Y, por desgracia, prohibió igualmente, de modo terminante, que me dejaran ir al teatro a oír a la Berma; aquella artista sublime, que Bergote consideraba genial, quizá me habría consolado de no haber ido a Florencia y a Venecia, y de no ir a Balbec, dándome emociones, acaso tan bellas e importantes como las del viaje. Era menester limitarse a mandarme todos los días a los Campos Elíseos, bajo la guarda de alguien que no me dejara cansarme: para este oficio se designó a Francisca, que había entrado a servir en casa después de muerta mi tía Leoncia. Ir a los Campos Elíseos me era muy cargante. Si, por lo menos, Bergotte los hubiera descrito en alguno de sus libros, me habrían entrado deseos de conocerlos, como me pasaba con todas las cosas cuyo «duplicado» empezaron por meterme en la imaginación. Dábales ésta aliento y calor de la vida, les prestaba personalidad y yo deseaba ya verla, en la realidad; pero en aquel jardín público mis sueños no tenían adónde acogerse.
Un día, como estaba muy aburrido, en nuestro sitio de siempre, junto al tiovivo, Francisca me llevó a una excursión al otro lado de la frontera —que defendían separados por espacios iguales los bastiones de los vendedores de barritas de azúcar—, a aquellas regiones vecinas, pero extranjeras, donde se ven cara desconocidas y por donde pasa el coche de las cabritas; luego volvió a recoger los bártulos, que había dejado en su silla junto a un macizo de laureles; estaba esperándola paseando por la pradera de raquítico y corto césped, amarillenta por el sol, y que tenía, al final, un estanque dominado por una estatua, cuando salió del paseo, dirigiéndose a una muchachita de pelo rojizo que estaba jugando al volante enfrente del estanque, otra que se iba poniendo el abrigo y guardando su raqueta, y que le gritó con voz breve: «Adiós, Gilberta, me voy: no se te olvide que esta noche, después de cenar, vamos a tu casa». Aquel nombre de Gilberta pasó junto a mí, y evocó con gran fuerza la existencia de la persona que designaba, porque no se limitó a nombrarla como a una ausente de la que se está hablando, sino que se dirigía a ella misma; pasó junto a mí, por decirlo así, en acción, con fuerza realzada por la trayectoria de la voz en el aire y por lo próximo de su objetivo —llevando a bordo la amistad y las nociones que tenía de la persona a quien la voz se encaminaba, no yo, sino la amiga que la llamaba, todo lo que al gritar veía o, al menos, poseía en su memoria la muchacha, de su diaria intimidad, de sus mutuas visitas, de la vida, desconocida, aun más inaccesible y dolorosa para mí, por ser tan familiar y manejable para aquella feliz criatura, que me rozaba con todas esas cosas sin que yo pudiera penetrar en ellas, lanzándolas en un grito a pleno aire—, dejando ya flotar en el aire la deliciosa emanación que desprendió la voz al tocarlos con suma precisión, de unos cuantos puntos invisibles de la vida de la señorita de Swann, de cómo sería la noche esa en su casa después de cenar —formando, celeste pasajera por un mundo de niños y criadas, una nubecilla de precioso color, como esa que está, toda bombeada, flotando sobre un hermoso jardín de Poussin, y que refleja minuciosamente, como nube de ópera, llena de carros y caballos, una apariencia de la vida de los dioses—; y, en fin, echando sobre aquella pelada hierba, en el sitio donde ella estaba (un trozo de césped marchito y un momento de la tarde de la rubia jugadora de volante, que no dejó de lanzarlo y recogerlo hasta que la llamó una institutriz con unas plumas verdes en el sombrero), una franjita maravillosa, de color de heliotropo, impalpable como un reflejo, y superpuesta como una alfombra, que yo no me cansé de pisar en paseos lentos, nostálgicos y profanadores, mientras que Francisca no me gritó: «Vamos, échese los botones de su abrigo, que nos largamos», cuando advertí yo, por primera vez y con enojo, que Francisca hablaba muy vulgarmente y no llevaba sombrero con plumas.
¿Volvería Gilberta a los Campos Elíseos? Al otro día no estaba, pero la vi los días siguientes; me pasaba el tiempo dando vueltas alrededor del sitio donde estaba ella jugando con sus amigas, así que, una vez que no eran bastantes para jugar a justicias y ladrones, me mandó preguntar si quería completar su bando, y desde entonces jugué con ella siempre que iba. Cosa que no ocurría todos los días; porque muchas se lo impedían sus clases, el catecismo, una merienda, toda esa vida separada de la mía, que ya había sentido pasar tan dolorosamente cerca de mí condensada con el nombre de Gilberta, por dos veces: en el atajo de Combray y en la pradera artificial de los Campos Elíseos. Esos días anunciaba ella de antemano que no iría; si era por sus estudios, decía: «¡Qué lata, mañana no puedo venir, vais a jugar y yo no estaré aquí!», con aire de pena que me consolaba un poco; pero, en cambio, cuando estaba invitada a alguna casa, y yo sin saberlo le preguntaba si vendría a jugar al día siguiente, me contestaba: «Confío en que no. Creo que mamá me dejará ir a casa de mi amiga». Por lo menos esos días ya sabía que no iba a verla, mientras que otras veces su madre se la llevaba de improviso a hacer compras, y al otro día decía Gilberta: «¡Ah!, sí; salí con mamá», como si eso fuera una cosa tan natural y no la mayor desgracia posible para cierta persona. También había que contar los días de mal tiempo, cuando su institutriz, que tenía miedo al agua, no la llevaba a los Campos Elíseos.
Así que, cuando el cielo estaba dudoso, yo, desde la mañana, no dejaba de mirar arriba y me fijaba en todos los presagios. Si veía a la señora de enfrente junto a la ventana poniéndose el sombrero, me decía yo: «Esa señora va a salir, de modo que hace tiempo de salir; ¿por qué no va a hacer Gilberta lo que esta señora?». Pero cada vez se ponía más nublado, y mi madre decía que, aunque todavía podía arreglarse el tiempo, si salía un poco el sol, lo más probable era que lloviese; y si llovía, ¿para qué ir a los Campos Elíseos? En cuanto acabábamos de almorzar, yo no separaba mis ansiosas miradas del cielo, anubarrado e incierto. Seguía nublado. Por detrás de los cristales veíase un balcón gris. Y de pronto, en su tristón piso de piedra, observaba yo no un color menos frío, sino un esfuerzo por lograr un color menos frío, la pulsación de un rayo de sol, vacilante, que quería dar libertad a su luz. Un instante después la piedra palidecía, espejeando como un agua matinal, y mil reflejos de los hierros de la baranda venían a posarse en el suelo. Dispersábalos un soplo de viento y se ennegrecía otra vez la piedra; pero, como si estuvieran domesticados, retornaban los reflejos; la superficie pétrea empezaba otra vez a blanquearse imperceptiblemente, y con uno de esos
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continuos de la música que al final de una obertura conducen una nota hasta el fortísimo supremo, haciéndola pasar rápidamente por todos los grados intermedios, veía yo cómo la piedra llegaba al oro inalterable, fijo, de los días buenos, oro en el que se destacaba la recordada sombra del adorno historiado de la balaustrada, en negro como una vegetación caprichosa, con tal tenuidad en la delineación de los menores detalles, que delataba la satisfacción de un artista que ha trabajado a conciencia, y con tal relieve y tal densidad en sus masas sombrías, tranquilas y descansadas, que en realidad aquellos reflejos, largos y floridos, que reposaban en el lago de sol, parecía como si tuvieran conciencia de que eran garantía de calma y de felicidad.
Yedra instantánea, flora parasitaria y fugitiva, la más incolora, la más triste, y con mucho de todas las que pueden trepar por una pared o adornar una ventana; yedra para mí más cara que todas desde que apareció en el balcón como la sombra misma de Gilberta, que quizá estaba ya en los Campos Elíseos, que me diría en cuanto yo llegara: «Vamos a empezar a jugar a justicias y ladrones; usted está en mi bando»; yedra frágil, que un soplo arrancaba, pero que no dependía de la estación del año, sino de la hora; promesa de la felicidad inmediata que el día niega o concede, de la felicidad inmediata por excelencia, de la felicidad del amor; yedra más suave y más cálida allí en la piedra que el fino musgo; yedra viva que con un rayo de sol nace y da alegría hasta en el mismo corazón del invierno.
Y aún en aquellos días en que desaparece toda la demás vegetación, cuando el hermoso cuero verde que sirve de funda a los árboles viejos está oculto por la nieve, si dejaba de nevar, el sol solía asomar de pronto, entretejiendo hilos de oro y bordando reflejos negros en el manto de nieve del balcón, y aunque el tiempo seguía muy nublado, y no era de esperar que Gilberta saliese, mi madre me decía: «Ya hace bueno otra vez; podías probar a ir un poco a los Campos Elíseos». Y aquel día no encontrábamos a nadie, o sólo a una niña que ya iba a marcharse y que me aseguraba que Gilberta no salía. Las sillas, abandonadas por el conclave imponente, pero friolero, de las institutrices, estaban vacías. Sólo había sentada, junto al césped, una dama de cierta edad, que iba al jardín, hiciera el tiempo que hiciera, vestida siempre del mismo modo magnífico y sombrío, habría yo sacrificado por trabar conocimiento con tal dama las mejores cosas de mi vida futura, si el trato hubiera sido posible. Porque Gilberta iba a saludarla todos los días; la señora preguntaba a Gilberta cómo estaba su «encanto de mamá»; y se me figuraba que si yo la hubiera conocido sería ya para Gilberta un ser distinto, un ser que conocía a los amigos de sus padres. Mientras que sus nietos andaban por allí jugando, ella leía los
Debates
, que llamaba mis
Debates
, y por dejo aristocrático, al hablar de la cobradora de las sillas o del guarda, decía: «Mi antiguo amigo el guarda» o «Ya somos viejas amigas la de las sillas y yo».
Francisca sentía mucho frío para poder estarse quieta, y nos llegábamos hasta el puente de la Concordia a ver el Sena helado; todo el mundo se acercaba al río, fasta los mismos niños, sin ningún miedo, como a una gran ballena encallada y sin defensa que van a descuartizar. Volvíamos a los Campos Elíseos; yo me arrastraba lánguidamente, dolorido, entre el tiovivo y la pradera artificial, toda blanca, cogida en la red de los paseos, que ya habían limpiado de nieve, y con su estatua, que ahora tenía en la mano una varilla de hielo, con la que parecía justificar su actitud. La señora anciana dobló sus
Debates
, preguntó qué hora era a una niñera que pasaba por allí, y le dio las gracias «por su gran amabilidad», y luego suplicó al barrendero que dijera a sus nietos que volvieran porque la abuelita tenía frío, y añadió: «Se lo agradeceré infinito. Y dispénseme que me atreva a molestarlo». De pronto, rasgóse el aire y en el hermoseado horizonte, entre el circo y el teatro guiñol, asomó el verde plumero de la institutriz, destacándose sobre el cielo, que empezaba a abrir. Y Gilberta venía a todo correr hacia mí, radiante, encarnada, con su cuadrada gorra de piel, excitada por el frío, por el retraso y por el deseo de jugar. Un poco antes de llegar, dejó que sus pies se deslizaran por el helado suelo, y ya fuera para guardar mejor el equilibrio, ya porque le pareciera gracioso o por afectar la actitud de una patinadora, avanzó hacia mí sonriendo, con los brazos abiertos, corno si quisiera recibirme en ellos. «¡Bravo, bravo!, eso está muy bien; si yo no fuera de otra época, del antiguo régimen, diría eso que dicen ustedes, que es muy
chic
, muy valiente, el venir sin miedo a la nieve», dijo la señora anciana, tomando la palabra en nombre de los silenciosos Campos Elíseos, para dar las gracias a Gilberta por haber ido sin dejarse atemorizar por el tiempo. «Usted es tan fiel como yo a los Campos Elíseos; somos dos atrevidas. ¿Sabe usted? A mí me gustan así, con nieve y todo. Aunque se ría usted de mí, yo le confieso que esa nieve me parece armiño.» Y la dama se echó a reír.
El primero de aquellos días —que con la nieve, imagen de las potencias que podían privarme de ver a Gilberta, tomaba la tristeza de un día de separación y casi el aspecto de un día de partida, porque cambiaba la fisonomía y hasta estorbaba el uso de los habituales lugares de nuestras entrevistas, ahora todo transformado, con sus fundas blancas— hizo dar a mi amor un paso adelante porque fue como una primera pena que ella compartió conmigo. De nuestro bando no había nadie más que nosotros dos, y ser el único que estaba con ella era algo más que un principio de intimidad: era como si Gilberta hubiera venido para mí solamente; salir de la casa con ese tiempo me parecía tan digno de gratitud como si una de esas tardes que estaba invitada hubiera renunciado a la invitación para ir a buscarme a los campos Elíseos; cobraba yo mayor confianza en la vitalidad y en el porvenir de nuestra amistad, que seguía viva y despierta en medio de aquel adormecimiento de las cosas que nos rodeaban, y mientras que ella me echaba bolas de nieve por el suelo, sonreía yo cariñosamente a aquel acto suyo de venir, que me parecía a la vez una predilección que me mostraba tolerándome como compañero de viaje por aquel país invernal y nuevo, y una fidelidad que me guardó en los días de infortunio. Una tras otra fueron llegando por la nieve, como tímidos gorriones, todas sus amigas. Empezamos a jugar, y estaba visto que aquel día que empezó tan tristemente tenía que rematar con gozo, porque al acercarme, antes de empezar el juego, a aquella amiga de voz breve que el primer día me hizo oír el nombre de Gilberta, me dijo: «No, no; ya sabemos que le gusta a usted más estar en el bando de Gilberta, y mire usted: ya lo está ella llamando». Y, en efecto, me llamaba para que fuese a jugar a la pradera de nieve a su campo, que el sol convertía, dándole con sus rosados reflejos el metálico desgaste de los brocados antiguos, en un campo de oro.
Y aquel día tan temido fue de los únicos en que no me sentí desdichado.
Porque, para mí, que no pensaba más que en no pasarme un día sin ver a Gilberta (tanto, que una vez que la abuela no volvió a la hora de almorzar, no pude por menos de pensar que si la había cogido un coche tendría yo que dejar de ir, por un poco tiempo, a los Campos Elíseos; y es que cuando se quiere a una persona, ya no se quiere a nadie), sin embargo, esos momentos que pasaba junto a ella, tan impacientemente esperados desde el día antes, que me habían hecho temblar, por los que lo habría sacrificado todo, no eran, en ningún modo, momentos felices; de lo cual me daba cuenta perfectamente, porque eran los únicos momentos de mi vida a los que yo aplicaba una atención minuciosa y encarnizada, sin descubrir ni un átomo de placer en ellos.
El tiempo que pasaba lejos de Gilberta, sentía deseos de verla, porque, a fuerza de intentar continuamente representarme su imagen, acababa por fracasar en mi empeño y por no saber exactamente a qué figura correspondía mi amor. Además, ella no me había dicho nunca aún que me quería. Por el contrario, sostenía muchas veces que tenía amigos mejores, que yo era un buen camarada con quien le gustaba jugar, a pesar de ser un poco distraído y no estar muchas veces en el juego; y varias veces me había dado muestras aparentes de frialdad, que quizá habrían quebrantado mi creencia de que yo era para Gilberta un ser distinto de los demás, caso de haber considerado, como fuente de esta creencia, un posible amor de Gilberta a mí, y cuando, en realidad, yo sabía que no tenía otro fundamento que el amor que yo sentía por Gilberta; con lo cual era mucho más resistente, porque así dependía de aquel modo forzoso, que, por una necesidad interior, tenía yo de pensar en Gilberta. Pero todavía no le había yo declarado lo que sentía por ella. Cierto que no me cansaba de escribir en todas las hojas de mis cuadernos su nombre y sus señas; pero al ver aquellos vagos rasgos que trazaba mi mano, sin que por eso Gilberta se acordara de mí, y que, al parecer, me servían para introducirla en mi existencia, aunque en realidad Gilberta siguiera tan ajena a mi vida como antes, me descorazonaba, porque esos rasgos no me hablaban de Gilberta, que ni siquiera habría de verlos, sino de mi propio deseo, y me lo mostraban como cosa puramente personal, irreal, enojosa e impotente. Lo que corría más prisa era que Gilberta y yo pudiéramos vernos y confesarnos recíprocamente nuestro amor, que hasta entonces no comenzaría, por decirlo así. Indudablemente, los motivos que me inspiraban tanta impaciencia por verla, habrían tenido menor imperio sobre un hombre maduro. Porque ya más entrados en la vida, nos ocurre que tenemos mayor habilidad para cultivar nuestros placeres, y nos contentamos con el placer de pensar en una mujer tal como yo pensaba en Gilberta, sin preocuparnos en averiguar si esa imagen corresponde o no a la realidad, y con el de amarla sin necesidad de estar seguro de que ella nos ama; o renunciamos al placer de confesarle la inclinación que hacia ella sentimos con objeto de mantener más viva la inclinación que ella siente hacia nosotros, a imitación de esos jardineros japoneses que, para obtener una flor más hermosa, sacrifican otras varias. Pero en aquella época en que estaba enamorado de Gilberta creía yo que el amor existe realmente fuera de nosotros, y que sin permitirnos, a lo sumo, otra cosa que apartar unos cuantos obstáculos, ofrecía sus venturas en orden que nosotros no podíamos cambiar en lo más mínimo; y me parecía que de habérseme ocurrido sustituir la dulzura de la confesión por la simulación de la indiferencia, no sólo me habría privado de una de las alegrías que más me ilusionaron, sino que me fabricaría a mi antojo un amor ficticio y sin valor, sin comunicación con la verdad, y cuyos misteriosos y preexistentes senderos no me atraerían.