Por el camino de Swann (52 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Un día, cuando estaba en uno de los períodos de calma más largos que pudo atravesar sin que lo atormentaran los celos, aceptó un convite al teatro que le hizo la princesa de los Laumes. Abrió un periódico para ver lo que daban, y al leer el título de la obra,
Las
muchachas de mármol
, de Teodoro Barriere, sintió una impresión tan dolorosa que se hizo para atrás y volvió la cabeza a otro lado. Y es que la palabra «mármol», que ya no le hacía ninguna sensación por lo acostumbrado que a ella estaba, en aquel sitio nuevo en que figuraba, en aquel título, como iluminada por la luz de las candilejas, se le representó visiblemente y le trajo a la memoria el recuerdo de una cosa que le había contado Odette: y era que en una visita que hicieron al Palacio de la Industria ella y la señora de Verdurin, ésta le había dicho: «Ten cuidado, tú no eres de mármol, ya sabré yo deshelarte». Odette le aseguró que era broma, y él no hizo caso. Pero en aquella época tenía más confianza en Odette que ahora. Y cabalmente en el anónimo se aludía a amores de esa especie. Sin atreverse a alzar la vista hacia el periódico, lo desdobló para volver una hoja y no ver ya esa frase: «Las muchachas de mármol», y se puso a leer maquinalmente las noticias de provincias. Había habido una tormenta en la región del canal de la Mancha; señalábanse destrozos en Dieppe, Cabourg y Beuzeval. Y otra vez se hizo atrás.

Porque, al leer Beuzeval, se acordó de otro pueblo de aquella región, Beuzeville. El cual se escribe en los mapas unido por un guión a Bréauté, cosa que él había visto muchas veces, pero sin caer nunca en que ese Bréauté era el mismo nombre que el del amigo que en el anónimo se daba como uno de los amantes de Odette. Después de todo, la acusación en lo que a Bréauté se refería, no era completamente inverosímil; pero en lo relativo a la Verdurin era en absoluto inadmisible. Del hecho de que Odette mintiera algunas veces no podía deducirse que jamás decía verdad; en aquellas palabras que cruzó con la Verdurin, y que luego le contó a Swann, veía éste muy claro una de esas bromas inútiles y peligrosas que por ignorancia del vicio e inexperiencia de la vida gastan a veces, revelando así su inocencia, mujeres que, como por ejemplo Odette, distan mucho de sentir hacia otra mujer una exaltada pasión. Al contrario, la indignación con que rechaza Odette las sospechas que por un instante despertó su relato en Swann cuadraban muy bien con las aficiones y el temperamento de su querida, tal como él los conocía. Pero en aquel momento, por una inspiración de hombre celoso, como esas que dan al poeta o al sabio, que no tenían más que una rima o una observación, la idea o la ley que les ha de ganar la fama, Swann se acordó por vez primera de una frase que le dijo Odette hacía dos años: «Sabes, para la señora de Verdurin, ahora no hay nada más que yo; soy un encanto; me besa, quiere que vaya con ella de compras, me pide que la trate de tú». Muy lejos de considerar que esa frase tenía relación con las palabras absurdas del día del Palacio de la Industria, que un día le contó Odette, la estimó como prueba de calurosa amistad. Pero ahora, bruscamente, el recuerdo de aquel cariño de la Verdurin venía a superponerse al recuerdo de aquella conversación de mal gusto. No podía separarlos en su ánimo y los veía enlazados también en la realidad, porque el cariño de la Verdurin daba un tono de seriedad e importancia a aquellas bromas que ya parecían menos inocentes. Fue a casa de Odette. Se sentó a distancia de ella. No se atrevía a besarla por no saber si con su beso despertaría afecto o enfado. Se callaba e iba viendo morir su amor. De pronto adoptó una resolución.

—Mira, Odette —le dijo—, yo ya sé que te soy odioso, pero no tengo más remedio que hacerte una pregunta. ¿Te acuerdas de aquella cosa que se me ocurrió a propósito de ti y de la señora de Verdurin? Dime si es verdad, o con ella o con otra.

Sacudió la cabeza, frunciendo los labios, con ese gesto que ponen, a veces, algunas personas cuando al preguntarles si van a ir a ver la cabalgata, o si asistirán a la revista, contestan que no irán, que eso las aburre. Pero ese movimiento de cabeza, que por lo general se emplea tratándose de una cosa por venir, cuando se usa para denegar un hecho pasado, da a esa negativa muy poca seguridad. Y, además, con él parece que se evocan más bien razones de conveniencia personal que de reprobación o de imposibilidad moral. Y al ver que Odette hacía el gesto de que no era verdad, Swann comprendió que quizá era verdad.

—Ya te lo dije, lo sabes muy bien —añadió irritada y triste.

—Sí; ya, ya; pero, ¿estás segura? No me digas «ya te lo dije», dime «nunca he hecho esas cosas con ninguna mujer».

Ella repitió como chica de escuela, con tono irónico y para quitárselo de encima:

—Nunca he hecho esas cosas con ninguna mujer.

—Quieres jurármelo por tu medalla de Nuestra Señora de Laghet?

Swann sabía que no se atrevería a jurar en falso:

—Calla, no sabes lo que me haces sufrir —exclamó, escapándose con un brusco movimiento del aprieto de la pregunta—. ¿Acabarás de una vez? No sé qué es lo que tienes; por lo visto, has resuelto que te odie y te aborrezca. Mira, ahora que quería yo volver contigo a los buenos tiempos, igual que antes, me das las gracias así.

Pero él no la soltó, como cirujano que espera que acabe el espasmo para seguir su operación, sin renunciar a hacerla.

—Estás muy equivocada si te figuras que por eso voy a tomarte el menor odio, Odette —le dijo con embustera y persuasiva suavidad—, yo nunca te hablo más que de lo que sé, y siempre me callo más que lo que digo. Pero tú, confesando, endulzarás eso que cuando me lo cuentan otros me inspira aborrecimiento hacia ti. Si me enfado contigo no es por tus actos, que te los perdono porque te quiero, sino por tu falsía, por esa absurda falsía que empleas en negar cosas que yo sé. Cómo quieres que siga queriéndote cuando veo que me sostienes y me juras una cosa que me consta que es falsa? Odette, ¿para qué prolongas este martirio para los dos? Si tú quieres, en un minuto se acaba y te quedas libre. Júrame por tu medalla si has hecho o no eso:

—Y yo qué sé —respondió ella colérica—; quizá allá hace mucho tiempo, dos o tres veces, sin darme cuenta de lo que hacía.

Swann ya había previsto todas las posibilidades. Pero, indudablemente, entre la realidad y las posibilidades hay la misma relación que entre recibir una puñalada y ver cómo pasan las nubes levemente por encima de nuestras cabezas, porque esas palabras «dos o tres veces» se le grabaron como una cruz en pleno corazón. ¡Qué cosa tan rara eso de que unas palabras «dos o tres veces», sólo una frase, unas cosas que se dan al aire, así, a distancia, puedan desgarrar el corazón como si lo tocaran, y envenenar como un tóxico que se ha ingerido! Swann pensó, sin querer, en aquello que oyó en la reunión de la marquesa de Saint-Euverte: «Desde lo de los veladores que dan vueltas no había visto nada tan emocionante». El dolor que sentía no tenía parangón con nada de lo que se había figurado. No sólo porque en tus horas de más desconfianza no había llegado tan lejos en sus figuraciones de cosas malas, sino porque aquella cosa, si llegó alguna vez a su imaginación, era de modo vago e incierto, sin el horror particular que se desprendía de esas palabras «dos o tres veces», sin esa específica crueldad tan distinta de todo lo conocido antes como un mal que se padece por vez primera. Y, sin embargo, a esa Odette, origen de tales dolores, no por eso la quería menos, sino que érale, por el contrario, más preciosa, como si, a medida que iba acreciéndose su dolor, aumentara el valor del calmante, del contraveneno que sólo ella poseía. Y aun sentía más deseos de cuidarla, como pasa con una enfermedad cuando descubrimos que es más grave de lo que se creía. Deseaba que aquella cosa atroz que Odette le dijo haber hecho «dos o tres veces» no se volviera a repetir. Y para eso tenía que velar sobre Odette. Se suele decir que revelando a un amigo los defectos de su querida sólo se logra unirlo más a ella, porque él no da crédito a lo que le dicen, pero si lo cree, se une aún más a ella. Pero, ¿cómo protegerla de una manera eficaz?, se preguntaba Swann. Podría defenderla de una determinada mujer, pero quedaban aún centenares de mujeres, y Swann comprendió la locura aquella que lo asaltó cuando, la noche que no encontró a Odette en casa de los Verdurin, empezó a desear la posesión de otro ser, que es siempre cosa imposible. Afortunadamente para Swann, debajo de aquellas penas nuevas que se le habían entrado en el alma como horda de invasores, existía un fondo de carácter más antiguo, más suave, trabajador silencioso, como las células de un órgano herido que en seguida se ponen a rehacer los tejidos lesionados o como los músculos de un miembro paralizado que tienden a recobrar el movimiento. Esos habitantes de su alma, los más antiguos y los más autóctonos, se entregaron con todas sus fuerzas a ese trabajo oscuramente reparador que da la ilusión del descanso a un convaleciente, a un operado. Esta vez, al contrario de lo usual, esa quietud por agotamiento se produjo más bien en el corazón de Swann que en su cerebro. Pero todas las cosas de la vida que tuvieron existencia tienden a renacer, y lo mismo que un animal moribundo se agita otra vez a impulso de una convulsión que va se creía acabada, el mismo dolor volvió a trazar la misma cruz en el corazón de Swann, que ya parecía salvado. Acordóse de aquellas noches de luna, cuando reclinado en su victoria, que lo llevaba a la calle de La Pérouse iba cultivando voluptuosamente en su propio ser las emociones del enamorado, sin saber el envenenado fruto que fatalmente habrían de producir. Pero todos esos pensamientos duraron un secundo, el tiempo de llevarse la mano al corazón, de recobrar el aliento y de sonreír para disimulo de su tortura. Y volvió a las preguntas. Porque a sus celos, que se habían tomado más trabajo que aquel de que habría sido capaz un enemigo suyo, para darle el golpe y causarle el dolor más grande que sintiera, a sus celos no les parecía, aunque había sufrido bastante y querían herirlo más hondo. Y cual perversa divinidad, los celos, inspiraban a Swann y lo empujaban a su ruina. Si al principio su suplicio no se agravó, no fue por su culpa, sino de Odette.

—Bueno, amiga mía, ya se acabó —le dijo—. ¿Era con una persona que yo conozco?

—No, no, te lo juro; y, además, me parece que he exagerado; yo no he llegado a eso.

Swann, sonriente, prosiguió:

—¡Qué quieres!, es poca cosa eso, pero siento que no me puedas decir el nombre. Si pudiera representarme a la persona ya no volvería a acordarme de nada. Lo digo por ti, porque así ya no te molestaría. ¡Me calma tanto eso de representarme las cosas!… Lo horrible es lo que no se puede imaginar. Pero demasiado buena has sido ya, no quiero cansarte. Muchas gracias por todo el bien que me has hecho. Se acabó. Mira, una cosa nada más: ¿cuánto tiempo hace de eso?

—Pero, Carlos, ¿no ves que me estás haciendo un daño mortal? Es viejísimo. No había vuelto a pensar en eso; parece que tú me lo quieres recordar. Poco saldrías ganando —añadió por maldad voluntaria o estupidez inconsciente.

—Lo único que quería saber es si te conocía yo ya. Hubiera sido muy natural que ocurriera aquí mismo… ¿No podrías acordarte de una noche determinada? Es para que yo me pueda representar lo que hacía yo aquella noche… Ya ves, Odette, vida mía, no es posible que no te acuerdes de con quién era.

—Yo no sé, creo que fue en el Bosque, una noche que tu viniste a buscarnos a la isla. Creo que habías cenado en casa de la princesa de los Laumes —dijo ella contenta por poder dar un detalle concreto, que demostraba la veracidad de sus palabras—. En una mesa de al lado estaba una mujer, a la que yo no veía hacía mucho tiempo. Me dijo: «Vamos a ver el efecto de la luna en el agua, allí, detrás de aquella roca». Yo, a lo primero, bostecé, y respondí: «Estoy cansada, no quiero moverme de aquí». Pero ella decía que nunca se vio tan hermosa luna. Y yo le dije que no me la daba, que ya sabía yo adónde iba a parar.

Odette contó todo aquello medio riendo, ya porque le pareciera muy natural, ya porque así creyera que atenuaba la importancia de los hechos, o para no aparecer como humillada. Pero al ver la cara de Swann, cambió de tono:

—Eres un miserable, te complaces en torturarme, en hacerme decir mentiras que tengo que inventar para que me dejes en paz.

Ese segundo golpe fue aún más cruel que el primero, para Swann. Nunca supuso que fuera una cosa tan reciente, oculta sin que sus miradas hubieran sabido descubrirla, no en un pasado desconocido, sino en noches que recordaba perfectamente que había vivido con Odette, que él se figuraba conocer muy bien y que ahora, retrospectivamente, le parecieron atroces y falsas; de repente, entre ellos, abríase un vacío terrible, ese momento en la isla del Bosque. Odette, aunque no era inteligente, tenía el encanto de la naturalidad. Contó aquella escena con voz y ademanes tan sencillos que Swann, anhelante, lo iba viendo todo, el bostezo de Odette, la roca. La oía contestar con tono alegre: «¡Ay!, a mí no me la das». Se dio cuenta de que aquella noche ya no le sonsacaría nada más, que no debía esperar ninguna nueva revelación, se calló y le dijo:

—¡Pobrecilla mía, ya sé que te he hecho sufrir mucho! Ya se acabó, ya no me volveré a acordar de eso.

Pero Odette vio que se quedaba Swann con la mirada fija en las cosas que no sabía, en aquel pasado de su amor, que se presentaba a su memoria monótono y dulce porque era muy indeciso, y que ahora desgarró ella como una herida con la evocación de aquel minuto en la isla del Bosque, a la luz de la luna, la noche de la cena en casa de la princesa de los Laumes. Pero tan acostumbrado estaba Swann a considerar la vida como una cosa interesante y a admirar los curiosos descubrimientos que en su campo se hacen, que aun sufriendo hasta el punto de imaginarse que no podía resistir dolor tan grande, se decía: «Realmente, la vida es asombrosa y nos guarda sorpresas bonitas; el vicio está mucho más extendido de lo que la gente se figura. Aquí está esa mujer, en la que yo tenía confianza, tan sencilla y honrada, al parecer, normal y sana en sus gustos, aunque un poquito ligera, y por una delación absurda la interrogo y lo poco que me confiesa revela muchas cosas más de las que se podían suponer». Claro es que no podía limitarse a estas desinteresadas reflexiones. Aspiraba a juzgar exactamente la importancia de lo que Odette le contara, para ver si podía deducir si esas cosas las había hecho muchas veces, y si era probable que se repitieran. Rumiaba las frases de ella: «Yo sabía adónde iba a parar»; «Dos o tres veces»; «A mí no me la das»; pero estas frases, al reaparecer en la memoria de Swann, ya no iban desarmadas como antes: cada una llevaba su cuchillo y le asestaba nueva puñalada. Estuvo un rato, como un enfermo que no puede por menos de ejecutar a cada instante el movimiento que le da el dolor, repitiéndose: «No me quiero mover de aquí», «A mí no me la das»; pero tan fuerte era el sufrimiento que tenía que pararse. Se maravillaba de que unas cosas que antes juzgaba él con ligereza y buen humor, se le aparecieron ahora tan graves como una enfermedad que puede matar. Claro que conocía a muchas mujeres a quienes podría haber encargado que vigilaran a Odette. Pero acaso no se colocaran en el mismo punto de vista con que él miraba esos actos y siguieran opinando de ellos lo mismo que Swann opinaba antes, en todo el voluptuoso curso de su vida; quizá le dijeran, riéndose: «Mira el tonto celoso que quiere privar de un gusto a los demás». ¿Por qué misterioso escotillón, abierto de repente a sus pies, cayó él (que antes sólo sacaba del amor de Odette delicados placeres) en ese nuevo círculo infernal, cuya salida no veía por parte alguna? ¡Pobre Odette! No le guardaba rencor por eso; la culpa no la tenía ella. ¿Acaso no decía todo el mundo que fue su propia madre la que la echó en brazos de un inglés riquísimo, en Niza, cuando ella era aún una chiquilla? Y estimaba lo dolorosamente exacto de esas palabras del
Diario de un Poeta
, de Alfredo de Vigny, que antes leía con indiferencia: «Cuando se enamora uno de una mujer hay que preguntarse: ¿Qué seres la rodean? ¿Qué vida hace? Y en esto descansa toda la felicidad de la existencia». Asombrábase Swann de que simples frases que iba deletreando mentalmente: «Yo ya sabía adónde iba a parar» y «A mí no me la das», pudieran hacerle tanto daño. Aunque comprendía que lo que él llamaba simples frases no eran más que piezas de la armadura donde se encerraba, para volver a herirlo, el dolor que sintió cuando el relato de Odette. Porque ese dolor es el que volvía a sentir. En vano sabía ya el daño que encerraban esas palabras; en vano sabía que, andando el tiempo, las olvidara un poco y las perdonara, porque en el momento de repetírselas el dolor lo colocaba de nuevo en el estado en que estaba antes de que hablase Odette, confiado y sin saber nada; y sus celos, para que pudiera herirlo bien la confesión de Odette, volvían a ponerlo en la posición del que no sabe, y al cabo de unos meses aquella historia ya vieja, lo trastornaba como una nueva revelación. Admirábase de la terrible potencia reproductora de su memorial Sólo podía esperar que se calmara su tortura por la progresiva debilidad de esa generadora que va perdiendo fecundidad con los años. Y cuando ya parecía que la potencia dañina de unas de las palabras de Odette se iba agotando, llegaba una de aquellas en que apenas se fijara Swann, una palabra casi nueva, a relevarla, a herirlo con un vigor fresco. Lo más penoso era el recuerdo de la noche que cenó en casa de la princesa de los Laumes; pero ese punto sólo era el centro de su enfermedad, la cual irradiaba confusamente por todo su alrededor en los días anteriores y posteriores a aquél. Y cuando quería tocar a cualquier recuerdo de Odette, era la temporada entera en que los Verdurin iban a cenar a la isla del Bosque lo que le hacía daño. Tanto que, poco a poco, la curiosidad que en él despertaban los celos se fue neutralizando por temor a las nuevas torturas que se infligiría al satisfacerlas. Se daba cuenta de que la vida de Odette, antes de que se conocieran, período que Swann nunca había intentado representarse, no era la abstracta extensión que vagamente entreveía, sino una trama de años determinados, tejida con incidentes concretos. Pero temía que, si se enteraba de esos hechos, aquel pasado incoloro, fluido y soportable no tomara un cuerpo tangible e inmundo, un rostro diabólico e individual. Y no hacía ningún intento para representárselo, no ya por pereza de pensar, sino por miedo a sufrir. Tenía la esperanza de que ya vendría un día en que pudiera oír el nombre de la isla del Bosque, el de la princesa de los Laumes, sin que le doliera la herida antigua, y le parecía imprudente provocar a Odette a que le diera palabras nuevas, nombres de sitios y de circunstancias distintos, que, apenas calmada su angustia, la reavivaran bajo otra forma.

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