Había hablado muy bajo, como adoptando la precaución de no ser escuchado por quien estaba en el teléfono. Susana había encendido un cigarrillo, muy recta frente a él, sin verlo, la cara grave y los ojos serenos tras el humo. Escuchaban el reloj, los segundos lentos y los golpes que avanzaban tan despacio hacia una duración que les parecía eterna, un minuto. Pero el hombre no decía nada, tragaba saliva, apretaba muy fuerte el auricular en su mano derecha, que tendría la palma húmeda de sudor contra la superficie de plástico. Trataban de agudizar el oído, pero en el teléfono no se escuchaba nada, ni siquiera la respiración de otras veces, solo un silencio que volvía más oscura y turbia la presencia del otro lado, la decisión de burla y de crueldad que en ese mismo instante alentaba en alguien, quizás no el asesino, eso lo habría jurado el inspector. Le hizo al hombre una señal con la mano, urgiéndolo a que hablara, pero el permanecía ausente, ensimismado en el silencio del otro, movía los labios y solo se escuchaba el chasquido de la lengua en la saliva escasa. Se aparto un poco el auricular del oído, y entonces los cuatro oyeron una respiración que se hacía más fuerte y luego la voz, débil y oscura, remota y a la vez muy próxima, con una proximidad de acecho y de repulsión física, diciendo el nombre, separando con cuidado las silabas, interrumpiéndose enseguida, cuando no habían pasado ni siquiera cuarenta segundos.
«Fátima.»
«Se levanta todas las mañanas a las ocho. Lo primero que hace es asomarse en pijama a la calle. Aparta unos segundos la cortina y mira primero a las ventanas de enfrente y luego a la calle. Se fija en los coches aparcados, para comprobar las matriculas. Sale hacia las ocho y media. Traje, corbata, anorak verde oscuro. Piso 3.° izquierda, calle Granados, 14, finca con cinco plantas y dos ascensores. Barrio de clase media baja, apartado del centro histórico. Mujer de la limpieza en el portal miércoles y viernes. La calle va a salir a una avenida de mucho tráfico que termina en la circunvalación, a unos 2 km del cruce para Madrid. Salida más fácil a pie hasta la avenida, y de allí 90 km de carretera mala hasta la autovía en Bailen.»
Pero quien puede averiguar de verdad algo, mediante la inteligencia o la adivinación, si nadie sospecha ni descubre nada, a no ser gracias a una confesión o a una delación, cualquier rostro es una máscara perfecta y no hay ojos que no brillen emboscados tras la negrura de un antifaz. Los muertos hablan, decía Ferreras, a diferencia de los vivos ellos no esconden ningún secreto, están tan del otro lado del pudor como de la vida, muestran sin palabras todo lo que fueron, lo más íntimo y lo más miserable, lo más despojado, lo más vil, la papilla amarillenta y medio digerida de lo que comieron unas horas antes de morir, la traza de los vicios, el alquitrán en los pulmones, el hígado hinchado por el alcohol, las caries, la cera en el interior de los oídos, la irritación en los esfínteres por la falta de higiene, los efectos del trabajo en las manos, las huellas de nicotina, las quemaduras ácidas del yeso, los rastros de tinta —Fátima tenía una mancha de tinta de rotulador en la yema del dedo índice de la mano derecha, y un pequeño callo en el dedo corazón, de los que les salen a los niños de escribir apretando mucho el lápiz.
«...Tiene un Renault 18 viejo con matrícula de Bilbao, color gris metalizado, el mismo controlado otras veces. Nunca lo deja aparcado en la calle. Plaza de cochera alquilada en un garaje con vigilancia 24 h. El coche no lo usa casi nunca. Lo saca los domingos, a las diez de la mañana, sale en dirección desconocida. Vuelve a última hora de la tarde. Cambia a diario el trayecto a la comisaría. Llega siempre un poco antes de las nueve.»
Pero hacia los vivos Ferreras no estaba muy seguro de sentir verdadera piedad, porque lo que sentía cada vez más, a medida que se le iban pasando los últimos años de la juventud, era incomprensión, desconcierto, ira, recelo, pavor, un deseo cada vez más definido de apartarse del mundo y de observarlo desde lejos, y de intervenir en el únicamente mediante la practica rigurosa de su trabajo, que constituía para el como un reducto de la claridad y la razón, de la modesta esperanza humana de que algunas cosas hechas con todo el talento y toda la destreza de que alguien puede ser capaz mejoran de algún modo el orden de las circunstancias, ayudan en una escala tal vez ínfima pero también irreducible y preciosa a que la sin razón y el desorden no prevalezcan incondicionalmente. Con los años había vuelto a leer a Albert Camus: no entendía casi nada de lo que pasaba a su alrededor, no le interesaban las páginas de política de los periódicos, y de vivir tanto tiempo en su ciudad aislada había perdido el habito de mantenerse al tanto de las novedades en el cine y en los libros, a las que había dedicado en su primera juventud una parte que ahora suponía excesiva de sus energías intelectuales. Pero ese desinterés hacia las cosas exteriores lo compensaba una voluntad cada vez más reflexiva y acuciante de hacer su trabajo de la mejor forma posible, de mantenerse al día en las innovaciones de la ciencia y de la medicina legal y de cuidar sus análisis y sus informes con un afán de precisión, claridad y rigor que no se mitigaba nunca, y en el que no se concedía ni la disculpa del cansancio ni la de una rendición inevitable a la tendencia cada vez más universal a hacer las cosas de cualquier modo, pues si se hacían con negligencia o torpeza o simplemente mal no importaba o nadie se daba cuenta, y si se hadan bien nadie lo agradecía, en un sistema meticulosamente regido por la incompetencia y la corrupción. Compraba el periódico y se le pasaba el día sin leerlo, pero miraba cada mañana con avidez el buzón aguardando la llegada de las revistas internacionales a las que estaba suscrito, y se quedaba leyendo hasta muy tarde, tomando notas y apuntes, consultando manuales y diccionarios, con un aspecto de severa concentración y de calma que tal vez nadie veía, porque no solía mostrarlo en la vida diaria y en el trato con los demás, igual que solo se ponía las gafas cuando estaba solo, por una coquetería juvenil de cuarentón.
Dentro de su trabajo, de su estricta especialidad, que era sin embargo tan inagotable, porque abarcaba prácticamente todas las posibilidades de la vida y de la muerte humanas, los enigmas podían ser explicados y resueltos con grados diversos de aproximación o de certidumbre, pero siempre había hechos indudables en los que sostenerse, evidencias anatómicas y procesos químicos que era posible determinar sin ambigüedad: por las manchas violáceas y por el grado de rigidez de los miembros había sabido calcular las horas que llevaba muerta Fátima, y gracias a un análisis relativamente sencillo estaba seguro de que la mayor parte de la sangre que había en su ropa no era suya, sino de su asesino, pero más allá, después de las palabras técnicas de su informe, del punto final y de la rúbrica, comenzaba una zona de oscuridad hacia la que Ferreras sentía cada vez más miedo. Con cuidado infinito, con una delicadeza que nunca podría ser suficiente, examinaba de vez en cuando, en alguna noche de guardia, a una mujer violada, extraía residuos de semen y de flujo vaginal y cepillaba muy suavemente el vello del pubis en busca de pelos del violador: podía determinar luego la evidencia de la injuria y el grupo sanguíneo de quien la había cometido, y esos datos tal vez serian útiles para obtener una condena, pero no para saber nada de lo que había sucedido de verdad en el alma de la mujer violada, lo que se había roto para siempre y lo que aún era posible restituir y curar, lo que latía tan turbiamente en la conciencia del violador, la sucia lujuria o la arrogancia o el odio que lo habían empujado a actuar.
—Me entiendo mucho mejor con los muertos — le dijo al inspector, riéndose—, por ejemplo, con Albert Camus, o con Quevedo, que es todavía un muerto más antiguo. Yo digo como él, que vivo en conversación con los difuntos... —«Y escucho con mis ojos a los muertos» —continuó la cita el inspector, y Ferreras se lo quedó mirando, desconcertado, aunque procurando, por cortesía, disimular su sorpresa.
—Me lo enseñó un cura, hace mil años —el inspector sonreía como disculpando su inesperada erudición—. Me obligaba a aprenderme versículos de la Biblia y sonetos de Quevedo.
«De diez a diez y media sale a tomar un café con leche y un croissant a la cafetería Monterrey, a unos 100 m de la comisaría, al otro lado de la plaza. Tiene salida posterior a callejón. Muchos policías desayunan allí o toman cañas al salir del servicio. Desayuna de pie en la barra de cara a la puerta de entrada. Se encuentra con otros inspectores que no lo saludan con mucha confianza, se ve que aquí tampoco se hace muy simpático. Con el que desayuna más veces es con un médico forense. Por ahora no tiene más relaciones que se le puedan comprobar, aparte de las profesionales.»
Pero quien puede averiguar nada de los vivos, quien descubrirá lo que hay en el fondo de los ojos, detrás del antifaz y la máscara de las facciones de un rostro, quien puede saber lo que hay dentro de un alma y lo que esta más adentro o más abajo aún, más sepultado, más hondo, lo que alguien lleva oculto y no lo sabe ni el mismo, el virus que ha empezado a envenenarle la sangre o la célula cancerosa que se multiplica todavía infinitesimalmente en un tejido, el instinto de crueldad o de homicidio que se despertara en el como un violento mecanismo automático, como una ceguera de resplandores rojos de la que despertara un instante más tarde para descubrir un mundo que se le ha vuelto irreconocible, una intoxicación de adrenalina o de alcohol que lo transformará en una criatura hacia la que el mismo sentiría horror si pudiera verla en un espejo.
Alguien ha asesinado a una niña y quizás ve la noticia del crimen en la televisión, durante la cena familiar, y no acaba de reconocer la cara de su víctima en las fotografías que publica el periódico, en las imágenes de un rudimentario video tomado el día de su comunión; alguien alza indignadamente la voz entre un grupo de mujeres que comentan rumores en el mercado, exige venganza, pena de muerte, castigo ejemplar. Alguien va por la acera apoyando una mano en el hombro de la niña que camina a su lado y nadie se da cuenta de que esa mano no está simplemente posada, que en realidad apresa, que se está clavando con toda la fuerza de sus dedos cortos y nervudos en la piel, bajo la tela del chándal, que dejara luego en el hombro y en la nuca un hematoma parecido a las señales de sangre que tampoco ha advertido nadie en un ascensor. «Tienen ojos y no ven», murmura el padre Orduña en su cuarto monástico, «tienen oídos y no oyen», dice en voz alta para casi nadie en la iglesia, a las siete y media de la mañana. Alguien recuerda los años lejanos en que fue un espía entre los otros, un estudiante con aspecto de becario pobre y voluntarioso, reservado pero atento y sin duda leal, una máscara moldeada con las líneas de la cara y la materia misma de la piel, una voz falsa hecha con el metal de la voz verdadera, adiestrada para repetir nombres, conversaciones, números de teléfono, letras de escalera y de piso cuya puerta era reventada a las cuatro de la mañana por policías con gabardinas o con uniformes grises: quien iba a sospechar, a saber, quien podía descubrir lo que había detrás de esa cara basta y como a medio hacer, todavía con rastros de la adolescencia, con un mal color en el que permanecía una palidez de internado y de penumbra de confesionario. Alguien ve por casualidad esa misma cara treinta años después, solo unos segundos, las imágenes desequilibradas de una cámara de televisión sostenida con rudeza entre un tumulto de gente, entre las cámaras, focos y micrófonos que asedian la puerta de una comisaría: aparece un hombre, de frente, con el pelo gris y escaso, despeinado, con un sólido anorak verde oscuro, descubre que lo están filmando, y al mismo tiempo que adelanta la mano para desviar la cámara o para empujar al que la sostiene vuelve hacia un lado la cara, pero ya es tarde, las cosas definitivas con mucha frecuencia no tardan ni una décima de segundo en suceder, un minuto antes o más tarde y la vida de Fátima no se habría cruzado irreparablemente con la de su asesino, un instante o un gesto y alguien no habría visto y reconocido en el telediario esa cara, y decidido algo que lentamente empieza a cumplirse, inexorable y secreto, lo mismo que el progreso de una enfermedad o la caída gradual en la locura.
Alguien decide, anota, llama por teléfono, dice palabras significativas que no pueden comprometer, que no darían lugar a sospecha, porque las palabras también saben ser tan encubridoras como los rostros, alguien abre un atlas enciclopédico y busca el pequeño círculo y el nombre de una ciudad en un mapa, alguien solicita folletos turísticos y consulta guías de hoteles y nada de eso resulta sospechoso, no es delito anotar nombres, mirar folletos en color en una oficina turística, deliberar con el empleado de una agencia sobre la forma más conveniente de viajar, sobre horarios de autocares y trenes y tarifas de alquiler de coches. .La cara es el espejo del alma, dijo el padre Orduña con su fe inconmovible, no tanto en la misericordia de Dios como en la simple lastima o piedad que merecen cada uno de los seres humanos: pero la cara no es el espejo de nada, si acaso uno de esos espejos de las películas de miedo en los que no se reflejan los vampiros. Alguien se hace una foto de carnet de identidad con gafas y bigote postizo, elige otro nombre y su cara ya es otra, alguien viaja en tren y en los andenes de la estación de Chamartín de Madrid se confunde con los otros viajeros y su cara dice tan poco sobre quien es de verdad como el nombre que ahora figura en su carnet y en su permiso de conducir. Alguien alquila un coche con toda naturalidad en un despacho con muebles blancos y empleadas jóvenes vestidas como azafatas, con uniformes y gorros de color burdeos, rellena datos escribiendo cada letra mayúscula en la casilla correspondiente, anota números de carnet de identidad, de tarjeta de crédito, traza al pie del formulario una rúbrica sencilla, que sin embargo tardó muchas horas en ensayar, llenando folios y folios que luego rompió en trozos muy pequeños, con pulcritud meticulosa, la misma con la que guardó en una bolsa de viaje varias mudas de ropa, algunos libros, un walkman, cintas de música, cuadernos, lápices, unos binoculares, una cámara Polaroid, el modelo más rápido y manejable, cabía en el hueco de una mano y se la podía disparar sin que se diera cuenta nadie.
Alguien llega al atardecer a una ciudad donde no ha estado nunca, pero de la que ya posee un plano muy detallado y varias guías turísticas, baja la ventanilla en un cruce para preguntar la dirección del hotel donde tiene hecha una reserva con el mismo nombre que hay en su carnet de conducir y en sus tarjetas de crédito, da las gracias con una sonrisa de perfecta simpatía, logrando borrar del todo su acento verdadero, que aquí seria más llamativo por lo inusual, se instala en el hotel, donde repite, al rellenar la ficha de ingreso, la misma rubrica que hay en el carnet, en el reverso de la tarjeta de crédito y en el permiso de conducir, lo cual no es nada fácil, da una propina razonable al botones que le lleva el equipaje, no muy pequeña, pero tampoco desmedida, para evitar en lo posible que luego recuerde, pero en realidad no hay peligro, nadie recuerda, nadie se fija ni quiere enterarse, por precaución o desgana, por simple aturdimiento, tienen ojos y no ven, oídos y no oyen.