Pero también tenía muy poco parecido con el Balbec de verdad, aquel que yo me imaginaba los días de tempestad, cuando hacía un aire tan fuerte que Francisca, al llevarme a jugar a los Campos Elíseos, me decía que no me acercara mucho a las paredes para que no me cayera una teja en la cabeza, mientras que gimoteaba, hablando de los siniestros y naufragios que contaban los periódicos. Mi más ardiente deseo era ver una tempestad en el mar, y más que como un espectáculo hermoso, como un momento de revelación de la vida real de la naturaleza; mejor dicho, es que para mí no eran espectáculos hermosos más que los que yo sabía que no estaban preparados artificialmente para placer mío, sino que eran necesarios e inmutables: la belleza de los paisajes o de las obras de arte. Las cosas que me inspiraban curiosidad y avidez eran las que consideraba yo como más verdaderas que mi propio ser, las que tenían valor por mostrarme algo del pensamiento de un gran genio, de la fuerza o la gracia de la naturaleza tal como se manifiesta entregada a sí misma, sin intervención humana. Lo mismo que no nos consolaríamos de la muerte de nuestra madre, oyendo su voz reproducida aisladamente en un gramófono, igual una tempestad reproducida mecánicamente me habría dejado tan frío como las fuentes luminosas de la exposición. Quería yo también, para que la tempestad fuera de verdad en todos sus puntos, que la costa fuera natural y no un dique creado recientemente por los buenos oficios del Ayuntamiento. Y es que la naturaleza, por los sentimientos que en mí despertaba, me parecía la cosa más opuesta a las producciones mecánicas de los hombres. Cuanto menos marcada estuviera por la mano del hombre, mayor espacio ofrecía a la expansión de mi corazón. Y yo había conservado en la memoria el nombre de Balbec, que nos citó Legrandin como el de una playa cercana a «esas costas famosas por tantos naufragios y que durante seis meses del año están envueltas en la mortaja de las nieblas y la espuma de las olas.
«Al andar por allí se siente —decía Legrandin— aun más que el mismo Finisterre (aunque ahora haya hoteles superpuestos a aquel suelo sin que modifiquen lo más mínimo la antigua osamenta de la tierra), el verdadero final de la tierra francesa, europea, de la Tierra de los antiguos. Es el último campamento de pescadores, pescadores de esos como los que vivieron desde que el mundo existe, cara a cara del reino eterno de las nieblas marinas y de las sombras.» Un día que hablé yo de Balbec delante de Swann, para averiguar si, en efecto, desde aquel sitio era desde donde mejor se veían las grandes tempestades, me dijo: «Ya lo creo que conozco a Balbec. Tiene una iglesia del XII y el XIII, medio románica, que es el ejemplo más curioso de gótico normando, tan rara, que parece una cosa persa». Y me dio una gran alegría ver que aquellos lugares, que hasta entonces me parecían tan sólo naturaleza inmemorial, contemporánea de los grandes fenómenos geológicos, y tan aparte de la historia humana como el Océano o la Osa Mayor, con sus pescadores salvajes, para los cuales, como para las ballenas, no había habido Edad Media, entraban de pronto en la serie de los siglos, y conocían la época románica, y enterarme de que el gótico trébol fue también a exornar aquellas rocas salvajes a la hora debida, como esas frágiles y vigorosas plantas que en la primavera salpican la nieve de las regiones polares. Y si el gótico prestaba a aquellos hombres y lugares una determinación que antes no tenían, también seres y tierras conferían, en cambio, al gótico una concreción de que carecía antes. Hacía por representarme cómo fue la vida de aquellos pescadores, los tímidos e insospechados ensayos de relaciones sociales que intentaron durante la Edad Media, allí apretados en un lugar de la costa infernal, al pie de los acantilados de la muerte; y parecíame el gótico cosa más viva, porque, separado de las ciudades, donde siempre lo imaginaba hasta entonces, érame dado ver cómo podía brotar y florecer, como caso particular, entre rocas salvajes, en la finura de una torre. Me llevaron a ver reproducciones de las esculturas más famosas de Balbec, los apóstoles encrespados y chatos, la Virgen del pórtico, y me quedé sin aliento de alegría al pensar que iba a poder verlos modelarse en relieve sobre el fondo de la bruma eterna y salada. Entonces, en las noches tempestuosas y tibias de febrero, el viento, que soplaba en mi corazón y estremecía con idénticas sacudidas la chimenea de mi cuarto y el proyecto de un viaje a Balbec, juntaba en mi pecho el anhelo de la arquitectura gótica y el de una tempestad en el mar.
Al día siguiente me habría gustado coger aquel hermoso y generoso tren de la una y veintidós, y cuando veía anunciada su hora de salida en los carteles de viajes circulares de la Compañía de Ferrocarriles, me palpitaba el corazón con más fuerza; esa hora parecíame que abría en la tarde una deliciosa brecha, una señal misteriosa, iniciadora de que, de allí en adelante, las horas tomaban un nuevo rumbo, y seguían llevándonos, sí, a la noche y a la mañana del día siguiente, pero noche y mañana que no ocurrían en París, sino en uno de aquellos pueblos por donde pasaba el tren, el que nosotros quisiéramos escoger, porque paraba en Bayeux, Coutances, Vitré, Questambert, Pontorson, Balbec, Lannion, Lamballe, Benodet, Pont Aven y Quimperlé, e iba avanzando con esa magnífica carga de nombres que me ofrecía, y de los cuales no sabía yo elegir porque me era imposible sacrificar ninguno. Sin esperar siquiera aquel tren, dándome prisa a vestirme, habría podido coger el de la noche, si mis padres me hubieran dejado, para llegar a Balbec a la hora de iniciarse el alba sobre aquel furioso mar, contra cuyas espumeantes salpicaduras habría buscado refugio en la iglesia de estilo persa. Pero, al acercarse las vacaciones de primavera, mis padres me prometieron llevarme a pasarlas en Italia, y en lugar de aquellas ilusiones de tempestad que me henchían el ánimo, sin más deseos que ver las olas precipitarse por todas partes, encaramado cada vez más arriba, en la parte más salvaje de la costa, junto a iglesias escarpadas y rugosas, como acantilados con torres, donde chillarían aves de mar, me invadió, borrando las otras, despojándolas de todo su atractivo, excluyéndolas, porque eran opuestas y sólo servirían para quitar fuerza a esta nueva ilusión contraria, la de una primavera delicadísima, no como la de Combray, que aún picaba ásperamente con las agujillas de la escarcha, sino esa que estaba cubriendo de lirios y de anémonas los campos de Fiesole, y deslumbraba a Florencia con fondos de oro como los del Angélico. Desde entonces, sólo aprecié rayos de luz, perfumes y colores, porque la alternativa de las imágenes produjo en mí un cambio de frente del deseo y un cambio total de tono, casi tan brusco como los que suele haber en música, en mi sensibilidad. Y luego ya me ocurría que bastaba con una simple variación atmosférica para provocar en mí esa modalidad, sin necesidad de que tornara de nuevo determinada estación del año. Porque muchas veces, en tal tiempo del año, se encuentra un día extraviado, que pertenece a otra estación distinta, y que tiene la propiedad de hacernos vivir en esa época, evocando sus placeres, haciéndonoslos desear, y que viene a interrumpir las ilusiones que nos estábamos forjando, colocando fuera de su sitio, más acá o más allá, esa hoja arrancada de otro capítulo, en el calendario interpolado de la Felicidad. Pero muy pronto, lo mismo que esos fenómenos naturales de los que nuestra comodidad o nuestra salud saca beneficios accidentales y pareos hasta el día que la ciencia se apodera de ellos, los produce a voluntad y pone en nuestras manos la posibilidad de su aparición, substrayéndola de la tutela y capricho del azar, así la producción de esos sueños del Atlántico y de Italia escapó al exclusivo dominio de los cambios de estaciones y de tiempo. Y para hacerlos revivir, bastábame con pronunciar esos nombres: Balbec, Venecia, Florencia, en cuyo interior acabé por acumular todos los deseos que me inspiraron los lugares que designaban. Aunque fuera en primavera, el encontrarme en un libro con el nombre de Balbec bastaba para darme apetencia del gótico normando y de las tempestades; y aunque hiciera un día de tormenta, el nombre de Florencia o de Venecia me entraba en deseos de sol, de lirios, del Palacio de los Dux y de Santa María de las Flores.
Pero si esos nombres absorbieron para siempre la imagen que yo tenía de esas ciudades, fue a costa de transformarlas, de someter su reaparición en mí a sus leyes propias; de modo que esa imagen ganó en belleza, pero también se alejó mucho de lo que en realidad eran esas ciudades de Normandía o de la Toscana, y así, aumentando los arbitrarios goces de mi imaginación, agravaron la decepción futura de mis viajes. Exaltaron la idea que yo me formaba de ciertos lugares de la tierra, dándoles mayor precisión y, por lo tanto, mayor realidad. No me representaba yo entonces ciudades, paisajes y monumentos, como cuadros, más o menos agradables, recortados aquí o allá y todos de la misma materia, sino que cada cual se me aparecía como un desconocido esencialmente diferente de los demás, anhelado por mi alma, que sacaría gran provecho de conocerlo bien. ¡Y qué individualidad aun más marcada torearon al ser designados con nombres, con nombres que eran para ellos solos, con nombres como los de las personas! Lo que las palabras nos dan de una cosa es una imagen clara y usual como esas que hay colgadas en las escuelas para que sirvan de ejemplo a los niños de lo qué es un banco, un pájaro, un hormiguero, y que se conciben como semejantes a todas las cosas de su clase. Pero lo que nos presentan los nombres de las personas —y de las ciudades que nos habituamos a considerar individuales y únicas como personas— es una imagen confusa que extrae de ellas, de su sonoridad brillante o sombría, el color que uniformemente las distingue, como uno de esos carteles enteramente azules o rojos en los que, ya sea por capricho del decorador, o por limitaciones del procedimiento, son azules y rojos, no sólo el mar y el cielo, sino las barcas, la iglesia y las personas. El nombre de Parma, una de las ciudades donde más deseos tenía de ir, desde que había leído
La Cartuja
, se me aparecía compacto liso, malva, suave, y si me hablaban de alguna casa de Parma, donde yo podría ir, ya me daba gusto verme vivir en una casa compacta, lisa, malva y suave, que no tenía relación alguna con las demás casas de Italia, porque yo me la imaginaba únicamente gracias a la ayuda de esa sílaba pesada del nombre de Parma, por donde no circula ningún aire, y que yo empapé de dulzura
stendhana
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y de reflejos de violetas. Si pensaba en Florencia, veíala como una ciudad de milagrosa fragancia y semejante a una corola, porque se llamaba la ciudad de las azucenas y su catedral la bautizaron con el nombre de Santa María de las Flores. Por lo que hace a Balbec, era uno de esos nombres en los que se veía pintarse aún, como un viejo cacharro normando que conserva el color de la tierra con que lo hicieron, la representación de una costumbre abolida, de un derecho feudal, de un antiguo inventario, de un modo anticuado de pronunciar que formó sus heteróclitas sílabas, y que yo estaba seguro de advertir hasta en el fondista que me serviría el café con leche a mi llegada, y me llevaría a ver el desatado mar delante de la iglesia, fondista que me representaba yo con el aspecto porfiado, solemne y medieval de un personaje de
fabliau
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Si mi salud hubiera ido afirmándose y lograra permiso de mis padres, ya que no para ir a vivir a Balbec, por lo menos para tomar una vez el tren de la una y veintidós, que tantas veces tomé en la imaginación, y trabar conocimiento con la arquitectura y los paisajes de Normandía o de Bretaña, me habría gustado pararme en los pueblos más hermosos; pero era inútil que los comparara, e imposible escoger entre ellos, como entre seres individuales, que no se pueden trocar uno por otro. ¿Cómo decidirse por uno de esos nombres? Bayeux, tan alto, con su noble encaje rojizo y la cima iluminada por el oro viejo de su última sílaba; Vitré, cuyo acento agudo dibujaba rombos de negra madera en la vidriera antigua; el suave Lamballe, que en su blancura tiene matices que van del amarillo de huevo al gris perla; Coutances, catedral normanda, coronada con una torre de manteca por su diptongo final, grasiento y amarillo; Lannion, silencio pueblerino, roto por el ruido de la galera escoltada de moscas; Questambert, Pontorson, sencillotes y risibles, plumas blancas, picos amarillos, diseminados en el camino de aquellas tierras fluviátiles y poéticas; Benodet, nombre aguantado por una leve amarra, que parece que se lo va a llevar el río entre sus algas; Pont Aven, revuelo blanco y rosa del ala de un leve sombrero que se refleja temblando en las aguas verdinosas del canal; Quimperlé, muy bien amarrado, que está desde la Edad Media entre arroyuelos, todo murmurante, de color perla como esa grisalla que dibujan a través de las telas de araña de las vidrieras los rayos del sol convertidos en enmohecidas puntas de plata parda.
Había otra razón para que aquellas imágenes fueran falsas, y es que, forzosamente, estaban muy simplificadas; indudablemente, había yo encerrado en el refugio de unos nombres esas aspiraciones de mi imaginación, que mis sentidos percibían sólo a medias y sin ningún placer en el presente, y como en ellos fui acumulando ilusiones, eran imán para mis deseos; pero como los nombres no son muy grandes, todo lo más que yo podía guardar en ellos eran las dos o tres «curiosidades» principales del pueblo, que se yuxtaponían sin intermedio; y en el nombre de Balbec, veía yo, como en esos cristalitos de aumento que hay en la punta de los portaplumas que se venden como recuerdo de una playa, alborotadas olas, alrededor de una iglesia persa. Acaso la simplificación de estas imágenes fue motivo del imperio que sobre mí tomaron. Cuando mi padre decidió un año que fuéramos a pasar las vacaciones de Pascua de Resurrección a Florencia y a Venecia, como no me quedaba sitio para meter en el nombre de Florencia los elementos que, por lo general, componen una ciudad, no tuve otro remedio que inventar una villa sobrenatural nacida de la fecundación de lo que yo creía ser esencialmente el genio de Giotto, por algunos perfumes primaverales. A lo sumo —y como en un nombre no cabe más tiempo que espacio—, el nombre de Florencia, lo mismo que algunos cuadros de Giotto que muestran a un mismo personaje en dos momentos distintos de la acción, aquí acostado en su cama, allí preparándose a montar a caballo, se me aparecía dividido en dos compartimientos. En uno, bajo un arquitectónico dosel, contemplábase un fresco; y una cortina de sol matinal, polvoriento, oblicuo y progresivo, parcialmente superpuesta a la pintura; en el otro (porque como para mí los nombres no eran un ideal inaccesible, sino un ambiente real donde yo iba a hundirme, la vida intacta y pura que en ellos me figuraba daba a los placeres más materiales y a las más sencillas escenas la seducción que tienen en los cuadros primitivos), iba yo atravesando rápidamente —en busca, del almuerzo que me esperaba, con frutas y vino de Chianti— el Ponte-Vecchio, todo lleno de junquillos, de narcisos y de anémonas. Y, aun estando en París, eso es lo que yo veía, y no las cosas que tenía a mi alrededor. Hasta si se mira desde un simple punto de vista realista, ocupan más espacio en nuestra vida las tierras que a cada momento deseamos, que aquella en que realmente vivimos. Evidentemente, si yo me hubiera fijado más en lo que había en mi pensamiento cuando yo pronunciaba las palabras «ir a Florencia, a Parma, a Pisa, a Venecia», me habría dado cuenta de que lo que yo veía no era una ciudad, sino algo tan diferente de todo lo que yo conocía, tan delicioso como podría ser para una humanidad, cuya, vida se desarrollara siempre en anocheceres de invierno, la desconocida maravilla de una mañana de primavera. Esas imágenes irreales, fijas, las mismas siempre, que llenaban mis días y mis noches, diferenciaron aquel período de mi vida de los que lo precedieron (y que habría podido ser confundido con ellos por un observador que no viera las cosas más que desde fuera, esto es, que no viera nada), lo mismo que en una ópera introduce una novedad un motivo melódico, que no se podría sospechar si nos limitáramos a leer el libreto, y menos aún si nos estuviéramos fuera del teatro contando los cuartos de hora que transcurren. Y ni siquiera desde el punto de vista de la simple cantidad son iguales los días de nuestra vida. Las naturalezas un poco nerviosas, como era la mía, tienen a su disposición, para recorrer los días, «velocidades» diferentes como los automóviles. Hay días montuosos, difíciles, y tardamos mucho en trepar por ellos; y hay otros cuesta abajo, por donde podemos bajar a toda marcha, cantando. Durante aquellos meses —en que yo volvía, como sobre una melodía, sin hartarme sobre aquellas imágenes de Florencia, de Venecia y de Pisa, que despertaban en mí un deseo tan hondamente individual, como si hubiera sido un amor, amor a una persona— yo no dejé de creer, por un momento, que dichas imágenes correspondieran a una realidad independiente de mí, y me hicieron sentir esperanzas tan hermosas como la que pudo tener un cristiano de los tiempos primitivos en vísperas de entrar en el paraíso. Así, sin preocuparme de la contradicción que había en el hecho de querer mirar y tocar can los órganos de los sentidos, lo que fue obra de las ilusiones, lo que los sentidos no percibieron —y por eso era más tentador para ellos, más diferente de lo que conocían—, todo lo que me recordaba la realidad de esas imágenes inflamaba mi deseo, porque era como una promesa de que sería satisfecho. Y aunque mi exaltación tenía como motivo básico el deseo de gozar placeres artísticos, mejor aún que con los libros de estética, se alimentaba con las guías, y todavía más con los itinerarios de ferrocarriles. Me emocionaba pensar que aquella Florencia, que yo veía tan cerca, pero tan inaccesible en mi imaginación, distaba de mí, dentro de mí mismo, un espacio que no se podía recorrer, pero que, en cambio, podría llegar a ella dando una vuelta, por un rodeo, es decir, tomando la «vía de tierra». Claro que cuando yo me repetía, dando así gran valor a lo que iba a ver, que Venecia era «la escuela de Giorgione, la casa del Ticiano, el museo más completo de arquitectura doméstica en la Edad Media», me sentía feliz. Pero lo era aún más cuando, al salir a un recado, yendo de prisa, porque el tiempo, tras unos días de primavera, era otra vez invernal (como el que nos encontrábamos muchas veces en Combray para Semana Santa), veía los castaños de los bulevares que, aunque hundidos en un aire glacial y líquido como agua, invitados puntuales, vestidos ya, y que no se desaniman por el tiempo, empezaban a redondear y cincelar en sus congelados bloques el irresistible verdor que el frío lograría contrariar con su poder abortivo, pero sin llegar nunca a detener su progresivo empuje, y pensaba que el Ponte Vecchio estaría ya rebosante de jacíntos y anémonas, y que el sol primaveral teñiría las ondas del Gran Canal con azul tan sombrío y esmeraldas tan nobles, que, al ir a estrellarse a los pies de los cuadros del Ticiano, rivalizarían con ellos en riqueza de colorido. Y no pude contener mi alegría al ver que mi padre, aunque consultaba el barómetro y se quejaba del frío, empezó a pensar cuál sería el mejor tren; cuando comprendí que, penetrando, después de almorzar, en el laboratorio negruzco de carbón, en la cámara mágica encargada de operar la transmutación a su alrededor, podría despertarme al otro día en la ciudad de oro y mármol, «adornada con jaspes, empedrada de esmeraldas». De modo que ella, Venecia, y la ciudad de las azucenas, no eran únicamente ficticios cuadros que se colocaran a nuestro antojo delante de la imaginación, sino que existían a una determinada distancia de París, que no había otro remedio que salvar si se las quería ver, en un determinado lugar de la tierra, y no en ningún otro; en una palabra, que eran perfectamente reales. Y todavía lo fueron más para mí cuando papá, diciéndome: «Así que podéis estar en Venecia del 20 al 29 de abril y llegar a Florencia el día de Resurrección», las sacó a las dos, no ya sólo del Espacio abstracto, sino de ese Tiempo imaginario, donde situamos algo más que un viaje único, muchos viajes simultáneos, y sin gran emoción, porque sabemos que son posibles —de ese Tiempo que se rehace tan bien que podemos pasarlo en una ciudad cuando ya lo hemos pasado en otra—, y consagró a ambas ciudades días particulares que son el certificado de autenticidad de los objetos en que se emplean, porque esos días únicos se consumen con el uso, no retornan y no se los puede vivir aquí, cuando ya se los vivió allá; y sentí dos Ciudades Reinas, cuyas torres y domos me sería dable inscribir, gracias a una prodigiosa geometría en el plano de mi propia vida, salían del tiempo ideal, donde no existían, dirigiéndose para ser absorbidas por él a un tiempo determinado, a la semana que empezaba con el lunes en que quedó la planchadora en traerme el chaleco blanco, que me había manchado de tinta. Pero ése no era más que el primer paso hacia el último grado de la alegría; que, por fin, llegó cuando oí decir a mi padre: «Puede que haga frío aún en el Gran Canal; por si acaso, debes meter en el baúl tu abrigo de invierno y tu americana gruesa»; porque entonces tuve la súbita revelación de que en la semana próxima, la víspera de Resurrección, por las calles de Venecia, donde chapoteaba el agua, enrojecida con el reflejo de los frescos de Giorgione, ya no andarían, como me imaginé por tanto tiempo, y a pesar de repetidas advertencias, hombres «majestuosos y terribles como el mar, cubiertas las armaduras de broncíneos reflejos con sangrientos mantos», sino que acaso fuera yo ese personaje minúsculo que, en una gran fotografía de San Marcos, que me prestaron, puso el ilustrador delante del pórtico, con su sombrero hongo. Esas palabras de mi padre me exaltaron a una especie de arrobamiento, sentí que iba a entrar entre aquellas «rocas de amatista, como un arrecife del mar de las Indias», cosa que hasta entonces me parecía imposible; y con esfuerzo supremo y muy superior a mis fuerzas, me despojé, como de un caparazón sin objeto, del aire que en mi cuarto me rodeaba, substituyéndolo por partes iguales de aire veneciano, de esa atmósfera marina indecible y particular como la de los sueños que yo encerraba en el nombre de Venecia, y sintiendo que en mí se operaba una milagrosa desencarnación; a la cual vino a unirse en seguida ese vago deseo de arrojar que se siente cuando hemos cogido un fuerte catarro de garganta; y me tuve que meter en la cama, con una fiebre tan persistente, que el médico dijo que no sólo había que renunciar al viaje a Florencia y a Venecia, sino que era menester evitarme, cuando estuviera restablecido, todo motivo de agitación, y abstenerse de cualquier proyecto de viaje, por lo menos durante un año.