Sin pararse a pensarlo mucho, el inspector intuía que todos ellos iban en busca de fantasmas. Tal vez no era tan necesario entender, y ni siquiera muy posible, o en realidad no había mucho que pudiera ser comprendido, más allá de la cruda evidencia de lo que sucedía, no en la imaginación ni en el subconsciente de nadie, sino en el exterior visible de las cosas y los actos, bajo la claridad del sol, de un foco poderoso o de un microscopio. Un niño no necesita entender para aceptar: el no entendió por qué su padre había desaparecido de pronto, por qué su madre se pasaba las noches cosiendo con los ojos enrojecidos a la luz de una bujía o por qué una noche de invierno le pusieron un mandil y le raparon la cabeza y le hicieron subir a un tren que despedía columnas de vapor en la estación de Atocha.
Y era posible que su mujer, en el largo periodo en el que fue claudicando al estupor y al silencio, antes de la crisis final, del traslado a la residencia, hubiera decidido en secreto que ya no iba a entender más, ni a intentarlo, ni a hacer más preguntas, ni a desear otra cosa que permanecer quieta en su habitación con cortinas de flores que disimulaban las rejas, extendiendo el brazo cuando llegaba la hora de que la inyectaran, tragando dócilmente las pastillas que le traía una monja, los labios luego apretados y la cabeza baja, como después de comulgar.
Salió de la ciudad por la carretera del oeste, más allá de las tapias y de los campos de juego del internado de los jesuitas, que ahora se habían convertido en una densa urbanización. Cuando él era niño, por la carretera casi no pasaban coches, y estaba flanqueada por una doble fila de olmos que se prolongaba hasta perderse en la distancia de los primeros cerros de olivares. Las paralelas son dos líneas que por mucho que se prolonguen nunca se encuentran: el padre Orduña, con el puntero en la mano, marcaba el compás de la repetición colectiva, y luego él, en las tardes de paseo, caminando en fila de a dos bajo las sombras de los olmos, vela sus copas alejarse y unirse en un punto lejano y pensaba con vago disgusto en la antipatía de las dos líneas de tiza sobre la pizarra, y en las vías del ferrocarril y en las hileras de olivos que también se juntaban a lo lejos.
La carretera descendía hacia el valle y al cruzar el río se iba elevando poco a poco hacía las colinas del sudoeste y las primeras estribaciones de la sierra. De día, en el aire tan nítido, bajo una claridad que resaltaba y acercaba la exactitud de todo, el paisaje no le parecía el mismo que había atravesado no muchas horas antes con Susana Grey, a la luz de una luna en cuarto creciente, en vísperas del plenilunio. Ahora todo, la tierra, los olivos, los turbiones del río, el azul del cielo sobre los roquedales de la sierra, el blanco de cal de las cortijadas, tenía un resplandor de mundo recién surgido de las aguas, una pujanza de arcillas rojizas oscurecidas por la lluvia y de vegetación reverdeciendo en laderas y barrancos que hasta unas semanas antes parecieron haberse vuelto tan áridos como las torrenteras de un desierto.
Contra su costumbre, el inspector conectó la radio en busca de música, pero no encontró ninguna que se pareciera a la que Susana Grey había puesto la noche anterior. Recordó una voz masculina que cantaba como murmurando cosas en ingles, contra un fondo de tambores y voces africanas. Como no había escuchado hasta entonces esa música, ahora la asociaba exclusivamente a la maestra, a su acento de Madrid y al olor de su colonia, que tenía un matiz de tabaco rubio y de tiza.
Pero ya eran las once menos cuarto, e igual que todos los domingos a esa misma hora estaba aproximándose a la desviación hacia la residencia, ex manicomio, antiguo sanatorio. Notaba, más fuerte que otras veces, una sorda resistencia interior a llegar. Al cabo de unos minutos no le quedarían más preludios ni dilaciones posibles, ni siquiera, como en otro tiempo, la tregua mínima de fumar un cigarrillo antes de hacer por fin algo a lo que se resistía. Ya nunca más habría esa clase de dilaciones, de treguas privadas, los paréntesis de usura temporal que se concedía en el pasado al pedir una copa última o penúltima, una dosis más de niebla y remordimiento antes de volver a casa: un cigarrillo sentado en el coche, frente al portal a oscuras, unos minutos más de tregua mientras veía arriba la única ventana iluminada en todo el edificio, a las dos o las tres de la madrugada, cualquier madrugada lluviosa del norte. En cuanto ella oía la llave en la cerradura apagaba la luz, se encogía en la cama, fingiendo dormir, sin acceder ya nunca a la monotonía del llanto o de las recriminaciones.
No habría ya zonas de niebla, paréntesis de nicotina y alcohol tras los que retirarse con una astucia de clandestinidad, respirando como un buzo una pesada atmósfera de disgusto y de culpa, más densa que la respirada por los otros. Dentro del coche, el motor apagado, en el aparcamiento de la residencia, un claro asfaltado entre eucaliptos y cipreses, el inspector se quedo un rato inmóvil, sin más gesto de nerviosismo que un tamborileo rápido y suave de los dedos de la mano derecha sobre el volante, esperando a que fueran las once en el reloj del salpicadero para subir los peldaños hacia la puerta metálica de la residencia, que se le abriría desde dentro con un sonido de resortes muy rudimentarios, con una lentitud de puerta de iglesia mientras la empujaba.
Esperando ante ella, tuvo conciencia un instante del ligero ridículo de su aspecto, una mano sosteniendo el ramo barato de flores con su envoltorio de papel de plata y la otra pasándose mecánicamente sobre el pelo, o buscando con un gesto reflejo el nudo de la corbata que no se ponía los domingos: durante un segundo se vio a sí mismo desde fuera, con algo de galán envejecido, con una aguda sensación de incongruencia, el pretendiente falso que no llama a la puerta de la señorita también madura a la que corteja, sino a la de un sanatorio mental, el marido devoto, aún no reincidente en el adulterio, por ahora, llevando flores de cónyuge culpable, acordándose sin demasiada contrición de la mujer a la que había abrazado la noche anterior sin atreverse de verdad a estrecharla, más por torpeza que por timidez, porque había perdido por completo lo que nunca llego a adquirir de verdad en su juventud, la costumbre y la sagacidad de la ternura, el atrevimiento del deseo.
La había rodeado con sus brazos mientras ella lloraba, incómodos los dos en el coche parado junto a la cuneta, frente al valle sumergido en una niebla de claridad lunar. No sabía cuánto tiempo estuvo Susana llorando, la cara cobijada en su pecho, el aliento y las lagrimas humedeciendo la camisa del inspector. De vez en cuando unos faros alumbraban un instante el interior del coche, dejándolo enseguida en una oscuridad más profunda, que volvía poco a poco a ser esclarecida por la luna, cuando las pupilas se habituaban otra vez a ella. La oyó moquear, y le ofreció un pañuelo de papel. Susana se aparto de él y se limpio la nariz y las lágrimas, buscando a tientas las gafas, que se le habían deslizado de la cara. Le pidió perdón, dijo que no debía haber bebido tanto vino, que se avergonzaba de importunarlo.
Pero era otra clase de llanto, no el mismo que él conocía de tantos años, ni el que tal vez presenciaría ahora, cuando llegara al pasillo y a la habitación donde su mujer lo esperaba Era un llanto convulso que se rebelaba y que afirmaba algo, que había impulsado a Susana a buscar el amparo urgente de sus brazos, el simple alivio de un pañuelo de papel y de un retoque en los labios y en los ojos, un regreso inmediato a la actividad, a tareas menores y precisas que rompieran la inercia del dolor, la tentación de despertar lastima: limpiar las gafas, arrancar el coche, poner de nuevo la música. «Tú no te puedes imaginar cuanta compañía me ha hecho a mi Paul Simon», dijo. En algún momento de la cena habían empezado a tutearse.
Él conocía otro llanto: el que casi no se escucha, sofocado por una almohada o al otro lado de la puerta cerrada de un cuarto de baño con los grifos abiertos, el que duraba con la monotonía de la lluvia del norte y no parecía que aguardara consuelo ni final, el llanto seco en la oscuridad, como una queja por un dolor físico que no iba a recibir alivio ni ayuda y ya ni siquiera los solicitaba.
En el pequeño jardín, delante de la puerta de entrada, había una estatua de la Inmaculada Concepción, blanca, sin duda de escayola. La familia de ella había elegido el psiquiatra y la residencia y pagaba los dos. Nada más cruzar la puerta se ingresaba en un espacio de sugestiones eclesiásticas: al fondo, tras la mesa del recibidor, una enfermera examinaba de arriba abajo a los recién llegados, y su uniforme blanco y su toca tenían, como su cara grande y sin maquillar, un aspecto entre medicinal y monjil, un punto de severidad penitenciaria. En todas partes, incluso en las habitaciones de las pacientes y en los lavabos, sonaba un fondo débil de música coral o de órgano, como un hilo musical especialmente concebido para fines eclesiásticos. El psiquiatra jefe, al que no le faltaban ademanes y suavidades de cura, le había dicho al inspector que esa música relajaba mucho a las pacientes, igual que la pintura ligeramente rosada de las paredes y que los cuadros de valles alpinos o de escenas religiosas colgados de los muros a distancias iguales.
No había un lugar reservado para las visitas. Las internas deambulaban con las suyas por los corredores o por los senderos del jardín posterior, si hacia buen tiempo, o se sentaban en los sillones de plástico marrón de la sala llamada de actividades recreativas, donde había una máquina de cafés, varias mesas con tapetes verdes, tableros de ajedrez y barajas de cartas y un televisor que las mujeres más viejas miraban en silencio durante horas, despeinadas, en bata y zapatillas, fumando algunas con chupadas veloces y húmedas y usando como ceniceros los vasos de plástico del café con leche.
Otras veces su mujer lo había esperado allí. La busco entre las caras viejas y el humo del tabaco y comprobó no sin alivio que no estaba. Subió entonces a su habitación, llamo a la puerta con los nudillos, diciendo el nombre de ella, pero tampoco la encontró. Mujeres solas pasaban a su lado y se quedaban mirándolo. Era un cuarto pequeño, con algo de pueril en la decoración y en los muebles, como el cuarto de soltera de una chica dejado intacto por los padres después de su marcha. Uno esperaba encontrar sobre la colcha el infantilismo, rancio de un oso de peluche, de una muñeca vestida a la última moda de quince o veinte años atrás. Sobre la cabecera de la cama había un crucifijo del que pendía un rosario. Las únicas huellas de la presencia de su mujer, o de alguien, eran unas zapatillas de paño al pie de la cama y una revista atrasada del corazón sobre la mesa de noche.
Salió enseguida de la habitación, con desagrado de intruso, Y la vio venir desde el fondo del pasillo, entre las otras mujeres que caminaban a un paso semejante al suyo, como por una calle en la que sólo anduviera gente sonámbula, cruzándose sin verse, sin hacer ruido al pisar, todas con zapatillas deportivas o de paño, con babuchas de borlas, con batas de casa o chándal, despeinadas algunas, como si acabaran de levantarse en la pereza y el desorden de un domingo domestico, otras con el pelo muy tirante en la frente y en las sienes, o muy corto, como igualado de cualquier modo a tijeretazos. Iban y venían a lo largo del pasillo, solas, casi todas fumando, con caras idiotas o trágicas o aterradas o sin ninguna expresión. Entre ellas, dolorosamente reconocida y también del todo ajena, con un grado horrible de extrañeza, como alguien a quien le han dejado el mismo cuerpo y le han cambiado el alma, le han trasplantado el cerebro de otra, estaba su mujer, más semejante a las otras que a quien había sido antes de ingresar allí, aunque todavía identificable, con los pasos cortos, los brazos cruzados, el puño derecho bajo la barbilla, en una actitud de concentración desesperada y vana, un poco despeinada, aunque no mucho, lo suficiente para sugerir una irregularidad en aquella mujer de aspecto tan formal, que llevaba, a diferencia de casi todas las demás, una falda y una blusa conjuntadas, un collar de perlas artificiales, unos zapatos de bacón bajo. Él los había oído antes de verla, sus tacones resonando en el pasillo entre el rumor de suelas de paño y de goma. Venia despacio, con la cabeza inclinada, aunque no tanto como para mirar únicamente al suelo, tan solo eludiendo por instinto el peligro de ver de frente algo inesperado o desagradable, cualquier cara o presencia que la amenazase.
Uno descubre en las caras de los otros los avances de la edad que no sabe o no quiere ver en sí mismo. Viendo a su mujer cada siete días, el inspector tenía la sensación al encontrarse con ella de que no había pasado una semana desde la última vez, sino al menos un año. Cuando se miraba en el espejo enumeraba para silos progresos de la vejez, las arrugas nuevas, la caída algo más pronunciada de la piel del mentón o de las bolsas debajo de los ojos, los cabellos más grises, los que se quedaban prendidos entre las púas del peine o desaparecían en la espuma sucia del sumidero de la ducha. (El padre Orduña, en la tarima del aula o en el pulpito, alzando el dedo índice: «Ni una hoja cae de un árbol ni un pelo de vuestras cabezas sin que lo sepa vuestro Padre que está en los Cielos».)
Pero era al ver a su mujer cuando adquiría de verdad una noción exacta y devastadora del efecto del tiempo. Lo que a ello iba gastando despacio a ella la destruía. A la enfermedad del miedo, a la intoxicación del rencor y de la muerte, el había sobrevivido como al alcohol, estragado y no roto, firme todavía. Pero ella no. Ni el tiempo ni la soledad ni el temor los había podido soportar indemne durante tantos años. Ahora vivía en un limbo de psicoterapias católicas y de inyecciones que la dejaban coja durante días y le borraban la memoria hasta de su nombre y rosarios y novenas en los que recobraba sonámbulamente una antigua y temerosa religiosidad cerril. Con la misma unción con que la narcotizaban de transiliums las monjas o enfermeras le dejaban encima de la mesa de noche estampas con jaculatorias y con dibujos de una piedad rancia y pueril, de cuando ella era niña, la Virgen rodeada de cabezas de ángeles y pisando descalza la cabeza de una serpiente, el alma cruzando un puente frágil sobre un precipicio y el Ángel de la Guarda flotando sobre ella para protegerla.
Tardo en verle, porque no alzaba del todo los ojos, pero sabía que estaba buscándola, había escuchado la llamada de la enfermera por los altavoces. Se acercaba como con miedo a descubrirlo, y cuando alzo un instante los ojos y lo vio tan cerca volvió a apartarlos, se quedo quieta, los ojos hondos y un poco vidriosos, rendida, como un animal que ya solo confía en la exhibición incondicional de su vulnerabilidad para no ser agredido por el dueño furioso. Estaba inmóvil, en medio del pasillo, mientras las otras mujeres iban y venían rozándose con ella, con un aire de prisa vana y agitada claustrofobia, la prisa sin destino con que caminan los presos por el patio de una cárcel. Fue a abrazarla y noto que los músculos se le contraían al tacto de sus manos, pero la estrecho contra sí, aunque sin ternura, con una mezcla innoble de frialdad y de lastima. Ella no hizo nada, solo dejo caer los brazos a lo largo del cuerpo, y al mirarla tan cerca el vio en la hondura vacía y turbia de sus ojos el efecto de las pastillas y de las inyecciones, una calma cenagosa que no podía ser sacudida por nada, pero que se quebrada en temblores de pavor y alucinaciones de persecución en cuanto disminuyera el efecto de las medicinas.