dependiendo de lo que haga el otro). Así que el primero opta por declarar y resulta que el segundo también, y les acaban cayendo los cinco años de cárcel de la tercera opción.
Lo importante de esta historieta es que ninguno de los dos mete la pata porque quiera perjudicar al otro. Lo malo es que los dos valoran más la consecuencia de su decisión sobre sí mismos que sobre el otro. Esto es bastante natural. Sin embargo, la solución parece estar contenida en el propio problema. Si se descarta la opción de declarar, ambos saldrán beneficiados. Habría varias formas de lograr esto. Una posibilidad es hacer un «pacto de silencio» por el que los dos se comprometen a ir a la cárcel antes que traicionar al otro. Para asegurar su cumplimiento, pueden contratar a un sicario. Otra opción es entrar a formar parte de alguna banda asesina que tenga la costumbre de matar a los chivatos. Aunque esto suene un poco drástico, ciertamente tiene bastantes ventajas. Si a los dos les da miedo declarar contra el otro, entonces pasarán un solo año en la cárcel en vez de cinco.
Este es el motivo por el que los pequeños delitos tienden a desembocar en el crimen organizado. A todos nos benefician las normas, incluso a los que hacen todo lo posible por acabar con las normas que rigen nuestra sociedad.
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Al examinar con mayor detalle las normas que rigen la interacción social diaria, vemos que un sorprendente número de ellas tienen como objetivo regular algún conflicto de acción colectiva. Tener que hacer cola, por ejemplo, siempre nos indigna, tanto si es en el banco como en el supermercado o la incorporación a una autopista. El estadounidense medio pasa más de treinta minutos al día haciendo cola para conseguir algo. Los economistas critican este modo de emplear el tiempo por considerarlo un gasto improductivo de tiempo y energía. Pero la auténtica función de las colas es acelerar la actividad general de todos nosotros. Cada individuo querría saltarse a todos los demás y ponerse al principio de la cola. Pero si todos hacemos eso, el atasco resultante frenará el proceso general y el grupo entero avanzará más despacio. La fila india es más veloz que el «mogollón». Esto resulta trágicamente obvio cuando se produce un incendio en un edificio lleno de gente y nadie hace cola en las salidas de emergencia. A menudo mueren muchas personas que podrían haberse salvado.
Esto se parece algo al dilema del preso. Correr para ponernos al principio de la fila es como declarar contra nuestro compañero, es decir, mejora nuestra situación, pero siempre a costa de otros. Ycuando los demás se portan igual de mal que nosotros, el resultado es peor para todos. Por tanto, la costumbre de hacer cola redunda en beneficio de todos {aunque algunos días no lo parezca). Las normas que regulan la participación en una conversación tienen una estructura parecida (todos quieren participar, pero nadie se entera si todos hablan a la vez). Por este mismo motivo no debemos hablar en el cine, ni atravesar una intersección que no esté despejada de tráfico, ni mentir, ni orinar en lugares públicos, ni tirar basura en los parques, ni poner música alta por la noche, ni quemar hojas en los bosques, etcétera. La lista de ejemplos podría multiplicarse indefinidamente.