—¿Cómo te encuentras?
—Bien, como siempre.
—¿Te han puesto esta mañana la inyección?
— Vinieron a las seis, pero ya estaba despierta.
—¿Te dolió mucho?
—Me eche en la cama y no me acordaba de nada. La enfermera decía un nombre y yo no sabía que era l mío.
Lo más difícil de todo no era mirar aquellos ojos en los que parecía que ella no estaba, sino mantener un simulacro aceptable de conversación, una secuencia fluida de preguntas y respuestas. Había que repetirle las mismas cosas que otras veces, porque las olvidaba nada más oírlas, y no mostraba mucho interés en conversar, tal vez porque carecía de la retentiva suficiente como para enlazar una frase con otra, una contestación y una pregunta. La medicación le atenuaba la angustia borrándole temporalmente la memoria, amputándole una gran parte de su conciencia y de su identidad.
—¿Han venido tu madre y tu hermano a verte?
—Creo que no —bajó la cabeza, se pasó la mano por la cara—. Espera. Me parece que sí
,
ayer o anteayer.
Le dio las flores, ella las miró un segundo, le sonrió para darle las gracias, con un frunce de labios casi infantil en su cara envejecida e hinchada, y enseguida se olvidó de ellas, parecía no saber qué finalidad atribuirles, intrigada por el manejo de un artefacto desconocido. Ella tomó del brazo y la condujo despacio a su habitación, y sin poderlo evitar saludaba con una inclinación de cabeza a las mujeres que lo miraban más fijamente, falso y paródico otra vez, como cuando eran una pareja de novios y daban un paseo los domingos por la mañana, después de misa de doce, antes del vermú y de la bandejita de pasteles comprada en una confitería, treinta años atrás, en la capital de provincias de donde ella tal vez no habría salido nunca si no se hubiera encontrado con él, un estudiante pobre y disciplinado de Derecho del que su familia no se fiaba, aunque contara con la protección de los jesuitas locales y tuviera él mismo un cierto aspecto de seminarista. La visitaban ahora y se lo decían, la madre viuda de registrador y el hermano notario y con algo de viudo el también, venían vestidos de negro de su lejana provincia, le recordaban agravios guardados durante décadas como tesoros de avaricia, viejas advertencias que ella no había querido escuchar y a las que ahora asentía muy dócilmente, sin oírlas siquiera. «Hay que ver, hija, con tan buenos pretendientes que tenias, y mira al que fuiste a escoger, mira la vida que te ha dado.»
Las manos limpias, las manos blandas de tanta humedad, las manos rojas del trabajo y del frío, las manos con dedos grandes, con uñas cuarteadas, de filos ásperos y córneos, las uñas siempre con un borde negro, a pesar del jabón y del agua caliente, de los chorros de agua hirviente o helada bajo los cuales se ahuecan y frotan las manos tan rojas, con una humedad de carne cruda, con una palidez de manos enfermas que no se corresponde con su tamaño ni con la fuerza de acero de los dedos, acostumbrados a apretar, a arrancar cosas, a clavarse como garfios en los escamosos vientres abiertos para extraer en un solo movimiento rápido las vísceras: manos rápidas, expertas, eficaces y crueles, manos que alzan cajas resbaladizas de humedad y de grasa y mugre de pescado, que se retuercen la una enredada a la otra en los momentos de inactividad, ocultas bajo el mandil sucio, nerviosas, deformadas, envejecidas por tanto trabajo, por el roce con superficies ásperas, con cosas húmedas y frías, dotadas de espinas, endurecidas por el frío de los congeladores, manos mucho más viejas y cuarteadas que la cara, como injertadas en otro cuerpo más joven y de apariencia más débil, que no pueden ocultar el castigo diario del trabajo ni tampoco el olor, sobre todo el olor, que se queda en todo, en el cristal de una copa, en las monedas y en los billetes de un cambio, en el botón de un ascensor, en la hoja de una navaja automática, que infecta el aire, que nunca puede ser desprendido por completo de la ropa, de la piel, del pelo, a pesar del jabón, de la colonia, de los hábitos maniáticos de la limpieza, las manos sumergidas en el agua, rojas y reblandecidas en el lavabo, surgiendo del vapor, del humo, chorreando al ascender como animales emergidos e idénticos, carnosas criaturas marinas, como los calamares, los pulpos, las rayas, las potas, los rapes, manos arracimadas en cajas de pescado, cortadas y expuestas, amputadas, con un lado todavía sangriento, como el lomo de un gran pez recién cortado por la mitad de un hachazo, manos que se mueven solas, que buscan, que arrastran a quien se siente quirúrgicamente cosido a ellas, quietas y alerta, pálidas en la oscuridad del insomnio, posadas en la cama, reclamando algo, tirando, curvándose sobre la cara delante del espejo, los dedos abiertos entre los cuales se asoman los ojos como a una celosa, manos de apariencia vulgar, semejantes a tantas otras manos maltratadas y endurecidas por el trabajo, manos anónimas, como encapuchadas en el interior de los bolsillos, replegándose sobre sí mismas como se cierran las patas articuladas y afiladas de un cangrejo, con huellas digitales que van quedando en todas partes, como queda el olor, y también imborrables, así que sería preciso protegerlas bajo guantes de goma, para que solo dejen las señales rojas de los dedos, el negativo de los dedos abiertos en una piel tan fácil de hundir como arcilla, de rasgar con las unas, con sus filos córneos, siempre rotos y ásperos, con ese olor que sigue notándose si se acercan mucho las uñas a la nariz a pesar del jabón y el roce frenético: manos que apresan, que arrancan, que hienden y buscan en la oscuridad, que emergen mojadas, pegajosas, como de un pescado abierto, que separan labios y dientes apretados, que sellan una boca cuando va a surgir de ella un grito y luego se queda abierta y nada se escucha, igual que ya no ven los ojos tan abiertos, con un brillo de vidrio en la claridad de la luna llena; manos que luego no conservan ninguna señal de lo que hicieron, manos tranquilas, inmóviles en barras de bares, apretadas por otras manos ignorantes, manos comunes, que pueden pertenecer a cualquiera, que no dejan casi huellas digitales, manos invisibles, las manos automáticas que repiten gestos y destrezas y que sin duda guardan una memoria más poderosa que la de la mirada, probablemente inmune al remordimiento, una sensación particular de blandura, de carne frágil, inmediatamente vulnerable, de saliva, de sangre, de materia viva hendida y desgarrada, como la hendidura de unas agallas en la que clavan las manos los garfios de las unas y se hunden y horadan y agarran, manos desconocidas, peligrosas, delatoras, manchadas, ocultas en bolsillos, impacientes por llegar al refugio de la impunidad, por encorvarse juntas bajo el agua del grifo, muy caliente, para que lo desprenda todo, tan caliente que ningunas otras manos la podrían soportar, manos que frotan y usan el jabón y extienden la espuma y son aclaradas y luego vuelven a restregarse de jabón y a someterse al chorro de agua del que brota un vapor espeso y cuando ya están hinchadas y rojas, de un color de caparazón de crustáceo cocido, se frotan con más energía y más rabia aún en la tela grumosa de una toalla, y ya parece que no van a conservar el rastro de ningún olor, pero aún queda algo, indeleble, no el olor de la sangre, ni el de la piel sudada ni la saliva ni la ropa infantil, sino el otro olor, perpetuo, el olor del pescado, perceptible en las uñas, en el cerco negro que siempre queda bajo su curvatura, en los intersticios de la piel cuarteada.
Mira las dos manos posadas en la barra, encima del paquete de Fortuna y del mechero, desconocidas, ajenas a él, dotadas de una movilidad interior y autónoma, como la de las langostas o los cangrejos en los cajones de la pescadería, muy temprano, mucho antes de que se abra al público el mercado, de noche todavía, cuando resuenan en las bóvedas con vigas de hierro los gritos de los descargadores y los cláxones de las furgonetas, tantas patas enredándose entre sí, queriendo clavarse en las corazas pinchudas y ásperas, que pueden desgarrar la piel si se las roza sin cuidado, moviéndose igual que antenas de insectos, que los pelos de los infusorios bajo la lente del microscopio, hace tantos años, en el Instituto, cuando las manos no eran todavía así, más suaves entonces, sin cicatrices ni callos, pero ya clandestinas, ya furiosas y vengativas, las uñas clavándose en la palma bajo la madera del pupitre, tanteando en la bragueta, en la oscuridad del cine, bajo la gabardina doblada en el regazo. Mira las dos manos, ajeno a ellas, con desagrado, igual que mira al camarero y a la gente del bar, desagrado y recelo, algo parecido al asco, aunque también al orgullo, son manos más fuertes que las de cualquiera de esos afeminados que tienen sueldos fijos y no madrugan y pueden permitirse el lujo de ponerse malos o de ir a la huelga, entre el pulgar y el índice puede aplastar sin la menor dificultad la chapa de un refresco o partir la cáscara de una nuez, con las dos manos y apretando los dientes es capaz de doblar una barra de hierro, quien iba a decirlo, con esa cara, diría la vecina, un día que estaba más irritado de lo común con los viejos dio un puñetazo en una de esas puertas de contrachapado y la atravesó entera. Lleva la fuerza en las manos igual que lleva la navaja en el bolsillo y el pelotazo de ron en la nuca, duplicado ahora, no en la clandestinidad de su armario, sino en la barra del bar, donde ha entrado sin pensarlo mucho, sin acordarse de que ya había estado aquí otra vez, pero entonces no había en la pared, entre los anaqueles de las botellas y los posters de equipos de fútbol, esa foto en color recortada de una revista, rodeada por un marco barato, con un pequeño lazo negro de luto en un ángulo, todo ya sucio, enturbiado por el humo y la grasa de la cocina, la sonrisa de la niña debilitada o desvanecida por el paso del tiempo, aunque no hace tanto, ni se acuerda, dos meses, dos meses enteros sin subir por estas calles con las manos bien ocultas en los bolsillos de la cazadora, que esta vez es de invierno, porque en este tiempo no ha dejado de llover. Ha subido a este barrio tan lejano sin proponérselo, como podría haber caminado hacia otra parte, distraído, excitado, con esa rápida embriaguez que le provoca la gente, las luces de las tiendas, el ruido del tráfico en las calles, hablando él solo, aunque sin mover casi nunca los labios, apretando las llaves o la navaja en el bolsillo de la cazadora. Ha dejado atrás la plaza de la estatua, sin mirar siquiera hacia los balcones de la comisaría, ha subido por la calle de la Trinidad y al pasar junto a las escalinatas de la iglesia se ha acordado de aquella vez, de la multitud bajo los paraguas, los reflectores de la televisión humeando bajo la lluvia, los ecos de los rezos y de los cantos en los altavoces, pero se le olvida pronto, todo pasa muy rápido, como la gente a su lado, como las fachadas de los callejones o los signos del tráfico cuando conduce de madrugada y acelera para imaginarse que no va en la furgoneta de reparto de una pescadería, sino en un coche deportivo, un Ferrari Testa Rossa, o uno de esos todoterrenos tremendos que van por la calle como amenazando con aplastarlo todo. Todo pasa muy velozmente, dentro y fuera de él, en la conciencia, en la calle, donde ya es de noche y están encendidas las luces de los comercios, y más arriba las farolas de la parte nueva, las avenidas modernas que le dan tanta envidia, con sus bloques de pisos con portero automático y calefacción central, con las cocinas como las que salen en los anuncios, y no esa cocina horrenda y oscura donde la vieja hace la comida, sus potajes brutales, como para alimentar no a personas normales, sino a cortijeros, a cavernícolas, que es lo que son ellos dos encerrados en su casa como alimañas en una cueva, en las ruinas del barrio cada vez más deshabitado, el barrio histórico, nada menos, se podían meter la historia y las piedras y las iglesias en el culo. Ha subido a lo que llaman la Torre Nueva, donde hay edificios de ocho o diez pisos que da vértigo mirar, y donde está la estatua de aquel torero que le gustaba tanto al viejo, Carnicerito, que trabajaba también en el mercado, y mira como prospero, repite, de carnicero a estrella de la fiesta, se compro un coche como los que llevaban antes los señores, seguro que a él no le daba vergüenza haber tenido el mismo oficio que su padre, como si carnicero fuese lo mismo que pescadero, los carniceros no apestan, no van por ahí dejando su hedor en todo lo que tocan, como un molusco va dejando su baba. La estatua se ha quedado enana y perdida entre los edificios, al principio de una avenida recta que sube hacia el norte, recta y ancha, con bloques de pisos a los dos lados, con grúas y excavadoras en los solares, no ruinas, no bardales comidos por los jaramagos, iglesias viejas y ventanas con los postigos arrancados. Vida, movimiento, negocios, concesionarios de coches, bares de bronca, ferreterías, escaparates inmensos de maquinaria agrícola, de cosechadoras y tractores, tiendas de cocinas y de cuartos de baño, extensiones de loza brillante, de azulejos, de espejos y griferías doradas, hasta bañeras redondas, no el asco de cuarto de baño donde el debe ducharse, con la cortina de plástico sucia de hongos, no infectada por los microbios del viejo porque lo que es ducharse el viejo no se ducha nunca, grifos de los que caerá un chorro fuerte y cernido de agua hirviendo que no empezara a salir helada de pronto porque se haya acabado la bombona de butano. Se queda como un idiota mirando los escaparates, iluminado por ellos en la noche prematura del final de noviembre, las manos en los bolsillos de la cazadora, el cuello subido, porque ha empezado a hacer frío, el viento viene ahora del norte, contra él, avenida abajo, y al final de la calle, lejos, en la distancia recta, la luna inmóvil sobre los aleros parece moverse a toda velocidad, entre las nubes empujadas por el viento, se mueve y esta quieta, ingrávida, como un globo, grande, amarilla, una gran cara hinchada de facciones borrosas, asomada sobre los tejados, viéndolo todo, a él también, a nadie más que a él, que camina en dirección a ella por la avenida recta, y que la pierde de vista al doblar una esquina, sin saber todavía hacia dónde va, sin pensarlo, ahora por una calle en cuesta, más a oscuras, donde solo están iluminados uno o dos talleres de coches, talleres pequeñitos y sórdidos, con mucha grasa y herrumbre, con carteles de tías desnudas en las paredes, todo grasiento también, tiznado, manchado, también en ese oficio las manos están siempre pegajosas y sucias. No conoce bien esta parte de la ciudad, así que tarda en orientarse, calles iguales con bloques de pisos y ropa tendida en las terrazas, tiendas y talleres pequeñitos, bares con azulejos y barra de cinc, todo confuso, hecho de cualquier modo, aceras estrechas y rotas invadidas por coches y por cubos de basura, persianas metálicas echadas, más bares, todos idénticos, todos despiden un tufo igual de tabaco y frituras, frituras de pescado.