Pero al mismo tiempo a aquella imagen clavada por su nariz saliente y su mirada penetrante en mis ojos (quizá porque mis ojos fueron los primeros que la descubrieron, los que antes la penetraron, antes de que se me pudiera ocurrir que la mujer que tenía delante pudiera ser la duquesa de Guermantes), a aquella imagen reciente, inconmovible, intenté aplicar la idea de que era la señora de Guermantes, sin lograr otra cosa que hacerla girar enfrente de la imagen, como dos discos separados por un intervalo. Pero al ver ahora que aquella señora de Guermantes con la que tanto había soñado existía realmente, fuera de mí, cobró mayor dominio aún en mi imaginación, que, paralizada un momento al contacto de una realidad tan distinta de la que esperaba, empezó a reaccionar y a decirme: «Ya cubiertos de gloria antes de Carlomagno, los Guermantes tenían derecho de vida y muerte sobre sus vasallos; la duquesa de Guermantes es una descendiente de Genoveva de Brabante. No conoce, no condescendería a conocer a ninguna de las personas que aquí están».
Y —¡oh maravillosa independencia de las miradas humanas sujetas al rostro por un cordón tan largo, tan suelto, tan extensible, que pueden pasearse ellas solas muy lejos de él!— mientras que la señora de Guermantes estábase sentada en la capilla encima de las tumbas de sus antepasados muertos, su mirada vagaba y allá, subía por los pilares, y hasta se posaba en mí como un rayo de sol que errara por la nave, pero rayo de sol que me parecía consciente en el momento de acariciarme. En cuanto a la propia señora de Guermantes, como quiera que estaba inmóvil, sentada a modo de madre, que hace como que no ve las audaces travesuras y los indiscretos atrevimientos de sus niños que juegan y hablan con personas desconocidas, me fue imposible saber si aprobaba o censuraba, en el ocio de su espíritu, la errabundez de aquellas miradas.
Tenía interés en que no se marchara antes de que yo la hubiera podido mirar bastante, porque me acordaba que desde años antes consideraba el verla cosa muy codiciada; y no apartaba la vista de ella, como si cada una de mis miradas tuviera poder para llevarse materialmente a mi interior, y dejarlo allí en reserva, el recuerdo de la nariz saliente, de las mejillas encarnadas, de las particularidades todas que se me representaban como otros tantos preciosos datos auténticos y singulares respecto a su rostro. Ahora que la embellecía con todos los pensamientos a ella relativos, y sobre todo, acaso con el deseo que siempre tenemos de no sufrir un desencanto, forma del instinto de conservación de lo mejor de nuestro ser, y volvía a colocarla (puesto que ella y la duquesa de Guermantes, que yo hasta entonces había evocado, eran una misma persona) en lugar aparte de los demás mortales, con los que la confundiera un momento, al ver pura y simplemente su cuerpo, me irritaba el oír a mi alrededor: «Es más guapa que la mujer de Sazerat, es más guapa que la hija de Vinteuil», como si se las pudiera comparar. Y mis miradas se posaban en su pelo rubio, en sus ojos azules, en el arranque de su cuello, y omitía los rasgos que hubieran podido recordarme otras fisonomías, hasta que yo acababa por exclamar, ante aquel croquis voluntariamente incompleto: «¡Cuánta nobleza! Cómo se ve que tengo delante a una altiva Guermantes, a una descendiente de Genoveva de Brabante». Y la atención con que yo iluminaba su rostro la aislaba de tal modo, que cuando hoy me pongo a pensar en esa ceremonia, me es imposible ver a ninguno de los asistentes a ella, exceptuando a la duquesa y al pertiguero, que contestó afirmativamente a mi pregunta de si aquella dama era la señora de Guermantes. Y la veo, sobre todo en el momento del desfile por la sacristía, alumbrada por el sol intermitente y cálido de un día huracanado y tormentoso; estaba la señora de Guermantes rodeada por toda aquella gente de Combray, de la que ni siquiera sabía los nombres, pero cuya inferioridad proclamaba demasiado alto la supremacía suya, para no inspirarle una sincera benevolencia hacia aquellas personas, a las que pensaba imponerse afín más a fuerza de sencillez y buena gracia. Y como no podía omitir esas miradas voluntarias, cargadas de un significado preciso, que se dirigen a un conocido, dejaba a sus distraídos pensamientos escaparse incesantemente por delante de ella en un torrente de luz azulada imposible de contener, y que no quería que molestara o pareciese despectivo a aquellas buenas gentes que encontraba a su paso y que rozaba a cada instante. Todavía estoy viendo, allá encima de su chalina malva, hueca y sedosa, el cándido asombro de sus ojos, al que añadía, sin atreverse a destinarla a nadie determinado, pero para que todos participaran de ella, una sonrisa vagamente tímida de señora feudal, que parece como que se disculpa ante sus vasallos y les indica su cariño. Aquella sonrisa se posó en mí, que estaba sin quitar ojo de la duquesa. Entonces, acordándome de la mirada que en mí puso durante la misa, azul como un rayo de sol que atravesara la vidriera de Gilberto el Malo, me dije: «No cabe duda de que se fija en mí». Creí que yo le gustaba, que seguiría pensando en mí después de salir de la iglesia, y que acaso por causa mía se sintiera melancólica aquella tarde en Guermantes. Y en seguida la quise, porque si algunas veces basta para que nos enamoremos de una mujer con que nos mire despectivamente, como a mí se me figuraba que me miró la hija de Swann, y con pensar que jamás será nuestra, también otras veces no requiere el enamorarse más que una mirada bondadosa, como la de la señora de Guermantes, y la idea de que acaso esa mujer sea nuestra algún día. Sus ojos azuleaban como una vincapervinca imposible de coger, pero que, sin embargo, era para mí; y el sol, amenazado por un nubarrón, pero asaeteando aún con toda su fuerza la plaza y la sacristía, daba una coloración de geranio a la alfombra roja puesta para la solemnidad, y por encima de la cual avanzaba sonriente la duquesa de Guermantes, y añadía a su lana un vello rosado, una epidermis de luz, esa especie de ternura, de seria dulzura en la pompa y en el gozo, características de algunas páginas de Lohengrin y de ciertas pinturas de Carpaccio, y que explican por qué Baudelaire pudo aplicar al sonido de la corneta el epíteto de delicioso.
Desde aquel día, en mis paseos por el lado de Guermantes sentí con mayor pena que nunca carecer de disposiciones para escribir y tener que renunciar para siempre a ser un escritor famoso. La pena que sentía, mientras que me quedaba solo soñando a un lado del camino, era tan fuerte; que para no padecerla, mi alma, espontáneamente, por una especie de inhibición ante el dolor, dejaba por completo de pensar en versos y en novelas, en un porvenir poético que mi falta de talento me vedaba esperar. Entonces, y muy aparte de aquellas preocupaciones literarias; sin tener nada que ver con ellas, de pronto un tejado, un reflejo de sol en una piedra, el olor del camino, hacíanme pararme por el placer particular que me causaban y además porque me parecía que ocultaban por detrás de lo visible una cosa que me invitaban a ir a coger, pero que, a pesar de mis esfuerzos, no lograba descubrir. Como me daba cuenta de que ese algo misterioso se encerraba en ellos, me quedaba parado, inmóvil, mirando, anheloso, intentando atravesar con mi pensamiento la imagen o el olor. Y si tenía que echar a correr detrás de mi abuelo para seguir el paseo, hacíalo cerrando los ojos, empeñado en acordarme exactamente de la silueta del tejado o del matiz de la piedra, que sin que yo supiera por qué, me parecieron llenas de algo, casi a punto de abrirse y entregarme aquello de que no eran ellas más que vestidura. Claro que impresiones de esa clase no iban a restituirme la perdida esperanza de poder ser algún día escritor y poeta porque siempre se referían a un objeto particular sin valor intelectual y sin relación con ninguna verdad abstracta. Pero al menos proporcionábanme un placer irreflexivo, la ilusión de algo parecido a la fecundidad, y así me distraían de mi tristeza, de la sensación de impotencia que experimentaba cada vez que me ponía a buscar un asunto filosófico para una magna obra literaria. Pero el deber de conciencia que me imponían esas impresiones de forma, de perfume y de color —intentar discernir lo que tras de ellas se ocultaba— era tan arduo, que en seguida me daba excusas a mí mismo para poder sustraerme a esos esfuerzos y ahorrarme ese cansancio. Por fortuna, entonces me llamaban mis padres, y yo veía que en aquel momento carecía de la tranquilidad necesaria para proseguir mi rebusca, y que más valía no pensar en eso hasta que volviera a casa, y no cansarme inútilmente por adelantado. Y ya no me preocupaba de aquella cosa desconocida que se envolvía en una forma o en un aroma, y que ahora estaba muy quieta porque la llevaba a casa protegida con una capa de imágenes, y luego me la encontraría viva, como los peces que traía cuando me dejaban ir de pesca, en mi cestito, bien cubiertos de hierba, que los conservaba frescos. Una vez en casa, me ponía a pensar en otra cosa, y así iban amontonándose en mi espíritu (como se acumulaban en mi cuarto las flores cogidas en mis paseos y los regalos que me habían hecho) una piedra por la que corría un reflejo, un tejado, una campanada, el olor de unas hojas, imágenes distintas que cubren el cadáver de aquella realidad presentida que no llegué a descubrir por falta de voluntad. Hubo un día, sin embargo, en que tuve una sensación de ésas y no la abandoné sin haberla profundizado un poco: nuestro paseo se había prolongado mucho más de lo ordinario, y a la mitad del camino de vuelta nos alegramos mucho de encontrarnos con el doctor Percepied, que pasaba en su carruaje a rienda suelta y nos conoció y nos hizo subir a su coche. A mí me pusieron junto al cochero; corríamos como el viento, porque el doctor tenía aún que hacer una visita en Martinville le Sec; nosotros quedamos, en esperarlo a la puerta de la casa del enfermo. A la vuelta de un camino sentí de pronto ese placer especial, y que no tenía parecido con ningún otro, al ver los dos campanarios de Martinville iluminados por el sol poniente y que con el movimiento de nuestro coche y los zigzags del camino cambiaban de sitio, y luego el de Vieuxvicq, que, aunque estaba separado de los otros dos por una colina y un valle y colocada en una meseta más alta de la lejanía, parecía estar al lado de los de Martinville.
Al fijarme en la forma de sus agujas, en lo movedizo de sus líneas, en lo soleado de su superficie, me di cuenta de que no llegaba hasta lo hondo de mi impresión, y que detrás de aquel movimiento, de aquella claridad, había algo que estaba en ellos y que ellos negaban a la vez.
Parecía que los campanarios estaban muy lejos, y que nosotros nos acercábamos muy despacio, de modo que cuando unos instantes después paramos delante de la iglesia de Martinville, me quedé sorprendido. Ignoraba yo el porqué del placer que sentí al verlos en el horizonte, y se me hacía muy cansada la obligación de tener que descubrir dicho porqué; ganas me estaban dando de guardarme en reserva en la cabeza aquellas líneas que se movían al sol, y no pensar más en ellas por el momento. Y es muy posible que de haberlo hecho, ambos campanarios se hubieran ido para siempre a parar al mismo sitio donde fueran tantos árboles, tejados, perfumes y sonidos, que distinguí de los demás por el placer que me procuraron y que luego no supe profundizar. Mientras esperábamos al doctor, bajé a hablar con mis padres. Nos pusimos de nuevo en marcha, yo en el pescante como antes, y volví la cabeza para ver una vez más los campanarios, que un instante después tornaron a aparecerse en un recodo del camino. Como el cochero parecía no tener muchas ganas de hablar y apenas si contestó a mis palabras, no tuve más remedio, a falta de otra compañía, que buscar la mía propia, y probé a acordarme de los campanarios. Y muy pronto sus líneas y sus superficies soleadas se desgarraron, como si no hubieran sido más que una corteza; algo de lo que en ellas se me ocultaba surgió; tuve una idea que no existía para mí el momento antes, que se formulaba en palabras dentro de mi cabeza, y el placer que me ocasionó la vista de los campanarios creció tan desmesuradamente, que dominado por una especie de borrachera, ya no pude pensar en otra cosa. En aquel momento, cuando ya nos habíamos alejado de Martinville, volví la cabeza, y otra vez los vi, negros ya, porque el sol se había puesto. Los recodos del camino me los fueron ocultando por momentos, hasta que se mostraron por última vez y desaparecieron.
Sin decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me había aparecido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí papel y lápiz al doctor, y escribí, a pesar de los vaivenes del coche, para alivio de mi conciencia y obediencia a mi entusiasmo, el trocito siguiente, que luego me encontré un día, y en el que apenas he modificado nada:
«Solitarios, surgiendo de la línea horizontal de la llanura, como perdidos en campo raso, se elevaban hacia los cielos las dos torres de los campanarios de Martinville. Pronto se vieron tres; porque un campanario rezagado, el de Vieuxvicq, los alcanzó, y con una atrevida vuelta se plantó frente a ellos. Los minutos pasaban; íbamos aprisa, y, sin embargo, los tres campanarios estaban allá lejos, delante de nosotros, como tres pájaros al sol, inmóviles, en la llanura. Luego, la torre de Vieuxvicq se apartó, fue alejándose, y los campanarios de Martinville se quedaron solos, iluminados por la luz del poniente, que, a pesar de la distancia, veía yo jugar y sonreír en el declive de su tejado. Tanto habíamos tardado en acercarnos, que estaba yo pensando en lo que aún nos faltaría para llegar, cuando de pronto el coche dobló un recodo y nos depositó al pie de las torres, las cuales se habían lanzado tan bruscamente hacia el carruaje, que tuvimos el tiempo justo para parar y no toparnos con el pórtico. Seguimos el camino; ya hacía rato que habíamos salido de Martinville, después que el pueblecillo nos había acompañado unos minutos, y aún solitarios en el horizonte, sus campanarios y el de Vieuxvicq nos miraban huir, agitando en señal de despedida sus soleados remates. De cuando en cuando uno de ellos se apartaba, para que los otros dos pudieran vernos un momento más; pero el camino cambió de dirección, y ellos, virando en la luz como tres pivotes de oro, se ocultaron a mi vista. Un poco más tarde, cuando estábamos cerca de Combray y ya puesto el sol, los vi por última vez desde muy lejos: ya no eran más que tres flores pintadas en el cielo, encima de la línea de los campos. Y me trajeron a la imaginación tres niñas de leyenda, perdidas en una soledad, cuando va iba cayendo la noche: mientras que nos alejábamos al galope, las vi buscarse tímidamente, apelotonarse, ocultarse unas tras otra hasta no formar en el cielo rosado más que una sola mancha negra, resignada y deliciosa, y desaparecer en la oscuridad.»