Las mismas idioteces siempre, palabra por palabra, como si se les acabaran de ocurrir, cuando habrían visto ellos a un médico que trabajara de barrendero, que sabrían lo que es una carrera, lo que es nada, si no saben manejar una lavadora ni un video ni encender un calentador. Pero hay que joderse, hay que tirar adelante y decir buenas tardes a la vecina que lleva toda la vida barriendo ese mismo trozo de acera y de empedrado, empedrado imposible, acera con las baldosas rotas, con la misma toquilla sobre los hombros y las mismas alpargatas negras, y hasta la misma escoba, barriendo como si la mitad de las casas no estuvieran en ruinas y la mayor parte de los vecinos muertos. Por lo menos barre con un cepillo moderno, con las cerdas de plástico, no como los escobones de ramas que hasta hace poco compraba el viejo, hasta que dejaron de hacerlos, escobones de barrer cuadras y pocilgas, que bestia, decía que eran los mejores, mucho mejores que los cepillos modernos, porque para él todo lo antiguo es mejor, el brasero de candela es mejor que la estufa de gas, la corriente eléctrica a 125 tiene más fuerza que a 220, el jamón está más bueno cuando se corta con cuchillo y no con máquina, la tierra se labra mejor con azadas que con cavadoras mecánicas, las neveras antiguas con barras de hielo conservaban mejor el pescado que los frigoríficos de ahora, es la leche, dale que dale, sin cansarse nunca, masticando palabras y respirando con los pulmones envenenados de alquitrán o de cáncer, los mismos refranes, las mismas advertencias y opiniones cerriles e inamovibles, los mismos recuerdos, hasta las mismas enfermedades y blasfemias, y el callado, diciendo a todo que sí, callado encima del plato de sopa o del potaje grasiento, no alzando los ojos ni apartándolos de la comida o de la televisión para no ver la dentadura del viejo sobre el hule, dócil, frenético por dentro, mientras en el televisor vuelve a aparecer la foto de una cara infantil que no es idéntica a la que el recuerda, ni en el peinado ni en la ropa, en la foto lleva coletas, una falda tableada, calcetines blancos, zapatos de charol. «Angélico», dice la vieja, «que el Señor la tenga en su gloria», y el siente que es imposible, que no puede ser que nadie más sepa, nadie en el mundo, ni el policía tan listo del pelo gris que apartó la cara delante de la cámara como si fuera un delincuente, ni el juez de instrucción, ni el forense, nadie, ninguno de los periodistas junto a los que pasa como si tal cosa cuando é llega a la plaza, cada tarde, después de pegarse una ducha y un pelotazo de ron en la botella del armario, sin mucho propósito de nada, rozando el bulto de la navaja en el pantalón, nada más que por echar un vistazo, por saludar a alguien y contar o escuchar un rumor nuevo, por acercarse y sentir la excitación del peligro imaginado, de la impunidad perfecta, como cuando espiaba de niño en el terraplén, moviéndose cerca de los cámaras y de los fotógrafos o casi junto a la puerta misma de la comisaría, sin riesgo ninguno, sin levantar sospechas, como cuando sale a la calle y la vecina deja de barrer, lo llama por su diminutivo repugnante y le dice, «que, ¿ a dar una vuelta?», con una sonrisa de picardía inepta, de blanda maternidad delegada, la misma que pondrá cuando le diga a la madre, «muy arreglado sale ahora, y todas las tardes, seguro que ya le tiene echado el ojo a alguna» .
Se aleja deprisa, taconeando enérgicamente sobre el empedrado mientras la vecina deja de barrer para verlo de espaldas, la cazadora, los vaqueros ceñidos, el bulto en el bolsillo, el tintineo de las llaves de la furgoneta. Escapa del barrio cada tarde hacia el norte, la plaza del general y más allá, donde están el ambiente y las luces, las tiendas prósperas de modas y de electrodomésticos con sus escaparates relucientes, los bloques de pisos con porteros automáticos y calefacción central, las calles anchas y bien asfaltadas, las cafeterías, los talleres de coches, los videoclub, los bares de top-l.ess, la vida de verdad, los supermercados que según el viejo arruinaran muy pronto al mercado de abastos, cada vez más viejo y más sucio, con menos públicos y olores más desagradables. Sube excitado por la anticipación, libre de la pesadumbre de los callejones, de las plazuelas con tapias de conventos y torres de iglesias, ojalá ardiera todo o viniera un terremoto y tuvieran que levantar de nuevo esa parte de la ciudad de la que tanto merito dicen que tiene, pero en la que no quiere vivir nadie, a todos esos turistas tan finos que se emocionan delante de un bardal comido de malas hierbas habría que verlos pasando aquí un invierno.
Ya esta anocheciendo cuando llega a la plaza, y al mirar hacia el único bacón que hay iluminado en el primer piso de la comisaría, donde cuelga la bandera, le da como un pellizco de excitación en el estomago, más fuerte todavía, un calambrazo, el corazón que late tan fuerte y nadie lo escucha, aunque pase muy cerca, latiendo y resonando en el pecho como en la hondura de la tierra y de la oscuridad mientras espiaba a los novios imaginándose que veía en la realidad lo que había visto en las películas y en las revistas, que oía las palabras claras y puercas que dicen en ella las mujeres y los hombres, sobre todo las mujeres, que siempre son las más guarras, disimulan y eso es lo único en lo que están pensando. En el balón iluminado hay una silueta que se mueve muy cerca del cristal: el no alza los ojos
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aunque no pasaría nada, un grado más de atrevimiento y lo único que crece es La excitación, pero no el peligro: se acerca al guardia de la puerta, le dice buenas tardes, con una cortesía vagamente servil que es un recuerdo de la mili. El guardia se lleva la mana a la gorra, está viejo y gordo y lo más seguro es que no sirva para nada más. Él le pregunta si se sabe algo, si hay alguna novedad, muy consciente del sonido tan suave de su propia voz, más suave de lo habitual, como siempre que está muy excitado o enfurecido, cuanta más rabia tiene dentro más suave y dócil se le pone la voz, y mientras la escucha siente los golpes de la sangre en las sienes. «Circule», dice el guardia, con brusquedad y fastidio, sin mirarlo apenas, sin considerar siquiera su pregunta, su cortesía, su interés, «que aquí no estamos para dar ruedas de prensa». Tu no, pero yo sí, piensa, sonriéndole al guardia, yo sí que podría darla, y os ibais a enterar, «perdone usted, yo no quería molestarle», dice, la voz tan suave que a el mismo se le antoja de pronto un poco afeminada, y para más humillación y rabia nota que va a enrojecer, se controla, respira fuerte y no enrojece, las yemas de los dedos tocan el bulto de la navaja en el pantalón. Hay que respirar muy hondo, muy despacio, aconsejan en la revista de los horóscopos, para no enrojecer y para no correrse antes de tiempo. Ahora imagina que es un terrorista, que saca una pistola del bolsillo de la cazadora y se la pone al guardia delante de la cara y le revienta el cerebro contra la pared. Si él quiere, si le da la gana, si le sale de la punta de la polla, cualquier cosa que se le ocurra puede hacerla y no pasa nada, parecerá luego que ha soñado y sin embargo será real, saldrá en los periódicos y en el telediario de las tres. Si él quiere, si le da la gana, ahora puede cruzar a la zona ajardinada del centro de la plaza y entrar en la cabina que hay junto a la estatua, y marcar el número de la comisaría, preguntando por el inspector jefe, con la voz suave, pero no tanto, está visto que si se habla con educación no le hacen caso a uno, la voz suave pero mandando, tengo una cosa muy importante que decirle: desde la misma cabina vería la sombra alejarse de los cristales del balcón para contestar la llamada. Puede llamar y colgar cuando alguien se ponga, puede decirlo y colgar enseguida, o mantener una conversaci6n con el inspector, como el asesino de
El silencio de Los corderos,
que ha visto muchas veces, aunque le parece demasiado adornada y fantástica. Puede decirle al inspector jefe quien es él y que ha hecho y que puede hacer cuando y donde le dé la gana y colgar luego y salir de la cabina y no va a pasarle nada, puede llamar al programa de la madrugada donde tanta gente se pone misteriosa para contar majaderías y contarle a la puta de la locutora algo que le corte de verdad la respiración.
Pero hay algo más, algo todavía más excitante, tan tentador que no sabe si puede o si quiere resistirse. Lo piensa al ver a un cura viejo que camina delante de él hacia la calle Mesones y la calle Nueva, pasados los soportales del Monterrey. No lleva sotana, pero él sabe que es un cura, lo conoce de siempre, un cura viejo, de toda la vida, que camina muy despacio, con una pequeña cruz de madera colgada sobre la pechera del basto jersey azul marino, con zapatillas negras de suela de goma, adelantando mucho la barbilla como para dejarse llevar por un impulso de voluntad más eficaz que la fuerza de sus pulmones o el vigor de sus piernas. Ha empezado a seguirlo, sin darse mucha cuenta ha hecho más lento su paso para acomodarlo al del cura, que debe de vivir más allá del final de la calle Nueva, donde estaba antes el colegio de los jesuitas. Que lento va el muy carbón, debe de tener más de ochenta años, pero estos viejos de ahora no se mueren ni a tiros, ni las bombas los matan. Lo sigue muy despacio por la calle Nueva, llena de gente a esas horas, con aceras anchas, con portales forrados de mármol y anchos escaparates cuyas luces bastarían para iluminarlo todo, tiendas de lujo, negocios de verdad, incluso joyerías y peleterías con cristales blindados, con maniquíes desnudas de plástico blanco que no llevan encima otra cosa que una estola de visón. Qué precios, que movimiento, las cochinas bragas de una tía más caras que un kilo de merluza, y los cabrones de los dueños a vivir, a llevarse el dinero con las manos limpias, sin madrugar ni mojarse ni morirse de frió en invierno, sin marearse con la pestilencia de los olores en verano. Tiendas de zapatos, de bolsos, de electrodomésticos, de equipos de sonido, todo nuevo y reluciente y carísimo detrás de los escaparates, sin más olores que los del cuero de los zapatos y los perfumes de las mujeres, porque aquí el dinero no tiene la misma textura pringosa que en el mercado, no se ve, no lo manchan los dedos sucios, no hay que guardarlo y contarlo en cajones inmundos, en cajas registradoras con las teclas tan pegajosas como todo lo demás: aquí el dinero es invisible y no se oyen las monedas, sólo ese ruido que hacen al pasarlas por la máquina las tarjetas de crédito, dinero limpio, mágico, instantáneo, no monedas calentadas en la mano de una vieja temblona ni billetes dudados, dinero electrónico. El viejo dice que todo eso es un engaño, a él que le den un fajo de billetes atados con una goma, como los fajos que llevaban antes los mayoristas de frutas y los tratantes de ganado en carteras hinchadas, sujetas con gomas elásticas que resonaban con un chasquido de opulencia. Como no se fía de los papeles ni de las tarjetas ni de las notificaciones que le manda el banco, y además no entiende nada, el muy bestia, lo primero que hace el día uno de cada mes es ponerse en cola a las siete de la mañana en la puerta de la Caja de Ahorros, como los otros viejos, serán viejos lo que falta en el mundo, todos en la cola, nerviosos, en las mañanas de invierno tapados con boinas y bufandas, con las cartillas de ahorros en la mano, con el carnet de identidad y la tarjeta de pensionista preparados para enseñarlos en la ventanilla, temiendo que les roben, que les engañen los empleados o que la Caja se declare en quiebra, que los atraquen al salir.
Retira todo el dinero de la pensión y se lo lleva en billetes tangibles a la casa, y lo guarda en una caja de lata que esconde a su vez debajo de una baldosa en la alacena de su dormitorio, creerá que uno es idiota.
EL cura viejo debe de ser igual, va por la calle sin fijarse en nada, sin mirar a las tías que entran y salen de las tiendas con sus bocas pintadas, sus tacones altos y sus bolsas de compra, dejando un rastro de colonia y de tabaco rubio. Pasa alumbrado por los escaparates y sin fijarse ni una sola vez ni en las ropas de las mujeres ni en los televisores y cámaras de video y los vestidos de lujo y los abrigos de pieles, ira rezando el rosario, pero seguro que no, es un cura ateo, decían, va sin sotana el tío, sin alzacuellos siquiera, pero es tan cura como cualquier otro, como el obispo o cardenal o lo que fuera que vino a decir la misa en el funeral por la niña. Había cinco o seis curas en el altar, uno con esos gorros altos que llevan los obispos, y no se cabía en la iglesia de la Trinidad, estaban llenas de gente las escalinatas y la muchedumbre ocupaba toda la plaza, era impresionante verlo esa noche en el último telediario. Habían instalado altavoces en las columnas de los soportales, en la torre del reloj y en el balcón de la comisaría, y grandes plataformas o andamios para las cámaras y los focos de la televisión, que daban una luz más fuerte que la del mediodía del verano. Fue como cuando él era pequeño y transmitieron en directo las procesiones de Semana Santa, todo el mundo en la ciudad reventaba de orgullo, lo grababan en video, hacían gestos y movían las manos delante de las cámaras, mientras pasaban los penitentes y los tronos. Empezó a llover y toda la plaza y las escalinatas de la iglesia se llenaron de paraguas negros, los focos despedían un vapor denso y hacían brillar los hilos de la lluvia, que justo entonces estaba empezando a volver después de años y años de sequía.
Y él allí, entre todo, un paraguas entre el mar de paraguas negros, brillantes como charol bajo la lluvia y los focos, en la plaza resonante de cánticos de iglesia y letanías de curas. Sólo él sabiendo, aunque no recordando, conmovido, casi inocente, igual que todos, atrapado por la misma ondulación universal de congoja, de luto y de rabia vengativa que atravesaba la multitud como una racha violenta de lluvia encima del mar, él desconocido y solo entre los paraguas y la gente, anónimo, cobijado, repitiendo con dificultad las palabras de la misa, la cabeza baja, aprisionado entre los otros, idéntico a ellos, singular en su secreto, en su arrogancia intima, estrechando la mano de una mujer que lloraba a su lado cuando el cura dijo, «daos fraternalmente la paz». La mujer llevaba en la solapa una de las fotos de la niña que se habían repartido por la ciudad, como estampas piadosas, pero la cara no le traía culpa, ni siquiera recuerdos, no parecía la cara de alguien a quien él hubiera conocido. Él solo y nadie más sabía, nadie en el mundo, en aquella lenta multitud que subió despacio camino del cementerio cuando ya era de noche. Muchos, mujeres sobre todo, sostenían velas de llamas frágiles, sacudidas o apagadas por el viento, como en las procesiones. Sólo él sabía, apacible y lento bajo su paraguas, al paso de los otros, y también impune, invulnerable, igual que ahora, cuando sigue al cura por la calle Nueva, pasado ya el hospital de Santiago, en dirección a la iglesia y a la residencia de los jesuitas, que estaba aislada en el límite de la ciudad hacia el oeste hasta que los curas vendieron la mayor parte de los terrenos a una constructora, bien que se habrán forrado los cabrones, con tanto rezo y penitencia.