Así que como Sara Alexandre salí a las calles de Luna, con una maleta llena de dinero a cuestas y un incierto futuro al que enfrentarme. En el cielo, más allá de los campos de atmósfera, la ruina gris que era Tierra estaba henchida de gloria, alzándose sobre el horizonte como una irreverente cuenca vacía que hubiera surgido para despreciarme.
Scaramouche trae una bandeja repleta de enormes cápsulas nutrientes. Hubiera preferido algo más apetitoso a la vista, pero creo que servirán para acabar con la desagradable sensación de vacío que se me ha ido despertando en el estómago. Una paradoja somática: aunque recuerdo haber comido hace apenas unas horas, mi nuevo cuerpo no ha lngerido nunca alimento alguno.
—¿Todo bien? —pregunta Scaramouche.
—Ahora mucho mejor… —contesto arrebatándole la bandeja y sentándome con ella sobre la camilla. Me mira y enarco una ceja ante su mirada preocupada—. ¿Ocurre algo? —pregunto.
Scaramouche me contempla. No puedo leer la expresión de su rostro.
—¿No irás a hacer ninguna locura, verdad? Tú no me harías esa putada.
—¿A qué viene tanta preocupación?
—Cuido mi culo, Alexandre. Me limito a cuidar mi culo. Si decides acercarte a la plaza de la Concordia y hacer una escabechina, los chicos de la
Zone
no tendrán muchos problemas en seguir el rastro de tu cuerpo y llegar hasta mi humilde morada. Se toman las cosas muy en serio cuando hay muertos de por medio, sobre todo ahora que los integristas de Caronte andan de uñas. Así que te lo vuelvo a preguntar: ¿No te has vuelto loco ni nada? ¿No vas a hacer ninguna carnicería con esa máquina de matar que te he conseguido, verdad?
—No… —Me sorprendo de lo fácil que me resulta mentir. Muy probablemente estoy a punto de cometer la mayor atrocidad que un hombre puede llevar a cabo—. No voy a hacer nada de lo que te puedas preocupar. —Y esa parte es cierta. No es en Luna donde voy a desencadenar el Apocalipsis.
—Has cambiado, Alexandre —dice.
—Es otro cuerpo.
—No, no me refiero a eso y lo sabes… Sé que va a sonar estúpido cuando lo diga pero hay algo en tu mirada que me asusta, algo que antes no estaba ahí. ¿Te encuentras bien? —y como si hubiera recapacitado sobre su pregunta se apresta a hacer otra que hace tiempo que yo esperaba—. ¿Cómo está Vincent?
Y pienso: «Vincent está muerto. Lleva meses muerto.»
Y contesto:
—Bien. Está bien. Como siempre.
Apenas veo las estrellas cuando salgo del apartamento donde Scaramouche concreta sus negocios ilegales. El edificio Baluarte es uno de los más caros del complejo Ariala, la zona más exclusiva de la capital, pero Scaramouche se lo puede permitir: no en vano es uno de los mayores y más reputados traficantes del Sistema Solar. Dos engendros de seguridad levemente insectoides, tan enormes como deformes, contemplan mi salida sin hacer preguntas. No sólo deben de estar acostumbrados a las frecuentes salidas de nuevos cuerpos del edificio sino que, a buen seguro, complementarán su sueldo como agentes de la
Zo-ne
con los generosos sobornos de Scaramouche. Me ignoran cuando paso a su lado. Si quisiera podría hundir mis manos desnudas en sus cuerpos de acero y arrancar la pila energética que les hace de corazón; nada podrían hacer para evitarlo; sus cuerpos, diseñados para resistir a un pequeño ejército, se quebrarían bajo mi poder como simples ramas ante la fuerza de un huracán. Si quisiera podría arrancarles sus discos de identidad y romperlos en mil pedazos. No hago nada de eso y me marcho. Esta noche regresarán a sus casas dentro de sus cuerpos de ocio sin saber que la muerte ha pasado a su lado.
Me uno a la muchedumbre del carril rápido que cubre la ruta que ha de llevarme a mi hotel. Junto a mí viaja un gigantesco minero de Terra Incógnita, un Minador IV, el mejor cuerpo que hemos manufacturado en Bodyline Enterprise para la excavación en Luna; es un cuerpo ovalado, de cuatro metros de altura, con una serie de ruedas gravitacionales recorriéndolo a lo largo y una hilada de largas extremidades en torno a la cintura —gracias al cielo ahora las lleva replegadas— que le sirven tanto de palas para excavar como de precisas pinzas para extraer el mineral que luego guardan en los compartimentos huecos de su vientre. Los arquitectos genéticos tuvieron no pocos problemas en su diseño, a pesar de ser un modelo evolucionado del antiguo Minador, las primeras pruebas nos dejaron a todos los cobayas completamente desorientados, chocando unos con otros en el hangar de pruebas, sin poder diferenciar entre el arriba y el abajo. Lo arreglaron con giroestabilizadores más potentes y un sistema de campo de visión de trescientos sesenta grados al que, una vez acostumbrado, echabas de menos en cuerpos con visión binocular normal.
Un poco más adelante de donde me encuentro veo la espalda de un modelo ninfa del sesenta y cuatro de Body & Brain Unlimited. Lleva las alas de cristal plegadas a su espalda, lo cual roza la herejía, cuerpos como ése no están hechos para estar en tierra sino para mantenerse siempre surcando el cielo. El que sea un modelo antiguo no lo hace menos atractivo. Por lo que sé sigue siendo uno de los cuerpos más deseados aunque, debido a su alto precio, sólo se encuentre al alcance de los mas pudientes. La primera hornada de Ninfas fue diseñada para los colonos del planeta Aguja Sixta, un planeta de baja gravedad en el que un par de alas y un diseño aerodinámico debería haber permitido a los colonos desplazarse a grandes distancias sin excesiva dificultad. El problema surgió —como siempre— cuando los colonos se encontraron sobre el terreno con sus nuevos cuerpos y descubrieron que las alas de cristal, aunque fuera cristal endurecido en forjas magnéticas, poco podían hacer contra las violentas rachas de arena cristalizada que sacudían la superficie del planeta durante la temporada de tormentas. Los cuerpos fueron devueltos y, tras una hábil maniobra de los chicos de marketing, el fracaso se convirtió en éxito: transformaron los cuerpos en productos de lujo y padres de una nueva gama de modelos que pronto llegaron a competir con las maravillas de la casa Ferrari. Con los nuevos modelos de Ninfa se ha ido perdiendo línea aerodinámica en favor de un diseño menos funcional y mucho más bello.
La multiplicidad de formas del género humano puede llegar a ser sofocante. Según Media Sinsonte las corporaciones dedicadas a la arquitectura genética producen una docena de nuevos modelos cada mes. El volumen de ventas medio por corporación es de mil millones de cuerpos por año estándar —el tiempo que la vieja Tierra tarda en dar una vuelta completa al sol—. El censo del año ochenta de población humana en la Vía Láctea es, aproximadamente, de quinientos mil millones de discos de identidad, mientras que el censo de cuerpos legales es de diez billones, cantidad que unida al comercio de cuerpos ilegales elevaría esa cifra hasta los doce o trece billones. Eso nos deja, haciendo una simple media, con que cada persona cuenta con un número de cuerpos que está comprendido entre los veinte y los veintitrés. Esto, por supuesto, no es del todo correcto: la mayor parte de la población sólo cuenta con dos cuerpos diferentes —trabajo y ocio— y es sólo a partir de un determinado status social cuando la cifra se dispara hinchando la media. Se dice que el
Caesar
de Caronte tiene más de diez mil cuerpos diferentes y que se niega a ocupar el mismo cuerpo más de una vez, argumenta que lo encuentra poco higiénico y decoroso para con su insigne persona.
De pronto el carril central, el carril para cuerpos y vehículos peligrosos, se llena de las diminutas y alargadas formas de iridio y platino del cuerpo de emergencia de la
Zone
, rumbo a sofocar un incendio o a reparar cualquier estructura que amenace la seguridad de los habitantes de
Chapitel
Luna. En el cielo se recortan formas aladas de todo genero, desde titánicas naves pluripersonales hasta diminutas cápsulas de viaje en las que los trabajadores transportan sus discos de personalidad de sus cuerpos de trabajo a sus cuerpos de ocio. Los altos baluartes del Mar de la Tranquilidad nos observan, condescendientes, desde las alturas; hace más de un milenio que el hombre holló esta tierra, pocos podían haber soñado que, en ese tiempo, Tierra sería un planeta estéril y yermo, y Luna, en cambio, un milagro repleto de vida.
Casi sin percibirlo llego hasta una intersección donde el carril rápido se une con el lento y me paso a éste sin pasar por la acera de seguridad que, gracias a una sucesión de campos de fuerza y retención, frenan la inercia de los cuerpos antes del cambio de carril. Paso de marchar a doscientos kilómetros por hora a apenas veinte. Mi cuerpo ni se inmuta; mis músculos, nervios y tendones calibran al instante la brusca frenada, esquivan a un ocupante del carril lento evitando un choque de consecuencias mortales —para él— y amolda su paso al paso normal del carril lento. Otro cuerpo que no hubiera sido el mío habría acabado destrozado. No presto la menor atención al revuelo que he causado en el carril lento —el mismo revuelo que seguro he causado en el rápido, pero éste hace tiempo que se ha perdido en la distancia—, desciendo a la acera estática y me pongo en camino hacia mi hotel. Ha sido una locura, una exhibición estúpida que nunca debería haber llevado a cabo pero…
Por primera vez desde la muerte de Vincent me siento bien. Por primera vez en mucho tiempo me siento vivo.
El dinero que había encontrado tras despertar después del
format
era una cantidad considerable pero, como toda cantidad considerable enfrentada a un largo período de pasatiempo y holganza, acabó agotándose. Pasé de ser moderadamente rica a estar en una situación ciertamente preocupante. A pesar de eso no tenía la sensación de haber malgastado el dinero, es más, lo daba por bien empleado: necesitaba ese tiempo para conocerme y conocer más profundamente —más allá de los conocimientos generales que me había transmitido el ejecutable— el mundo en el que había despertado tras el borrado. Durante dos años viajé sin rumbo por el Sistema Solar saltando de planeta en planeta y de cuerpo en cuerpo. Llevada por el ansia de conocer el mundo que me rodeaba y contenta, en cierto modo, de que como consecuencia del borrado pudiera descubrir de nuevo maravillas a las que antes, de buen seguro, ya me había habituado. No pude, aunque lo intenté, viajar a los sistemas próximos. La crisis aislacionista estaba ya en crescendo y ni siquiera mi pequeña fortuna me hubiera podido conseguir los visados necesarios pasa salir del Sistema Solar, y mucho menos pagar a los contrabandistas que se dedican a pasar clandestinamente discos de identidad de un sistema a otro. Y prefería dar otros usos a mi dinero.
Así que las circunstancias me llevaron, dos años después de mi irritante despertar en el Excelsior, a encontrarme completamente arruinada apoyada en la barra de un bar-estación en órbita en torno a Ganímedes. Mis únicas posesiones eran el cuerpo femenino que ocupaba —un menudo y atractivo último modelo Lolita—, una destartalada nave atracada en el muelle del bar y el dinero justo para emborracharme una vez más.
El bar satélite estaba en relativa calma, todos los clientes eran
sats
que paraban a refrescarse después de una jornada de mantenimiento en la caótica red de satélites que órbita el satélite joviano. Los cuerpos de los
sats
eran espeluznantes: una pesadilla visual de largas y estrechas extremidades rematadas en garras dispuestas en torno al ecuador del cuerpo principal, esférico y oscuro. Era como mirar un híbrido entre diente de león y viuda negra. Pero aquellos cuerpos eran tan extremadamente horribles como útiles en órbita. Procuraba no prestarles demasiada atención. Mis sentidos estaban divididos entre la copa humeante que sostenía y la red de música en vivo a la que estaba conectada, cuando una voz, lánguida y etérea, se dirigió a mí desde el otro extremo de la barra en curva.
—Lo malo de la arquitectura genética es que muchas veces suele estar reñida con la estética, ¿no cree?
—¿Qué? —levanté la cabeza de mi copa y salí de la red. En el otro extremo de la barra se había sentado un hombre espigado, de tez pálida y pelo negro, ensortijado; todavía no sabía distinguir los biomodelos con la facilidad con la que lo hago ahora, pero ese cuerpo llamó mi atención de inmediato. Nunca había visto un cuerpo como aquél y me extrañó y me embelesó su tétrica hermosura. Tal vez ése fue el principio.
—Decía que la belleza suele ir reñida con la utilidad —dijo cabeceando en dirección al nutrido grupo de
sats
que se agolpaba en el otro extremo de la barra. El camarero les servía unas curiosas ampollas que los
sats
procedían a inyectarse en algún punto perdido entre sus extremidades superiores. El hombre me sonreía abiertamente.
—No siempre… —repliqué yo.
—Ahí tiene usted razón. Estoy seguro de que usted luciría hermosísima hasta en un modelo lanzadera. Sí… estoy seguro de que usted sería una lanzadera preciosa.
—¿Siempre suele abordar así a la gente que no conoce? —pregunté. Me sentía ligeramente achispada, achispada e intrigada porque en su primera frase ese hombre había puesto en palabras lo que yo había estado pensando en aquel preciso momento.
—Sí, suelo hacerlo, pero sólo cuando me siento intrigado…
Sonreí ante su comentario, doblemente intrigada ya. Bebí un corto sorbo de mi copa, echando la espalda ligeramente hacia atrás. Los
sats
habían terminado sus copas-ampollas y en manada partían hacia la puerta que daba a los muelles de atraque desde donde se dejarían caer hacia Ganímedes. Ellos no necesitaban nave alguna. Ellos eran su propia nave.
—¿Intrigado? ¿Por qué está usted intrigado? —quise saber.
Antes de responder se levantó y vino a ocupar la banqueta inmediatamente contigua a la mía.
—Bueno, es curioso encontrar un modelo Lolita del 68 en un bar perdido en torno a Ganímedes —dijo—. Son cuerpos caros. La gente decente se los compra para lucirlos en orgías o fiestas importantes y no los saca para irse de bares en la mismísima periferia de ningún lado. Aquí no hay nadie que se detenga a admirarlos.
—Usted lo está admirando… —acaricié el borde de la copa con la yema de mi dedo. Un ligero zumbido. Un cosquilleo y una nueva sonrisa—. Y se ha perdido una orgía de época entre veinte
sats
, el camarero y yo…
—El camarero puede, pero los modelos
sats
no están diseñados para mantener relaciones sexuales. Únicamente son cuerpos de trabajo —hizo un gesto hacia la puerta por donde habían desaparecido los
sats
—. Aunque los que acaban de marcharse hayan efectuado unas ligeras modificaciones ilegales en sus cuerpos para tomar unas copas después del trabajo no creo que estén preparados para satisfacerla a usted. —¡Vaya! Parece usted una autoridad en biomodelos. —¡Qué remedio! —su tez era tan pálida como negra su mirada. Su sonrisa era hermosa no por el hecho de ser sonrisa sino por el modo en que la usaba y el cálido brillo que sabía insuflarle. Con el tiempo llegué a reconocer su sonrisa sin importar el cuerpo que ocupara—. Trabajo como cobaya en Bodyline Enterprise —dijo, y alargó la mano hacia mí, pálida y larga, como la mano de un fantasma—. Me llamo Vincent. Vincent Aurora.