Habíamos llegado a Marte siguiendo el itinerario que Vincent había marcado en su busca de cobayas para Bodyline Enterprise. Vincent había conseguido convencerme para que le acompañara en su peregrinaje, sin encontrar demasiada resistencia por mi parte a decir verdad. No había habido suerte entre los mineros de Helias Basin en Marte, allí manejaban sus cuerpos dragadores con pericia, pero con la pericia que da la práctica, sin rastro del talento especial que Vincent Aurora buscaba. Tampoco encontró nada reseñable entre los
sats
marcianos, ni entre los miembros de las fuerzas especiales de la
Zone
, ni en la media docena de otras empresas y distintas ocupaciones que investigamos. Vincent no parecía demasiado apurado o preocupado por su falta de éxito, más bien daba la impresión de que los resultados que estaba obteniendo eran, ni más ni menos, los que esperaba. Según me confesó más tarde, en los últimos diez años Bodyline Enterprise sólo había contratado a cinco nuevos cobayas. Faltaban todavía unas semanas para que en Luna Vincent descubriera que la sexta cobaya le había acompañado desde Ganímedes. Todavía no sabía en qué grado había cambiado su suerte al encontrarme.
Mientras Vincent contemplaba el encuentro y la posterior separación de los bailarines yo no perdía detalle de su rostro. No, no sabía cuánto podía durar aquello, pero mientras durara, mientras nuestro torpe baile nos hiciera coincidir, iba a poner todo mi empeño en que fuera algo realmente mágico.
En Marte Vincent Aurora y yo visitamos la estación orbital Paninos, durante unos días observamos a los filamentosos tejedores de ADN mientras preparaban los nuevos cuerpos de los colonos para el sistema Lalande 21285; se nos permitió asistir a las pruebas de rodaje que se realizaban en atmósferas preparadas, gemelas a las que se iban a encontrar los colonos en Lalande. Tampoco hubo suerte allí, Panikós se consideraba a sí misma como una empresa de arquitectura genética tan prestigiosa como Bodyline Enterprise y contaba con su propia línea de cobayas. Vincent hasta recibió una jugosa oferta para abandonar Bodyline y entrar en el exótico mundo de la creación de nuevas razas para mundos lejanos. Vincent Aurora rechazó la oferta y anduvo como extraviado hasta que abandonamos Panikós. Unos días después, mientras descansábamos en el hotel colgante de Valle Marineris, me explicó por qué había estado tan agitado.
—Durante siglos el hombre especuló sobre la posible existencia de vida en las estrellas. Bueno, ahora ya estamos seguros: existe vida alienígena, sí señor, y somos nosotros… —dijo, mirando al techo, tumbada en la cama. Ocupaba un cuerpo femenino, levemente obeso, de mirada lánguida y pelo azul oscuro.
—Bueno… no creo que haya que ser tan tajante, señorita Aurora —repliqué yo. Había abandonado el cuerpo Lolita y ahora ocupaba un cuerpo masculino de apariencia frágil, casi enfermiza, era un modelo ilegal que Vincent me había recomendado encarecidamente y que había adquirido en un tugurio marciano; mis sentidos estaban siempre a flor de piel, lo cual no había ayudado para nada durante los momentos de la inevitable tormenta sinestésica que me asaltó tras el
change
—. Lo que nos hace humanos no es el cuerpo que ocupamos sino esto —tabaleé sobre la entrada del zócalo craneal donde estaba ubicado mi disco de identidad—. No importa la forma, ni el color, ni el tamaño… Estemos donde estemos siempre seguiremos siendo humanos… —Suena muy bien, pero no me lo termino de creer, querido. —¿Por qué no?
Se cruzó de brazos y me miró desde su lado de la cama. Tras la ventana de cristal rojizo deambulaban las nubes rápidas de Valle Marineris.
—El otro día vi un reportaje en Media Sinsonte que me hizo pensar… —dijo—. Era sobre los modelos Baakey que están usando los nuevos colonos de Tau Ceti. La colonia está localizada en la cuarta luna de un gigante gaseoso que le sacaría los colores a Júpiter. Esos colonos visten unos estilizados cuerpos que más tienen que ver con las mariposas que con los seres humanos, mariposas con extremidades sumamente delicadas y precisas, mariposas bellísimas y duras como ellas solas… Están preparados para vivir en una atmósfera con un alto índice de dióxido de azufre… El núcleo del satélite es sumamente radiactivo y las fuerzas de marea a las que está sometida la luna en cuestión hace inviable vivir en su superficie. Los Baakey habitan en construcciones flotantes fabricadas con fibras de carbono que ellas mismas segregan… Sí…, sé lo que me vas a decir: «La capacidad de adaptación del género humano gracias a la arquitectura genética es prodigiosa…
Bla, bla, bla…»
Fumarolas venenosas, volcanes en constante erupción… ¿Escuchas? Temperaturas que harían sudar a un recolector de lo y… ¡carajo! hasta al mismo diablo… ¡En ese planeta hay una estación de terremotos que dura diez años! Adaptación… adaptación… Primero no tengo ni puta idea de qué narices puede llevar al hombre a querer adaptarse a infiernos como ése… Hay cientos de planetas en los sistemas cercanos con mejores condiciones para la vida… Hay planetas normales, idóneos para una vida humana normal, de acuerdo, son pocos los que se han encontrado hasta ahora pero están allí, existen… ¿Qué nos lleva entonces hasta planetas como esa luna perdida en Tau Ceti?
—Somos humanos… Eso es lo que nos lleva a querer conquistar lo inconquistable…
—¿Humanos? ¿Son humanos los modelos Baakey? Yo no estoy muy segura… No tienen nada parecido al zócalo craneal… Nada más introducirse en sus nuevos cuerpos sellaron la entrada. Han renegado del cambio de cuerpo… Vivirán hasta que sus cuerpos se colapsen… Se han convertido en naturales… Son hermafroditas y cuentan con una capacidad reproductora completa… ¿Lo entiendes? Es una nueva raza ¿¡Qué digo raza!? Es una nueva especie… La siguiente generación ni siquiera tendrá disco de identidad… El ingenio del cromosoma, el dios desoxirribonucleico… el gran gen modificado codificará en sus entrañas el patrón que convertirá el obsoleto disco de identidad en un cerebro… Un cerebro… El proceso de compilación a la inversa… Sí… En esencia es el mismo procedimiento que se lleva a cabo en un cuerpo reproductivo normal… Sólo que
eso
que nazca nunca habrá sido humano… ¿Lo entiendes? Siempre habrá sido y siempre será una mariposa que respira azufre…
—Creo que te estás alterando…
—Puede ser… —se dejó caer de nuevo sobre el colchón. Resopló y buscó mi mano temblorosa y pálida con la suya—. Perdona, este rapto de locura terminará pronto, querido… A veces me pasa, a veces me altero de este modo… Pero no te preocupes, sigo siendo esencialmente inofensiva. Es que me encanta pensar en esas cosas… Y me aterra… ¿Sabes? La esencia de la humanidad es el cambio, adaptarse a todos los infiernos que encuentra en su camino… Escalar montañas, superarse siempre, llevar banderas lo más lejos, lo más alto posible… Siempre el cambio, el reto, la evolución… Viejas leyes perecen bajo nuevas ciencias… La tierra dejó de ser plana, se convirtió en esfera y ahora no es más que un cementerio bajo nubes de ceniza y veneno… Ni siquiera el cuerpo físico ha conseguido limitarnos, lo hemos convertido en un simple accesorio… Nosotros mismos nos hemos convertido en un frío disco de identidad saltando de cuerpo en cuerpo bajo los dictados de la misma moda que antes dictaba el corte y el color de las ropas… hemos hecho una finta a la muerte y ahora podemos vivir, si no eternamente, sí durante el tiempo suficiente para que no haya diferencia… Pero ¿dónde está el límite para el cambio? ¿En qué punto hay que detenerse para no perder lo que somos? Y lo que me da más miedo: ¿Cuál será el próximo paso y qué precio tendremos que pagar por él?
Yo no supe qué contestar. Ahora lo sé. Por lo menos en parte. En el precio a pagar estaba incluida su propia vida.
El espaciopuerto antiguo de
ChapitelLum
se quedó obsoleto apenas una década después de su inauguración, nadie sospechaba la velocidad con la que los vehículos espaciales iban a evolucionar y pronto las prestaciones que suministraba el viejo espaciopuerto quedaron desfasadas para las nuevas generaciones de naves. Ahora el espaciopuerto principal de Luna es una ciudad en sí misma, casi tan enorme como la misma
Chapitel.
El espaciopuerto antiguo, en cambio, es un lugar umbrío, una zona tomada por los bajos fondos y los tugurios más infectos, los hangares y barracones son terreno de neuratas y mafiosos, las amplias pistas de aterrizaje están sembradas de mercadillos ilegales y de locales donde la depravación se sirve en vaso grande. Todo el sector está protegido por un ingente ejército de mercenarios a las órdenes de Sayed Juvenal, el alcalde no electo de la zona oscura de Luna. Las altas esferas ignoran por sistema lo que sucede aquí, no es que duden de su capacidad para limpiar el lugar sino que simplemente prefieren no hacerlo: opinan que es positivo que buena parte del crimen se encuentre centrado en una zona concreta. Aun así no es raro que Sistema infiltre a sus hombres en el espaciopuerto. Los que son descubiertos no tardan en desaparecer sin dejar rastro. Si aquí la vida apenas vale nada, la vida de un chivato vale aún menos.
Es hacia uno de los hangares mayores del espaciopuerto hacia donde me dirijo. Una estructura gigantesca que se alza, ennegrecida y oxidada, en un lateral de la pista principal. Las enormes compuertas del hangar están siempre abiertas y un lento reguero de humanidad confluye y sale de ella bajo la atenta mirada de los guardias de seguridad de Juvenal. Antes de llegar a la cola de entrada una mano se apoya con firmeza en mi hombro.
—Alexandre Sara… —dice una voz gutural y profunda hacia la que me vuelvo al instante, dispuesto a probar por vez primera el alcance de mi poder si me veo en necesidad de ello.
Frente a mí se eleva un grotesco ser humanoide que mide más de tres metros de altura y dos de anchura, es una mole de obsidiana que me dibuja una sonrisa cuajada de diamantes desde un rostro pétreo, obtuso; su brazo derecho no es un brazo sino un cañón articulado cargado de plasma. Es un modelo Centurión, con varios años a su espalda pero todavía impresionante. Viste un traje negro cambiante, una capa de alquitrán vivo que se agita al compás de las emociones de quien lo porta. Ahora mismo parece tranquilo. Yo no lo estoy tanto.
—Soy Leónidas, Alexandre. Guarda tu adrenalina para otro momento —dice.
—Te agradecería que en lo sucesivo no me abordes de esta manera. Es malo para mis nervios.
—Me pondré campanillas. Ahora que no tienes enlaces a redes es difícil abordarte de otra manera.
—¿Cómo me has reconocido?
—Implantes de registro —dice dándose un golpecito en la sien— Pero no hablemos aquí, muchacho. Vayamos dentro.
No respetamos la cola de entrada al hangar principal. Los mercenarios de Juvenal no nos prestan atención una vez que reconocen a Leónidas, la mano derecha del alcalde. O cuentan con sus propios implantes de registro o están familiarizados con todos los cuerpos de Leónidas. El interior del hangar es un hervidero. Un continuo ir y venir de gente Es el pabellón más grande de todo el espaciopuerto abandonado y Se encuentra dividido en pequeños despachos separados por armazones de metal, tablones de madera y cortinas viejas; aquí es donde los hombres de Juvenal reparten y renuevan permisos de residencia, autorizan todo tipo de actividades, cobran porcentajes sobre cada uno de los negocios que se realizan en los límites del espaciopuerto y dirimen las disputas entre residentes. Hasta el infierno se rinde a los pies de la burocracia. Atravesamos el caos y llegamos hasta una pared fabricada con planchas de acero que separa la zona habilitada para el papeleo de las oficinas y departamentos privados del alcalde. Se accede a ella por una puerta corredera vigilada siempre por tres engendros de metal que tienen orden de disparar a matar a todo aquel que se acerque sin el permiso adecuado. No lo llevo encima pero imagino que la presencia de Leónidas junto a mí me evitará problemas. Los tres cuerpos de combate, verdaderos tanques sobre gruesas piernas, empequeñecen al modelo Centurión de Leónidas; sus cabezas chatas casi rozan el techo del hangar.
La puerta se desliza hacia la izquierda y nos deja ver un largo pasillo iluminado por altas luminarias. Aquí reina la misma división caótica que reinaba en la parte que acabamos de abandonar pero ni por asomo se ve el mismo bullicio. Estas dependencias son mucho más tranquilas. Aquí es donde los hombres de Sayed Juvenal se encargan de los negocios de su jefe. Todo se lleva a cabo al modo antiguo: a mano y en papel. Nada queda registrado ni en las redes ni en las terminales de ordenador. Los archivadores son engorrosos pero están fuera del alcance del departamento de investigación en la red de Sistema. El único modo de acceder a la información que Juvenal guarda en el hangar es el modo físico. Y haría falta un pequeño ejército para tomar este lugar.
Leónidas me guía hasta una estancia prefabricada con chapas de metal. Aquí el mobiliario es espartano y la decoración brilla por su ausencia. Todo es funcional. Un archivador en cada esquina y mesas llenas de resmas y resmas de papel. Luminarias errantes y flexos fijos. Todo despide el aroma antiguo de la tinta. De algún lugar llega el traqueteo monótono y rápido de una máquina de escribir que va desperdigando palabras con voz de ametralladora. Leónidas corre una mampara que hace las veces de puerta.
—Estamos extremando las medidas de seguridad al máximo —comenta, por un momento tengo la absurda impresión de que se refiere a la pantalla que acaba de correr—. Procuramos usar las redes, cualquier tipo de red, en la menor medida posible. Y sobre todo no las utilizamos para nada que tenga relación con la operación que nos traemos entre manos. ¿Comprendes? Más tarde hablaremos con Juvenal pero, mientras, ni siquiera usaré su red privada para informarle de tu llegada —me señala una silla mientras él se sienta en otra.
—Santo… A veces creo que estamos exagerando demasiado. Hay-protocolos de seguridad que ni siquiera Lárnax puede burlar.
—Yo no apostaría nada. Ya sabes bien hasta dónde llegan los tejemanejes de ese bastardo. Toda protección es poca. Eso nos lleva a otro punto: Scaramouche.
—¿Qué? ¿Qué pasa con Scaramouche? —pregunto incorporándome a medias en la silla.
—Nos hemos encargado de él y hemos borrado su red privada —deja caer Leónidas—. No era conveniente dejarlo suelto. Sabía demasiado y guardaba un completo registro de sus ventas en su red.
—¡Pero no sabía nada! ¡¿No lo habréis matado?!
El traje simpático de Leónidas se ciñe a sus músculos preparado para repeler un posible ataque.