Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (5 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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El proyecto experimental era de hecho un complicado montaje. El verdadero protagonista era el «profesor» y el objetivo del experimento no era estudiar el efecto del castigo sobre la memoria, sino comprobar la capacidad de una persona corriente para hacer sufrir a una víctima inocente y angustiada. El alumno era falso y las descargas eléctricas no eran tales.

Los resultados fueron verdaderamente insólitos. Aunque el alumno hacía bien patente su sufrimiento (con gritos desesperados y quejas sobre un dolor en el pecho), el profesor seguía haciendo preguntas y aplicándole descargas eléctricas, a menudo sin obtener respuesta alguna por parte del alumno (que en realidad era un actor). Milgram se quedó atónito: más de la mitad de los estadounidenses de New Haven, una tranquila ciudad del estado de Connecticut, parecían dispuestos a electrocutar a un conciudadano hasta dejarlo inconsciente o incluso producirle la muerte, sólo porque un hombre vestido con bata blanca les había dado instrucciones de hacerlo.

Cuando los resultados del experimento se hicieron públicos, muchas personas se escandalizaron al plantearse la legitimidad ética de la investigación (que hoy en día sigue generando polémica). Pero pasando esto por alto, quedó claro que Milgram había aplicado una «Descarga fuerte» a nuestras ideas preconcebidas sobre la condición humana y la naturaleza del mal. De sus experimentos sacó las siguientes conclusiones: «Una persona corriente que cumple con su trabajo y no parece especialmente hostil puede convertirse en el agente ejecutor de un terrible episodio destructivo. Además, pese a la naturaleza dañina de un acto incompatible con los criterios éticos más elementales, pocas personas parecen tener la suficiente entereza para resistirse a la autoridad».

Esta reflexión se parece mucho a las que hace Hannah Arendt en su libro de 1963,
Eichmann en Jerusalén
, sobre la mentalidad de Adolf Eichmann, el funcionario nazi responsable de aplicar la «solución final». Cuando investigaba el juicio de Eichmann para el
New Yorker
, Arendt llegó a la conclusión de que la acusación se equivocaba al intentar retratarlo como un monstruo sádico cuando sólo se trataba de un burócrata simplón y meticuloso que pasaba horas en su despacho revisando papeles y acatando órdenes. En otras palabras, era un conformista. Milgram concibió su experimento precisamente para poner a prueba la tesis de Arendt sobre lo que ella denominaba la «banalidad del mal».

En aquel momento, Arendt estaba recibiendo duras críticas por atreverse a sugerir que un nazi como Eichmann pudiera ser otra cosa que el demonio encarnado. Los experimentos de Milgram ayudaron enormemente a silenciar estas detracciones y a integrar el concepto de «banalidad del mal» en nuestro estudio de la naturaleza humana. Milgram también contribuyó a hacer más creíbles los crecientes paralelismos entre el fascismo y la «sociedad de masas» estadounidense. El conformismo se estaba convirtiendo velozmente en uno de los pecados capitales de nuestra sociedad.

Para la cultura popular, la sociedad de masas siempre será lo que era Estados Unidos en la década de 1950. Es decir, un mundo de familias perfectas, verjas pintadas de blanco, coches relucientes y parejas de novios «casaderos», pero también un mundo de absoluto conformismo donde la felicidad se lograba a expensas de la individualidad, la creatividad y la libertad. En este mundo, como dirían los fallecidos hermanos Kennedy, la libertad antaño exigida se había hecho obligatoria.

La película
Pleasantville
critica la sociedad de masas con un argumento cinematográfico bastante pintoresco. Narra la historia de dos jóvenes de hoy que viajan en el tiempo hasta llegar a la época de las típicas series televisivas de la década de 1950. Y resulta que todo parece perfecto: siempre hace sol, el equipo local nunca pierde y no existen la pobreza, el crimen, ni la corrupción. Todo sale siempre bien. Sin embargo, esta felicidad se obtiene a costa de una uniformidad total. Los habitantes de la ciudad ignoran alegremente la existencia de cualquier mundo ajeno a su ciudad. Los libros que llenan las estanterías están en blanco. Todos cenan pastel de carne, noche tras noche. Nada cambia jamás. El mundo entero está atrofiado.

Para reflejar el drama de la ciudad de Pleasantville, el film retrata la década de 1950 en blanco y negro. Pero como los dos jóvenes de nuestro mundo inevitablemente «contaminan» la paz y tranquilidad con sus nuevas ideas y costumbres, el mundo blanquinegro empieza a iluminarse con fogonazos de color: una rosa roja, un coche verde, un cuadro chillón. Lentamente, uno por uno, los habitantes de Pleasantville van tomando color al zafarse de sus ataduras mentales. Se liberan de una existencia que es, literalmente, monótona y gris.

Estamos ante el concepto de la contracultura en todo su esplendor. La población no se enfrenta a una clase dominante ni a un sistema opresor que les empobrezca. El problema es que están prisioneros en una jaula de oro y han acabado adorando su propia esclavitud. La «sociedad» les controla al limitar su imaginación y suprimir sus más profundas necesidades. Para solucionarlo, tendrían que huir de la conformidad. Es decir, deben rechazar la cultura por completo. No les queda más remedio que crear una contracultura basada en la libertad y la individualidad.

Según Theodore Roszak (cuyo libro de 1969
El nacimiento de una contracultura
dio a conocer la palabra «contracultura»), la sociedad entera se ha convertido en un complejo sistema de manipulación, en una «tecnocracia». El rigor de las máquinas y las fábricas ha acabado dominando todas las facetas de la vida humana. En una sociedad semejante, «la política, la educación, el ocio, el entretenimiento, la cultura en su totalidad e incluso los impulsos inconscientes […] se rebelan contra la tecnocracia. Se saben víctimas de un escrutinio y una manipulación puramente técnicos». En semejantes circunstancias, la única solución es rechazar conjuntamente tanto la cultura como la sociedad. Según Roszak, los partidos tradicionales de izquierdas, incluyendo a los comunistas y sindicalistas, se han convertido en los títeres de la tecnocracia: «Para acabar con esta nueva clase política, bastaría con rehacer las torres y torretas de la ciudadela tecnocrática, creando así los cimientos del edificio que debe construirse».

Conviene destacar la profunda reorientación que esto supone para las tendencias políticas más radicales. Las tradicionales inquietudes izquierdistas tales como la pobreza, el nivel de vida y el acceso a la asistencia médica, se consideran «superficiales», pues sólo forman parte de una reforma institucional. A la contracultura, en cambio, le interesa lo que Roszak denomina «la liberación psíquica de la clase oprimida». En su opinión, un modernillo que oye jazz en el local de moda puede convertirse en un crítico más profundo de la sociedad moderna que un defensor de los derechos civiles o una feminista que hace campaña para lograr una enmienda constitucional.

*

Si nos detenemos un instante, parece obvio que esta teoría contracultural resulta algo extraña. Al fin y al cabo, el defecto clásico del capitalismo —sin duda el primero que plantea Marx— es que explota a las clases obreras, generando pobreza y sufrimiento. En otras palabras, el gran problema del capitalismo es que priva a los trabajadores de sus bienes materiales. «La depauperación del proletariado», como lo llamaba Marx.

En este contexto, suena un poco raro eso de que la clase trabajadora se ha vendido y que la abundancia de productos de consumo es un mero opiáceo usado para apaciguarlos e impedirles ver cuáles son sus verdaderos intereses. Es como decir que dar de comer a un niño no es alimentarlo, sino «aplacarlo» para hacerle olvidar el hambre. Es precisamente esta incapacidad del sistema capitalista de proporcionar bienes a los trabajadores lo que les da motivos para querer derrocar el sistema. Oponerse al consumismo equivale a criticar al capitalismo por satisfacer
demasiado
a la clase obrera, que de pura saturación sería incapaz de salir a derrocar el sistema. Pero la pregunta es inevitable: ¿qué necesidad tiene de hacerlo?

De hecho, Roszak reprocha a los estudiantes parisinos de mayo del 68 que intentaran aliarse con los obreros franceses. Considera a la clase obrera un aliado poco fiable, ya que le interesa personalmente que funcione el sistema de producción industrial. «La piedra de toque sería determinar hasta qué punto están dispuestos los trabajadores a desmontar grandes sectores de la estructura industrial con fines distintos de la eficiencia, la productividad y el alto consumo. ¿Serían capaces de olvidar las prioridades tecnocráticas en pos de una vida más sencilla, un ritmo social más pausado, un ocio elemental?»

Aquí vemos cómo los intereses tradicionales de la clase trabajadora se ven reducidos a simples «prioridades tecnocráticas». Pero Roszak puede estar cometiendo la simpleza de intentar imponer los intereses de la clase intelectual y académica —libertad de imaginación, «una vida más sencilla»— al resto de la población (argumentando que no aceptarlos es ser víctima de la tecnocracia). Lo malo de creer que todos somos víctimas de una ideología total es la imposibilidad de decidir qué factores apoyan o desmienten esta tesis.

En cualquier caso, parece claro que a los trabajadores no les interesaba demasiado liberar su imaginación. En vez de abarrotar las galerías de arte y los recitales de poesía, han seguido teniendo una afición malsana por los deportes, la televisión y las bebidas alcohólicas. Naturalmente, esto alimenta la molesta sospecha de que al gran público le pueda
gustar
el capitalismo, que pueda realmente
querer
tener productos de consumo. Parece sugerir que la incapacidad del capitalismo para satisfacer las «necesidades profundas» de la gente quizá no sea tan grave, sencillamente porque
esas necesidades profundas no existen
. En otras palabras, los académicos parecen haber confundido los intereses de su propia clase social con los intereses generales de la población, dando por hecho que «lo bueno para mí» es «lo bueno para la sociedad» (¡ni mucho menos son los primeros en cometer un error semejante!).

La incómoda suposición de que al gran público pueda gustarle el capitalismo se ve reforzada por la constatación de que la rebeldía contracultural no parece servir para nada. Al contrario que en
Pleasantville
, donde la transformación social es instantánea, radical y muy visible, en el mundo real la «libertad de imaginación» no parece estimular al proletariado y mucho menos curar la injusticia, eliminar la pobreza ni impedir la guerra. Además, a la ideología capitalista no parecen afectarle los actos de rebeldía contracultural. La sociedad conformista caricaturizada en
Pleasantville
es muy rígida, tanto que cualquier indicio de individualismo se considera un peligro mortal. El anticonformismo debe eliminarse, nos dicen, o desestabilizará todo el sistema.

Por eso la primera generación de hippies hizo todo lo posible para eliminar la vestimenta típica de la década de 1950: los hombres se dejaron barba y pelo largo, negándose a llevar chaqueta y corbata; las mujeres empezaron a llevar minifalda, tiraron a la basura todos sus sujetadores y dejaron de usar maquillaje, etcétera. Pero estas prendas y estilos de vestir tardaron poco en saltar a la publicidad y los escaparates de las tiendas. Los grandes almacenes empezaron a llenarse de colgantes con el signo de la paz y collares largos. En vez de considerar a los hippies como una amenaza para el orden establecido, el «sistema» había sabido ver sus posibilidades comerciales. Y la estética punk se recibió exactamente del mismo modo. En las tiendas modernas de Londres se vendían imperdibles de diseño mucho antes de que se separasen los miembros del grupo Sex Pistols, el máximo representante de la música punk.

¿Cómo se explica esto? Los rebeldes contraculturales creían estar haciendo algo verdaderamente radical, que representaba un profundo cambio social. Su rebeldía pretendía amenazar seriamente al capitalismo, que dependía de un ejército de dóciles trabajadores dispuestos a someterse a la disciplina materialista del sistema. Sin embargo, el susodicho sistema parecía aceptar tranquilamente esta supuesta rebeldía. Y la falta de resultados visibles perjudicaba seriamente al ideario contracultural. Al fin y al cabo, según los rebeldes contraculturales, el fallo de la izquierda tradicional era su superficialidad, porque el cambio al que aspiraba era «meramente» institucional. Los rebeldes contraculturales, en cambio, decían atacar la opresión a un nivel más profundo. Sin embargo, pese al radicalismo de sus intervenciones, no parecían conseguir ningún resultado concreto.

Llegado a este punto, el movimiento contracultural podía haberse visto con el agua al cuello de no ser por una auténtica genialidad: la teoría de la «apropiación». Según este planteamiento, la «represión» impuesta por el sistema es más sutil que, por ejemplo, la Inquisición española. En un primer momento al sistema le basta con
asimilar
la resistencia mediante la apropiación de sus símbolos, la eliminación de su contenido «revolucionario» y la comercialización del producto resultante. Con este bombardeo de incentivos por sustitución se consigue neutralizar la contracultura de tal manera que el público ni siquiera llegue a conocer su origen revolucionario. Es sólo al fallar esta apropiación inicial cuando se recurre a una represión flagrante y «la violencia inherente al sistema» queda de manifiesto.

Al incorporar esta teoría de la apropiación, la contracultura se convierte en una «ideología total», en un sistema de pensamiento completamente cerrado, inmune a la falsificación, en el que cada supuesta excepción tan sólo confirma la regla. Los rebeldes contraculturales llevan muchas generaciones fabricando música «subversiva», pintura «subversiva», literatura «subversiva» y ropa «subversiva», por no hablar de las universidades abarrotadas de profesores que propagan ideas «subversivas» a sus alumnos. Curiosamente, el sistema parece aguantar bien tantísima subversión. Pero ¿cabe pensar que no sea tan opresor como lo pintan? «Ni mucho menos», contesta el rebelde contracultural. «Ésta es la constatación de que el sistema es incluso más opresor de lo que creíamos. ¡No hay más que ver lo bien que asimila tanta subversión!»

Allá por el año 1965, Herbert Marcuse acuñó un término para describir este tipo concreto de represión. Lo denominó «tolerancia represiva». El concepto tenía entonces tan poco sentido como tiene ahora.

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