Plenilunio (17 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Plenilunio
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Alguien hace una llamada telefónica, avisando que ha llegado, pero sin decir ningún nombre, alguien se da una ducha larga y se tiende luego en la cama aletargado por el cansancio del viaje y decide que no hay prisa, que hasta la mañana siguiente no será necesario empezar su tarea, que según las muestras que lleva en una cartera negra con resortes dorados es la de representante de una fábrica de pinturas radicada en Villaverde Alto, provincia de Madrid. Elige un restaurante en la guía, decide dar una vuelta esa noche por la parte antigua de la ciudad, donde según ha leído hay edificios muy notables, iglesias y palacios del renacimiento. Cinco días más tarde se instala en un piso alquilado, con unos cuantos muebles viejos. Cada noche, después de cenar un bocadillo y una lata de cerveza, conecta un pequeño ordenador portátil y escribe con dos dedos, muy rápido, equivocándose y borrando con la misma impaciencia, inclinándose mucho sobre la pantalla, tanto que cuando apaga el ordenador le duelen la espalda y la nuca.

«... La tarde del 10 de octubre y la del 23 de octubre, en vez de volver al domicilio después del trabajo tomó una dirección nueva y fue a un edificio religioso casi a las afueras de la ciudad, de acceso y retirada muy fáciles en coche, con calles laterales anchas. Visita de tres horas, no se sabe si en relación con las investigaciones que se trae entre manos.

Cambia de acera con frecuencia. Se para en los escaparates y se vuelve muy rápido. Come todos los días entre dos y media y tres y media en la cafetería Monterrey, siempre en la misma mesa individual: controla por la ventana la plaza y esta de frente a la única puerta de entrada al comedor, al final de una escalera que sube desde la planta baja de la cafetería. Ya no toma alcohol y no fuma. En cada comida se toma varias coca colas. Luz del salón del domicilio encendida hasta las doce de la noche. No sale a cenar. Compra los viernes en un supermercado del barrio, SuperDani–4., con barras de control a la entrada y salida y parte trasera con acceso a almacén y muelle de carga y descarga. A la una apaga la luz del dormitorio. Algunas noches se vuelve a encender horas más tarde. No sale por las noches, a no ser por cosas del trabajo. El 15 de octubre lo recogió un coche de la policía sin señales de identificaci6n a las 12.45 de la noche. El número de su teléfono no viene en la guía. Cuando no está trabajando pasa solo la mayor parte del tiempo. No recibe visitas. Hace todos los días lo mismo, pero nunca lo hace de la misma manera. En la cafetería del Monterrey, el 4 de noviembre a las 10.15 de la mañana se le acercan mientras desayuna un periodista y un fotógrafo de los pocos que todavía esperan alguna novedad en el caso de la niña. Los saluda muy serio, mira con desconfianza a la cámara. No deja que le hagan fotos. El fotógrafo y el periodista le quieren pagar el café, pero él se niega, les dice adiós y se va. A los otros les falta tiempo para hablar mal de él, no hace falta acercarse mucho para oír lo que dicen. Si me llega a tirar aquella vez la cámara le pongo una denuncia, dice el fotógrafo. Comentario del periodista, a comprobar bien, por si interesa dar salida a la historia: "me han contado que este cabrón empezó de social en la universidad, cuando Franco, denunciando gente".»

Capítulo 15

Lo siente ahora, ha empezado a sentirlo y no se daba cuenta aún, ha sentido, con el primer trago, el dulce fuego en la garganta y en el estomago, el primer golpe de aturdimiento, el sabor luego en el paladar, mezclado con la saliva, diluido en ella, pero eso, el primer efecto del anís, su dulzura ahora expandiéndose por todo el cuerpo como la sangre por las venas, no es lo que más le importa, ni lo que siente con más fuerza. Es una sensación de vértigo, de peligro, pero también de seguridad, una cosa cálida que crece en su estomago y le sube hacia la garganta mientras mira alrededor suyo el espectáculo turbulento y mono tono de todos los días, los vendedores en los puestos, detrás de las pilas de verduras o de fruta, de la abundancia obscena de los pescados y las carnes, el ruido de las voces de las mujeres, los gritos de los descargadores, los alaridos tremendos de las pescaderas. Es un poder, una potestad, la conciencia exacta y secreta de lo que lleva escondido en el bolsillo derecho del pantalón vaquero, oculto pero abultando un poco, porque el pantalón era muy ceñido. Le basta, acodado en la barra del bar, frente a la copa de anís seco que acaba de pedir, y que deberá beberse en dos tragos, en menos de un minuto, antes de que noten su falta, con deslizar su mano derecha por el costado y tocar la dureza, la intuición fulgurante del metal saltando con una velocidad y un sigilo de resortes de acero, un relámpago en la mano derecha, en los dedos sucios, húmedos, tan impregnados de olor que ya huele también como ellos el cristal de la copa, todo se contamina, se contagia enseguida, se pudre, solo el aroma del anís es lo bastante fuerte como para borrar la pestilencia, aunque sea unos segundos, durante el gesto de ebriedad y delicia de apurar la copa echando hacia atrás la cabeza. Con el dedo índice reconoce la forma de la navaja cerrada en el bolsillo, y ahora nota que el corazón le ha empezado a latir más fuerte, que se le queda seca la boca, saliva y anís diluido en ella, el sabor del alcohol parecido en su crudeza al sabor de la sangre, la herida del filo en la palma de la mano, muy leve, invisible al principio, luego convirtiéndose en una línea rojo claro de la que brotaba la sangre con una fluidez inesperada, sin que él hubiera sentido el dolor ni la profundidad del corte: había sido el mismo temblor, la misma urgencia, la navaja abierta en la mano y la palma cerrándose en torno a ella con una fuerza a la que era muy fácil abandonarse, como al efecto del primer trago crudo de anís o de whisky o al impulso de salir a la calle a mirar y a buscar y la tentación y el vértigo impune de detenerse junto a un portal, al lado de un panel de porteros automáticos, detenerse y elegir al azar un timbre y pulsarlo con el dedo índice, el corazón palpitando, la espalda apoyada en la puerta de cristales, con un aire perfectamente casual, el dedo índice de una mano tocando en los llamadores de los pisos y las yemas de los dedos de la otra rozando el bulto escondido en el bolsillo, conteniendo las ganas de deslizarse hacia la bragueta tensa de los vaqueros, un deseo urgente, irremediable, tan fuerte que se convertía en una presión en las sienes y en un principio de sudor, como cuando se ha bebido a una temperatura calurosa, al salir del trabajo, en el mediodía incandescente del verano. Los ojos espiando, a la derecha y a la izquierda, mientras se vuelve a llamar y se espera a que alguien conteste, pero no hay peligro, siempre hay gente que llama a los porteros automáticos, mensajeros, empleados de tiendas, vecinos que han olvidado las llaves. Y sin embargo el peligro forma parte de la tentación, es el peligro lo que ha sentido nada más beber el primer trago de anís, a media mañana, en el bar del mercado. El camarero tiene la cara vuelta hacia el televisor, y el ruido del programa matinal que lo tiene tan absorto se mezcla con el rumor de pasos y de gritos de la gente amplificado por las grandes bóvedas con vigas de metal. Un trago, un pelotazo, menos de un minuto, nadie se entera, y si se enteran que, bastante trabaja uno para que se forren otros. Ahora, siempre que mira un televisor encendido, se acuerda de cuando vio en las noticias la cara de la niña, y aunque sabe que es imposible imagina que cualquier día puede ver su propia cara, y al pasar junto a las tiendas de electrodomésticos de la calle Nueva siempre mira con recelo los televisores encendidos de los escaparates, uno tras otro, las imágenes moviéndose en silencio, idénticas o multiplicadas, la locutora de un telediario, un paisaje africano con animales salvajes, una de esas telenovelas de después de comer que están viendo siempre su padre y su madre. Y de pronto la niña, desconocida, con otro peinado, con una cara sonriente, no estaba seguro de haber sabido quien era si no hubiesen dicho su nombre, si no hubiesen mostrado después las imágenes del terraplén, la zanja, las agujas de los pinos, la cartulina azul atada con una goma que la niña no había soltado a lo largo de todo el camino, a través de toda la ciudad, la mano derecha apretándole el hombro y sintiendo la forma frágil de los huesos debajo de las yemas de los dedos, el temblor en las sienes, el fuego en el estomago, como un primer trago de whisky o de anís después de muchas horas de ayuno, esa tarde había tomado un par de ellos. Había tomado un primer whisky, Doble W con hielo, sentado en el taburete, el bulto presionándole sobre el muslo, en el bolsillo derecho del pantalón demasiado apretado, pero nadie podía saber lo que guardaba allí, y aunque se supiera, que importaba, uno tiene derecho a llevar una navaja, el mismo derecho exactamente que a tomarse un whisky con hielo y pedir otro más o a caminar por la calle buscando lo que nadie más sabe, nadie va a decirle a uno nada por llamar a un portero automático o por entrar a un portal y mirar los nombres de los buzones, nadie puede notar el temblor en las manos, la presión en las sienes, el fuego en el estomago, la presión violenta en la entrepierna, bajo la tela tan vasta y apretada de los vaqueros, el instante de vértigo en que una mujer o una niña va a entrar en el ascensor y el sostiene la puerta y entra también, rápido, sonriente, callado, con el aire de ausencia y disculpa que suele ponerse en los ascensores, tan cerca de los otros, de los desconocidos, en la caja cerrada, en la celda sin salida que asciende, que puede ser detenida con un simple gesto del dedo índice, un segundo antes de que la otra persona salga de su ensimismamiento y mire de otro modo, sin alarma todavía, sin miedo, tan solo con extrañeza, durante unas décimas de segundo, antes de ver la mancha de sangre en la palma de la mano, antes de oír el chasquido de la navaja al salir del bolsillo derecho del pantalón, tan ajustado que hay que hundir en ellos dedos con cierta dificultad para atraparla. Traga saliva, ha apretado demasiado los dientes y ahora al sabor de la saliva y del anís desleído en ella se mezcla el de la sangre, igual que se le mezcla la intensidad del recuerdo y la del vaticinio, el impulso que no quiere o no sabe contener, la tentación de llegar al filo, de no traspasarlo, de seguir a una chica joven o a una niña hasta el ascensor y en el último momento hacer como que echa a andar hacia la escalera, la voluptuosidad de detener las cosas en el punto justo de máxima tensión, de ir aproximándose a ellas y no llegar nunca, un perdón secreto, la suspensión en el último instante de una condena inapelable que sin embargo era desconocida por quien casi habla llegado a sufrirla.

Pero nadie lo sabe, parece mentira, da risa, todos buscando, los periodistas y los policías, todos esos gilipollas venidos de Madrid y de Sevilla y dicen que hasta del extranjero, acampados en la plaza, debajo de la estatua, con sus cámaras y sus trípodes y sus antenas parabólicas, corriendo hacia la puerta de la comisarla cuando va a salir alguien, el comisario o inspector del pelo gris que apareció luego un momento en el telediario, enseguida apartó la cara y le dio un empujón al tío de la cámara, se oyeron gritos y las imágenes oscilaban. De modo que era ese el detective, pero en España no se llaman detectives, aunque se ve que son igual de imbéciles, pues no va el tío y dice en el periódico que tiene una pista, no, un perfil, eso dijo, el se acerca a la plaza tan tranquilo, rozando con disimulo el bulto de la navaja en el pantalón, y cuando pasa entre los periodistas piensa, cabrones, si supierais, si yo os contara lo que no sabe nadie más que yo, nadie en el mundo, tan listos que sois todos, tan decididos, se nota que vienen de la capital, arrasando, con malos modos, las mujeres sobre todo, hasta la rubia que presenta un programa por las noches, lo hizo en directo des de la plaza, hablando al pie de la torre del reloj, media ciudad estaba viéndolo en la televisión y la otra media había acudido a ver en persona a la rubia tan multitudinariamente como en las procesiones del viernes santo, aplastándose los unos contra los otros detrás de las vallas custodiadas por la policía. Era muy de noche, había empezado a lloviznar y los focos echaban humo y provocaban una claridad blanca intolerable, y la presentadora rubia, más pintada que una puta, la cara blanca de polvos y cremas, hablaba debajo de un paraguas. «En esta ciudad histórica», dijo, «en esta joya del renacimiento», y a la mañana siguiente las mujeres en el mercado charloteaban como locas, excitadas, más gritonas todavía que en los días normales. Ya hasta se les había olvidado la muerta, de la que hablaban era de la otra, la presentadora rubia, rubia tenida, desde luego, tenida y operada, que se había saltado luego los precintos de la policía y había estado transmitiendo desde el mismo sitio en el que apareció la muerta. Se veía todo, decían las mujeres, contándose las unas a las otras lo mismo que todas habían visto, los jardines de la Cava, la pared del cine abandonado, los pinos y la zanja. También lo había visto el, junto a los dos viejos, que remedio, los tres sentados a la mesa camilla, la vieja llorando y el padre murmurando por lo bajo como si masticara o mordiera, «ese no paga ni con la muerte», decía, «a ese hay que cortarle los cojones y que se desangre, muerto y matado, y que lo entierren en un muladar, que yo no quiero tenerlo cerca cuando me lleven al cementerio».

Masticaba o mordía, se quitaba la dentadura postiza y la dejaba en la mesa, las encías rosas y los dientes sucios de pizcas de comida, encima del hule viejo que él llevaba viendo desde que tenía memoria, el muy puerco, no le ajustaba bien la dentadura y se la iba dejando siempre por ahí, en cualquier sitio, y también el vaso de plástico donde la ponía en remojo, que ni siquiera era un vaso, sino una botella de agua mineral cortada por la mitad, el muy rata, se había entretenido el mismo en cortarla con las tijeras, haciendo ese ruido que hacía con los bronquios o los pulmones. No quiere gastar nada, no se fía de nadie, esta siempre mirando y repasando la cartilla de ahorros y las cuentas de la luz, del agua y del teléfono, y que manera de comer, el ruido de la boca y el de la laringe o los bronquios o lo que quiera que tenga ahí adentro, un cáncer, quién sabe, como aquel vecino que había antes en el callejón, hace muchos años. Lo operaron y le sacaron algo, el aguajero, decían los muy bestias, hablaban de la gente como de los animales, le sacaron algo de la garganta y ya no podía hablar normal, y le quedo un agujero encima del último botón de la camisa. Hablaba llevándose un micrófono a aquel agujero, movía los labios pero las palabras no le salían por la boca, y la voz metálica daba todavía más miedo que el agujero negro en la garganta, daba mucho asco y era imposible apartar los ojos de él, de ese hueco moviéndose entre la piel arrugada. Ya no se acuerda de como se llamaba aquel vecino, que murió hace muchos años, no como estos, que van a durar siempre, porque ahora los viejos no se mueren ni a los cien años, pueden durar veinte o treinta años cargándose y meándose encima, y cualquiera los mete a estos en una residencia. El viejo lo está diciendo siempre, que él se muere en su casa y en su cama, pues nada, que se muera como le dé la gana, pero que no dé más por culo. Por ahora todavía se valen, pero dentro de cuatro o cinco años cualquiera sabe, aunque tampoco sean tan viejos ninguno de los dos. Pero es que siempre fueron viejos, al menos el no los recuerda jóvenes, ella siempre de negro y con el pelo gris y sucio y el con la boina y la chaqueta de pana, y las camisas abotonadas hasta la nuez con el cerco negro en el cuello, porque sólo se ducha cuando Dios quiere, así que cuando se sienta a la mesa no sólo hay que verlo y que oír su dentadura, sus pulmones o sus bronquios podridos, sino además oler su olor, el olor retestinado de tantos años de trabajo inmundo y el otro, el más reciente, el olor a viejo que no se lava, como si hoy en día no hubiera duchas y cuartos de baño y agua caliente, como si tuviera que lavarse todavía a manotadas en el corral. Pero tampoco quiere gastar butano, hay un escándalo cada vez que el enciende el calentador, parece que la llama azul del gas le estuviera quemando las manos al viejo, prendiéndole fuego a su cartilla de ahorros. Venga, dice, masticando, otra ducha, y además se tirara dos horas metido en el water. Dice water siempre, nunca cuarto de baño, los dineros en vez del dinero, y los huesos de la boca en vez de los dientes, y dice hacer de cuerpo y regoldar y paéres en vez de paredes, que bestia, parece que se hubiera criado en un cortijo, en una cueva de la sierra. Estaba mirando a la presentadora rubia y repetía lo mismo, «ese muerto y matao, al garrote, en medio de la plaza, como antiguamente». É callaba, si supieran, la cara sobre el plato, mirando de soslayo el televisor, no queriendo mirar hacia la dentadura que tenía tan cerca, sobre el hule agrietado, y la madre lloraba, cuando no es jueves, lloraba viendo la foto de la niña igual que lloraba en los seriales sudamericanos de después de comer, no había manera de ver la tele con ellos, no entendían nada, protestaban de todo, pero eso sí
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no apagaban nunca, desde por la mañana hasta medianoche con el mando a distancia sobre la mesa camilla o en el regazo, como tenían antes las mujeres el rosario. Cuando querían cambiar de canal se equivocaban y lo que hacían era subir mucho el volumen o quitarle del todo el color a las imágenes, un desastre tras otro. Para encender el calentador dejan salir mucho rato el gas, porque no aciertan a prender la cerilla, y la estufa de butano algunas veces la habían apagado soplando la llama, como si fuera lo mismo que apagar un candil en aquellas cortijadas donde se criaron, tan bastos y tan oscuros como los cerdos en las pocilgas y los mulos en las cuadras. Esa es otra palabra que el padre no dice, cerdo, dice siempre marrano, dice es menester en vez de hace falta y botica en lugar de farmacia, y al coñac le llama la coña el muy bestia, podían cualquier noche soplar la llama de la estufa en vez de apagarla como las personas y se envenenarían los dos, se atufarían, como dicen ellos, los dos dormidos y luego muertos en el sofá, frente a la tele encendida, los dos con las bocas abiertas y las cabezas echadas hacia atrás. Muertos y matados, si algo sobra en el mundo es gente vieja, uno se parte el espinazo trabajando más horas que el reloj y todo se lo lleva luego el gobierno para pagarles pensiones a los viejos que no se mueren nunca, a los inválidos, a los estudiantes, para que los hijos de papá vayan a las universidades y coman con las manos limpias, sin tener que olérselas con repugnancia y lavárselas veinte veces al día, sin estropeárselas, en vez de ganarse la vida diciendo a todo si señor y si señora y levantándose antes que nadie. Pues no decía el viejo, el muy bestia, «ahora más vale un buen oficio que una carrera, nos con sus carreras de médicos y de ingenieros los he visto yo echando solicitudes para barrer las calles». Y una mierda, ahora lo que más vale es lo que más ha valido siempre, una colocación, fichar a las ocho y a las tres si te he visto no me acuerdo, a tomar cañas con las manos limpias, y hasta mañana, y vacaciones cada dos por tres, como los maestros, y pagas extraordinarias, sin madrugar nunca, sin sufrir el frió del invierno a las tres o a las cuatro de la madrugada, cuando las manos se hielan con el agua fría y se desuellan con cualquier roce, parece que no es nada y de pronto surge en la piel reblandecida una línea roja que es enseguida un borbotón de sangre. A él le da ya lo0 mismo, claro, al viejo, bien listo que fue, aunque parezca idiota, jubilación anticipada por invalidez, el enfisema o la bronquitis o el cáncer, o eso que tienen los mineros, silicosis, se jubiló antes de tiempo pero es que ya parecía un viejo total, una ruina, como ella, han sido viejos siempre, como la casa y el barrio entero en el que viven, casas viejas y escombros, tienen las mismas caras que sus padres o sus abuelos en una foto que hay colgada sobre el aparador de su dormitorio, pero lo mismo que son viejos desde siempre también van a durar hasta no se sabe cuándo, más que un traje de pana colgado en una percha, dice el viejo, son indestructibles, a no ser que les estalle el calentador o que los asfixie una noche el gas de la bombona, atontándolos poco a poco mientras ven una película sin enterarse de nada y haciendo comentarios enojados o preguntas ineptas, pero entonces quien es el que la ha matado, no era el del bigote el padre de la niña, por qué sale de joven si antes era viejo.

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