Plenilunio (22 page)

Read Plenilunio Online

Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Plenilunio
13.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Yo tenía dieciocho años cuando lo conocí, no sabía apenas nada, estudie Magisterio por comodidad o pereza, porque era una carrera corta y no parecía difícil. Y cada tarde, cuando iba a buscarme, el plantaba la bandera del compromiso y del tormento en lo que para mí era sobre todo una rutina agradable de apuntes y clases, la perspectiva de un trabajo. ¿Cómo podía yo llevarle la contraria a un hombre que se comprometía y se atormentaba tanto? ¿ Cómo le iba a decir que dejaba sin leer los libros sobre pedagogía revolucionaria que él se ocupaba de buscarme, o que la célebre pareja Sartre-B.eauvoir me daba repugnancia, repugnancia física para mayor vergüenza mía, ella con aquel turbante de no lavarse nunca el pelo, y él con aquella pinta de viejo rijoso, con el labio caído y húmedo y los dientes podridos?»

«Todo eran normas», dijo, saboreando el vino con un deleite casi vengativo, «habíamos roto con la vida de nuestros padres y con las convicciones burguesas y el resultado práctico era que teníamos muchas más normas que antes, más detalladas y más dogmáticas, una norma para cada gesto y cada instante del día, como los judíos ultra ortodoxos. Los hijos no debían llamar papá y mama a sus padres, por ejemplo: había que enseñarles a que les llamaran por sus nombres, para habituarlos a la camaradería y liberarlos del autoritarismo. Parece mentira, en lo que ha quedado todo aquello, es como hablarle del paleolítico. Todos estábamos llenos de normas, unos más y otros menos, los comprometidos unas normas distintas de los atormentados, pero él las reunía todas, era como el Código Civil y el Código Penal, un monstruo de la jurisprudencia, el juez, el fiscal y el testigo de cargo al mismo tiempo, el comprometido y el atormentado, el que no se dejaba engañar, como todos, por las trampas de la democracia formal, o por las críticas contra Cuba o Vietnam del Norte. Yo cada día más insegura, y el más firme, más tranquilo, con esa sonrisa que da tanto miedo del que no se ha equivocado nunca y ya tenía previstos los errores de los demás, sobre todo los míos, que eran los errores que a él personalmente le había correspondido deshacer, la cruz que le había tocado, como se decía antes. Yo tiendo por instinto a darle la razón a quien habla conmigo. El no era capaz de conversar sin discutir. Y si discutía con alguien no tenía piedad. Con esa voz tan suave y persuasiva que tiene, con su barba de comprometido y su palidez de atormentado, desdeñando primero y luego desarmando y humillando a alguien que hubiera dicho en la conversación alguna ligereza, que hubiera frivolizado sobre cualquiera de los principios de su ortodoxia. Como llevarle la contraria o dudar de sus axiomas si hablaba tan suave, sin levantar nunca la voz, más tranquilo y seguro a medida que su adversario perdía los estribos, porque el solo manifestaba su irritación por una rigidez particular de la sonrisa, por un tono todavía un poco más suave, como de haber sido herido y sin embargo no perder la ecuanimidad, la calma de los justos. Yo creo que no convencía a la gente, que la hipnotizaba, o por lo menos que me hipnotizo a mí y me tuvo sonámbula gran parte de mi juventud, hasta mucho tiempo después de que nos divorciáramos. Sin darme cuenta yo me veía a mí misma a través de sus ojos, me juzgaba en virtud de sus principios, sin necesidad de que él me señalara un error o un defecto o dictara un veredicto. Me pintaba los labios de un rojo fuerte o me ponía una blusa escotada y en el mismo espejo donde estaba mirándome aparecía el para reprenderme en silencio».

«Yo era una burguesa, pobre de mí, porque mi padre trabajaba de apoderado en un banco.» Sonreía, apiadada retrospectivamente de sí misma, con un brillo de suave y lenta embriaguez en los ojos, recordando quien fue, con ironía e incredulidad, sin lástima, tan solo con un deseo de restitución que ya no cumpliría. «Él, en cambio, tenía un pasado tan limpio como el de un cristiano viejo: su padre y sus abuelos alfareros, trabajadores con las manos, lo cual era la garantía de que estaba a salvo de las debilidades o las frivolidades de casi todos los demás, sobre todo los universitarios. Cuando le preguntaba alguien a que se dedicaba respondía declarando su oficio como una acusación potencial contra cualquiera, o como un argumento que nadie le podía rebatir: alfarero. Él no era un parásito, ni un teórico, trabajaba con las manos. Para que él se ocupara del taller de su padre yo pedí plaza aquí cuando saque las oposiciones. Así que dejé Madrid y mi vida de antes sin pararme mucho a pensarlo, o pensando a través de él, por comodidad o porque estaba hipnotizada, o porque lo quería más de lo que ahora me gusta reconocer o recordar. Llegamos aquí no como recién casados, sino un poco como de pioneros, como esos pioneros puritanos y rústicos de las películas del Oeste, yo pionera de la escuela antiautoritaria y autogestionaria, y el pionero de la alfarería popular de su tierra, de sus señas de identidad culturales, ya se conoce el cuento, me imagino. Yo creo que en realidad me trajo aquí para reeducarme, como a aquellos profesores o científicos chinos a los que castigaban a irse a las provincias rurales a trabajar de peones. Ahora comprendo que no tenía escapatoria: era burguesa y era de Madrid, y el de pueblo y proletario, alfarero, nada menos, que era ya el colmo del trabajo manual y la cultura vernácula.»

«Pero cuando el compromiso y el tormento y las normas para todo llegaron al máximo fue cuando nació el niño.» No podía hablar del nacimiento o de la primera infancia de su hijo sin que una especie de sonrisa interior le iluminara los ojos. «El termómetro siempre, la angustia de que tuviera una enfermedad horrible, de que hubiera nacido ciego. Y las normas: no debía dormir boca arriba en la cuna porque si vomitaba podía ahogarse; si lloraba mucho cuando no era la hora de su toma no había que mecerlo ni que cogerlo en brazos para que no se acostumbrara; antes de meterlo en el baño había que comprobar que el agua tuviera la temperatura justa. Antes de que naciera el niño nadie estaba más atormentado que el por la inoportunidad de su llegada. Pero fue nacer y resulto que él era el padre más atento y más obsesivo, como si hubiera un campeonato de amor por el niño y de desvelo por sus enfermedades y él obtuviera siempre la máxima puntuación. A mí me hacía sentirme culpable de negligencia con mucha facilidad: yo dormía perfectamente, no me desvelaba pensando que el niño podía haber tenido un colapso cardiaco, no llamaba a urgencias con la voz entrecortada si la fiebre le había subido a treinta y nueve. Si me preocupaba mucho algo yo hacia lo posible por disimular. Él era insuperable en la exhibición y el despliegue de sus sufrimientos paternales y, como no se fiaba de nadie y era incapaz de darle la razón a quien le llevara la contraria, discutía con el pediatra que le había dicho que al niño no le pasaba nada, o pedía enseguida el libro de reclamaciones, siempre muy suave, desde luego, sin levantar la voz, con su cara pálida de padre desencajado, de ciudadano que reclama escrupulosamente sus derechos. Se sabía todos los reglamentos, se estudiaba los conservantes de las latas, leía de arriba abajo los prospectos y las instrucciones de los aparatos, porque no se fiaba ni de los médicos ni de los operarios. Y nunca dejaba de estar comprometido y de estar atormentado, era al mismo tiempo el héroe y el mártir, Lenin y Juana de Arco, el puño levantado y la corona de espinas. Yo salía por las tardes de la escuela y me iba a ayudarle al taller. Empezaron a venir también dos amigos suyos que llevaban poco tiempo viviendo juntos, Ferreras y Paca, cenaban con nosotros, venían a casa a escuchar discos, porque ellos no tenían equipo. Ferreras y él se conocían del instituto. Discutían mucho, porque Ferreras era entonces un libertario más bien randa, viéndolo ahora no se lo puede imaginar, tan serio como se ha vuelto, llevaba el pelo largo y andaba siempre fumado de canutos. Si me hubieran dicho entonces que iba a acabar de forense me habría parecido imposible. Pero casi todas las cosas que pasaron después me parecían imposibles. Paca era lo contrario de él, una chica muy prudente y como asustada, que trabajaba de administrativa en la Seguridad Social, lo cual le permitía sostener la holganza libertaria de su novio, que no acababa nunca la carrera de Medicina. Me había ayudado a resolver los papeles para el parto de mi hijo, y cuando nació venia mucho a verme, se ofrecía a quedarse con él para que mi marido y yo pudiéramos salir alguna noche. Yo le fui tomando mucho afecto, no puedo dejar de hacerlo con cualquiera que sea amable conmigo, y además, aparte de ella, no conocía casi a ninguna otra mujer en la ciudad, descontando a mis compañeras de la escuela, que eran todas bastante mayores que yo. Cuando hablaba mi marido ella era la única que no le llevaba nunca la contraria, incluso se ponía de su parte en las discusiones con Ferreras, que siempre eran pesadísimas, como esos partidos de tenis que dan en televisión. Yo no sospechaba nada. Si hubiera desconfiado de ellos en algún momento me habría avergonzado horriblemente de mi misma. Llegaba por la tarde al taller y veía que ella había llegado antes que yo, y que no iba con Ferreras, y no se me ocurría pensar nada malo.»

«¿Sabe lo peor de todo, lo que menos se borra con el paso de los años? La sensación del ridículo, la humillación de haber sido estafada tan fácilmente, por culpa de mi propia idiotez, ni siquiera inocencia, como el paleto al que le estafan al llegar a la capital. Yo lo notaba a él cada vez más raro, pero creía que todo era a causa del tormento y del compromiso, como de costumbre, el agobio del niño y los problemas del taller, que no iba nada bien, siempre por culpa de otros, de los clientes o de los proveedores. Su lista de desleales, de enemigos y de ineptos no paraba de crecer. Es de esas personas que siempre están quejándose de este país, como dicen ellos, este país es una mierda, en este país no hay seriedad, este país no tiene remedio: estaba el solo contra el país entero, contra este país, y también contra las mafias de la distribución, contra los mayoristas, contra los proveedores de arcilla y las tiendas de artesanía, o más bien estaban todos aliados contra él, toda la máquina del capitalismo mundial. Con el niño tan pequeño yo ya no iba todas las tardes al taller, y no repare en que él ya no me pedía igual que antes que fuera a ayudarle. Llegaba tarde, muy cansado, desmoralizado, dormía mal, se quedaba en la cama despierto, atormentado, tan visiblemente atormentado que habría sido una frivolidad aproximarse a él con intenciones sexuales, no fuera a sentirse herido o acosado en su masculinidad, o atormentado con el tormento suplementario de no cumplir como marido. Más pálido cada día, la cara de cera, hasta la voz de cera, callado en la mesa mientras yo le servía la cena, más puntilloso que nunca para comer, más estricto, también lleno de normas, de astucias para ahorrar, basadas siempre en el principio de que a él no le engañaba nadie: había que comprar vaca en vez de ternera, carne de vaca y filetes de hígado; yo me moría de asco, y él decía, sonriéndome, que en eso se notaba mi educación burguesa, mi propensión al consumismo, porque el hígado, siendo muy barato, alimenta mucho más que un solomillo, y la vaca es mucho mejor que la ternera, lo que pasa es que en este país no se sabe comer. Es la leche, la de defectos que esas personas le en cuentan a este país, que raro que no se vayan a Groenlandia o a California o a Corea del Norte y no vuelvan. Hígado a la plancha, gallo en vez de lenguado, cazón en vez de rape, jamón york barato: era un número ir de compras con él, siempre comparando precios y fijándose en las fechas de caducidad y en los colorantes y conservantes, no fuese a engañarlo el tendero, si pedía cien gramos de algo y le ponían ciento diez decía con esa voz tan suave que se los quitaran, que él sabía perfectamente lo que habla pedido, y lo decía con una sonrisa insultante, como haciéndole saber al tendero que con él no valían esas trampas. No solo era el padre perfecto y el alfarero perfecto, era también el perfecto consumidor, el comprador de jamón york concienciado, así que no le costó nada convertirse un poco después en el adultero problematizado, en el mártir perfecto de sus propios conflictos personales. Después de pasarse un año poniéndonos los cuernos a su amigo y a mí con aquella tía a la que yo le había abierto mi casa, apareció un día con más cara de tormento y de compromiso que nunca, más pálido, con la voz más suave, con la cara más de cera, y me notifico que por coherencia consigo mismo tenía que dejarnos al niño y a mí»

Les habían servido los postres, pero aún quedaba un poco de vino en la botella. El inspector lo repartió entre las dos copas, y cuando Susana saco un cigarrillo se apresuro a darle fuego. Por primera vez en los últimos meses sintió la tentación verdadera de fumar. Pero la venció enseguida, prefería mirar como fumaba ella, disfrutando de su cigarrillo tan a conciencia como de los últimos sorbos de vino.

«Pero en cuanto pasaron los primeros meses de humillación y de soledad lo que hice, sin proponérmelo, fue empezar a disfrutar la vida que me había dejado secuestrar por él, no ya en mis convicciones, que al fin y al cabo son demasiado abstractas para que a mí me importen de verdad, sino en mis costumbres, en mis gustos y en mis aficiones personales. Volví a pintarme los labios, a dejarme largas las uñas y a pintármelas de rojo, me hice un corte chocante de pelo y me lo teñí de un negro muy fuerte, volví a comprarme blusas de seda, faldas cortas, sandalias de tacón y vestidos ajustados, no para conquistar a nadie, y menos todavía para seducirlo a él, que en esas cosas tiene o tenía el gusto tan insípido como en la comida, sino para rescatarme a mí misma, que me había olvidado, para ver me en el espejo igual que cuando me probaba ropa nueva a los diecisiete años y empezaba a usar lápiz de labios. Sobreviví así, reconstruyéndome yo sola, es decir, con mi hijo, los dos en esta ciudad que no era la nuestra. Yo lo dejaba con una chica y luego en una guardería y salía corriendo de la escuela para llegar a tiempo de recogerlo, no pensaba más que en él, no quería pensar en nada ni en nadie más. Ahora que lo pienso habría sido una vida perfecta, pero quedaba él, el padre de mi hijo, con su compromiso y su tormento, que se había ido con mi gran amiga pero a veces volvía, con cara de martirio, o llamaba por teléfono para hablar con el niño, para preguntarle si quería que papá y mama volvieran a estar juntos, a que si
,
los tres igual que antes. Volvía y se marchaba otra vez, con su cruz a cuestas de adúltero coherente, de bígamo de izquierdas, me decía con esa brutalidad que entonces se llamaba sinceridad que ya no me quería, porque había encontrado en Paca las satisfacciones que su relación conmigo no le daba, y después de humillarme con la voz tan suave y de hacerme comprender que yo era más o menos una mierda y que por culpa mía habíamos fallado como pareja —esa palabra la usaban mucho, la pareja, yo pensaba siempre en parejas de bueyes o de guardias civiles—, volvía a llamarme al cabo de una semana y me decía más atormentado que nunca que lo estaba pasando muy mal, mucho peor que yo, desde luego, que ahora se daba cuenta de que su vida éramos nosotros, el niño y yo. Yo ya estaba algo cansada, y si no le contestaba o le daba a entender que no me fiaba mucho, vista la experiencia, se irritaba enseguida conmigo, con esa capacidad que tiene para volverse insultante en un segundo: "¿Qué pasa, que no confías en mi
,
que crees que estoy jugando contigo o que esto es menos doloroso para mí que para ti?". Eso sí que no lo perdonaba, que alguien pretendiera quitarle el privilegio de ser quien más sufría, el palmarés de la corona de espinas. Y yo, como una idiota, hipnotizada otra vez, sin dignidad, porque no hay quien sea digno cuando lo han engañado, le permitía que volviera, porque se me partía el corazón cuando el niño, que iba a cumplir tres años, se echaba a llorar preguntando por su padre, todas las noches, a la hora de dormir.»

Other books

Blindside by Gj Moffat
The Black Book by Lawrence Durrell
Rake's Guide to Pleasure. by Victoria Dahl
Thunderer by Felix Gilman
Spain: A Unique History by Stanley G. Payne
Any Way the Wind Blows by E. Lynn Harris
Sebastian by Anne Bishop
Lost to You by A. L. Jackson