Y no queda más remedio, nada más que aguantarse, irse uno a ver la otra televisión a su cuarto, a repasar videos, con el cerrojo bien echado, con el volumen bajo, aunque sea muy tarde, estos dos o no se duermen nunca o están siempre medio adormilados.
Aquella noche abrió con mucho cuidado la puerta al llegar y ni siquiera encendió la luz del portal ni la de la escalera, avanzó muy despacio, tanteando las paredes, el pasamanos de la baranda insegura, al llegar arriba oyó la respiración cancerosa o bronquítica o silicosa del viejo, y cuando ya había cogido ropa limpia y una bolsa de basura donde guardar la que traía sucia y manchada y empujaba la puerta del cuarto de baño escucho la voz de la madre y casi le da un sincope, pero no de miedo, sino depura rabia, que iba a hacer si ella salía y lo miraba. Lo llama con la voz rara y blanda de cuando no tenía los dientes postizos, como si no estuviera segura de que era él quien había entrado, tan miedosos siempre los dos de los ladrones, dijo, «hay que ver lo tarde que vienes, nos tenias ya muy preocupados». Así que ninguno de los dos estaba durmiendo, porque el padre dijo, como masticando las palabras muy ensalivadas, «viene a estas horas y luego a ver quien lo despierta para que llegue a tiempo a su trabajo»: como si tuvieran que llamarlo, como si él no se levantara a su hora en punto cada día y cumpliera con su obligación sin faltar nunca. Les contesto cualquier cosa, sin disimular el fastidio, el simple desprecio que le provocaban los dos, entra en el cuarto de baño y aseguro el cerrojo que el mismo había instalado, se desnudo examinando con mucho cuidado cada prenda y las fue guardando en la bolsa de plástico, la esconderla bajo llave en su armario hasta que a la tarde siguiente pudiera poner la lavadora. La colada, por supuesto, la hace él, se pasa uno la vida trabajando más horas que un reloj y luego tiene que llegar a su casa y poner la lavadora, porque la vieja no sabe hacerlo, y si lo intenta es peor, la mitad de las veces provoca un desastre. Habría debido tirar la ropa manchada, pero cualquiera lo hacía, la vieja la echaría enseguida de menos, empezaría a hacer preguntas machaconas, como por casualidad, fingiéndose muy sutil, dejando caer indirectas, hay que ver cuanto hace que no te pones el jersey que te eche para tu santo. Así que mejor lavarlo todo, se lava y se estrena, como decía el anuncio, se lava uno las manos debajo de un chorro de agua hirviendo y con un jabón bien fuerte y luego no queda ningún olor, entra uno en la ducha a las dos de la madrugada, aturdido todavía, asustado, un poco borracho, recordando cosas que le parecen soñadas, y cuando sale enrojecido y desnudo frente al espejo turbio de vapor ya es como si fuera otro, como si no hubiera hecho nada ni estuviera cansado hasta el límite del desvanecimiento, y luego, sin dormir, baja a la calle y encuentra la vida de todos los días, más bien de todas las noches y madrugadas, los callejones deshabitados, los basureros en la plazoleta próxima, afanándose en su oficio repugnante a la luz rojiza que gira sobre la cabina del camión, entre el ruido de la maquinaria que aplasta y moltura los desperdicios. Seguro que ninguno de esos basureros tiene carrera, por mucho que diga el viejo, pero eso sí, su buen sueldo fijo sí que tienen, pagas extras y vacaciones, y el olor no es más nauseabundo, y sindicatos que los defiendan y que los lleven a la huelga, a ver si un día se pone él en huelga qué pasa, que consigue, que lo despidan como a un perro, esa es la verdad de la vida, por culpa del viejo que a las cuatro de la madrugada, en la noche de lluvia fría y de viento, se queda tan gustosamente en la cama, con su jubilación anticipada, cociéndose en sus gases calientes y podridos mientras uno se levanta mucho antes de que se retiren las putas y los borrachos. Recién duchado, con una especie de presión muy fuerte en la nuca, con algo de mareo, con lucidez y vértigo al mismo tiempo, la ropa limpia, la cara recién afeitada, oliendo a loción, las manos limpias, que se ensuciaran enseguida, con esa mugre y ese olor que solo borra fugazmente el anís pero que mancha el cristal de la copa, el pelo todavía húmedo, el motor de la furgoneta trepidando en el callejón, los faros que alumbran el empedrado y la cal de las paredes, los ojos fosforescentes de un gato. Pero esa noche no era igual que todas, y no solo por lo que él sabía y no sabe nadie más en el mundo: cuantas horas, cuantos días tardaran en saber, en encontrar lo que nadie más que él sabe dónde está. Sube en la furgoneta hasta la plaza del general, que a esas horas siempre está casi a oscuras y vacía, y comprende que algo ha empezado ya a ocurrir, tan pronto, tan enseguida, le da un vuelco el corazón, ve de soslayo que están encendidas las luces de la comisaría, que hay guardias y hombres de paisano en la puerta y varios coches patrulla con los motores en marcha, con las luces azules de las sirenas destellando en silencio, en la calma fría de la noche de luna.
Ahora se arrepentía vagamente de haber aceptado, pero ya no quedaba remedio, el coche de la maestra circulaba por una calle fea y confusa del norte de la ciudad, desconocida para él, y enseguida desembocó en un cruce iluminado por las luces blancas y rojas de una gasolinera. De pronto parecía que era muy tarde y que se encontraban muy lejos. Había muchos signos e indicadores de tráfico, y Susana adelantaba la cara sobre el volante para orientarse entre ellos, buscando mientras tanto una emisora en la radio, y luego una cinta de música en la guantera, donde había un desorden de documentos, cintas sueltas, cassettes vacías y gamuzas usadas de limpiar los cristales. Sonriente, nerviosa, se volvía unos segundos para mirar al inspector con gesto de disculpa, era un desastre, le dijo, para orientarse en el tráfico y para poner orden en sus cosas, más ahora, que llevaba meses sin compartir el coche con nadie, se cayeron unas cintas mezcladas con cajas vacías y al ir a recobrar una apoyó accidentalmente la mano derecha que tanteaba en la rodilla del inspector, notando enseguida la contracción muscular, la rigidez automática bajo la tela del pantalón, en la nuca del hombre que no se apoyaba del todo en el respaldo y mantenía la misma actitud de visita formal que un rato antes, en la casa de los padres de Fátima. Encajó por fin una cinta en el radiocassette, y en ese momento cambió al verde el semáforo donde estaban parados, de modo que la música empezó a sonar al mismo tiempo que el coche avanzaba más rápido, ahora por una carretera entre descampados, desde la que se veían a lo lejos, resaltando contra el cielo azul marino, algunas de las torres iluminadas de la ciudad. No se le había ocurrido preguntarle al inspector que clase de música le gustaba, imaginando tal vez que no tenía mucho aspecto de que le gustara ninguna. Aceleró con alivio por la carretera despejada mientras agradecía, en la dificultad del silencio, la voz sedosa de Ella Fitzgerald en una balada que a ella le gustaba mucho, y que parecía singularmente apropiada para la quietud lunar de la noche,
Moonlight in Vermont.
Aún no había perdido aquella disposición de su primera juventud a encontrar una correspondencia entre los instantes de su vida y las canciones que más le gustaban: la música tan lenta, en la velocidad del coche, le traía lo mismo que estaba viendo con sus ojos, la luna alta y blanca y rodeada por un cerco de gasa en el aire limpio después de la lluvia, el brillo de laca del aire azul oscuro.
—No puedo entender que siga llamando —dijo—. Que no le baste con haber matado a la niña.
—No creo que sea el-d.ijo el inspector, mirando al frente, a la claridad de los faros.
—¿Cómo puede haber alguien tan cruel? ¿Cómo puede uno marcar fríamente un teléfono sabiendo que va a torturar a unas personas que ya están deshechas?
—Les gusta el teléfono. No corren ningún peligro y pueden disfrutar del miedo que provocan en otros.
Se acordaba de otro comedor, de otras llamadas repetidas cada día, a cualquier hora, en mitad del sueño de la madrugada. En los últimos tiempos, en Bilbao, cada vez que sonaba el teléfono su mujer empezaba a temblar. Un día la sorprendieron los timbrazos llevando en las manos una bandeja con tazas y vasos, y el cristal, la porcelana y las cucharillas tintineaban como sacudidos por un terremoto, durante el tiempo eterno en que se repetían los timbrazos y el cruzaba la habitación y extendía las manos hacia la bandeja justo cuando caía al suelo entre los pies de los dos y se rompían con estallidos secos los vasos y las tazas, mientras ella seguía temblando y miraba hacia el suelo tapándose la boca, sin darse cuenta de que ya no oía el teléfono.
Acordarse de ella acentuaba el desasosiego íntimo del arrepentimiento, la incomodidad de encontrarse en una situación inusual que lo desconcertaba mucho, y de la que ya no iba a salir al menos en dos o tres horas. Le había faltado entereza para decir que no a la invitación de la maestra, aunque estaba muy cansado y le apetecía irse a la cama con un
valium
y dormir toda la noche. Ahora, muy hondo dentro de él, aparte de su inhabilidad absoluta para mantener una conversación fluida que no tuviera que ver con su trabajo, notaba la irritación egoísta de quien se ha acostumbrado a los horarios rígidos y a no tratar con nadie y no tiene ya paciencia para las ficciones de la sociabilidad ni acepta con agrado el menor trastorno de su monotonía.
—Pensaba que no iba a aceptar —dijo Susana.
—¿Cómo dice? —se quedaba absorto, mirando las luces de los coches que venían de frente, volvía a oír la voz que nombraba a Fátima en el teléfono, las otras voces que murmuraban amenazas de muerte a las cuatro de la madrugada.
—Que me iba a decir que no cuando le invitara a cenar.
El inspector la miro un instante y aparto enseguida los ojos, fijos de nuevo en la carretera. Habría podido decir que no si ella le hubiera dado tiempo, pero actuó muy rápido y lo tomo por sorpresa, sabiendo perfectamente que hasta un cierto punto lo forzaba a aceptar. Habían bajado callados en el ascensor, y al inspector se le hizo raro pensar que una parte de los hechos sobre los que se venía interrogando tan obsesivamente a sí mismo en los últimos tiempos había tenido su arranque y su escenario justo allí, en esa misma cabina de paredes metálicas a la que Fátima había subido tantas veces. En el mismo lugar donde el apoyaba ahora la mano, junto al panel con los números de los pisos, habían estado las manchas de sangre de los dedos del asesino; allí mismo le habría mostrado a Fátima una navaja, le habría tapado la boca con la mano, sofocándole la respiración. «Las cosas en las que piensa mucho uno le acaban pareciendo inventadas», le dijo luego a Susana, y ella le contesto: «Las cosas y las personas. Cuando yo me enamoraba de alguien me acordaba tanto de él y le daba tantas vueltas a la imaginación que lo veía otra vez y me costaba reconocerlo».
Pero aún no eran capaces de hablar de sí mismos con un poco de desenvoltura. En el ascensor a los dos los entorpecían la proximidad y el silencio, y casi no tenían nada más en común que el alivio de haber salido de la casa de Fátima, el piso angosto de trabajadores pobres, con demasiados muebles y cosas, enrarecido por el luto, por la falta de aire tras los balcones cerrados, el sufrimiento sin consuelo, la destilación lenta del rencor. Salieron al portal y estaba a oscuras, con una sugestión de abandono y peligro que ya parecía haber estado allí antes de que Fátima lo cruzara empujada o conducida por su asesino, que le pasaba una mano por encima del hombro y le apretaba la nuca.
Tardaron un poco en dar con la luz del portal, y al encenderla se encontró cada uno con los ojos del otro, con un exceso involuntario de intensidad que a los dos les resulto embarazoso. Nada es más difícil que aprender a mirar a alguien, a ser mirado de cerca por otro. Antes de salir a la calle Susana se abrocho hasta el cuello la trenka, se puso unos guantes de lana y hundió las manos en los grandes bolsillos, habituada al invierno, al frió de aquella ciudad alta e interior, preparada para resistirlo. En la acera, el inspector trataba de pensar con rapidez en una formula correcta de despedida cuando Susana le dijo que por qué no tomaban algo juntos, con cierta brusquedad, como quien llevaba un rata pensando en lo que acaba de decir.
«Podíamos ir a algún bar cerca de aquí», dijo un poco aturdidamente el inspector. Conocía palmo a palmo la calle, incluso en la oscuridad, se sabía de memoria el aspecto de cada uno de los portales y las tiendas, ahora con los cierres echados, hostiles a la noche invernal, asegurados con alarmas y cerrojos contra el miedo. Frente a ellos, con las luces del escaparate apagadas, estaba la papelería donde Fátima había comprado la canulita y la caja de ceras, un comercio muy modesto y nada prospero, sin mucho lustre, como casi todos los del barrio, portales de pequeños talleres y de negocios ínfimos. Lo ponía enfermo la calle, le acentuaba físicamente la desesperación contra sí mismo por no haber hecho nada útil todavía ni haberse aproximado tal vez ni un solo paso a la verdad.
—Los bares de aquí son muy deprimentes —dijo Susana, señalando el pequeño bar de la esquina, que tenía una luz insalubre, y del que procedía, a través del tubo de la ventilación, una pestilencia densa de frituras; luego añadió, muy rápido, igual que antes, para no conceder el tiempo de una negativa—: Tengo el coche aquí cerca, si quiere le invito a cenaren un sitio que descubrí hace poco. Le va a gustar, es un antiguo cortijo en la orilla del río.
Echó a andar, abrigada y enérgica, entre los coches aparcados. Sin convicción, aunque no del todo sin halago, el inspector la siguió, después de mirar furtivamente su reloj. No era demasiado tarde, sólo las ocho, pero habían pasado tantas horas en la casa de Fátima y anochecía tan pronto que tenía la sensación desoladora de que era de noche desde hacía mucho tiempo, como en un país boreal. Algunas noches, hacia las ocho y media, después de la cena en el comedor del sanatorio, su mujer obtenía permiso para llamarlo por teléfono desde su habitación.
—Que barrios —dijo Susana—. Cuando yo llegué no existía ninguno de estos bloques. Todo esto eran descampados y huertas, yo los veía desde la ventana de mi clase. Es prodigioso como consiguieron hacer que todo fuera horrible.
Era verdad, aunque el inspector no lo había pensado hasta ese momento. Podrían encontrarse en un barrio periférico de Bilbao, o de cualquier otra ciudad, con muros de ladrillo sucio y ropa tendida en pequeñas terrazas, garajes y aceras rotas, bares de claridad grasienta, garabatos de spray. Pero ese había sido el espacio de la vida de Fátima, el posible paraíso de sus caminatas hacia la escuela, de sus juegos con otras niñas en las escaleras de los portales y sus visitas a la papelería y a las tiendas, apretando muy fuerte una moneda en la mano, llevando una lista de cosas escrita prolijamente por ella misma. Allí estuvieron, desbaratados ahora por la muerte, los itinerarios misteriosos que dibuja la mirada infantil en los mismos lugares donde los adultos sólo ven la monotonía y la fealdad de sus vidas. .