Pequeñas tiendas de un barrio no muy próspero, la lechería, la tienda de ultramarinos, la de chucherías, que se llenaba de niños a la salida de la escuela, la pastelería, donde Fátima había comprado un bollycao en la mañana del día de su desaparición, todos la conocían, todos recordaban lo dulce y lo bien mandada que era, algunos eran capaces de contar cosas nimias ocurridas hacia tiempo, la bolsa de globos que compró Fátima en la tienda de chucherías para su cumpleaños, la hoja de papel en la que llevaba siempre apuntadas a la tienda de ultramarinos las pequeñas compras que Le encargaba a deshoras su madre. Había como una voluntad común de recuerdo de Fátima, de ternura herida, incluso de agravio vengativo, un instinto unánime de mostrar a quienes no la habían conocido la calidad de su inocencia, el horror de un crimen que se parecía al de los martirios antiguos de niños, a las historias de hombres del saco y de ladrones de vísceras o de sangre infantil. La recordaban, en algunas tiendas tenían clavada en la pared la foto en color que publico una revista, y la cara de Fátima cobraba enseguida un aire de martirio religioso y abstracto, de lejanía en la muerte, con ese punto de desfallecimiento en la mirada y en la sonrisa que adquieren los muertos de las fotografías. Contaban cosas, se corregían entre sí, detallando exactitudes, maldecían, vindicaban la pena de muerte, la ejecución inmediata del asesino, echaban los cierres de las tiendas en las noches de frió y lluvia que llegaron con el invierno y miraban hacia la oscuridad del fondo de la calle con aprensión de vigilancia, recelando de los desconocidos, de cualquier sombra solitaria que surgiera entre los coches aparcados, al amparo de los aleros y de los portales. Pero no había nadie que declarase haberla visto justo después de salir de la papelería, nadie vio a ningún merodeador ni se fijo en ningún coche de aspecto poco familiar que rondara despacio por la calle, perturbando el tráfico tal vez, nadie vio a Fátima inclinada sobre la ventanilla de un coche en marcha, como quien se acerca para explicar una dirección, nadie la vio subir a un asiento delantero. Se volvió invisible, de pronto, salió de la papelería, camino un trecho por la acera, con su cartulina azul marino enrollada bajo el brazo y su caja de ceras en el bolsillo del pantalón, quizás se detuvo y miro a un lado y a otro antes de cruzar hacia su portal, como hacia siempre, y simplemente desapareció, aunque era o parecía imposible, en una calle estrecha, muy frecuentada, con las tiendas abiertas, iluminadas ya, en el anochecer temprano de octubre, y hubo un momento en que su padre, sentado frente al televisor junto a los hijos pequeños, advirtió que tardaba un poco, sin alarmarse todavía, podía haberse distraído en la calle charlando con alguna amiga del colegio, o con la tendera de la pastelería o de los ultramarinos. Luego dijeron que daba gusto conversar con ella, que hablaba como una persona mayor, aunque no tenía la suficiencia antipática de esos niños que se fingen adultos, era un cierto don que poseía, dijo después Susana Grey, su maestra de los últimos cursos, con el que algunas personas nacen, el don de prestar atención a lo que les dicen los demás, de alentarlos a contar sus vidas y de explicarse cuidadosamente con ellos. Para escuchar lo que Le contaban abría mucho los ojos, Le aparecía una sonrisa tenue de complacencia en los labios, como cuando atendía en clase la explicación de algo que Le gustara mucho. Quién sabe si la atraparon por eso, si quien la arrebató de la vida en el trayecto cotidiano entre la papelería y su casa no la hechizó contándole algo, no solicitó su atención de un modo que ella, por cortesía, no habría sabido rechazar.
Indagaron en todos los portales, en cada uno de los pisos con balcones a la calle, preguntaron a cada uno de los niños y de las niñas de su clase, a todos los que la conocían, tal vez quien se la llevó había hablado con ella al salir del colegio, tal vez había ocurrido algún incidente, la posibilidad de una venganza, incluso de un malentendido, algún hombre desconocido podría haber sido visto hablando con ella, o esperándola a la salida, pero era inútil, y parecía mentira, nadie sabía ni recordaba ni se había fijado en nada, justo a esa hora, entre las seis y media y las siete menos cuarto de la tarde, en aquel espacio mínimo donde sin remedio habría sucedido el encuentro, donde no era posible que nadie hubiera presenciado el hecho extraño y tal vez violento que debió de ocurrir, el golpe de la puerta de un coche al cerrarse con excesiva brusquedad, el gesto de alguien que tira de una niña, o que se inclina sobre ella con una actitud turbia. En las mañanas de lluvia, en las tardes abreviadas por los bajos cielos grises y los anocheceres tempranos, veían a los policías regresar a las mismas tiendas donde ya habían hecho otras veces las mismas preguntas, los guardias de uniforme y los inspectores de paisano, algunos de ellos enviados como refuerzos desde la capital, mojados y tenaces, dirigidos por un hombre de pelo escaso y gris y acento forastero al que veían a veces parado y absorto en medio de la calle, o en la acera, junto al portal de Fátima, con un anorak abierto y las manos en los bolsillos, indiferente a la lluvia y al tráfico, mirándolo todo, las caras y las cosas, con una expresión de perplejidad ensimismada y de vigilancia obsesiva, como si no viera nada de lo que tenía alrededor y al mismo tiempo lo espiara todo sin mostrar señales de su indagación. Llamaban uno por uno a todos los porteros automáticos, subían a todos los pisos, limpiándose los zapatos mojados en las esterillas de los vestíbulos, pidiendo disculpas y detalles, urdiendo con sus anotaciones el edificio abrumador e inútil de todas las cosas que todo el mundo había hecho o presenciado aquella tarde de octubre, reconstruyendo la historia ínfima y universal del vecindario, el mapa infinitesimal de cada minuto y de cada acto, de lo que había sucedido con certeza o lo que solo era figuración y frágil conjetura, puro espejismo inducido por la voluntad retrospectiva de precisar pormenores. Pero había una fisura, una burbuja o una niebla de invisibilidad en el tiempo en la que se había sumergido Fátima al salir de la papelería con su chándal rosa, su rollo de cartulina azul y su caja de ceras, y ya parecía que esos minutos precisos eran los únicos en los que nadie había visto nada y que justo en ese tramo de la calle no había cruzado nadie en ese momento, ni había mirado nadie desde ningún balcón.
Entonces, una tarde de principios de noviembre, tan cerrada de lluvia que estaban encendidas las luces de las oficinas y las tiendas aunque no eran ni las cuatro, aquella mujer enlutada, de unos sesenta años, no muy bien vestida, con cierto aire. de infortunio y de iglesia, de trabajo rudo en el campo, con las manos ásperas y rojas que sujetaban el bolso sobre su regazo, llegó a la comisaría y dijo que quería ver al inspector jefe, o a quien mandara allí, y cuando el guardia de la entrada le pidió que le contara a él el motivo de su visita se negó con suavidad y determinación a decírselo, y se sentó en un banco de espaldar rígido, donde más de una vez se sentaban prisioneros esposados, debajo de un cartel con fotografías en color de terroristas, y cuando el inspector entró, dos horas más tarde, ya muy de noche, lo reconoció y fue hacia el aunque no lo había visto hasta entonces, y de un codazo se desprendió del guardia grande y pesado que quería retenerla: quiero hablar con usted, dijo, obstinada y nerviosa, y abrió el bolso y sacó de él una hoja doblada, el recorte de una revista que traía en color una foto de Fátima. Suba conmigo, dijo el inspector, y la mujer miró de soslayo y con desprecio al guardia de la entrada, pensó que al hombre que acababa de llegar se Le notaba enseguida que era él quien mandaba, y lo siguió escaleras arriba, y luego por un pasillo muy feo, con azulejos marrones, como los de la entrada, el inspector abrió una puerta y encendió la luz sin entrar, para cederle el paso a ella, en esos detalles se notaba cuando un hombre era un caballero, la invito a sentarse, tenía el pelo mojado y bajo la luz eléctrica relucía el anorak que no se había quitado aún. La mujer desdoblo la hoja cortada de la revista y la aliso encima de la mesa, señalando la cara de Fátima con un índice torcido y fuerte, con la una ancha, rota y un poco oscurecida en el filo: «Yo vi a esa niña», dijo, «mi hermana me enseño la revista y a mí me dio un vuelco el corazón, me acorde de pronto de todo». Se Le humedecieron los ojos y pareció que el luto que llevaba era por Fátima, vivía casi todo el año en una cortijada en la orilla del río, pero de vez en cuando subía a la ciudad, a visitar a una hermana suya, y aquella tarde salía de casa de su hermana y vio a la niña, «se lo juro a usted», dijo, «como estoy viéndolo a usted ahora mismo, iba con un hombre joven, moreno, sí señor, parecía su padre o su tío, la llevaba pasándole una mano por el hombro, se cruzaron conmigo en la acera». EL inspector, muy excitado, conteniéndose con dificultad, desconfiando todavía, Le pregunto por qué se había fijado, que fue lo que Le llamo la atención, y la mujer dijo, de nuevo al filo de las lagrimas, los ojos húmedos brillando en su cara castigada, «me fijé porque el hombre tenía sangre en la otra mano y se la iba chupando, y yo pensé, como no tenga cuidado va a manchar de sangre la ropa de la niña».
Fumaba frente a la ventana de la sala de profesores, mirando con indiferencia la lluvia, el tráfico, los edificios del otro lado de la calle, bloques de pisos sin orden que ahora rodeaban la escuela, balcones y cocinas con cierres de aluminio y terrazas con ropa tendida, todo surgido en no mucho más de una década, más o menos en los últimos quince años, pues cuando ella llegó a la ciudad la escuela era un edificio solitario en un descampado, un poco más allá de las últimas casas, que ahora habían desaparecido sin dejar rastro, casas blancas, rurales, próximas a la carretera del cementerio, cuyas tapias y cipreses veía ella contra el azul de la lejanía y de los olivares desde las ventanas de la primera aula en la que dio clase, en otro septiembre lejano que recordaba muy distinto a los septiembres tórridos de ahora, un septiembre de lloviznas, de amarillos intensos en los campos donde todavía quedaban los tallos cortados del trigo y de la cebada. Cerca de la escuela había existido un arcaico molino de aceite que ella no recordaba cuando desapareció, y desde el que llegaba en invierno un olor muy fuerte a aceitunas machacadas. En ese tiempo, por septiembre, aún se veían mulos y burros cargados con cestas rebosantes de uvas negras y rubias, aunque no habían pasado tantos años como la memoria sugería, y los cambios no habían sido tan súbitos, tan de la noche al día como ella ahora pensaba, esperando la llegada de aquel policía quien ya creía habérselo dicho todo, firme y aburrida frente a la ventana desde la que ya no podía ver las tapias ni los cipreses del cementerio, ni las bajas casas blancas en las que se había fijado con una anticipación de desaliento la primera vez que llego a la ciudad, en el coche de línea de Madrid, al final del verano en que había ganado las oposiciones. Con veintidós años, Le parecía mentira, empezándolo todo, su vida como maestra, su matrimonio, su embarazo, en el principio de casi todas las cosas y sin ninguna costumbre, todo era novedad, incertidumbre y sorpresa, el piso adonde se mudaron olía a pintura y a yeso fresco, cada salida a la ciudad era una exploración, cada uno de los niños que se sentaron delante de ella en los pupitres el primer día de su primer curso era un enigma que la conmovía y la desconcertaba.
Se había casado un par de semanas antes de viajar a la ciudad y aún Le extrañaba, al frotarse las manos, encontrar la alianza en su dedo anular, decir «mi marido» cuando hablaba con alguien, verse a sí misma de pronto, sin haberlo pensado mucho, como una mujer definitiva, ya hecha, con toda una vida por delante, como se decía, pero una vida regulada, con ciertas seguridades que su imaginación todavía no había aprendido a calibrar, en parte porque la asustaban, la seguridad de un empleo que Le duraría hasta que se jubilara, el termino formulario pero también abrumador que el juez había señalado para su matrimonio, hasta que la muerte os separe, era demasiado joven para haber adquirido una idea tan desproporcionada de duración. Aún contaba el tiempo por veranos y cursos, por vacaciones y periodos de exámenes, y aquel mismo año, mientras se sometía al tormento de las oposiciones, había sentido que vivía igual que siempre, un mes de junio de calor y de noches en blanco estudiando apuntes, y mientras estudiaba no se Le ocurría pensar que aquellos exámenes no eran iguales a los que había preparado desde que tuvo uso de razón, que si aprobaba obtendría un beneficio más práctico que las buenas notas, un documento en toda regia de entrada en la vida adulta, en la vida practica de la gente que trabajaba para ganarse la vida y se casaba y tenía hijos.
Apagó con cuidado el cigarrillo en el cenicero que sostenía en la mano izquierda, sin apartarse todavía del ventanal, aunque había creído escuchar unos pasos que podían ser los del inspector, fuertes pasos masculinos en el pasillo ancho y vado del colegio, desalojado ya por los niños y sin embargo de algún modo ocupado todavía como por un rescoldo de tumulto, de gritos y pasos y pisotones veloces en las escaleras, por un residuo de olores infantiles y adolescentes en el aire, que a ella Le parecía, al respirarlo, un aire gastado o cansado, tan gastado como el mobiliario o los libros o las instalaciones sanitarias, tan cansado como todos ellos, los maestros, más exhaustos al final del día por comparación con la incontrolable energía física de los alumnos. Todas las tardes, a esa hora, cuando se disponía a salir de la escuela cruzando corredores a oscuras y bajando escaleras desiertas, notaba en
sí
misma un cansancio gradual que no era exactamente físico, ni tampoco por completo moral, una mezcla de extenuación antigua y desaliento íntimo que solfa durarle hasta que llegaba a casa, al lugar donde ahora, desde unos meses atrás, no vivía con nadie. Muy sensible a la calidad de las cosas materiales que la rodeaban, Le parecía que su cansancio era más bien un deterioro semejante al de los objetos que veía en la escuela y que tocaba con sus manos, todos ellos sometidos a un desgaste lento como el de la erosión del mar, a una especie de involuntaria y aceptada postergación de la que solo ella parecía darse cuenta. Se había vuelto hacia la puerta de la sala de profesores, suponiendo que quien apareciera en ella iba a ser el inspector, pero los pasos continuaron, alejándose ahora, y la leve decepción que sintió, la irritación todavía en ciernes de seguir esperando, Le hizo ver con mayor agudeza el lugar donde llevaba pasadas tantas horas muertas de su vida, donde había asistido a tantas reuniones, claustros, conspiraciones, murmullos, tragedias vulgares y secretas, donde había llegado con una mezcla de expectación, pavor e ilusión más de quince años antes, cuando era una mujer muy joven y llevaba en su vientre sin saberlo aún el embrión de una vida humana. Vio la vulgaridad aplastante que ni siquiera ella era capaz de advertir siempre con tanta precisión, los cuadros horrendos de payasos o de jarrones de flores pintados muchos años atrás por alumnos de lo que ahora se llamaba Expresión Plástica y no descolgados nunca, la fotografía enmarcada y descolorida de los reyes que ya estaba allí la primera vez que ella llegó, los calendarios de propaganda de una papelería, los estantes con libros de texto viejos o haces de exámenes o de expedientes, la máquina de escribir que aún no había sido desplazada por la aparición reciente de un ordenador, igual que la fotocopiadora no había logrado desplazar del todo al papel carbón. Ceniceros de plástico amarillo con la insignia de Ricard o Cinzano, carteles atrasados de Semana Santa: cada cosa un agravio personal, un testimonio del paso traicionero del tiempo, igual que el dolor en la espalda, que las arrugas lineales a los lados de los ojos y la grasa bajo la piel de las caderas y de los muslos, un agravio y en El fondo una claudicación de la voluntad, un rendirse al fatalismo del tedio y el envejecimiento.