Premio UPC 2000 (15 page)

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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

BOOK: Premio UPC 2000
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Paparruchas, estuvo a punto de contestar Rojo: palabrería intelectual destinada a engañar a un profano como yo. Pero se calló.

—Sí. Néfele ocuparía el lugar de mi mujer en este universo, y mi mujer pasaría a ocupar el suyo.

—Y eso… ¿era un arreglo temporal? ¿Su mujer volvería a nuestro mundo pasados, digamos, unos días?

Carreño se encogió de hombros.

—Me daba igual, sinceramente. Mi mu… Eleanor no era una persona demasiado interesante, ni en este mundo ni en el otro.

»Preparé el cambio cuidadosamente. Jamás había llevado a mi mujer a la mina, porque ni a ella le importaban mucho mis investigaciones ni yo tenía demasiadas ganas de explicárselas. Tuve que trabajármela a conciencia durante un par de semanas.

»Cuando me acostaba con ella, cerraba los ojos y me imaginaba que era Néfele. Cuando le decía palabras amables, me imaginaba que estaba recitando obras de Shakespeare. Incluso, para inspirarme, leí unos cuantos libros sobre cómo llevarse mejor con la propia pareja. Por cierto, su obra
Vivir siendo dos para dos
no es de los más repugnantes, debo reconocerlo.

—Lo escribí con fines puramente alimenticios, puede creerme —se defendió Rojo—. Siga.

—Con la excusa de que «a partir de ahora vamos a compartirlo todo», la llevé a la mina. Recuerdo que Tecumpeh me miró como si me hubiera vuelto loco. ¡Desde luego, a él jamás se le habría ocurrido nada semejante!

»Mi mujer estaba encantada, y debo reconocer que hasta me dio pena al verla alborotada como un cachorrillo. Pero mi intención no era hacerle daño, desde luego. Además, debo reconocer que yo mismo estaba convencido en mi fuero interno de que todo era una locura y de que no iba a suceder nada.

—Como mucho, que Eleanor contraería la narcolepsia…

—Era un riesgo que estaba dispuesto a correr.

»Así que bajamos al laboratorio y…

Los poderosos nudillos de Danvers. La puerta se abrió y el formidable guardián asomó su cabeza rapada.

—Lo siento, doctor Rojo, pero se me ha olvidado avisarle antes. El tiempo ha terminado.

—¡Maldita sea, Danvers! ¿No puede esperar un poco más?

—De veras que lo siento, doctor, pero yo sólo hago lo que me dicen. Oiga, ¿no huele aquí a humo de tabaco?

—¿Me ha visto a mí cara de fumar? ¿Después de todos los pacientes a los que he tenido que tratar para que se desintoxiquen? ¡Vamos, hombre!

Danvers extendió las manos en gesto conciliador. —No quería ofenderle, doctor. Ahora, Carreño, si me acompañas…

Evidentemente que te acompañará, se dijo Rojo. Porque, además, el muy mamón sabe que me ha dejado con la miel en los labios.

Rojo salió frustrado y de mal humor del despacho de Olivia. Sin darse cuenta, echó mano al paquete de tabaco que llevaba en el bolsillo; pero luego recordó dónde estaba y decidió que no merecía la pena hacer compañía a Carreño en el Corredor de la Muerte.

Cuando salía del pabellón, prácticamente se tropezó con la psicóloga, que volvía de sus visitas.

—Vaya, vaya, buenos días —saludó ella—. ¿Qué tal ha ido la entrevista de hoy? ¿Ha sido constructiva?

—Digamos que… reveladora. Pero me temo que aún nos queda alguna sesión más; lo siento por las molestias que le estoy causando.

Ella sacudió la cabeza hacia atrás para apartarse el pelo, un gesto innecesario en alguien que lo llevaba tan corto; le miró un par de segundos y luego desvió lentamente los ojos.

Rojo se dio cuenta de que aquella noche, a solas, Olivia le había evaluado, y la conclusión había sido positiva. El tiempo de cortejo podía acortarse.

Por desgracia, no se sentía con humor para rituales de ese tipo.

—No se preocupe —repuso Olivia—. Es una molestia… soportable. Quería decirle que anoche lo pasé muy bien. Fue una velada muy agradable.

—También para mí lo fue…

De pronto el
deja vu
dejó de aletear y se detuvo un momento ante sus ojos.

—Olivia… ¿está muy ocupada ahora o podría llevarme con Susan Grafter?

—¿Se le ha ocurrido algo nuevo? —Tal vez…

Carreño se sentó cruzando la pierna derecha sobre la izquierda y le miró fijamente.

—¿Qué tal, doctor Rojo? ¿Ha vuelto a fumar hoy, o lo de ayer ha quedado en una pequeña infracción?

—He decidido que lo dejaré cuando terminemos nuestro caso —respondió Rojo. Se dio cuenta de que tenía todo el cuerpo tenso, e hizo un esfuerzo consciente por relajarse—. Para dejar de fumar, siempre hay que marcarse una fecha que de alguna manera signifique una discontinuidad. Un lunes, el principio de unas vacaciones…

—… El día de Año Nuevo, el día en que me indulten… —completó Carreño.

—Personalmente, me conformaría con que le conmutaran la pena. A no ser que revele usted algunos datos realmente nuevos que hagan pensar al jurado que no mató a su mujer.

—Me temo que no puedo hacerlo —respondió Carreño con cierta tristeza—. Ya le he dicho que nadie me creería.

—Lo que me ha contado a mí hasta ahora ya resulta lo bastante increíble. ¿Qué más le da seguir?

—Seguiré, pero no le servirá de nada: nadie le creerá a usted tampoco.

—¿Y qué interés puedo tener yo en que me crean una historia a la que yo mismo no doy crédito?

—Oh, le dará crédito antes del final, doctor Rojo. De alguna manera, lo veo en sus ojos.

Rojo bajó la vista, incómodo, y tomó un par de anotaciones innecesarias. ¿Acaso sabía aquel hombre lo de Susan Grafter?

—Bien: lo habíamos dejado en el momento en que usted entraba con su mujer en el laboratorio de la mina —dijo con una indiferencia que en realidad no sentía.

—Así es.

»Estuve enseñándole la Cámara de Berensky y cómo se suponía que funcionaba. De hecho, le había preparado algunas simulaciones falsas, y desde luego no se me ocurrió enseñarle la auténtica detección que se había producido. Luego hice que se acercara a los ordenadores y le expliqué algunas cosas sobre el sistema de control, y mientras lo hacía aproveché para rozarme con su cuerpo como por casualidad. Sabía que estaba en la fase del mes en la que se ponía más caliente, recién pasada la menstruación, y además, después de nuestra «reconciliación» ella estaba mucho más receptiva. En un momento dado, la obligué a apoyar los codos sobre una mesa, le bajé los pantalones y las bragas y se la clavé por detrás. —La voz de Carreño sonó más dura, tal vez de excitación o tal vez de resentimiento—. A ella le gustó y se puso como una salvaje. Acabamos sobre la colchoneta, probamos todas las posturas y, como ya le he dicho que le solía ocurrir, ella se durmió como un tronco. Yo había tenido la precaución de hacer que se trajera la Corona, «por si acaso». —¿Por si acaso?

—Claro. Si ella no hubiese tenido el Anóneiros, se habría levantado directamente después de echar el polvo, para espabilarse. ¡No se iba a arriesgar a contraer la narcolepsia! Pero como yo mismo le puse la Corona y le dije que podía echarse una cabezadita, ella se quedó dormida tan tranquila sobre mi hombro. Por supuesto, antes tuve que abrazarla y besuquearla y decirle un montón de veces que la quería…

—Y después le quitó el Anóneiros.

—Exactamente. Con todo, esperé bastante hasta asegurarme. Cuando ya llevaba más de una hora dormida, con mucho cuidado, le quité la Corona, me recosté a su lado, apoyé la cabeza en la mano y vigilé.

—¿Y qué sucedió?

—Que yo mismo me quedé dormido…

«Entonces viajé otra vez al País de las Sombras. Estábamos en un bosque de matorrales enormes cuyas ramas eran carnosas y se agitaban como serpientes para capturar las extrañas formas que volaban por los aires. —Carreño giró la mirada a la izquierda mientras evocaba aquellas imágenes fantasmales—. Allí estaba Néfele, esperándome, vestida para la ocasión como Princesa de las Sombras.

»Me dijo: "Puedes despedirte ahora de mí, si quieres, aunque cuando despiertes me volverás a ver en tu mundo." La besé, y sentí como si me purificara la boca después de haber tenido que… babear a Eleanor.

Rojo estuvo a punto de interrumpirle para exigir que dejara de hablar así de su propia esposa.

Pero no, ella estaba muerta, y daba igual lo que Carreño dijera. Era absurdo pensar que Eleanor Dawkins había ido a parar a un limbo infernal y ahora hablaba por la boca de Susan Grafter. Era absurdo… y sin embargo él acababa de expresar en palabras ese pensamiento que intentaba rechazar.

—¿Qué más pasó en su… sueño?

—De pronto Néfele dejó de estar allí y en su lugar apareció mi mujer. Fue apenas un segundo… El País de las Sombras debió de horrorizarla, porque apenas vio dónde estaba empezó a chillar como una histérica. Recuerdo que sus gritos eran tan penetrantes que me desperté con ellos clavados en la cabeza.

—Y me imagino que se encontró de vuelta en el laboratorio de la mina.

—Así es. Y quien estaba ahora, tendida a mi lado, era Néfele.

—De modo que ahora, fuera del sueño, la vio por primera vez.

—Sí. La vi… distinta. En nuestro mundo perdía parte de su esplendor, de esa majestad casi sombría que la convertía en una princesa. Pero, por otro lado, sus ojos eran aún más bellos a la luz natural. —La mirada de Carreño iba de un lado a otro mientras intentaba encontrar palabras.

—Veamos… Según me dice, no es que Néfele se apoderara con su mente del cuerpo de Eleanor, sino que realmente se trasladó a nuestro mundo, con todo su ser… físico. ¿Nadie más reparó en ello?

—Yo tenía miedo de salir de la mina, porque nos podíamos encontrar con Tecumpeh, que ya nos había visto entrar y se daría cuenta del cambio. Pero ella me tranquilizó, asegurándome que nadie más que yo podía verla tal como era.

—Ya. —Muy típico, pensó Rojo.

Carreño se dio cuenta de su desaprobación y frunció el ceño.

—Le estoy contando las cosas tal como fueron. ¿Es usted mi psiquiatra o está aquí para hacer de juez de la verdad?

—Perdóneme. No estoy buscando la verdad absoluta, sino
su
verdad. Es la única que me interesa.

Cochino mentiroso, se dijo. Quería conocer
la
verdad y saber si debía internarse a sí mismo en un manicomio, decidir que todo era un montaje o simplemente fruto de la casualidad.

—Así que salimos de la mina —prosiguió Carreño—, y cuando nos cruzamos con Tecumpeh, nos miró exactamente con el mismo gesto de desaprobación con el que lo había hecho al entrar. Pero no notó ninguna diferencia y creyó que la mujer con la que yo salía era mi esposa.

»Cuando volvíamos en el coche, Néfele me pidió que le enseñara nuestro mundo. Estaba entusiasmada como una niña pequeña. Esa noche recorrimos toda la ciudad, la llevé a cenar, casi la emborraché, luego la llevé a una sala de baile… Creo que fue el día más feliz de mi vida. Merecuerdo, sentado frente a ella, pensando que era increíble que todos los hombres y mujeres que había en el restaurante no se la quedaran mirando tan embobados como yo. Pero, claro, ellos no la veían de la misma forma.

—Dice usted que fue el día más feliz de su vida… ¿Cuándo empezaron a estropearse las cosas?

—Es usted muy sagaz, doctor Rojo.

—No hace falta ser muy sagaz para darse cuenta. Usted llegó a pensar que jamás volvería a conectarse al Anóneiros, y sin embargo ahora se niega a quitárselo bajo ningún concepto. Algo tuvo que cambiar drásticamente para que tomara esa decisión.

Carreño ladeó la cabeza y comprobó maquinalmente las conexiones de la Corona.

—En realidad, fueron varios días felices, no sólo uno. Pero, aunque estaba muy enamorado de ella, ahora que la veía en nuestro mundo, en cierta manera, se había humanizado… y yo empecé a observarla.

»Ella parecía estar bien conmigo, pero al cabo de unos cuantos días empezó a rehuir mi compañía… Yo estuve un tiempo sin bajar a la mina, pero ella insistió en que volviera. Le dije que ya no tenía sentido trabajar allí, que todo el afán de mi experimento era detectar la materia oscura, y que ahora ya había hecho mucho más que eso. Pero hay que disimular, me decía ella. Tú debes ir, mientras yo me quedo conociendo tu mundo…

»Y en verdad, Néfele absorbía toda la información que podía. Yo puedo leer y memorizar muy rápido, pero no era nada comparado con la capacidad retentiva de ella. También le fascinaba el cine, y se dedicaba a imitar los gestos de las mujeres fatales que aparecían en las películas en blanco y negro.

»Era muy inteligente en muchos aspectos, pero en otros… era una inexperta en nuestro mundo. No tardé en descubrir que me estaba engañando. Y con más de un hombre.

—¿Cómo? —Rojo enarcó las cejas. Acababa de descubrir una paranoia dentro de otra paranoia.

—No fue difícil darme cuenta. O quizás a ella no le importaba, y disfrutaba haciéndome sufrir. Miraba descaradamente a otros hombres Y dejaba que ellos la miraran… —Había una furia hasta entonces desconocida en la voz de Carreño. Rojo empezó a comprender qué podía haberle movido a ensañarse con tanta violencia contra su esposa. El que ella les mirara no prueba que…

—Un momento, no he terminado. A ella le gustaba salir todas las noches y siempre coqueteaba con otros hombres, y a veces con mujeres, pero luego volvía conmigo a casa. Era de día cuando me la pegaba. A veces yo llamaba desde la mina y comprobaba que ella no estaba en casa y pasaba fuera horas y horas. Y otras veces tenía la desfachatez de traer hombres a nuestro apartamento y no molestarse en quitar de en medio los restos de sus… de eso.

Rojo estaba alucinado por el cariz que tomaba el relato.

—¿Me viene a decir usted que esa mujer había cambiado de universo, se había transmutado con una mujer de nuestro mundo y había dejado el suyo, tan sólo para comportarse como una ninfómana?

—¿Ninfómana? Es curioso verlo así. Seguro que sacaba placer de ello, sí, pero eso era secundario. En realidad Néfele había venido como una cabeza de puente. Ella era la vanguardia de una fuerza invasora.

—¿Puede repetirme eso?

—Le contaré algo que descubrí: cuando los hombres que se… acostaban con Néfele se quedaban dormidos, ella les quitaba el Anóneiros. No tuvo demasiado tiempo, porque yo no lo permití, pero si se fue a la cama con diez, consiguió que cuatro de ellos contrajeran la narcolepsia. Eso, como le digo, fue lo último que descubrí y lo que me movió a… hacer lo que hice.

—¿Cómo lo averiguó? ¿Se lo confesó ella?

Carreño se mordió los labios, reprimiendo un recuerdo doloroso. —Ya se lo contaré… Ahora, voy a hablarle de un sueño, mi último sueño…

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