«Volvía y enseguida lo inspeccionaba y lo organizaba todo, mi vestuario y mi trabajo en la escuela, la alimentación del niño, su salud, los juguetes pedagógicos que le convenían para desarrollar su psicomotricidad o su inteligencia y los inaceptables. Incluso tenía en la cama, una o dos noches, cierta vehemencia, nada habitual en él, por otra parte. Pero la racha se ve que le duraba poco, y en lugar de sufrir por la ausencia de su hijo y de su mujer empezaba a sufrir por la de su novia, o su pareja, y algunas noches bajaba a la calle con un pretexto ridículo —era demasiado soberbio para mentir bien— y supongo que aprovechaba para llamarla a ella desde una cabina, igual que otras noches había hecho lo mismo conmigo. Angustiado siempre, atormentado, pálido, comprometido con su coherencia, mintiendo siempre y volviéndose agresivo cuando no eran aceptadas sus mentiras, mintiéndole a la vez a su mujer, a su amante y a su hijo, cargando sobre los tres el fardo de su sufrimiento, disfrutando a la vez de las ventajas del matrimonio y del adulterio, de la sinceridad progresista y del engaño de toda la vida, de la paternidad y de la soltería. Llegaron los papeles del divorcio, que él se había esforzado mucho en acelerar, y cuando vino a casa para que yo los firmara estaba más pálido que de costumbre y tenía aún más suave la voz, la mirada como de más tormento mientras veía al niño jugar en el suelo. "A ver", le dije, deseando que se fuera cuanto antes, "dime donde firmo", y el entonces se me quedo mirando con su mejor cara de víctima, de victima acusadora, por supuesto: "No imaginaba que fueras capaz de tanta frialdad". No había remedio, no sabía defenderme de él, siempre se las arreglaba para dejarme hecha polvo de remordimientos.»
«Si se hubiera ido de verdad, o si se hubiera muerto entonces, si por lo menos hubiera desaparecido de nuestras vidas.» No fue solo el vino, ni la sensación instantánea de huida y libertad que se había apoderado de ella nada más arrancar el coche y conducir hacia las afueras escuchando a Paul Simon: era también la actitud de él lo que la había empujado a hablar, el silencio paciente y respetuoso con que la escuchaba, quieto frente a ella, vagamente paternal, aunque debía de ser solo diez o doce años mayor que ella, con el pelo gris y la cara como castigada por la intemperie o por una experiencia demasiado larga de aislamiento y dolor, paternal y al mismo tiempo desamparado, mirándola con sus ojos grises y atentos, que solo de vez en cuando cobraban una expresión ausente, de inquietud repentina, de desasosiego por algo.
«Porque a pesar de todo, se lo juro, no creo que haya habido muchas mujeres más felices de lo que yo lo fui con mi hijo aquellos años. No tenía casi dinero, porque la mayor parte de mi sueldo se me iba en pagar la hipoteca del piso en el que mi marido había tenido a bien embarcarnos un poco antes de decidir que no podíamos seguir viviendo juntos. No solo me engañó también me estafo, con su voz suave de militante ortodoxo y su cara de sufrimiento, se quedo con el coche, porque según él lo necesitaba más que yo, pero las letras siguieron llegando a mi cuenta, y yo las seguí pagando como una idiota, para evitarme el aburrimiento de otra discusión agotadora con él, para no acabar sintiéndome culpable, como de costumbre, una ex mujer vengativa que acosa al cónyuge agobiado por sus dificultades económicas. Estaba atormentado por su hijo, y comprometido con su educación, pero se le olvidaba siempre ingresarme la mensualidad, y yo no tenía ánimos para reclamársela. Pero yo no quería su dinero. Yo lo que quería era que nos dejara en paz, que no volviera a trastocar a mi hijo haciéndole promesas mentirosas, que no siguiera usándonos a los dos como testigos de su vida atormentada. A pesar de él, y de la falta de dinero, yo fui feliz de pronto, como por sorpresa, me sentía fuerte y joven con mi hijo, alimentada por él, fortalecida por su existencia, descubriendo las cosas al mismo tiempo que él las descubría a mi lado, con aquellos ojos tan grandes y tan profundos que tenía, lo miraba todo tan fijo de pequeño que no parpadeaba. Iba conmigo de la mano, con su chupete en la boca, se lo quitaba para señalar las cosas y preguntarme: "¿qué es?". Iba a buscarlo a la guardería y al verme venia hacia mí corriendo sobre la alfombra, tropezando con las botitas que yo le compraba. Si me gusta tanto comprarme ropa para mí, imagine lo que me gustaba comprársela a él. Se me abrazaba respirando muy fuerte por la nariz, con sus mofletes calientes y redondos pegados a mi cara. Todas las noches tenía que leerle o contarle un cuento, y me quedaba con él hasta que se dormía, me hacia prometérselo. Sin que, yo me diera cuenta, muchas veces, después de apagar la luz, se levantaba mientras yo leía o veía una película en el cuarto de estar, y cuando iba a acostarme me lo encontraba dormido en mi cama.»
Conducía de vuelta a la ciudad, de nuevo con el aire practico y un poco severo que le daban las gafas, sin música ahora, menos absorta en las líneas blancas de la carretera y en la luz de los faros que en una rememoración que gradualmente había dejado de ser feliz, ganada por un principio de abatimiento que tal vez tenía que ver con la atenuación de los efectos del vino y con el simple desaliento de volver. A su lado, el inspector advertía que algo le estaba sucediendo, un tránsito rápido y sombrío en su estado de ánimo, pero carecía de la perspicacia necesaria para averiguar que era y en cualquier caso se sabía muy torpe para cualquier clase de consuelo. Solo la miraba, la oía respirar, y ahora no tema que apartar los ojos porque ella no se volvía hacia él, mantenía los suyos fijos en la carretera, que ya ascendía hacia las primeras casas de la ciudad. A la salida de una curva los deslumbro un coche que venía de frente, y Susana, que en ese instante tanteaba el salpicadero en busca de un kleenex, tuvo que dar un giro rápido al volante, y freno en seco sobre la grava del arcén, al borde de una ladera plantada de olivos. El motor se paro, y ella, que iba a encenderlo de nuevo, dejo caer las dos manos y se echo hacia atrás respirando más fuerte, en una actitud súbita de capitulación. «Y ahora que tiene catorce años ha decidido que yo no le comprendo y que no le gusta la vida que le doy, que soy autoritaria, que le exijo demasiado, que de ahora en adelante quiere vivir con su padre. Debe de ser su héroe, su gran colega, me imagino, el muy cabrón, que nunca ha tenido que darle una orden ni que repetirle diez veces que haga los deberes, el padre amigo, el comprometido, el atormentado, ha esperado diez años para quitarme también a mi hijo.»
Se levantó pronto, animado por un presentimiento de mañana fría y despejada que confirmó nada más descorrer parcialmente la cortina del dormitorio, mirando por instinto a la otra acera de la calle, donde no había nadie y estaban cerrados los portales y echadas las cortinas metálicas de las tiendas. Una mañana limpia de noviembre, más limpia aún a esa hora, las nueve del domingo, sin tráfico, sin premura, sin urgencia de nada, porque tenía tiempo de sobra, bastaría que saliera de la ciudad a las diez para estar a las once en la entrada del sanatorio, o de la residencia, como lo llamaran ahora, aunque era el mismo lugar que según el recordaba llamaban en otro tiempo manicomio. Daban miedo las palabras, y para eludirlo se buscaban otras, pero enseguida el miedo volvía a inocularse en ellas, y había que abandonarlas otra vez, sustituyéndolas por otras, por palabras no usadas con las que pudieran comerciar más fácilmente la cobardía o la mentira, la coacción, el disimulo. En el norte, a las matanzas de los pistoleros personas dignas de todo respeto les llamaban lucha armada, y al terrorismo, abstractamente, violencia, y un disparo en la cabeza de alguien era una acción. De un modo parecido, su mujer no estaba internada en un manicomio, y ni siquiera en un sanatorio, sino en una residencia, pero la residencia estaba en el mismo lugar y llevaba el mismo nombre que el antiguo manicomio, aquel donde según el padre Orduña acabarían los internos del colegio si no frenaban sus malos instintos:
—En Nuestra Señora de los Prados vais a acabar vosotros, con camisa de fuerza. .
Y el imaginaba entonces, animado tan solo por el nombre del lugar, un edificio blanco, entre sanitario y eclesiástico, rodeado por un césped muy verde y por grandes árboles bajo los cuales paseaban los locos anudándose a si mismos en el abrazo demente de las camisas de fuerza. A un cura se lo llevaron así del colegio: era un cura grande y hercúleo, pero de piel blanda y ojos saltones, le pusieron la camisa de fuerza encima de la sotana y gemía como un becerro por los pasillos mientras lo arrastraban maniatado, los faldones negros sobresaliendo de modo incongruente bajo la lona de la camisa de fuerza, mientras todos los internos permanecían encerrados en los dormitorios por orden expresa del rector. No querían que nadie viera a aquel cura que se había vuelto loco, pero alguien llego a verlo, uno de los mayores, de los audaces, los que desobedecían y se insolentaban arriesgándose a ser azotados, uno de aquellos alumnos vulnero la prohibición absoluta y miro por el resquicio de una puerta entornada, o desde una ventana alta vio en el patio las figuras de luto clerical y las batas y los gorros blancos de los loqueros agrupándose junto a la furgoneta con barrotes hacia la que empujaban al cura que era más grande y más fuerte que cualquiera de ellos, dócil de pronto, mugiendo como un animal, golpeándose la cabeza contra las puertas metálicas tan sordamente como un toro contra las tablas de un burladero o de un corral.
—El padre Alonso —recordó sin dificultad el padre Orduña, incomodo aún, después de tanto tiempo, porque habría preferido que el inspector no se acordara—. Su trastorno se mantuvo en secreto, hasta nosotros teníamos prohibido hablar de él. Murió en los Prados sin recobrar nunca la razón. Ojalá Dios tuviera misericordia. Nadie necesitaba más la misericordia de Dios que el padre Alonso.
—Pero que había hecho, por qué se lo llevaron.
El padre Orduña tardo un poco en contestar: tantos años después aún le costaba romper un silencio que ya solo protegía a unos cuantos muertos.
—Rapto y violo a un niño, uno de los externos pobres de las catequesis —hablaba con la cabeza baja, rehuyendo, contra su costumbre, la mirada del inspector—. Le aplasto la cabeza. Su familia tenía influencias muy poderosas, títulos. Aceptaron ingresarlo de por vida para evitar el escándalo de un juicio. Aquel niño tendría ahora tu edad, más o menos. A su padre me lo cruzo todavía alguna vez por la calle. Tendrá setenta y tantos años, pero está más senil que yo, que ya es decir. Lo miro y pienso que a lo mejor se está acordando de su hijo.
Se preparo un desayuno rápido en la cocina casi intacta, porque no la usaba casi nunca, a no ser para hacer café algunas veces o calentar en el microondas un plato precocinado, que cenaba luego distraídamente delante de la televisión, acompañándolo con una coca cola o un vaso de agua. Mientras desayunaba, en pie, recién duchado, ya afeitado y vestido, sin corbata, con un pantalón recio y un jersey grande de lana, estuvo escuchando la radio con la intención exclusiva de enterarse de la predicción del tiempo. A la caída de la tarde volvería a llover. Al salir, viéndose en el espejo del recibidor; recordó con cierto halago lo que le había dicho Susana Grey: que la ropa le daba un aire del norte. Una pregunta de ella le había desconcertado, y se la hizo ahora a sí mismo: le había preguntado como era su casa, y el no había sabido contestar. Normal, dijo, como todas, pero la verdad es que nunca se había fijado mucho en ella, en los muebles y cortinas y cuadros elegidos años atrás por su mujer y trasladados ahora desde Bilbao. Con un acceso de rechazo y pudor pensó fugazmente en la posibilidad de que Susana viera y juzgara su casa. Vio lo que ella habría visto, una especie de neutra vulgaridad en la que no había reparado hasta entonces, una casa en la que ni siquiera las fotos enmarcadas en las mesas de noche o sobre un aparador sugerían un solo rasgo personal, como esas fotos, ficticiamente familiares de las tiendas de muebles. La mantenía muy limpia, siempre que entraba en ella por la noche le parecía entrar en una casa donde aún no había vivido nadie.
En el garaje, con la ayuda de una linterna, estuvo revisando la parte inferior del coche, y luego los cables del sistema de encendido, las cerraduras, el espacio bajo el asiento del conductor. En la esquina, de la calle había un coche montado sobre la acera que no recordaba haber visto antes: tomo nota de la marca y ,de la matricula, e inmediatamente se olvido de él. Compro en un quiosco el ramo de flores de todos los domingos, sin fijarse mucho en ellas. Las calles periféricas de la ciudad tenían a esa hora un aire fantasmal, una penumbra húmeda de edificios demasiado altos y próximos que no dejaban entrar la luz fragante de la mañana de domingo. Había grandes cubos de basura sobre las aceras, casi todos vacíos, algunos caídos, con bolsas de plástico e inmundicias esparcidas alrededor, residuos habituales de la juerga de la noche del sábado, como los charcos de vómitos y las papeleras arrancadas y quemadas. Veía el mismo espectáculo todas las mañanas de domingo, a la misma hora, cuando salía en el coche, y se acordaba de una de las declaraciones atribuladas de Ferreras: «No entiendo a mis contemporáneos. No entiendo a mis semejantes».
Pero no entender le afectaba menos que a Ferreras o al padre Orduña, incluso que a Susana Grey. Al padre Orduña, su fe religiosa, en vez de deshacerle las incertidumbres, se las oscurecía más aún: no solo no entendía el horror, la explotación y la crueldad, además no aceptaba en el fondo de su corazón que Dios los permitiera. Para Ferreras, izquierdista y ateo, educado en la convicción de una bondad originaria en los seres humanos, el mal era una excrecencia del alma tan horrorosa y tan ajena a la deliberación y a la voluntad como la proliferación del cáncer en un organismo saludable. Buscaba al mismo tiempo explicaciones ambientales y genéticas, pero cada enigma parcialmente explicado tan solo conducía hacia otro enigma anterior, o hacia la pura sin razón del azar: dado un grupo no muy amplio de hombres, en el curso del tiempo alguno contraerá un cáncer o una cirrosis, alguno cometerá un crimen, asesinara a su mujer en un arrebato alcohólico, abusara de un niño, asfixiará a una niña de nueve años hundiéndole sus propias bragas desgarradas en la garganta.
A Susana Grey le obsesionaba entender por qué su hijo, a quien había criado y educado ella sola durante tantos años, elegía ahora marcharse a vivir con su padre. Que errores había cometido, que culpa inadvertida expiaba con ese abandono, que le parecía, tanto tiempo después, la culminación sarcástica de la deslealtad del otro, el ex marido, padre ejemplar ahora, de nuevo, dialogante, comprometido con la adolescencia de su hijo, adecuadamente atormentado por ella.