—Le han debido de sonar a usted mucho los oídos durante este viaje que hemos hecho con los señores de Verdurin —le dijo—. No se hablaba más que de usted.
A Swann le extrañó mucho, porque suponía que su nombre no se pronunciaba nunca delante de los Verdurin.
—Claro, Odette estaba allí, y con eso ya se ha dicho todo.
—Odette no puede pasarse mucho tiempo sin hablar de usted, esté dondequiera. Y ya puede usted calcular que no es para hablar mal. ¿Qué, lo duda usted? —dijo al ver que Swann hacía un gesto de escepticismo.
Y, arrastrada por lo sincero de su convicción, y sin poner ninguna mala intención en aquellas palabras que tomaba sólo en el sentido que se emplea para hablar del afecto que se tienen dos amigos, dijo:
—Le adora a usted. Claro que eso no se podría decir delante de ella, ¡buena la haríamos! Pero por cualquier cosa; por ejemplo, al ver un cuadro, decía: «Si él estuviera aquí, ya les diría si es auténtico o no. Para eso nadie como él». Y a cada momento preguntaba: «¿Qué estará haciendo ahora? ¡Si trabajara un poco! Lástima que un hombre de tanto talento sea tan perezoso. (Usted me dispensará que hable textualmente.) Lo estoy viendo en este momento: está pensando en nosotros, se pregunta por dónde andaremos». Y tuvo una frase que a mí me gustó mucho; la señora de Verdurin le dijo: «¿Cómo es posible que vea usted lo que está haciendo en este momento, si estamos a ochocientas leguas de él?». Y Odette respondió: «Para la mirada de una amiga no hay imposibles». No se lo juro a usted, no se lo digo para halagarlo, tiene usted en Odette una amiga como hay pocas. Y además, es usted el único, se lo digo por si no lo sabe. El otro día, cuando nos íbamos a separar, me lo decía la señora de Verdurin (porque ya sabe usted que cuando nos vamos a separar se habla con más confianza): «No es esto decir que Odette no nos quiera; pero todo lo que le digamos nosotros no pesa nada junto a cualquier cosa que le diga Swann.» ¡Ay!, ya para el conductor. Charlando con usted iba a pasarme de la calle Bonaparte… ¿Quiere usted hacerme el favor de decirme si mi pluma no está caída?
Y la señora del doctor sacó de su manguito, para ofrecérsela a Swann, una mano de la que se escapaba un billete de correspondencia, una visión de vida elegante que se difundió por todo el ómnibus, y un olor de tintorería. Y Swann sintió hacia aquella dama una simpatía desbordante, y lo mismo por la señora de Verdurin (y casi casi por Odette, porque el sentimiento que ésta le inspiraba ahora, como ya no iba teñido de dolor, no era amor), mientras que desde la plataforma la vio entrarse valerosamente por la calle Bonaparte con la pluma del sombrero bien tiesa, recogiéndose la falda con una mano, llevando en la otra el paraguas y el tarjetero de modo que se vieran bien las iniciales, mientras dejaba balancearse el manguito.
Para competir con los sentimientos enfermizos que Odette inspiraba a Swann, la esposa del doctor, con terapéutica superior a la de su marido, injertó en Swann otros sentimientos normales, de gratitud y amistad, que en el ánimo de Swann transformaban a Odette en un ser mucho más humano (más parecido a las demás mujeres porque ese sentimiento lo inspiraban otras mujeres también), y que aceleraba su transformación definitiva en aquella Odette amada con tranquilo afecto, que una noche, después de la fiesta del pintor, lo llevó a su casa a beber un vaso de naranjada con Forcheville, cuando Swann entrevió que podía vivir feliz a su lado.
Antaño pensaba con terror en que acaso llegara un día en que ya no estuviera enamorado de Odette, y se prometía estar avizor, para retener su amor y aferrarse a él, en cuanto sintiera que iba a escapársele. Pero ahora, conforme su amor iba debilitándose, se debilitaba simultáneamente su deseo de seguir enamorado. Porque cuando cambiamos y nos convertimos en un ser distinto, no podemos seguir obedeciendo a los sentimientos de nuestro yo anterior. A veces, sentía celos al leer en un periódico el nombre de uno de los hombres que pudieron haber sido amantes de Odette. Pero eran unos celos muy ligeros, y como le probaban que aún no había salido por completo de aquellas tierras donde tanto sufrió —pero dónde hallara también voluptuosas maneras de sentir—, y que los zigzags del camino le dejarían todavía entrever de lejos y furtivamente las bellezas pasadas, le excitaban agradablemente, como le pasa al melancólico parisiense que sale de Venecia para volver a Francia cuando el último mosquito le demuestra que no están muy lejos aún el estío e Italia. Pero, por lo general, cuando se esforzaba en fijarse en aquel tiempo tan particular de su vida, de donde salía ahora, si no para seguir allí, por lo menos para verlo claramente antes de que ya fuera tarde, su esfuerzo era estéril; habríale agradado mirar aquel amor, de donde acababa de salir, como se mira un paisaje que va desapareciendo; pero es muy difícil desdoblarse así y darse el espectáculo de un sentimiento que ya no está dentro del corazón; en seguida se le entenebrecía el cerebro, no veía nada, renunciaba a mirar, se quitaba los lentes y limpiaba los cristales, y pensando que más valía descansar un poco, que dentro de un rato tendría aún tiempo, volvía a hundirse en su rincón, con esa falta de curiosidad y ese embotamiento del viajero adormilado que se baja el ala del sombrero para poder dormir en el vagón que lo va arrastrando cada vez más rápido, lejos de ese país donde vivió tanto tiempo, de ese país que él se prometía no dejar huir sin darle un último adiós. Y como ese viajero que se despierta ya en Francia, cuando Swann obtuvo casualmente la prueba de que Forcheville había sido querido de Odette, notó que ya no sentía ningún dolor, que el amor estaba ya muy lejos, y lamentó mucho no haberse dado cuenta del momento en que salió para siempre de sus dominios. Y lo mismo que antes de dar a Odette el primer beso, quiso grabar en su memoria el rostro con que ella se le apareció hasta entonces, y que con el recuerdo de este beso iba a transformarse, ahora habría querido, por lo menos en pensamiento, despedirse, mientras que aún estaba viva, de aquella Odette que le inspiró amor y celos, de aquella Odette que lo hacía sufrir y que ya no volvería a ver nunca. Se equivocaba. Aún la vio otra vez, unas semanas después. Fue durmiendo, en el crepúsculo de un sueño. Paseaba él con la señora de Verdurin, con el doctor Cottard, con un joven que llevaba un
fez
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en la cabeza y al que no pudo identificar. Con Odette, con Napoleón III y con mi abuelo; iban por un camino paralelo al mar y cortado a pico, una veces a mucha altura y otras sólo a algunos metros, de modo que no hacían más que subir y bajar cuestas; los paseantes que iban subiendo una cuesta no veían ya a los que estaban bajando por la siguiente; amenguaba la poca luz del día, y parecía que se iba a echar encima una negra noche. A trechos las olas saltaban la orilla, y Swann sentía que le salpicaban las mejillas gotas de agua helada. Odette le decía que se las secara, pero él no podía, y eso lo colocaba, respecto a Odette, en una situación de azoramiento como si estuviera vestido con camisa de dormir. Tenía la esperanza de que con la oscuridad nadie se fijaría; pero la señora de Verdurin lo miró fijamente, con asombrados ojos, durante un largo rato, mientras que se le iba deformando la figura, se le alargaba la nariz y le brotaban enormes bigotes. Se volvió a mirar a Odette; tenía las mejillas pálidas, con unas manchitas rojas; estaba muy ojerosa y con las facciones muy cansadas; pero lo miraba con mirar lleno de ternura, con ojos que parecía que iban a desprenderse, igual que dos lágrimas, para caer sobre él; y Swann la quiso tanto, que habría deseado llevársela en seguida. De pronto Odette volvió la muñeca, miró un relojito y dijo: «Tengo que marcharme»; y se fue despidiendo de todos de la misma manera, sin llevar aparte a Swann, ni decirle dónde se verían aquella noche o al día siguiente. No se atrevió a preguntárselo, y aunque su deseo habría sido irse detrás, tuvo que contestar, sin poder volver la cabeza, a una pregunta de la señora de Verdurin; pero el corazón le daba vuelcos, y sentía odio a Odette y ganas de saltarle los ojos, que tanto le gustaban un momento antes, y de aplastarle las marchitas mejillas. Siguió subiendo en compañía de la señora de Verdurin, separándose, a cada paso que daba, de Odette, la cual iba bajando en dirección contraria. Al cabo de un segundo hacía ya muchas horas que ella se había marchado. El pintor le llamó la atención sobre el hecho de que Napoleón III se hubiera eclipsado apenas desapareció Odette. «Debían estar de acuerdo —añadió—; se reunirían ahí al bajar la cuesta; no han querido despedirse por el qué dirán. Odette es su querida.» El joven desconocido se echó a llorar. Swann se puso a consolarlo: «Después de todo, tiene razón —le dijo secándole las lágrimas y quitándole el fez para que estuviera más cómodo—. Yo se lo he aconsejado más de diez veces. No hay motivo para apenarse tanto. Ese es el hombre que la comprenderá». Y de ese modo se hablaba Swann a sí mismo, porque aquel joven, que al principio no reconocía, era él; como hacen algunos novelistas, había repartido su personalidad en dos personajes: el que soñaba y el que veía delante de él con un fez en la cabeza.
En cuanto a Napoleón III, era Forcheville: le dio ese nombre por una vaga asociación de ideas, por cierta modificación de la fisonomía habitual del conde y por el cordón de la Legión de Honor que llevaba en bandolera; pero, en realidad, por todo lo que el tal personaje representaba y recordaba en el sueño, se trataba, indudablemente, de Forcheville. Porque Swann, cuando estaba dormido, sacaba de imágenes incompletas y mudables deducciones falsas, y, momentáneamente, tenía tal potencia creadora que se reproducía por simple división, como algunos organismo inferiores; con el calor que sentía en la palma de la mano modelaba el hueco de otra mano que se figuraba estar estrechando, y de sentimientos e impresiones inconscientes iba sacando peripecias que, lógicamente encadenadas, acabarían por traer a un punto determinado del sueño de Swann el personaje necesario para recibir su amor o para despertarlo. De pronto, se hizo una noche negrísima, se oyó tocar a rebato, pasó gente corriendo, huyendo de las casas que estaban en llamas; Swann oyó el ruido de las olas que saltaban, y su corazón, que le latía en el pecho con la misma violencia. De pronto, las palpitaciones se aceleraron, sintió un dolor y una náusea inexplicables, y un campesino, lleno de quemaduras, le dijo al pasar: «Vaya usted a preguntar a Charlas dónde acabó la noche Odette con su camarada; Charlus ha estado con ella hace tiempo, y Odette se lo dice todo. Ellos son los que han prendido fuego». Era su ayuda de cámara, que acababa de despertarlo, diciendo:
—Señor, son las ocho; ha venido el peluquero, y le he dicho que vuelva dentro de una hora.
Pero esas palabras, al penetrar en las ondas del sueño de Swann, llegaron a su conciencia, después de esa desviación en virtud de la cual un rayo de sol en el fondo del agua parece un sol, lo mismo que un momento antes el ruido de la campanilla de la puerta, que en el fondo de los abismos del sueño tomó sonoridades de rebato, engendró el episodio del fuego. Entre tanto, la decoración que tenía delante fue deshaciéndose en polvo; abrió los ojos y oyó, por última vez, el ruido de una ola que iba alejándose. Se tocó la cara. Estaba seca. Sin embargo, se acordaba de la sensación del agua fría y del sabor de sal. Se levantó y se vistió. Había mandado ir temprano al barbero porque el día anterior escribió Swann a mi abuelo que por la tarde iría a Combray. Se había enterado de que la señora de Cambremer, la antigua señorita Legrandin, iba a pasar allí unes días, y asociando en su recuerdo la gracia de aquel rostro joven y de la campiña que hacía tanto tiempo que no había visto, se decidió a salir de París arrastrado por el atractivo de la dama y del campo. Como las distintas circunstancias casuales que nos ponen delante de una persona no coinciden con el tiempo de nuestro amor, sino que unas veces ocurren antes de que nazca, y otras se repiten después que ha terminado, esas primeras apariciones que hace en nuestra vida un ser, destinado a gustarnos más adelante, toman, retrospectivamente, a nuestros ojos un valor de presagio y aviso. De esa manera había Swann pensado muchas veces en la imagen de Odette cuando la vio por vez primera en el teatro, sin ocurrírsele que la iba a volver a ver, y lo mismo se acordaba ahora de la reunión de la marquesa de Saint-Euverte, donde presentó al general de Froberville a la señora de Cambremer. Son tan múltiples los intereses de nuestra vida, que no es raro que en una misma circunstancia una felicidad que no existe aún coloque sus jalones junto a la agravación de un mal efectivo que padecemos. Y eso quizá, le habría ocurrido a Swann en cualquier parte que no hubiera sido la reunión de la marquesa de Saint-Euverte. ¡Quién sabe si en el caso de no haber asistido a ella, de haber estado en otra parte, no le hubieran acaecido otras dichas u otras penas, que después se le habrían representado como inevitables! Pero lo que le parecía inevitable es lo que había ocurrido, y casi veía un elemento providencial en el hecho de haber ido a la reunión de la marquesa, porque su espíritu, deseoso de admirar la riqueza de invención de la vida, e incapaz de sostener por mucho tiempo una pregunta difícil; como la de saber qué es lo que habría sido mejor, consideraba los sufrimientos de aquella noche y los placeres aún insospechados que en su fondo germinaban —y que no se sabía cuáles pesaban más—, como ligados por una especie de necesario encadenamiento.
Luego, una hora después de despertarse, mientras daba instrucciones al peluquero, para que su peinado no se deshiciera con el traqueteo del tren, se volvió a acordar de su sueño vio, tan cerca como los sentía antes, el cutis pálido de Odette, las mejillas secas, las facciones descompuestas, los ojos cansados, todo aquello que, en el curso de sucesivas ternuras, que convirtieron su duradero amor a Odette en un largo olvido de la imagen primera que de ella tuvo, había ido dejando de notar desde los primeros días de sus relaciones, y cuya sensación exacta fue a buscar, sin duda, su memoria mientras estaba durmiendo. Y con esa cazurrería intermitente que le volvía en cuanto ya no se sentía desgraciado, y que rebajaba el nivel de su moralidad, se dijo para sí: «¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!».
Nombres de tierras: El nombre
De todas las habitaciones cuya imagen solía yo evocar en mis noches de insomnio, ninguna distaba más en parecido de las habitaciones de Combray, espolvoreadas con una atmósfera granulosa, polinizada, comestible y devota, que aquella del Gran Hotel de la Playa, de Balbec, que contenía entre sus paredes pintadas al esmalte, brillante como el interior de una piscina donde azuleara el agua, un aire puro, azulado y salino. El mueblista bávaro, encargado de amueblar el hotel, había variado la decoración de las habitaciones, y por tres de los lados de aquel cuarto puso, a lo largo de la pared, estanterías bajas, rematadas con vitrinas de cristales, en los cuales, según el sitio que ocuparan y por un efecto imprevisto, se reflejaba este o aquel cuadro fugitivo del mar, desarrollando así un friso de claras marinas, interrumpido únicamente por los listones de la armadura de madera. Así que el cuarto parecía uno de esos dormitorios que se presentan en las exposiciones
modern stile
de mobiliario, adornados con obras de arte que se supone alegrarán la vista de la persona que allí duerma, y que tienen por asunto temas en consonancia con el sitio en donde esté la habitación.