Para muchos historiadores y críticos, EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO no sólo es una obra cumbre de las letras francesas del siglo xx, sino también una de las más grandes creaciones literarias de todas las épocas, en la que la trasposición en el relato de la vida de Marcel Proust (1871-1922), así como de personajes y ambientes sociales de su tiempo, se pone al servicio de un propósito radicalmente innovador del género novelístico. POR EL CAMINO DE SWANN es el primer volumen de la serie que completan, por este orden, «A la sombra de las muchachas en flor», «El mundo de Guermantes», «Sodoma y Gomorra», «La prisionera», «La fugitiva» y «El tiempo recobrado». Marcel, joven hipersensible perteneciente a una familia burguesa de París de principios del siglo XX, quiere ser escritor. Sin embargo, las tentaciones mundanas le desvían de su primer objetivo; atraído por el falso brillo de la aristocracia o de los lugares de veraneo de moda (como Balbec, ciudad imaginaria de la costa normanda), crece a la vez que descubre el mundo, el amor, y la existencia de la homosexualidad. La enfermedad y la guerra, que le apartarán del mundo, también propiciarán que tome conciencia de la extrema vanidad de las tentaciones mundanas y de su aptitud para llegar a ser escritor y ser capaz de fijar el tiempo perdido.
Marcel Proust
Por el camino de Swann
En busca del tiempo perdido - 1
ePUB v1.4
Patanete21.06.12
Título original:
Du côte de chez Swann
Marcel Proust, 1913.
Traducción: Pedro Salinas
Ilustraciones: Georges Seurat
Editor original: Patanete (v1.0)
Adaptación ePub base v2.0 y notas por pepotem2 (v1.3)
ePub base v2.0
A Monsieur Gaston Calmette
como testimonio de profunda y
afectuosa gratitud,
Marcel Proust
Combray
Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: «Ya me duermo». Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido, los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aun más quizá para mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía, y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos, por donde un viandante marcha de prisa hacia la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno.
Apoyaba blandamente mis mejillas en las hermosas mejillas de la almohada, tan llenas y tan frescas, que son como las mejillas mismas de nuestra niñez. Encendía una cerilla para mirar el reloj. Pronto serían las doce. Este es el momento en que el enfermo que tuvo que salir de viaje y acostarse en una fonda desconocida, se despierta, sobrecogido por un dolor, y siente alegría al ver una rayita de luz por debajo de la puerta. ¡Qué gozo! Es de día ya. Dentro de un momento los criados se levantarán, podrá llamar, vendrán a darle alivio. Y la esperanza de ser confortado le da valor para sufrir. Sí, ya le parece que oye pasos, pasos que se acercan, que después se van alejando. La rayita de luz que asomaba por debajo de la puerta ya no existe. Es medianoche: acaban de apagar el gas, se marchó el último criado, y habrá que estarse la noche enteró sufriendo sin remedio.
Me volvía a dormir, y a veces ya no me despertaba más que por breves instantes, lo suficiente para oír los chasquidos orgánicos de la madera de los muebles, para abrir los ojos y mirar al calidoscopio de la oscuridad, para saborear, gracias a un momentáneo resplandor de conciencia, el sueño en que estaban sumidos los muebles, la alcoba, el todo aquel del que yo no era más que una ínfima parte, el todo a cuya insensibilidad volvía yo muy pronto a sumarme. Otras veces, al dormirme, había retrocedido sin esfuerzo a una época para siempre acabada de mi vida primitiva, me había encontrado nuevamente con uno de mis miedos de niño, como aquel de que mi tío me tirara de los bucles, y que se disipó —fecha que para mí señala una nueva era— el día que me los cortaron. Este acontecimiento había yo olvidado durante el sueño, y volvía a mi recuerdo tan pronto como acertaba a despertarme para escapar de las manos de mi tío: pero, por vía de precaución, me envolvía la cabeza con la almohada antes de tornar al mundo de los sueños.
Otras veces, así como Eva nació de una costilla de Adán, una mujer nacía mientras yo estaba durmiendo, de una mala postura de mi cadera. Y siendo criatura hija del placer que y estaba a punto de disfrutar, se me figuraba que era ella la que me lo ofrecía. Mi cuerpo sentía en el de ella su propio calor, iba a buscarlo, y yo me despertaba. Todo el resto de los mortales se me aparecía como cosa muy borrosa junto a esta mujer, de la que me separara hacía un instante: conservaba aún mi mejilla el calor de su beso y me sentía dolorido por el peso de su cuerpo. Si, como sucedía algunas veces, se me representaba con el semblante de una mujer que yo había conocido en la vida real, yo iba a entregarme con todo mi ser a este único fin: encontrarla; lo mismo que esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado. Poco a poco el recuerdo se disipaba; ya estaba olvidada la criatura de mi sueño.
Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno, como un aro, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Al despertarse, los consulta instintivamente, y, en un segundo, lee el lugar de la tierra en que se halla, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar; pero estas ordenaciones pueden confundirse y quebrarse. Si después de un insomnio, en la madrugada, lo sorprende el sueño mientras lee en una postura distinta de la que suele tomar para dormir, le bastará con alzar el brazo para parar el Sol; para hacerlo retroceder: y en el primer momento de su despertar no sabrá qué hora es, se imaginará que acaba de acostarse. Si se adormila en una postura aún menos usual y recogida, por ejemplo, sentado en un sillón después de comer, entonces un trastorno profundo se introducirá en los mundos desorbitados, la butaca mágica le hará recorrer a toda velocidad los caminos del tiempo y del espacio, y en el momento de abrir los párpados se figurará que se echó a dormir unos meses antes y en una tierra distinta. Pero a mí, aunque me durmiera en mi cama de costumbre, me bastaba con un sueño profundo que aflojara la tensión de mi espíritu para que éste dejara escaparse el plano del lugar en donde yo me había dormido, y al despertarme a medianoche, como no sabía en dónde me encontraba, en el primer momento tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez, primitiva, tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y hallábame en mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo —y todavía no era el recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en donde podría estar— descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada, porque yo solo nunca hubiera podido salir; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y la imagen borrosamente entrevista de las lámparas de petróleo, de las camisas con cuello vuelto, iban recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi personalidad.
Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean, acaso es una cualidad que nosotros les imponemos, con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestro pensamiento frente a ellas. El caso es que cuando yo me despertaba así, con el espíritu en conmoción, para averiguar, sin llegar a lograrlo, en dónde estaba, todo giraba en torno de mí, en la oscuridad: las cosas, los países, los años. Mi cuerpo, demasiado torpe para moverse, intentaba, según fuera la forma de su cansancio, determinar la posición de sus miembros para de ahí inducir la dirección de la pared y el sitio de cada mueble, para reconstruir y dar nombre a la morada que le abrigaba. Su memoria de los costados, de las rodillas, de los hombros, le ofrecía sucesivamente las imágenes de las varias alcobas en que durmiera, mientras que, a su alrededor, la paredes, invisibles, cambiando de sitio, según la forma de la habitación imaginada, giraban en las tinieblas. Y antes de que mi pensamiento, que vacilaba, en el umbral de los tiempos y de las formas, hubiese identificado, enlazado las diversas circunstancias que se le ofrecían, el lugar de que se trataba, el otro, mi cuerpo, se iba acordando para cada sitio de cómo era la cama, de dónde estaban las puertas, dé adónde daban las ventanas, de si había un pasillo, y, además, de los pensamientos que al dormirme allí me preocupaban y que al despertarme volvía a encontrar. El lado anquilosado de mi cuerpo, al intentar adivinar su orientación, se creía, por ejemplo, estar echado de cara a la pared, en un gran lecho con dosel, y yo en seguida me decía: «Vaya, pues, por fin me he dormido, aunque mamá no vino a decirme adiós», y es que estaba en el campo, en casa de mi abuelo, muerto ya hacía tanto tiempo; y mi cuerpo, aquel lado de mi cuerpo en que me apoyaba, fiel guardián de un pasado que yo nunca debiera olvidar, me recordaba la llama de la lamparilla de cristal de Bohemia, en forma de urna, que pendía del techo por leves cadenillas; la chimenea de mármol de Siena, en la alcoba de casa de mis abuelos, en Combray; en aquellos días lejanos que yo me figuraba en aquel momento como actuales, pero sin representármelos con exactitud, y que habría de ver mucho más claro un instante después, cuando me despertara, por completo.
Luego, renacía el recuerdo de otra postura; la pared huía hacia otro lado: estaba en el campo, en el cuarto a mí destinado en casa de la señora de Saint-Loup. ¡Dios mío! Lo menos son las diez. Ya habrán acabado de cenar. Debo de haber prolongado más de la cuenta esa siesta que me echo todas las tardes al volver de mi paseo con la señora de Saint-Loup, antes de ponerme de frac para ir a cenar. Porque ya han transcurrido muchos años desde aquella época de Combray, cuando, en los días en que más tarde regresábamos a casa, la luz que yo veía en las vidrieras de mi cuarto era el rojizo reflejo crepuscular. Aquí, en Tansonville, en casa de la señora Saint-Loup, hacemos un género de vida muy distinto y es de muy distinto género el placer que experimento en no salir más que de noche, en entregarme, a la luz de la luna, al rumbo de esos caminos en donde antaño jugaba, a la luz del sol; y esa habitación, donde me he quedado dormido olvidando que tenía que vestirme para la cena, la veo desde lejos, cuando volvemos de paseo, empapada en la luz de la lámpara, faro único de la noche.