La voz se interrumpió: para recobrar el aliento después de tantas palabras, o tal vez esperando una pregunta que el padre Orduña no hizo, cabizbajo, atento, cansado, moviendo débilmente la cabeza mientras se frotaba despacio las manos cruzadas, sintiendo el frío y la humedad en los pies, la proximidad del catarro.
«¿Sabe lo que empecé a sentir después de dejar el alcohol? Nada de angustia, ni de decepción por volver a ver las cosas como eran, las cosas y las caras de la gente. Sentí que me había ido, antes de irme del norte, que me había cambiado de país, y que ahora vivía en otro más frío, con el aire más limpio, como en las mañanas de aquí cuando ha helado de noche y el cielo está completamente azul. Todo fuera de mi, en ese país, era más intenso, como más exacto, los colores y los olores, sobre todo, alguien pelaba una naranja a veinte metros de mí y me mareaba el olor, o veía venir a una mujer por la calle y notaba el momento justo en el que yo estaba entrando en el radio de su perfume. Pero todo eso pasaba fuera, porque el país donde yo estaba entonces, y del que no quería irme, en realidad no era el mío ni iba a serio nunca. No sé si puedo explicárselo, en ese país nuevo siempre había la luz de por la mañana y yo venía de otro en el que siempre era de noche, y una noche artificial y encerrada además, con las luces de los bares oscuros, con el aire lleno de humo. No tenía nostalgia, ni ganas de volver, desde el primer momento sabía que la vida anterior se había acabado, pero en el nuevo país me daba cuenta de que no iba a nacionalizarme, digamos, que iba a estar de paso, hasta que me mataran o me muriera, que me afectaban los olores y los colores de las cosas pero no las personas, todas extranjeras, hostiles o amables pero indiferentes a mí. Hasta hace dos meses, cuando paso lo de esa niña, Fátima, cuando la vi muerta en el terraplén, sin nada encima, nada más que los calcetines blancos, entonces me di cuenta de que casi nunca en mi vida había sentido nada de verdad, por comparación con lo que sentí viéndola a ella, tirada allí, morada, amarilla, y mire que he visto cosas en mi vida, que he visto gente muerta y destrozada, cadáveres podridos, todo lo que se puede ver, pero en realidad había algo en mi que no era afectado nunca, y yo lo tomaba por fortaleza de ánimo, por valor físico, pero no era eso, era indiferencia, o como máximo odio, una intoxicación de muerte y de rabia, cuando veía el cadáver de un compañero, de alguien recién asesinado, vivía muchas veces borracho de muerte y me daba tan poca cuenta como de mis borracheras de alcohol. Pero sufrir, sufrir por alguien de verdad, no odiar, no querer vengarme o tomarme la justicia por mi mano, sufrir como si me hubieran arrancado algo, como si me amputaran sin anestesia, eso no lo he sentido más que aquella vez. A mí nunca me preocupó tener hijos, y cuando se supo que mi mujer no podía quedarse embarazada yo lo que note sobre todo fue alivio, pero viendo a Fátima sentí que a quien habían violado y matado era a una hija mía, yo que jamás había tenido ni la vocación ni las ganas de ser padre, ni me fijaba en los niños. Los he empezado a ver en estos meses, hablando con los compañeros de Fátima, yendo a la escuela a la hora de salida en busca de caras de gente sospechosa, caras y ojos, como me dijo usted. Así que una cosa lleva a la otra, todo se enreda, y eso es lo más raro si me paro a pensarlo, si no me hubieran destinado aquí yo no habría visto a esa niña con la boca y los ojos abiertos y los calcetines blancos, a lo mejor me habría enterado de algo por el periódico o la televisión, o ni siquiera eso, y no habría conocido a esa mujer, a Susana, no sé si le he dicho que era su maestra. La primera vez que la vi fue para preguntarle cosas sobre la niña, y me parece que no me fije mucho en ella, quizás solo en que tenía un acento muy claro de Madrid, pero nada más. Ella se acuerda de todo, de lo que yo llevaba puesto aquella vez, de cada cosa que le dije, pero dice siempre que lo normal es que la gente no se fije en nada ni se acuerde de nada, y tiene razón, también en eso, yo creía ser muy observador y he comprobado con ella que no es cierto, que si no sentía nada tampoco veía casi nada, ni oía. Es como aquella historia de la Biblia que usted nos contaba, ya no me acuerdo bien, alguien que se quedo ciego porque le habían salido unas escamas en los ojos, '''unas como escamas", de eso sí que me acuerdo, de esas palabras, "unas como escamas".»
«El padre de Tobías», dijo el padre Orduña, «yo creía que no te acordabas de nada».
«Eso creía yo también. Pero todo eran simulacros, como los del alcohol, como todos los disimulos de mi vida, solo que el más engañado era yo mismo. Creía ver y no, veía nada, creía saber y lo desconocía todo, creía tener experiencia con las mujeres y era mentira, si me hubiera muerto sin encontrar a Susana no habría sabido nunca lo que era desear de verdad y disfrutar con una mujer. Le parecerá vulgar, o impropio, pero es cierto, y no se decírselo ni a ella, me da vergüenza, le juro que yo no sabía que eso pudiera ser así, tan dulce y tan fuerte, tan fácil, y perdone que haya venido a contarle un adulterio, a contárselo y no a confesarme ni a pedir que usted me absuelva. No siento dolor de corazón, como decían ustedes, ni tengo propósito de enmienda. He estado hasta hace un rato con ella, la primera vez que he dormido en su casa. No he conocido a nadie que tenga tantos libros, tantos discos, de tantas músicas que yo ni sabía que existieran, hace que me sienta como un aprendiz, un aprendiz de todo, a mi edad, siendo casi veinte años mayor que ella, me hace preguntarme a que he dedicado yo de verdad el tiempo de mi vida, aparte de al trabajo, al trabajo y al alcohol y a disimular y esconderme siempre. Eso tampoco me ha ocurrido nunca, ni con mujeres ni con hombres, las ganas de oír a alguien, de aprender de lo que sabe otro, no como aquellos pedantes que había en la universidad cuando yo estudiaba, que lo sabían todo y humillaban al que no era tan listo o tan culto como ellos. Alguien que sabe de verdad de algo, quiero decirle, con naturalidad, como sabe ella, Susana, hasta burlándose un poco de sí misma, dice que no habría leído tantos libros ni habría oído tantos discos si le hubiera ido mejor con los hombres. Qué vergüenza, y yo ahora descubro que no sé nada, que en realidad no me he preocupado de aprender ni de entender nada, de pronto no se en que se me ha ido la vida, aparte de en tener miedo y en perseguir terroristas y en beber whisky. Me encontraba cohibido anoche, cuando llegue a casa de Susana, le había comprado flores y una botella de vino pero en el ascensor empecé a pensar que las flores debían de ser muy vulgares y el vino muy malo. Hasta ahora yo no había reparado en esas cosas. De pronto es como si estuviera en el principio de todo. Sé que es mentira, en parte, pero me gusta pensarlo, y lo cierto es que muchas cosas me están pasando por primera vez. Le parecerá raro, pero yo nunca había dormido con una mujer que no fuera la mía, nunca había dormido así, abrazado, sin nada encima, ninguno de los dos, me oigo contarle esto y me siento un poco ridículo, pero también me siento orgulloso. Se ha despertado al notar que yo me levantaba y ha ido a la cocina a hacerme un café, lo he olido mientras me afeitaba en su cuarto de baño, entre todas esas pomadas y cremas que tiene, anoche me las enseñaba y se echo a reír, me dijo que cualquiera que viese tantos productos de belleza pensaría de ella que se encontraba en un estado de decadencia terminal. He abierto los botes de crema, los frascos de colonia, sin que ella me viera, los he olido todos, y también su albornoz, y entonces he empezado a oler el café, y cuando he salido estaba sentada junto a la mesa de la cocina, delante de mi café con leche, despeinada, con una bata de seda con flores rojas, creo, la bata estaba medio abierta, y ella tenía las piernas cruzadas, y estaba descalza, con cara de sueño, pero se había pintado los labios, nada más que para despedirme, eso tampoco me había pasado nunca, me ha acompañado hasta el ascensor y me ha dado un beso en la boca, y yo ahora en lo único que pienso es en el tiempo que me falta para volver a verla, en llamarla para que coma conmigo a mediodía, aunque no creo que pueda, tiene que estar a las tres y media en la escuela. No quiero pensar en nada más, por ahora, en lo que haré mañana y pasado, el domingo, cuando tenga que ir a la residencia, no sé que voy a hacer ni tengo ganas de seguir escondiéndome y disimulando, ni ganas ni edad, no me arrepiento, no sé si es una canallada pero no me siento culpable. Eso también me pasa por primera vez en mi vida, no me muero de culpabilidad y de remordimiento, ya no me da igual morir. Yo no he sido valiente todos estos años, cuando pensaba que tema dominado el miedo y que no me importaba mucho que me mataran, era que no conocía la diferencia entre estar vivo y estar muerto.»
La voz se detuvo, pero el padre Orduña siguió escuchando la respiración al otro lado de la celosía, viendo la sombra ahora callada y a la expectativa, la sombra de alguien que casi perdía sus rasgos individuales,. disolviéndose en otras, en tantas, las de hombres y mujeres y voces innumerables que se habían arrodillado a lo largo de los años en el mismo lugar, que habían murmurado sus confesiones y culpas tan borrosas ya, tan intercambiables entre sí, confidencias cobardes, susurradas, enunciadas con miedo o vanidad, con la urgencia de recibir una absolución, pecados mezquinos o atroces, monótonos adulterios, ambiciones de posesión de los bienes o de las mujeres de otros, turbulencias terribles que permanecían durante años o décadas ocultas en la conciencia de alguien, en la voz mansa de una sombra a la que el padre Orduña muchas veces no había podido asignar los rasgos de una cara. No dijo nada aún, pero la sombra seguía esperando, el hombre que se había arrodillado por primera vez en ese mismo lugar hacia más de cuarenta años, para su primera y forzada confesión: el padre Orduña no sabía que esperaba y no creía tampoco que ello supiera. Lo oía respirar, inquieto, agitado en el asombro de su nueva vida recién descubierta, de su capacidad de dicha e impudor, tan torpe en el fondo para disfrutar de ellas como para olvidarse de la otra vida más sombría que lo estaba aguardando, el despacho policial adonde volvería cuando se marchara de allí, sus obligaciones conyugales, la mirada despavorida y vacía de la mujer a la que visitaría de nuevo el domingo. Viejo y austero, protegido en el interior del confesionario, con los pies fríos, con un principio de fiebre y de pesada somnolencia en la frente, encima de los ojos, el padre Orduña sintió piedad hacia él y hacia todas las sombras que lo habían precedido tras la celosía, piedad y agradecimiento a la providencia o la misericordia divinas por haberle dispensado a el de las tribulaciones y los soliviantos de la pasión sexual, que apenas lo había rozado a lo largo de su vida, del mismo modo que casi nunca había sucumbido al desaliento ni a la enfermedad. Quien soy yo para juzgar o perdonar lo que vienen a contarme, pensaba, que puedo saber sobre sus deseos o sus tormentos.
Iba a buscarla todas las mañanas, a las nueve menos cuarto, llamaba al portero auto matico y era ella misma la que le contestaba, ya dispuesta para salir, vencía el miedo y los recuerdos y bajaba sola en el ascensor, lo veía a él en la puerta y le sonreía enseguida, con su jovialidad recobrada, intacta, como fortalecida, más adulta ahora, sin más huellas visibles de la desgracia que una pequeña cicatriz en la mejilla derecha, causada tal vez por la punta de la navaja, aunque ella no recordaba el momento ni el dolor de la herida, esa era una de las pocas cosas que había olvidado, igual que había olvidado lo que estaba ocurriéndole cuando empezó a perder el conocimiento, cuando el hombre enfurecido se aparto de encima de ella y dejo de sentirse aplastada por su peso y por los golpes violentos y fracasados de su pelvis y noto que algo rígido y cruel le hendía el vientre y la desgarraba y ella pensó que ahora sí que de verdad iba a morirse y que era la navaja y no sus uñas lo que el hombre estaba clavándole en venganza por no haber logrado lo que pretendía, lo que le había repetido tantas veces que le iba a hacer, con las palabras más sucias que ella había escuchado nunca, y que le daba tanta vergüenza decirle al inspector, delante de su padre.
Se ponía de puntillas para darle un beso y salía sola del portal, como le habían enseñado que hiciera, y echaba a andar delante de él, camino del colegio, con la mochila a la espalda, con un chubasquero amarillo y un paraguas rosa los días de lluvia, con botas amarillas de goma. De vez en cuando volvía un instante la cabeza hacia el inspector, nada más que para estar segura de que la seguía y la cuidaba, pero si se encontraba con otras niñas obedecía las instrucciones recibidas y actuaba con una desenvoltura perfecta, sin mirar hacia atrás, o haciéndolo de un modo tan hábil que nadie sospecharía su vínculo con el hombre alto y canoso que caminaba a una cierta distancia, fijo siempre en ella, sin perderla de vista hasta que desaparecía en el interior del colegio, en el tumulto de niñas y niños y madres de todas las mañanas, donde solía surgir como un regalo instantáneo y añadido la presencia de Susana Grey, atareada y grave camino de su trabajo, casi desconocida, con su trenka azul marino o su gabardina de los días de lluvia, siempre rápida, a punto de llegar tarde, los brazos ocupados con libros y carpetas, los ojos miopes entornados para distinguirlo a él, que la saludaba con un gesto indeciso, más por timidez que por una precaución de clandestinidad.
Podía haber encargado esa tarea a otro inspector o a un guardia de paisano, pero prefería ir el mismo, y no solo por el aliciente de ver a Susana Grey y cruzarse con ella diciéndole buenos días como la habría saludado si hubiera seguido siendo lo que fue al principio, alguien a quien él debía hacer preguntas y mostrar fotografías de delincuentes sexuales. Le gustaba esperar a la niña en el portal y darle un beso en la mejilla fresca y ya próxima a la adolescencia en la que apenas se advertía la cicatriz, y seguirla luego por la calle viéndola de espaldas, tan frágil en apariencia y sin embargo tan fuerte, sobrevivida, recobrada del terror, segura de que ella protegía, cómplice en el secreta necesario que habían logrado mantener, orgullosa de su propia destreza para secundarlo. La había visto temblar, el primer día, en la cama del hospital, abrazada a su padre, flaca y pálida, con el camisón de la Seguridad Social que le venía tan grande, todavía sin recobrar del todo la voz, hablando muy raro, cuando despegaba los labios, por culpa de la herida en la lengua, que al doblarse tanto hacia atrás le salvó la vida, había dicho Ferreras, porque quedó un espacio muy angosto a través del que siguió entrándole en los pulmones un tenue hilo de aire, a pesar de las bragas desgarradas e introducidas en la boca hasta la garganta, destinadas a provocarle la misma asfixia que a Fátima, su predecesora, su doble inexacta.