Read Rebelarse vende. El negocio de la contracultura Online
Authors: Joseph Heath y Andrew Potter
S
i pidiéramos a los peces que nos describieran su vida en el fondo del mar, es probable que olvidaran contarnos lo
mojado
que está. Es frecuente que no reparemos en los rasgos más sobresalientes de nuestro entorno precisamente por lo ubicuos que son. Con nuestro ámbito mental sucede algo muy parecido. Hay teorías tan universales, tan incorporadas a nuestras vidas, que ni siquiera nos damos cuenta de que son teorías.
En este sentido, con la obra de Sigmund Freud nos pasa lo mismo que a los peces con el agua. Ya casi no la consideramos una teoría susceptible de ser verdadera o falsa. Se ha convertido en la lente con la que observamos la realidad. Esto es especialmente evidente en Estados Unidos. Para comprobarlo, basta con poner cualquier programa de entrevistas en horario diurno. Todos esos términos de «psicología popular» (lo que sus detractores llaman «psicobobadas») como «autoestima», «rechazo», «negación», «dependencia», «yo infantil», etcétera, tienen su origen más o menos directo en la obra de Freud. No sólo nos influye en la manera de hablar de nosotros mismos, sino en el concepto que tenemos de nuestra identidad. Por poner un ejemplo, la mayoría de la gente cree tener un «subconsciente». Cuando tienen un sueño extraño, confunden una palabra con otra o reaccionan de una manera inesperada, lo achacan todo al subconsciente. Si les decimos que el subconsciente es sólo una teoría y que quizá no exista en absoluto, responderán con una mezcla de incredulidad y desdén: «Pues claro que tenemos un subconsciente. Quien diga lo contrario debe de estar pasando por una etapa de negación».
Pero si el subconsciente es tan subconsciente como su propio nombre indica, ¿cómo sabemos que existe? Si pudiéramos percibirlo de una manera consciente, ya no sería subconsciente. Por tanto, es
evidentemente
una simple teoría. De hecho, antes de 1900, cuando Freud publicó
La interpretación de los sueños
, la gente no vivía convencida de tener una mente consciente y otra subconsciente. El hecho de que ahora sí suceda se lo debemos a Freud.
Es probable que el concepto de contracultura no hubiera llegado a cristalizar de no ser por Freud. Por sí sola, la crítica marxista de la sociedad de masas nunca caló muy hondo en la sociedad estadounidense. Pero al combinarla con la teoría de la represión freudiana, se hizo tremendamente popular. En principio, Marx y Freud hacen una extraña pareja. Si el marxismo es fundamentalmente optimista y utópico, la visión freudiana de la sociedad es desoladora. Para el padre del psicoanálisis, la civilización representa la antítesis de la libertad. La cultura se basa en la subyugación de los instintos. Por tanto, el progreso de la civilización consiste en la paulatina represión de nuestra naturaleza instintiva, con la consiguiente incapacidad de ser felices.
Aun así, en caso de tener que elegir entre civilización y libertad, Freud sabía que lo razonable sería optar por la civilización. Lo que pretendía era llamar la atención sobre lo trágica que era esta elección. Por otra parte, en la década de 1960 esta opinión tuvo muchos detractores. En caso de tener que elegir entre libertad y civilización, decían, siempre se quedarían con la primera. Freud les había revelado que para evitar la represión de nuestra naturaleza instintiva, no quedaba más remedio que rechazar toda nuestra cultura al completo. La única solución que quedaba era crear una contracultura.
En muchos aspectos, el concepto de contracultura procede casi directamente de la teoría psicológica freudiana. Su análisis de la mente humana prácticamente obliga a considerar la cultura en su conjunto como un sistema represivo. Y si el problema de la sociedad —el motivo de que seamos todos tan infelices— es la sociedad en sí, entonces la única forma de emanciparse es rechazar la cultura entera, la sociedad entera. Tenemos que «pasar» del sistema en su totalidad.
Pero ¿cómo desemboca el análisis freudiano en esta conclusión tan extraordinaria? Pues precisamente a partir de sus conceptos más conocidos. La noción básica es su teoría de la represión. Al describir a una persona apocada como «reprimida» o «anal»; al decir que una persona poco realista es «negativa»; al sugerir que una persona difícil tiene «furia contenida» o «complejos sin resolver», estamos basándonos implícitamente en esta teoría.
Freud argumentaba que la mente se divide en tres partes: el ello, el yo y el superyó. El ello o subconsciente es el foco de nuestras necesidades e impulsos instintivos (la psicología popular suele llamarlo el «yo infantil»). El ello se rige por el principio del placer. Carece de realismo y de autocontrol. Es sencillamente un manojo caótico de deseos primarios y descontrolados. Es como un niño pequeño tumbado en mitad de una tienda de juguetes gritando: «Dámelo, dámelo, dámelo». Por otra parte, el ello no tiene valores ni límites morales. Aunque algunos de nuestros impulsos básicos sean altruistas y bondadosos, otros son indeciblemente crueles y violentos. Lo cierto es que no sólo tenemos tendencias sádicas, sino que somos capaces de
disfru
far dándoles rienda suelta.
Según Freud, el ello de un hombre quiere acostarse con su madre y matar a su padre; y el de una mujer lo contrario. Pero ése es otro cantar.
En
El malestar en la cultura
, Freud describía nuestros instintos básicos de la siguiente manera:
El ser humano no es un tierno animal que busque ser amado y se defienda sólo si le atacan; es todo lo contrario, una criatura entre cuyos atributos instintivos cuenta con una buena dosis de agresividad. En consecuencia, ve a su vecino no sólo como un prójimo manipulable o un objeto sexual, sino también como un individuo sobre el que poder descargar su agresividad y un colaborador desinteresado capaz de dar una satisfacción sexual no consentida y también dejarse robar, humillar, herir, torturar o matar. Es decir,
Homo homini lupus
. Teniendo en cuenta nuestra propia experiencia y la de la historia de la humanidad, ¿quién de nosotros tiene el valor de negarlo?
La tarea de imponer algún tipo de orden y contención al ello recae en nuestro ego o yo, es decir, en nuestra mente consciente. Su labor es procurar que el ello sea más realista en sus exigencias, que acepte el placer pospuesto frente al inmediato, el trabajo frente al juego, la seguridad frente a la espontaneidad. Por desgracia, según Freud, no somos criaturas excesivamente racionales. El yo, por sí solo, sencillamente no tiene la fuerza ni los recursos necesarios para controlar al ello. Cuando se exaltan nuestros sentimientos —amor, furia, celos, odio— normalmente somos incapaces de «racionalizarlos». Consecuentemente, la sociedad humana es imposible, porque no logra controlar nuestros recursos psicológicos más primarios. Somos sencillamente demasiado volátiles y poco gremiales. No reaccionamos como las abejas que, ante determinados estímulos químicos, realizan de inmediato las tareas más necesarias para la colmena. Para comprobar nuestro «bagaje biológico» basta con acudir al ejemplo de los chimpancés, que se matan y violan entre sí por puro placer (pese a lo que nos cuenten los documentales del Discovery Channel). Por tanto, en principio la jerarquización humana funciona igual que una manada de lobos o una tribu de chimpancés. Para organizarse, nuestros antepasados contaban con un «macho alfa» que sometía a la «manada primaria» a golpes, alzándose con el poder jerárquico. Este macho alfa constituye el molde de la figura paterna. La aparición del padre aporta al yo un aliado en la batalla para controlar el ello. Cuando el yo infantil interioriza el miedo al padre sancionador y amenazante, surge una nueva estructura psísquica: el superyó. Al igual que el ello, el superyó se encuentra en el subconsciente. Pero puede aliarse con el yo para controlar el ello. El superyó censura nuestros deseos y asocia la vergüenza y la culpa con la satisfacción de nuestros instintos más básicos.
Es la interacción del superyó y el ello lo que genera el concepto de una personalidad de tipo «anal». Como cualquier madre o padre sabe bien, defecar es algo que a los niños les produce tanto placer, que lo hacen donde y cuando se les antoja. El ello es profundamente escatológico y todas las funciones corporales le producen un enorme placer. Sin embargo, para funcionar socialmente el individuo debe aprender a controlar estos impulsos. Este proceso comienza cuando el adulto enseña al niño los primeros rudimentos de higiene corporal, imponiéndole una serie de normas que limitan su capacidad de satisfacción instintiva. El superyó del niño se desarrolla conforme va interiorizando las reacciones disciplinarias del adulto. Empieza a asociar la vergüenza y la culpa con determinadas funciones corporales, lo que a su vez le proporciona el autocontrol necesario para reprimir el deseo de eliminar instantáneamente sus residuos.
El trastorno que produce una personalidad «anal» puede surgir si a un niño se le impone con demasiada dureza el aprendizaje de la higiene corporal. En este caso, en vez de desarrollar un superyó que censure sólo la satisfacción anal, el superyó del niño desarrollará una actitud reprobatoria hacia todas las funciones corporales. El niño se convertirá en un adulto «reprimido» incapaz de disfrutar de ningún placer corporal (especialmente del sexo).
La idea básica de la teoría de Freud es que, con el desarrollo del superyó, ninguno de los conflictos instintivos latentes llega a resolverse de manera decisiva. Nuestros deseos más primarios nunca desaparecen; sólo se
reprimen
. Freud compara la mente con una ciudad añeja como Roma, cuyos barrios antiguos nunca se derriban, sino que se rodean de sucesivos apéndices. Desde fuera la ciudad puede parecer muy moderna, pero el centro seguirá siendo arcaico.
La mente de un adulto conserva intactos todos los deseos primarios de un niño. Sencillamente ha aprendido a controlarlos. Para conseguirlo, emplea dos estrategias básicas. Los instintos pueden reprimirse o sublimarse. La represión implica que el superyó no permite al ello satisfacer un deseo concreto. La persona en cuestión elige «llevar la procesión por dentro». Esto crea frustración, ansiedad e infelicidad. La alternativa es reemplazar estos impulsos con una alternativa socialmente aceptable, un placer sustitutorio. Podemos, como diría Freud, aprender a «sublimar» nuestros deseos. En vez de matar a papá, podemos echarle un pulso y ganarlo. En vez de acostarnos con mamá, podemos casarnos con una chica que nos resulta extrañamente familiar. En vez de asesinar, podemos jugar al Cluedo y así sucesivamente.
Según Freud, la mente humana obligada a comportarse en sociedad funciona como una olla a presión tapada y puesta al fuego. El vapor no se elimina, sino que se acumula (como la frustración que experimentamos al vivir en sociedad). La sublimación es la válvula de seguridad que nos permite eliminar algo de vapor de vez en cuando. Si el fuego no está demasiado alto, puede alcanzarse el equilibrio y la tapadera no se moverá de su sitio. De lo contrario, puede saltar por los aires. La neurosis surge cuando una persona lucha por autocontrolarse y emplea procedimientos excéntricos para sublimar sus deseos. En palabras de Freud, «una persona se vuelve neurótica al no poder tolerar la cantidad de frustración que le impone la sociedad con sus correspondientes ideales culturales».
Casi nadie pone en duda que la neurosis es algo muy común. Pero si un individuo puede convertirse en un neurótico, ¿no le podría pasar lo mismo a una sociedad entera? Éste es el asunto radical que Freud plantea en
El malestar en la cultura
. Si nuestra civilización se basa, como dice él, en «la supresión de nuestros instintos», ¿es posible que el progreso social nos haga cada vez más neuróticos?
*
Hoy en día, la teoría de Freud sobre los instintos primarios se considera desfasada. Es obvio que la mayoría de la gente niega tajantemente querer acostarse con su madre o su padre. Pero incluso los que rechazan esta teoría en concreto, aceptan el modelo de la mente como una olla exprés. Según esta teoría, los deseos que dominamos para ser socialmente aceptables no desaparecen; sólo se ocultan bajo la superficie, es decir, tras el umbral de nuestra mente consciente. Ahí permanecen al acecho, listos para resurgir en cuanto tengan la oportunidad.
Esta tesis la demuestra el hecho de que cuando una persona se desinhibe —como sucede cuando está borracha o muy furiosa—, se comporta de una forma antisocial. Esto parece sugerir que la socialización no transforma la esencia de la naturaleza humana; simplemente nos capacita para controlar nuestros impulsos primarios.
Pongamos como ejemplo el hecho de decir palabras soeces. Lo primero que podemos resaltar es que, al enfadarnos, decir tales palabras
nos gusta
. Pero las palabras en sí no suelen tener ninguna relación con la situación. Son simplemente una serie de términos o frases relacionados con algún tabú social: el sexo, la defecación, el incesto o la blasfemia. Entonces, ¿por qué los decimos? La teoría freudiana mantiene que cuando una persona alcanza un determinado nivel de frustración, el superyó pierde el control. La furia se desborda, dando al ello un «permiso temporal» para hacer lo que se le antoje. La persona en cuestión soltará una serie de improperios y sentirá placer al expresar estos impulsos instintivos normalmente reprimidos.
Lo cierto es que aunque la teoría de Freud resulte bastante exótica, no es tan implausible. Por poner otro ejemplo práctico de la teoría freudiana, consideremos el análisis que hace del humor. En su opinión, el humor consiste en eludir la censura del superyó. Al contar un chiste, «damos el esquinazo» a nuestra mente consciente, dejando al ello «meter un gol» al superyó, de tal manera que experimentamos una repentina descarga de placer asociada con un tabú pensado antes de que la mente consciente pueda cazarlo y reprimir la reacción.
Veamos, por ejemplo, el chiste más gracioso del mundo (según LaughLab.co.uk, que ofrecía una selección de 40.000 chistes y recibió más de dos millones de respuestas):
Dos hombres están cazando en un bosque de Nueva Jersey y uno de ellos cae repentinamente al suelo. Parece que no respira y tiene los ojos en blanco. Al verlo, el otro hombre saca su teléfono móvil y llama a los servicios de emergencia. Con voz entrecortada, le dice a la operadora: «¡Mi amigo está muerto! ¿Qué hago?». La mujer, con voz serena y controlada, le contesta: «Tranquilo. Primero hay que asegurarse de que está muerto». Se oye un silencio y después un disparo. Luego el hombre vuelve a coger el teléfono y dice: «Vale. Ya está. Y ahora ¿qué?».