Por el camino de Swann (51 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Ya había desaparecido. Swann sabía que volvería a salir en el último tiempo, después de un largo trozo que el pianista de los Verdurin se saltaba siempre. En el cual había admirables ideas, que Swann no distinguió en la primera audición y que ahora veía, como si en el estuario de su memoria se hubieran quitado el disfraz uniforme de la novedad. Swann escuchaba los temas sueltos que iban a entrar en la composición de la frase, como las premisas en la conclusión necesaria, y asistía a su génesis. «¡Qué genial audacia! —se decía—, tan genial como la de un Lavoisier o un Ampère, la de Vinteuil, experimentando y descubriendo las secretas leyes de una fuerza desconocida, llevando a través de lo inexplorado, hacia la única meta posible, ese admirable carro invisible al que va fiado y que nunca verá.» ¡Qué hermoso diálogo oyó Swann entre el piano y el violín al comienzo del último tiempo! La supresión de la palabra humana, lejos de dejar el campo libre a la fantasía, como se habría podido creer, la eliminó; nunca el lenguaje hablado fue tan inflexiblemente justo ni conoció aquella pertinencia en las preguntas y aquella evidencia en las respuestas. Primero, el piano solo se quejaba como un pájaro abandonado por su pareja; el violín lo oyó y le dio respuesta como encaramado en un árbol cercano. Era cual si el mundo estuviera empezando a ser, como si hasta entonces no hubiera otra cosa que ellos dos en la tierra, o por mejor decir, en ese mundo inaccesible a todo lo demás, construido por la lógica de un creador, donde no habría nunca más que ellos dos: el mundo de esa sonata. ¿Es un pájaro, es el alma aun incompleta de la frase, o es un hada invisible y sollozante cuya queja repite en seguida, cariñosamente, el piano? Sus gritos eran tan repentinos, que el violinista tenía que precipitarse sobre el arco para recogerlos. El violinista quería encantar a aquel maravilloso pájaro, amansarlo, llegar a cogerlo. Ya se le había metido en el alma, ya la frase evocada agitaba el cuerpo verdaderamente poseso del violinista, como el de un médium. Swann sabía que la frase hablaría aún otra vez. Y estaba tan bien desdoblada su alma, que la espera del instante inminente en que iba a volver a tener delante la frase lo sacudió con uno de esos sollozos que un verso bonito o una noticia triste nos arrancan, no cuando estamos solos, sino cuando se lo decimos a un amigo, en cuya probable emoción nos vemos nosotros reflejados como un tercero. Reapareció, pero sólo para quedarse colgada en el aire, recreándose un instante, como inmóvil, y expirando en seguida. Por eso Swann no perdió nada de aquel espacio tan corto en que se prorrogaba. Todavía estaba allí como una irisada burbuja flotante. Así, el arco iris brilla, se debilita, decrece, alzase de nuevo, y antes de apagarse se exalta por un instante como nunca; a los dos colores que hasta entonces mostró añadió otros tonos opalinos, todos los del prisma, y los hizo cantar. Swann no se atrevía a moverse, y habría querido obligar a los demás a que se estuvieran quietos, como si el menor movimiento pudiera comprometer el sobrenatural prestigio, frágil delicioso, y que estaba ya a punto de desvanecerse. En verdad, nadie pensaba en hablar. La palabra inefable de un solo ausente, de un muerto quizá (Swann no sabía si Vinteuil vivía o no), exhalándose por sobre los ritos de los oficiantes, bastaba para mantener viva la atención de trescientas personas, y convertía aquel estrado en donde se estaba evocando un alma en uno de los más nobles altares que darse puedan para una ceremonia sobrenatural. De modo que, cuando, por fin, la frase se deshizo, flotando hecha jirones en los temas siguientes, aunque Swann en el primer momento se sintió irritado al ver a la condesa de Monteriender, famosa por sus ingenuidades, inclinarse hacia él para confiarle sus impresiones antes de que la sonata acabara, no pudo por menos de sonreír y de encontrar un profundo sentido, que ella no veía, en las palabras que le dijo Maravillada por el virtuosismo de los ejecutantes, la condesa exclamó, dirigiéndose a Swann: «Es prodigioso, nunca he visto nada tan emocionante». Pero, por escrúpulo de exactitud, corrigió esta primera aserción con una reserva: «Nada tan emocionante… desde los veladores que dan vueltas».

Desde aquella noche Swann comprendió que nunca volvería a renacer el cariño que le tuvo Odette, y que jamás se realizarían sus esperanzas de felicidad. Y los días en que por casualidad, era buena y cariñosa, y tenía alguna atención con él, Swann anotaba esos síntomas aparentes y engañosos de un insignificante retorno de su amor, con la solicitud tierna y escéptica, con esa alegría desesperanzada de los que están asistiendo a un amiga, en los últimos días de una enfermedad incurable, y relatan como hechos valiosísimos: «Ayer él mismo hizo sus cuentas, y se fijó en que nos habíamos equivocado en una suma; se ha comido un huevo con mucho gusto; si lo digiere bien, probaremos a darle una chuleta»; aunque saben que todo eso no significa nada en vísperas de una muerte inevitable. Indudablemente, Swann estaba seguro de que si ahora viviera separado de su querida, Odette acabaría por hacérsele indiferente, de modo que se hubiera alegrado mucho de que ella se fuera de París para siempre; a Swann, aunque no tenía coraje para irse, no le habría faltado valor para quedarse.

Se le había ocurrido hacerlo muchas veces. Ahora que había vuelto a su trabajo sobre Ver Meer, necesitaba ir, al menos por unos días, a La Haya, a Dresde y a Brunswick. Estaba convencido de que una «Diana vistiéndose», que compró el Mauritshuits en la venta de la colección Goldschmidt, atribuido a Nicolás Maes, era en realidad un Ver Meer. Y habría deseado estudiar el cuadro de cerca, para afirmar su convicción. Pero marcharse de París cuando Odette estaba allí, o aunque hubiera salido —como en lugares nuevos, donde las sensaciones no están amortiguadas por la costumbre, se reaviva y se anima el dolor—, era un proyecto tan duro para él, que si podía estar siempre pensando en él, es porque sabía que nunca lo iba a llevar a cabo. Pero ocurría que en sueños la intención del viaje retornaba, sin acordarse de que tal viaje era imposible, y llegaba a realización. Una noche soñó que salía de París para un año; inclinado en la portezuela del vagón, hacia un joven que estaba en el andén, diciéndole adiós, lloroso, Swann intentaba convencerlo de que se fuera con él. Al arrancar el tren, lo despertó la angustia, y se acordó de que iba a ver a Odette aquella noche, al día siguiente, casi a diario. Y entonces, bajo la impresión del sueño, bendijo las circunstancias particulares que le aseguraban la independencia de su vida, que le permitían estar siempre cerca de Odette, y gracias a las cuales podía lograr que consintiera en verlo alguna vez que otra; recapitulando todas esas ventajas: su posición, su fortuna a la que Odette tenía que recurrir lo bastante a menudo para hacerla vacilar ante una ruptura (hasta había quien decía que abrigaba la idea de llegar a casarse con él), su amistad con el barón de Charlus, que, a decir verdad, nunca había sacado a Odette grandes cosas en favor de Swann, pero que le daba la dulzura de sentir que ella oía hablar de su amante de un modo muy halagüeño a ese amigo de ambos, a quien tanto estimaba Odette, y hasta su inteligencia puesta, casi enteramente, a la labor de combinar cada día una nueva intriga para que su presencia fuera necesaria, ya que no agradable a Odette; y pensó en lo que habría sido de él si le hubiera faltado todo eso, que de ser pobre, humilde y necesitado, teniendo que trabajar forzosamente, atado a unos padres o a una esposa acaso, no habría tenido otro remedio que separarse de Odette, y que ese sueño que acababa de asustarlo, sería cierto. Y se dijo: «Nunca sabemos lo felices que somos. Por muy desgraciados que nos creamos, nunca es verdad». Pero calculó que esa existencia duraba ya unos años, que lo más que podía esperar es que durara toda la vida, que iba a sacrificar su trabajos, sus placeres, sus amigos, su vida entera, a la esperanza diaria de una cita que no le daba ninguna felicidad; se preguntó si no estaba equivocado, si lo que favoreció sus relaciones e impidió la ruptura no había perjudicado a su destino, y si no era el acontecimiento que debía desearse, ese de que tanto se alegraba, al ver que no pasaba de un sueño: la marcha; y se dijo que nunca sabemos lo desgraciados que somos, que por muy felices que nos creamos, nunca es verdad.

Algunas veces tenía la esperanza de que Odette muriera sin sufrir, por un accidente cualquiera, ella que estaba siempre correteando por calles y caminos todo el día. Cuando la veía volver sana y salva, se admiraba de que el cuerpo humano fuera tan ágil y tan fuerte, de que pudiera desafiar y evitar tantos peligros como lo rodean (y que a Swann le parecían innumerables, en cuanto los calculó a medida de su deseo), permitiendo así a los seres humanos que se entregaran a diario y casi impunemente a su falaz tarea de conquistar el placer. Y Swann se sentía muy cerca de aquel Mahomet II, cuyo retrato, hecho por Bellini, le gustaba tanto, que al darse cuenta de que se había enamorado locamente de una de sus mujeres, la apuñaló, para, según dice ingenuamente su biógrafo veneciano, recobrar su libertad de espíritu. Y luego se indignaba de no pensar más que en sí mismo, y los sufrimientos suyos le parecían apenas dignos de compasión, porque tenía tan en tan poco la vida de Odette.

Ya que no podía separarse de ella sin volver, al menos si la hubiera visto ininterrumpidamente, quizá su dolor habría acabado por calmarse, y su amor por desaparecer. Y desde el momento que ella no quería marcharse de París, Swann deseaba que no saliera nunca de París. Como sabía que su gran viaje de todos los años era el de agosto y septiembre, Swann tenía espacio para ir disolviendo con varios meses de anticipo esa idea en todo el tiempo por venir, que, ya llevaba dentro de sí por anticipación, y que como estaba compuesto de días homogéneos con los actuales, circulaba frío y transparente por su ánimo, aumentando su tristeza, pero sin hacerle sufrir mucho. Pero, de pronto, aquel porvenir interior, aquel río incoloro y libre, por virtud de una sola palabra de Odette, que le alcanzaba a través de Swann, se inmovilizaba, endurecíase su fluidez como un pedazo de hielo, se helaba todo él; Swann sentía de repente, dentro de sí, uña masa enorme e infrangible que pesaba sobre las paredes interiores de su ser hasta romperlas; y es que Odette le había dicho con una mirada sonriente y solapada, que lo estaba observando: «Forcheville va a hacer un viaje muy bonito para Pascua de Resurrección; va a Egipto», y Swann había comprendido en seguida que eso significaba: «Para Pascua de Resurrección me voy a Egipto con Forcheville». Y, en efecto; cuando algunos días después Swann le decía: «¿Y qué hay de ese viaje que me dijiste que ibas a hacer con Forcheville?», ella le respondía atolondradamente: «Sí, hijo mío, nos vamos el 19; te mandaremos una tarjeta desde las Pirámides». Y entonces Swann quería enterarse de si era o no querida de Forcheville, preguntárselo a ella. Sabía que era supersticiosa y que ciertos Juramentos no los haría en falso, y, además, el miedo que hasta entonces lo contuvo de irritar a Odette, de inspirarle odio, ya no existía, porque había perdido toda esperanza de que lo volviera a querer.

Un día recibió un anónimo diciéndole que Odette había sido querida de muchísimos hombres (entre otros Forcheville, Bréauté y el pintor), de algunas mujeres, y que iba mucho a casas de compromisos. Lo atormentó extraordinariamente el pensar que entre su amigos había uno capaz de escribirle esa carta (porque la carta denotaba por algunos detalles un conocimiento íntimo de la vida de Swann). Reflexionó en quién podría ser. Pero Swann nunca sabía sospechar de los actos desconocidos de una persona, de esos actos que no tienen concatenación visible con sus palabras. Y cuando quiso saber si debía revestir la región desconocida donde nació esa acción innoble con el carácter aparente del barón de Charlus, del príncipe de los Laumes, del marqués de Orsan, como ninguno de ellos había hablado bien delante de él de los anónimos, y, al contrario de sus palabras había deducido muchas veces que los reprobaban, no encontró razón alguna para atribuir esa infamia a la índole de ninguno. Charlus era un poco chiflado, pero muy cariñoso y bueno. El príncipe, aunque seco, tenía un modo de ser sano y recto. Y Swann nunca había visto a una persona que fuera hacia él, hasta en las más tristes circunstancias, con unas palabras más sentidas y un ademán más adecuado y discreto que Orsan. Tanto que no podía comprender el papel poco delicado que se atribuía a Orsan en las relaciones que tenía con una mujer muy rica, y cada vez que pensaba en él, Swann dejaba a un lado esa mala reputación inconciliable con tantas pruebas de delicadeza. Un momento después sintió que se le oscurecía la inteligencia y se puso a pensar en otra cosa para recobrar su lucidez. Luego tuvo el valor de volver sobre esas reflexiones. Pero antes no podía sospechar de nadie, y ahora sospechaba de todo el mundo. Después de todo, Charlus lo quería, tenía buen corazón, sí; pero era un neurótico, y aunque quizá el día de mañana se echaría a llorar si le decían que Swann estaba malo, hoy, por celos, por rabia, por cualquier idea repentina, podía haber deseado hacerle daño. En el fondo, esta clase de hombres es la peor de todas. Claro que el príncipe de los Laumes no quería a Swann tanto como Charlus, ni mucho menos. Pero precisamente por eso no tenía con él las mismas susceptibilidades, y aunque era un temperamento frío, tan incapaz era de grandes acciones como de villanías. Swann se arrepentía de no haber dado la preferencia en la vida a seres así. Pensaba después que lo que impide a los hombres hacer daño es la bondad, y que en el fondo él no podía responder más que de naturalezas análogas a la suya, como era, en cuanto a los sentimientos, la del barón de Charlus. Sólo la idea de hacer daño a Swann lo habría sublevado. Pero con un hombre insensible, de otro genio, como el príncipe de los Laumes, era imposible prever a qué actos podían arrastrarlo diversos móviles. Lo principal es tener buen corazón, y Charlus lo tenía. Tampoco le faltaba a Orsan, y sus relaciones cordiales, aunque poco íntimas con Swann, se basaban, ante todo, en el gusto que tenían al ver cómo coincidían sus pensamientos en hablar juntos, y más se acercaban a un afecto tranquilo que el cariño de Charlus, capaz de entregarse a actos de pasión buenos o malos. Si había una persona que Swann comprendió que lo entendía y lo quería delicadamente, era Orsan. Sí; pero ¿y esa vida tan poco decente que hacía? Swann lamentó no haber tenido eso en cuenta, y haber confesado muchas veces en broma que nunca sentía simpatía y estima tan vivas como tratándose con un canalla. Por algo se decía ahora, los hombres han juzgado siempre a sus prójimos por sus actos. Eso es lo único que significa algo, y no lo que pensamos o lo que decimos. Charlus y el príncipe tendrán los defectos que se quiera, pero son personas honradas. Orsan no tiene ningún defecto, pero no es un hombre decente. Y quizá haya hecho una felonía más. Luego sospechó de su cochero Rémi, que no pudo haber hecho otra cosa que inspirar la carta; es cierto, y esa pista le pareció un momento la verdadera. En primer término, Loredan tenía motivos para aborrecer a Odette. Además, no podía por menos de suponer que, como los criados viven en una situación inferior a la nuestra, y añaden a nuestra fortuna y a nuestros defectos riquezas y vicios imaginarios, causa de que nos envidien y nos desprecien, tienen que obrar fatalmente por móviles distintos que los caballeros. También sospechó de mi abuelo. ¿Acaso no le había negado todos los favores que le pidió Swann? Además, con sus estrechas ideas burguesas quizá creyera que así le hacía un bien a Swann. Sospechó luego de Bergotte, del pintor, de los Verdurin, y al paso rindió un tributo de admiración a las gentes de la aristocracia, por no querer codearse con esas gentes de los círculos llamados artísticos, donde son posibles acciones tan innobles, y hasta se las bautiza de bromas graciosas; pero entonces se acordaba de los rasgos de rectitud de aquellos bohemios, y los comparaba con la vida de argucias y habilidades, casi de estafas, a que se veían llevados muchas veces los aristócratas por la falta de dinero y por la necesidad de lujos y placeres. En suma: ese anónimo le demostraba que conocía a un ser capaz de semejante villanía, pero no veía razón alguna para decidir si ese malvado se ocultaba en el fondo, inexplorado hasta entonces, del carácter del hombre cariñoso o del hombre frío, del artista o del burgués, del gran señor o del lacayo. ¿Qué criterio adoptar para juzgar a los hombres? En el fondo, acaso no conocía a una sola persona que no fuera capaz de una infamia. ¿Había que dejar de tratarse con todos? Su ánimo se llenó de bruma; se pasó la mano dos o tres veces por la frente, limpió con su pañuelo los cristales de los lentes, y pensando que, después de todo, gentes que valían tanto como él, trataban al barón de Charlus, al príncipe y a los demás amigos suyos, se dijo que eso significaba no que eran incapaces de una infamia, sino que en esta vida tenemos que someternos a la necesidad de tratar a gentes que no sabemos si son capaces o no de cometer una felonía. Y continuó estrechando la mano de todos los amigos de quienes sospechara, únicamente con la reserva, de pura forma, de que acaso habían querido hacerle daño. El fondo de la carta no le preocupó siquiera, porque ni una de las acusaciones formuladas contra Odette tenía sombra de verosimilitud. Swann era de esas personas tan numerosas que tienen el espíritu tardo y carecen de la facultad de invención. Sabía perfectamente, como verdad de orden general, que la vida de las personas está llena de contrastes, pero para cada ser, en particular, se imaginaba que la parte desconocida de su existencia era idéntica a la parte de ella que él conocía. Cuando estaba con Odette y hablaban de alguna acción o sentimiento indelicados de otra persona, ella los censuraba en nombre de los mismos principios que Swann oyera de boca de sus padres y a los que se mantuvo fiel; luego arreglaba sus flores en jarrón, bebía un sorbo de té y preguntaba a Swann cómo iban sus trabajos. Y Swann extendía esas costumbres a todo el resto de la vida de Odette, y repetía esos ademanes cuando quería representarse esa parte de la vida de ella que no veía. Si se la hubieran pintado portándose con otro hombre tal como se portaba o se había portado con él, habría sufrido, porque la imagen le parecería verosímil. Pero eso de que fuera a casa de alcahuetas, de que se entregara a orgías con mujeres y que hiciera la vida crapulosa de una criatura abyecta, era una divagación insensata, y los tes sucesivos, los crisantemos imaginados y las virtuosas indignaciones no dejaban pensar, a Dios gracias, en la posibilidad de tales cosas. Tan sólo de vez en cuando daba a entender a Odette que con mala intención le contaban todo lo que ella hacía; y utilizando hábilmente un detalle insignificante, pero cierto, que había llegado a su conocimiento por casualidad, y que era el único cabo que dejaba él pasar de esa reconstitución de la vida de Odette que llevaba dentro, le hacía suponer que estaba enterado de cosas que ni sabía ni sospechaba siquiera; y si muchas veces conjuraba a Odette a que le confesara la verdad, era consciente o inconscientemente, para que ella le dijera todo lo que hacía. Indudablemente Swann no mentía al decir a Odette que le gustaba la sinceridad, pero le gustaba como una proxeneta que podía tenerlo al corriente de lo que hacía su querida. Y como su amor a la sinceridad no era desinteresado, no le servía de nada bueno. La verdad que ansiaba era la que le iba a decir Odette; pero, para lograrla, no temía, recurrir a la mentira, a aquella mentira que describía siempre a Odette como camino seguro a la degradación de toda criatura humana. Y, en suma, venía a mentir tanto como Odette, porque era más infeliz que ella y no menos egoísta. Y Odette, al oír a Swann contarle cosas que ella misma había hecho, lo miraba con desconfianza, y por si acaso, con un poco de enfado, para que no pareciera que se humillaba y que tenía vergüenza de sus actos.

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