Por el camino de Swann (48 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Y precisamente la princesa de los Laumes, que nadie creía que fuera a casa de la marquesa de Saint-Euverte, llegó en aquel momento. Para mostrar que no intentaba hacer pesar la superioridad de su rango en una casa a la que iba por mera condescendencia, entró encogiendo los hombros, aunque no había ninguna multitud apiñada que atravesar ni nadie a quien dejar paso, y se quedó expresamente en un rincón, como si aquél fuera el sitio apropiado para ella, igual que un rey que hace cola en un teatro mientras que las autoridades no se enteran de su presencia; y limitando su mirada —para que no pareciera que se hacía ver y que pedía el adecuado tratamiento— al dibujo de la alfombra o de su falda, se estuvo de pie en el sitio que más modesto le pareció (y adonde sabía que iría a sacarla con una exclamación de arrobo la marquesa de Saint-Euverte en cuanto la viera), junto a la marquesa de Cambremer, a quien no conocía. Observaba la mímica de su vecina, melómana ella también, pero no la imitaba. Y no es que no deseara la princesa, para cinco minutos que iba a pasar en casa de la Saint-Euverte, y para que el favor que así le hacía valiera aún más, mostrarse amabilísima. Pero sentía un horror instintivo a lo que ella llamaba «exageraciones», y deseaba mostrar que ella no tenía por qué entregarse a manifestaciones que no concordaban bien con el «estilo» del grupo de sus íntimos, pero que no dejaban de hacerle efecto, gracias a ese espíritu de imitación que el ambiente nuevo, aunque sea inferior, desarrolla hasta en las personas más seguras de sí mismas. Empezó a preguntarse si no sería aquella gesticulación cosa requerida por lo que estaban tocando, obra que no entraba en el marco de la música a que ella estaba acostumbrada, y si el abstenerse de aquellos balanceos no sería dar prueba de incomprensión de la obra y de desconsideración al ama de casa; de modo que para expresar por un «corte de cuentas» sus contradictorios sentimientos, ya se limitaba a subirse los tirantes de su traje, o a afirmar en su rubio pelo las bolitas de coral o de esmalte rosa, escarchadas de diamantes, que realzaban la sencillez y gracia de su peinado, mientras examinaba con fría curiosidad a su fogosa vecina, ya seguía la música por unos momentos, con su abanico, pero fuera de compás, para no abdicar su independencia. El pianista acabó con Liszt y empezó a tocar un preludio de Chopin, y la marquesa de Cambremer lanzó a la vizcondesa de Franquetot una cariñosa sonrisa de satisfacción de competencia y de alusión al pasado. Allá, cuando joven, había aprendido a acariciar el largo cuello sinuoso y desmesurado de las frases chopinianas, libres, táctiles, flexibles, que empiezan por buscarse su sitio por camino muy remoto y apartado del que tomaron al salir, muy lejos del punto donde esperábamos su contacto, pero que si se entregan a este retozo de su fantasía es para volver más deliberadamente —con retorno más premeditado y preciso, como dando en un cristal que resuene hasta arrancar gritos— a herirnos en el corazón.

Como vivió de joven en el seno de una familia provinciana con muy pocas relaciones, y no iba casi nunca a bailes, allá, en la soledad de su mansión, se embriagó, moderando o precipitando las danzas de estas imaginarias parejas, desgranándolas como flores, y abandonando un momento el baile imaginario para oír cómo soplaba el viento a la orilla del lago, entre los pinos, mientras que se adelantaba hacia ella, distinto de como se figuran las mujeres a los amantes de este mundo, un mancebo esbelto, de voz cantarina, extraña y falsa, calzados los guantes blancos. Pero hoy, la belleza de esa música pasada de moda parece muy ajada. Sin gozar ya de la estima de los inteligentes, perdió honor y gracia, y ni siquiera las personas de mal gusto disfrutan en ella más que placeres mediocres y callados. La marquesa de Cambremer echó hacia atrás una mirada furtiva. Sabía que su nuera (muy respetuosa con su nueva familia en todo menos en lo tocante a las cosas de la inteligencia, porque en este campo tenía ideas propias por haber aprendido hasta armonía y griego) despreciaba a Chopin y sufría oír música suya. Pero como esa wagneriana estaba lejos, con un grupo de muchachas jóvenes, la marquesa de Cambremer se entregó a sus deliciosas impresiones. También las sentía así la princesa de los Laumes. Aunque no tenía grandes prendas naturales para la música, desde los quince años le dio lecciones una profesora de piano del barrio de Saint-Germain, mujer de genio que al final de su vida, se vio en la miseria y a los setenta años tuvo que volver a dar lecciones a las hijas y a las nietas de sus primeras discípulas. Ya había muerto. Pero su método y su excelente sonido revivían a menudo en sus discípulas, aun en aquellas convertidas para siempre a la mediocridad, que abandonaron la música y nunca abrían un piano. Así que la princesa pudo mover la cabeza con pleno conocimiento de causa y sabiendo apreciar exactamente el modo como tocaba el pianista aquel preludio que ella se sabía de memoria. Murmuró: «siempre será delicioso»; y lo hizo frunciendo los labios románticamente como una flor bonita, y armonizó con ellos su mirada, que se cargó en aquel momento de vaguedad y sentimentalismo. Mientras tanto, la marquesa de Gallardon pensaba que sentía mucho no ver con más frecuencia a la princesa de los Laumes, porque estaba deseando darle una lección no contestando a su saludo. No sabía que tenía muy cerca a su prima. Un movimiento de cabeza de la vizcondesa de Franquetot descubrió a la princesa. E inmediatamente la Gallardon se precipitó hacia ella, molestando a todo el mundo; pero como no quería perder aquel porte altivo y glacial, que recordaba a todos que no deseaba mucho trato con una persona en cuyos salones podía encontrarse a la princesa Matilde, y a la que ella no debía ir a saludar primero, porque «no era de su tiempo», quiso compensar aquel porte de reserva y orgullo con algunas palabras que justificaran su saludo y obligaran a la princesa a entrar en conversación; así que en cuanto se vio cerca de su prima, con rostro seco y tendiendo la mano como una carta forzada, le dijo: «¿Qué tal está tu marido?», con el mismo tono de preocupación que si el príncipe estuviera gravemente enfermo. La princesa se echó a reír con una risa muy suya, que quería indicar a los demás que se estaba riendo de una persona y que al mismo tiempo la embellecía, concentrando los rasgos de su rostro en torno a su animada boca y a sus ojos brillantes, y le respondió:

—¡Pero si está divinamente!

Y todavía siguió riéndose. Sin embargo, la marquesa de Gallardon, enderezando el busto y con el rostro ya más frío, aunque todavía preocupado por el estado de salud del príncipe, dijo a su prima:

—Oriana (y aquí la princesa miró asombrada y risueña a un invisible tercer personaje, al que tomaba por testigo de que nunca autorizó a la marquesa para que la llamara por su nombre de pila), tengo mucho interés en que vayas mañana a casa a oír un quinteto con clarinete de Mozart. Me gustaría saber tu opinión.

Y parecía, no que estaba haciendo una invitación, sino que pedía un favor, que necesitaba el parecer de la princesa sobre el cuarteto de Mozart, como si fuera el plato original de una nueva cocinera y deseara saber lo que opinaba un entendido de sus méritos culinarios.

—Conozco el quinteto, y te puedo decir ahora mismo lo que me parece.

—Sabes, mi marido no está muy bien del hígado… se alegrará mucho de verte —replicó la Gallardon, que ahora imponía a la princesa la asistencia a su fiesta como un deber de caridad.

A la princesa no le gustaba decir a una persona que no quería ir a su casa. Y todos los días escribía cartas lamentándose de no haber podido ir, por una inopinada visita de su suegra, por una invitación de su cuñado, por la ópera o por haberse marchado al campo, a una reunión a la que nunca tuvo intención de asistir. Y así daba a mucha gente la alegría de suponer que estaba en muy buenas relaciones con ellos, que de buena gana habría ido a su casa, a no ser por aquellos contratiempos principescos, que tanto halagaban a sus amigos ver en competencia con su invitación. Además, como formaba parte de aquel ingenioso grupo de los Guermantes —donde sobrevivía algo de la gracia viva, sin lugares comunes ni sentimientos convencionales, que desciende de Merimée, y halla su última expresión en el teatro de Meilhac y Halévy—, adaptaba esa gracia al trato social, la trasponía hasta en su cortesía, que aspiraba a que fuese precisa, positiva, muy cercana a la humilde verdad. No exponía ampliamente a una señora cuán grandes eran sus deseos de asistir a una reunión en su casa; le parecía más amable enumerarle unas cuantas menudencias de las que dependía que pudiera ir o no.

—Mira, te diré —contestó a la marquesa de Gallardon—; mañana tengo que ir a casa de una amiga que me tiene comprometida hace ya mucho tiempo. Si nos lleva al teatro no me será posible, con toda mi mejor voluntad, ir a tu casa; pero si no salimos, como sé que estaremos solos, podré marcharme antes.

—¿Has visto a tu amigo Swann?

—No, no sabía que estuviera aquí esa alhaja de Swann; voy a hacer porque me vea.

—Es raro que venga aquí, a casa de la vieja Saint-Euverte —dijo la marquesa—. Ya sé que es hombre listo —añadió; queriendo dar a entender que era intrigante—;pero, de todos modos, es extraño ver a un judío en casa de una mujer que tiene un hermano y un cuñado arzobispos.

—Yo confieso con rubor que no me parece nada extraño —contestó la princesa de los Laumes.

—Ya sé que se ha convertido desde sus padres y sus abuelos. Pero dicen que los que abjuran su religión siguen tan apegados a ella como los demás, y que eso de la conversión es una farsa. ¿No lo sabes tú?

—Carezco de toda ilustración en ese punto.

El pianista, que tenía que tocar dos cosas de Chopin, una vez acabado el preludio, empezó una polonesa. Pero, en cuanto la marquesa de Gallardon indicó a su prima que Swann estaba allí, Chopin redivivo habría podido tocar todas sus obras sin ganarse la atención de la princesa de los Laumes. Hay dos clases de personas: unas que se sienten atraídas con gran curiosidad por las gentes que no conocen, y otras que sólo tienen interés por los conocidos; la princesa de los Laumes era de éstas. Le sucedía, como a muchas damas del barrio de Saint-Germain, que la presencia en un sitio donde ella estuviera de una persona de su grupo, a la que por lo demás no tenía nada de particular que decir, acaparaba exclusivamente su atención, a costa de todo lo restante. Desde aquel instante, con la esperanza de que Swann la viera, la princesa, como una rata blanca cuando le acercan un terrón de azúcar y luego se lo quitan, no hizo más que volver la cara, con mil gestos de connivencia, sin relación alguna con el sentimiento de la polonesa de Chopin, hacia donde Swann estaba, y si éste mudaba de sitio desplazábase paralelamente la imantada sonrisa de la princesa.

—Oriana, no te enfades, ¿eh? —dijo la marquesa de Gallardon, que no podía resistirse a sacrificar sus mayores esperanzas sociales y su deseo de deslumbrar a la gente, por el gusto oscuro inmediato y privado de decir una cosa desagradable—; pero hay quien dice que ese Swann es persona que no puede entrar en una casa decente. ¿Es cierto?

—Ya sabes muy bien que es verdad —contestó la princesa—, porque tú lo has invitado cincuenta veces y nunca ha ido a tu casa.

Y se marchó del lado de su mortificada prima, rompiendo de nuevo en una risa que escandalizó a los que escuchaban la música, pero que llamó la atención de la marquesa de Saint-Euverte, que por cortesía estaba cerca del piano, y que hasta entonces no había visto a la princesa. Se alegró mucho de verla, porque creía que aún seguía en Guermantes asistiendo a su suegro, que estaba enfermo.

—¿Pero estaba usted ahí, princesa?

—Sí, estaba en un rincón. He oído cosas muy bonitas.

—¡Ah! ¿Pero hace ya rato que está usted ahí?

—Sí, hace un rato largo, que se me ha hecho muy corto. Largo nada más que porque no la veía a usted.

La marquesa de Saint-Euverte quiso ceder su sillón a la princesa, que respondió:

—De ninguna manera. Yo estoy bien en cualquier parte.

Y fijándose intencionadamente, para manifestar más clara aún su sencillez de gran señora, en un pequeño asiento sin respaldo, dijo:

—Mire, con ese
pouf
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tengo bastante. Así me estaré derecha. ¡Huy! Estoy metiendo ruido; me van a sisear.

Mientras tanto, el pianista, duplicando la velocidad, llevaba a su colmo la emoción musical, y un criado iba pasando refrescos en una bandeja, haciendo tintinear las cucharillas, sin ver las señas que, como todas las semanas, le hacía la señora para que se marchara. Una joven recién casada, a la que habían dicho que una mujer joven debe tener siempre la fisonomía animada, sonreía complacida y buscaba con los ojos a la señora de la casa para darle las gracias con su mirada por haberse acordado de invitarla. Sin embargo, iba siguiendo intranquila la música, no tan intranquila como la vizcondesa de Franquetot, pero con cierta preocupación, la cual tenía por objeto, no el pianista, sino el piano, porque había en él una bujía que temblaba a cada
fortissimo
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, amenazando con prender fuego a la pantalla, o por lo menos con manchar de esperma el palosanto. Al fin, sin poder contenerse, subió los dos escalones del estrado donde estaba el piano y se precipitó a quitar la arandela. Pero cuando ya la iban a tocar sus manos sonó un último acorde, se acabó la polonesa y el pianista se levantó. Sin embargo, la atrevida decisión de aquella joven y la corta promiscuidad que resultó entre ella y el pianista produjeron una impresión más favorable que otra cosa.

—¿Se ha fijado usted en lo que ha hecho esa joven, princesa? —dijo el general de Froberville, que había ido a saludar a la princesa de los Laumes, abandonada un instante por la señora de la casa—. Es curioso. ¿Será una artista?

—No, es una de las pequeñas Cambremer —contestó ligeramente la princesa, y añadió en seguida—: Vamos, eso es lo que he oído decir, porque yo no tengo idea de quién pueda ser. Detrás de mí dijeron que eran vecinos de campo de la marquesa de Saint-Euverte; pero me parece que no los conoce nadie. Deben ser gente del campo. Además, yo no sé si usted está muy enterado de la brillante sociedad que aquí se congrega, pero yo no conozco ni de nombre a ninguna de estas gentes tan raras. ¿A qué dedicarán su vida, fuera de las reuniones de la marquesa de Saint-Euverte? Se conoce que las ha alquilado, con los músicos, las sillas y los refrescos. Reconocerá usted que esos invitados de «casa de Belloir» son espléndidos. Tendrá valor para alquilar esos comparsas todas las semanas? ¡No es posible!

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