Por el camino de Swann (50 page)

Read Por el camino de Swann Online

Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
13.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando, por fin, presentó Swann al general a la damita de Cambremer, aunque era la primera vez que ella oía el nombre del general, esbozó la misma sonrisa de alegría y sorpresa que si ese nombre le hubiera sido conocidísimo, porque, como no conocía a las amistades de su nueva familia, siempre que le presentaban a alguien suponía que era amigo de los suyos, y creyendo dar prueba de tacto aparentando que había oído hablar mucho de esa persona desde que estaba casada, ofrecía su mano con ademán vaciante, que tenía por objeto mostrar que su espontánea simpatía triunfaba sobre la aprendida reserva. Así que sus suegros, a los fue consideraba ella como las personas más ilustre de Francia, la miraban como a un ángel; entre otras cosas, porque así parecía que al casarla con su hijo lo hicieron más bien ganados por sus gracias personales que por su gran fortuna.

—Señora, ya se ve que es usted música de corazón —dijo el general, haciendo una alusión inconsciente al episodio de la arandela.

Pero el concierto se reanudó, y Swann comprendió que ya no podía irse hasta que se acabara aquel número. Le dolía verse encerrado en medio de aquellas gentes, cuyas tonterías y ridiculeces se le representaban más dolorosamente, porque como ignoraban su pasión, y aunque la hubieran conocido no habrían sido capaces de otra cosa que de sonreír, como de una niñería, o deplorarla, como una locura, ponían a Swann en el trance de considerar su amor como estado subjetivo, que sólo existía para él, sin nada externo que le afirmara su realidad; sufría muchísimo, y hasta el sonido de los instrumentos le daba ganas de gritar, de prolongar su destierro en aquel sitio, donde Odette no entraría nunca, donde no había nadie que la conociera, de donde estaba totalmente ausente.

Pero, de pronto, fue como si Odette entrara, y esa aparición le dolió tanto, que tuvo que llevarse la mano al corazón. Es que el violín había subido a unas notas altas y se quedaba en ellas esperando, con una espera que se prolongaba sin que él dejara de sostener las notas, exaltado por la esperanza de ver ya acercarse al objeto de su espera, esforzándose desesperadamente para durar hasta que llegara, para acogerlo antes de expirar, para ofrecerle el camino abierto un momento más con sus fuerzas postreras, de modo que pudiera pasar, igual que se sostiene una puerta que se va a caer. Y antes de que Swann tuviera tiempo de comprender y de decirse que era la frase de la sonata de Vinteuil y que no había que escuchar, todos los recuerdos del tiempo en que Odette estaba enamorada de él, que hasta aquel día lograra mantener invisibles en lo más hondo de su ser, engañados por aquel brusco rayo del tiempo del amor y creyéndose que había tornado, se despertaron, se remontaron de un vuelo, cantándole locamente, sin compasión para su infortunio de entonces, las olvidadas letrillas de la felicidad.

Y en vez de las expresiones abstractas «época en que yo era feliz», «cuando me querían», que pronunciaba sin mucho dolor porque todo lo que en ellas encerraba del tiempo pasado eran falsos extractos sin contenido, se encontró con aquello mismo que dio eterna fijeza al elemento específico y volátil de la dicha perdida; lo vio todo, los pétalos nevados y rizosos del crisantemo que ella le tiró al coche, y que él fue besando todo el camino, el membrete en relieve de la
Maison Dorée
, en aquella carta donde decía: «Me tiembla tanto la mano al escribir»; el fruncirse de sus cejas cuando le dijo en tono suplicante: «¿Tardará usted mucho en decirme que vuelva?»; percibió el olor de las tenacillas con que el peluquero le rizaba su «cepillo», mientras que Loredan iba en busca de la obrerita; las lluvias tormentosas que cayeron aquella primavera, la vuelta a casa en coche abierto, a la luz de la luna; todas y cada una de las mallas de costumbres mentales, de impresiones periódicas, de creaciones cutáneas que tejieron en el espacio de unas semanas esa red uniforme, en la que volvía a sentirse preso su cuerpo. En aquellos momentos pasados satisfacía la voluptuosa curiosidad de conocer los placeres de los que viven de amor. Y creyó que podría no pasar de ahí, que no iba a tener que aprender las penas de los que viven de amor; y ahora, el encanto de Odette no era nada comparado con ese formidable terror que lo prolongaba a modo de inquieto halo, con esa inmensa angustia de no saber minuto por minuto lo que hacía, por no poseerla para siempre y en todas partes. Se acordó del tono con que ella dijo: «Podremos vernos siempre, yo no tengo nada que hacer»; ella, que ahora siempre tenía que hacer; del interés y la curiosidad que le inspiraban la vida de Swann, el deseo ardiente de que él le hiciera, el favor —cosa que Swann temía entonces como posible causa de molestias— de dejarla penetrar en esa vida; cuánto tuvo que rogarle para que se dejara llevar a casa de los Verdurin; y en aquella época, en que la invitaba a ir a su casa una vez al mes, lo mucho que tuvo que repetirle ella, antes de que Swann cediera, «¡qué delicia tan agrande, sería el verse a diario!», delicia que entonces era el sueño de Odette, y a Swann le parecía un fastidio, y que luego fue cansándola a ella hasta romper definitivamente con la costumbre, mientras que para Swann se convertía en dolorosa e invencible necesidad. Y ya no sabía si era verdad que la tercera vez que se vieron cuando ella le preguntó: «¿Por qué no me deja usted venir más a menudo?», le contestó él, sonriendo y por galantería: «Es que tengo miedo a sufrir». Ahora le escribía también desde un restaurante o desde un hotel en cartas con membrete, pero las letras del nombre le quemaban como si fueran de fuego. «Escribe desde el hotel Vouillemont. ¿Qué ha ido a hacer allí?, ¿y con quién? ¿Qué habrá pasado?». Se acordó de los faroles aquellos que iban apagando en el bulevar de los Italianos, cuando se la encontró contra toda esperanza entre las erráticas sombras de aquella noche, que le pareció sobrenatural, y que, en efecto —noche en que no tenía que preguntarse si le iba a contrariar que la buscara, porque estaba seguro de que la mayor alegría de ella, sería verlo y volver con él—, pertenecía a un mundo misterioso en el que nunca se puede tornar a penetrar una vez que se nos cierran sus puertas. Y Swann vio, inmóvil, frente a aquella dicha rediviva, a un desgraciado que le dio lástima primero porque no lo conocía; tanta lástima, que tuvo que bajar la vista para que no se le vieran las lágrimas. Era él mismo.

Cuando lo hubo comprendido, cesó su compasión, pero sintió celos de su otro yo que Odette había querido, sintió celos de todos aquellos hombres, a los que miraba antes, diciendo: «Quizá los quiere», sin gran pena, mientras que ahora había cambiado la idea vaga de amar, en la que no hay amor, por los pétalos del crisantemo y el membrete de la
Maison Dorée
, que estaban llenos de amor. Y como su dolor iba siendo muy agudo, se pasó la mano por la frente, dejó caer el monóculo y limpió el cristal. Indudablemente, si en aquel momento se hubiera visto a sí mismo, habría añadido a su anterior colección de monóculos ese que se quitaba de la cabeza cual un pensamiento importuno y de cuya empañada superficie quería borrar las penas con su pañuelo.

Tiene el violín —cuando no se ve el instrumento y no se puede relacionarlo que se oye con su imagen, cosa que modifica su sonoridad— acentos semejantes a algunas voces de contralto que llegan a dar la ilusión de que hay una cantante. Alzamos la vista sin ver otra cosa que las cajas de los violines, preciosas como estuches chinos, y, sin embargo, por un momento aún, nos engaña la falsa llamada de la sirena; otras veces, se nos figura que en el fondo de la docta caja se oye a un genio cautivo que está luchando allá dentro, embrujado y frenético, como un demonio en una pila de agua bendita; cuando no, se nos representa un ser sobrenatural y puro que cruza por el aire difundiendo su invisible mensaje.

Como si los instrumentistas estuvieran, más que tocando la frase; procediendo a los ritos indispensables a su aparición y ejecutando los sortilegios necesarios para obtener y prolongar por unos instantes el prodigio de su evocación, Swann, que ya no podía verla, como si perteneciera a un mundo ultravioleta, y que saboreaba igual que la frescura de una metamorfosis esa momentánea ceguera que lo aquejaba al acercarse a ella; Swann sentía su presencia, como una diosa protectora y confidente de su amor, que para poder llegar hasta él delante de todo el mundo y hablarle un poco aparte se había endosado el disfraz de esas apariencia sonora. Y mientras pasaba ligera, calmante, murmurada, como un perfume, diciéndole todo lo que le tenía que decir, todas las palabras que Swann escrutaba con avidez, lamentando que huyeran tan pronto, sin querer hacía con los labios el movimiento de besar al paso su cuerpo armonioso y fugitivo. Ya no se sentía desterrado, y sólo porque la frase se dirigía a él, le hallaba a media voz de Odette. Porque ya no tenía aquella vieja idea de que la frase no los conocía. ¡Había sido testigo tantas veces de sus alegrías! Verdad que también les había avisado de la fragilidad de aquellos goces. Y mientras que en aquellos tiempos adivinaba un dolor en su sonrisa, en su entonación límpida y desencantada, ahora más bien le veía la gracia de una resignación alegre casi. Y de esas penas, de las que antes le hablaba la frase sin que lo alanzaran a él, de esas penas que iba arrastrando sonriente en un curso rápido y sinuoso, de esas penas que ahora eran suyas, sin esperanza de librarse jamás de ellas, le decía ahora la frase lo mismo que antaño le dijo de la felicidad: «¿Y qué es eso? Eso no es nada». Por primera vez el pensamiento de Swann saltó en un arranque de piedad y cariño hacia aquel Vinteuil, aquel hermano sublime que tanto debió de sufrir. ¿Cómo sería su vida? ¿De qué dolores debió sacar aquella fuerza de Dios, aquella ilimitada potencia de crear? Y cuando era la frase la que le hablaba de la vanidad de su pena, Swann sentía muy suave esa misma juiciosa prudencia que le pareció intolerable cuando leída en el rostro de los indiferentes, que juzgaban su amor como una divagación sin importancia. Y es que la frase, por el contrario, y cualquiera que fuese la opinión que tuviera sobre la brevedad de esos estados de ánimo, veía en ellos, no como las gentes, una cosa menos seria que la vida positiva, sino algo muy superior a ella: lo único que valía la pena de expresarse. Aquellas seducciones de la íntima tristeza es lo que ella intentaba imitar, volver a crear, y hasta su misma esencia, que está en ser incomunicable y aparecer como frívola a toda persona que no la sienta, la captó y la hizo visible la frase. De modo que todos aquellos oyentes —por poco músicos que fueran— confesaban su valor y saboreaban su divina dulzura, aunque luego en la vida ya no lo reconocieran en cada caso particular de amor que brotara a su lado. Sin duda, la forma en que la sonata había codificado esos sentimientos no podía resolverse en razonamientos. Pero, desde hacía más de un año que le revelaba a Swann muchas riquezas de su alma, le había brotado el amor a la música, al menos por algún tiempo, y consideraba él los motivos musicales como verdaderas ideas de otro mundo, de otro orden, ideas veladas por tinieblas desconocidas, imposibles de penetrar por la inteligencia, pero perfectamente distintas unas de otras, desiguales en cuanto a valor y significación. Cuando, después de la reunión de los Verdurin, hizo que le tocaran esa frase, quiso averiguar, porque lo circunvenía, lo rodeaba, al modo de un perfume o de una caricia, y se dio cuenta de que la poca distancia entre las cinco notas que la componían y la vuelta constante de dos de ellas eran origen de aquella impresión de dulzura encogida y temblorosa; pero, en realidad, sabía que estaba razonando, no sobre la frase misma, sino sobre sencillos valores, que, para mayor comodidad de la inteligencia ponía en lugar de esa entidad misteriosa, que ya percibió, antes de conocer a los Verdurin, en aquella reunión donde oyó la sonata por vez primera. Sabía que hasta el recuerdo del piano falseaba el plano en que veía las cosas de la música, porque el campo que se le abre al pianista no es un mezquino teclado de siete notas, sino un teclado inconmensurable, desconocido casi por completo, donde aquí y allá, separadas por espesas tinieblas inexploradas, han sido descubiertas algunos millones de las teclas de ternura, de coraje, de pasión, de serenidad que lo componen, tan distintas entre sí como un mundo de otro mundo, por unos cuantos grandes artistas que nos han hecho el favor, despertando en nosotros la equivalencia del tema que ellos descubrieron, de mostrarnos la gran riqueza, la gran variedad oculta, sin que nos demos cuenta, en esa noche enorme, impenetrada y descorazonadora de nuestra alma, que consideramos como el vacío y la nada. Vinteuil fue uno de esos músicos. En su frase, aunque presentara a la razón una superficie oscura, se sentía un contenido tan consistente, tan explícito, tan lleno de fuerza nueva y original, que los que la habían oído la guardaban en la memoria en el mismo plano que las ideas del entendimiento. Swann se refería a ella como a una concepción de la felicidad y del amor, cuya particularidad apreciaba tan perfectamente como la de la «Princesa de Clèves» o la de «René» en cuanto esos nombres se presentaban a su recuerdo. Hasta cuando no pensaba en la frase seguía latente en su ánimo, lo mismo que esas otras nociones sin equivalente, como la de la luz, el sonido, el relieve, la voluptuosidad física, etc., que son los ricos dominios en que se diversifica y se exalta nuestro reino interior. Quizá los perdamos, quizá se borren, si es que volvemos a la nada; pero mientras vivamos no nos queda otro remedio que darlos por conocidos, como no nos queda otro remedio con los objetos materiales, y como no podemos, por ejemplo, dudar de la lámpara encendida ante los objetos metamorfoseados de nuestro cuarto, de que pone en fuga hasta el recuerdo de la oscuridad. Por eso la frase de Vinteuil, lo mismo que algunos temas de Tristán, por ejemplo, que representan para nosotros una cierta adquisición sentimental, participaba de nuestra condición mortal, cobraba un carácter humano muy emocionante. Su suerte estaba ya unida al porvenir y a la realidad de nuestra alma, y era uno de sus más particulares y característicos adornos. Acaso la nada sea la única verdad y no exista nuestro ensueño; pero entonces esas frases musicales, esas nociones que en relación a la nada existen, tampoco tendrán realidad. Pereceremos; pero nos llevamos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parece menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable.

Así que Swann no iba muy equivocado al creer que la frase de la sonata existía en realidad. Aunque, desde ese punto de vista, era humana, pertenecía a una clase de criaturas sobrenaturales que nunca hemos visto, pero que, sin embargo, reconocemos extáticos cuando algún explorador de lo invisible captura una de ellas, y la trae de ese mundo divino, donde le es dado penetrar para que brille unos momentos encima de nuestro mundo. Eso había hecho Vinteuil con la frasecita. Sentía Swann que el compositor se limitó con sus instrumentos de música a quitarle su velo, a hacerla visible, siguiendo y respetando su dibujo con mano tan delicada, prudente, cariñosa y segura que el sonido se alteraba a cada momento, difuminándose para indicar una sombra y cobrando vigor cuando tenía que seguir detrás de un perfil más atrevido. Y una prueba de que Swann no se equivocaba, al creer en la existencia real de esa frase, es que cualquier aficionado listo se habría dado cuenta en seguida de la impostura si Vinteuil, a falta de potencia para ver y traducir las formas de la frase, hubiera intentado disimular, añadiendo de cuando en cuando cosas de su cosecha, las lagunas de su visión olas debilidades de su mano.

Other books

Transvergence by Charles Sheffield
The Watch by Joydeep Roy-Bhattacharya
Paris Match by Stuart Woods
Bodyguard Daddy by Lisa Childs
Full of Grace by Dorothea Benton Frank
Without You by Kelly Elliott
Caching In by Kristin Butcher
The Tin Man by Nina Mason