El dinero yace olvidado sobre la mesa.
—Fíjate en él, tumbado y sonriendo —susurra Pinneberg, sin aliento, a Corderita.
—Pobre hombre —musita Corderita—. Eso no puede acabar bien. ¿Se sentirá ahora totalmente feliz? ¿No tendrá miedo?
—El tal Franz Schlüter es un actor de mucho talento —comenta Jachmann.
No, lo cierto es que no puede acabar bien. El dinero no queda olvidado para siempre. Pero la situación no cambia con la primera compra grande, ni tampoco con la segunda. Qué delirio para la mujer poder comprar todo, ¡todo! Qué miedo para el hombre, que conoce la procedencia del dinero.
Y después, la tercera vez, con el dinero acabándose, la mujer ve un anillo… Ay, no le llega el dinero. Ante ella se extiende un montón de anillos relucientes, el vendedor es tan descuidado que atiende a dos clientes a la vez. ¡Oh, el rostro de ella, cómo impulsa a su marido: cógelo!
Cree que él lo hace todo por ella. Pero solo es un pobre cajero de banco; no puede hacerlo y no lo hace.
Al comprenderlo, la mujer le dice al dependiente: volveremos. Y el hombre camina a su lado, anónimo y gris, y su vida desfila ante sus ojos, una vida larga, interminable, junto a esa mujer a la que ama y que espera eso de él…
Y su esposa se calla, se enfurruña, se pone de morros… y de pronto cambia, ambos están sentados en un local con el último dinero, ante unos vinos, y ella arde de entusiasmo.
—Mañana volverás a hacerlo.
El rostro de ese pobre hombre anónimo y gris. Y la mujer radiante. Momentos antes ansiaba contarle la verdad y ahora mueve la cabeza, mesurado, serio, de arriba abajo: afirmando.
¿Cómo continuará la situación? El meritorio no puede seguir dándole dinero toda la eternidad, eso se llama regalar y él se niega a aceptarlo. Y el pobre cajero le cuenta al amigo por qué necesita dinero, lo que su mujer cree de él. El meritorio le entrega el dinero riendo y dice:
—¡ Pero tengo que conocer a tu mujer!
Y el meritorio conoce a la mujer, y sucede lo que tenía que suceder, se enamora de ella, que solo tiene ojos para su marido, ese hombre valiente y sin miramientos que es capaz de cualquier cosa por su esposa. Y vienen los celos, y en la mesa del cabaré donde están sentados, el meritorio le cuenta la verdad.
Ay, cuando el pobre hombre vuelve del servicio, los dos están sentados a la mesa y ella lo recibe riendo, con una risa descarada y desdeñosa.
Y al oírla, lo comprende todo: la traición del amigo y la infidelidad de la mujer. Y su rostro se transfigura, sus ojos se agrandan, afloran dos lágrimas, sus labios tiemblan.
Ellos ríen.
El hombre se queda mirándola de hito en hito.
Sí, quizá ese fuera el momento en que sería capaz de hacer cualquier cosa, pues su vida se ha hecho trizas. Pero de repente da media vuelta, con la espalda encorvada y, envarado, se encamina sobre sus delgadas piernecillas hacia la puerta.
—Ay, Corderita —murmura Pinneberg, agarrándola—. Ay, Corderita —susurra—. Da miedo. Y estamos tan solos.
Corderita asiente despacio y musita:
—Pero nosotros estamos juntos, nosotros dos.
Y después, muy deprisa y con tono amistoso:
—Además tiene a su hijo. ¡Seguro que la mujer no se lo lleva!
E
n realidad es una cena un tanto atribulada la que hacen los tres arriba, en su pajarera. Jachmann contempla pensativo a sus dos hijos mayores, que ni siquiera saborean las desacostumbradas
delicatessen
que compró la víspera.
Pero, por una vez, no dice nada. Después, Corderita recoge los platos y trae al bebé, y Holger Jachmann comenta:
—Vamos, chicos, chicos, es un auténtico horror veros así. ¡Ni siquiera los más probos deberían tragarse cualquier cursilada!
—Nosotros también sabemos muy bien que todo eso es mentira, señor Jachmann —replica Pinneberg—. Un meritorio así no existe, y seguramente tampoco un hombre como el pobre cajero del sombrero hongo. A mí solo me ha impresionado el actor, ¿cómo se llama? ¿Schlüter, dice usted?
Jachmann asiente y empieza a decir:
—Pero…
Corderita lo interrumpe.
—Yo sé a qué se refiere mi chico, y usted no puede decir nada contra eso. Aunque no sea verdad y solo sea una película, lo cierto es que la gente como nosotros siempre ha de tener miedo, pues en el fondo es un milagro que todo vaya bien durante un tiempo. Siempre puede suceder algo frente a lo que estás completamente indefenso y siempre te asombras de que eso no suceda todos los días.
—Bah, las cosas solo son tan peligrosas cuando uno permite que lo sean —replica Jachmann—. No hay que dejar que se le acerquen. Si yo hubiera sido el cajero, me habría largado a casa sin más y me habría divorciado. Luego habría vuelto a casarme con una chica joven y simpática… Así que ¿a qué viene tanta pamema? Ahora propongo que, dado que el bebé parece saciado, nos arreglemos deprisa, que ya son más de las once. Vamos a divertimos.
—Pues no sé —Pinneberg mira, interrogante, a Corderita—. ¿Nos apetece salir? La verdad es que no tengo muchas ganas.
Corderita también se encoge de hombros, indecisa.
Ese gesto saca a Jachmann de sus casillas.
—¡De eso ni hablar! ¡Quedarnos aquí metidos en casa hechos unos zorros por semejante fruslería! Nos vamos ahora mismo y usted, Pinneberg, alce el vuelo y salga a buscar un taxi mientras su Corderita se pone su mejor vestido.
Pinneberg parece dudar, pero también Corderita dice:
—Venga, chico, date prisa. No va a ceder.
Pinneberg se marcha despacio, y entonces Jachmann se muestra muy simpático al salir disparado tras él y meterle algo en la mano.
—Tome, guárdeselo. Cuando se sale, siempre es desagradable no llevar nada en el bolsillo. Aquí tiene algo de pasta.
Y no olvide entregarle un poco a su mujer, ellas siempre necesitan dinero. Bah, no diga nada y apresúrese con el taxi.
Y tras estas palabras, se marcha y Pinneberg desciende despacio la escalera, pensando: lo cierto es que es buena persona. Sin embargo, tendríamos que conocerlo mejor. Así que tampoco es bueno del todo. Su mano rodea con fuerza los billetes. Más tarde, en el coche, cuando se presenta con él delante de la casa, no puede evitarlo, abre la mano, ve los billetes, los cuenta y dice:
—No puede ser, esto es lo que gano trabajando casi un mes entero. Está loco. Voy a decírselo enseguida.
Pero no puede ser, porque los dos aguardan ya, y en el coche Corderita le cuenta que el bebé se ha quedado dormido enseguida y que ella no está nada preocupada, bueno, tal vez un poquito, y además tampoco estarán fuera tantísimo tiempo. Por cierto, ¿adónde van?
—Oiga, señor Jachmann… —empieza a decir Pinneberg.
—Bueno, chicos, con vosotros no pienso ir al Oeste —contesta Jachmann deprisa—. Primero, porque allí soy muy conocido y no es ni la mitad de divertido, y segundo, porque hace mucho que ya no es igual de bonito. En Friedrichstrasse aún hay verdadera diversión para los forasteros, ya lo veréis.
Deliberan a qué local ir primero, y Jachmann le da envidia a Corderita con los bares, los cabarés y los espectáculos de
variétés
, y de vez en cuando también a Pinneberg.
—¡Chicas medio desnudas, mi querido recién casado!
—Y—: Siete beldades apenas con un delantalito. ¿Qué me dice. Pinneberg?
Pero siguen sin ponerse de acuerdo en adónde ir, así que aceptan la propuesta de Jachmann de dar primero un paseo por la Friedrichstrasse.
Caminan los tres juntos, Corderita en medio, colgada del brazo de sus hombres. Están de un humor excelente y no solo se detienen ante las vitrinas de las
variétés
con sus chicas arrebatadoras, todas en cierto modo idénticas, sino también delante de casi todas las tiendas. A Pinneberg le aburre un poco, pero en eso Jachmann también es el mejor compañero del mundo y es capaz de entusiasmarse tanto como Corderita por un vestido de punto vienés y contemplar después veintidós sombreros uno por uno para comprobar si le sientan bien a Corderita.
—Pero ¿no vamos a seguir andando?
—¡Ay, estos maridos! —exclama Jachmann—. Primero nada les parece lo bastante bonito y después todo les da igual. En fin, también a mí me está entrando sed. Propongo que crucemos ahí enfrente.
Así que cruzan el Damm y están casi al otro lado cuando un coche frena detrás de ellos y una voz aguda grazna:
—¡Eh, Jachmann! ¿Eres tú?
Jachmann se vuelve rápidamente y exclama sorprendido: —¡Tío Kinilli! ¿Es que todavía no te han…? —se interrumpe y comenta a los Pinneberg—. Un momento, chicos, enseguida vuelvo.
El coche se ha acercado mucho a la acera, y ahí está Jachmann, hablando con el gordo y amarillento rostro de eunuco, y si al principio todavía ríen, poco a poco la conversación se va tornando más seria y susurrante.
Los Pinneberg esperan, parados. Pasan cinco minutos, diez, contemplan un escaparate, y cuando en el escaparate ya no queda nada que ver, esperan de nuevo.
—La verdad es que podría ir terminando —gruñe Pinneberg—. Le ha llamado tío Knilli, a saber qué personas conocerá Jachmann…
—Desde luego no tiene buena pinta —confirma Corderita—. ¿Por qué graznará y piará de ese modo?
Cuando Pinneberg se dispone a explicárselo, Jachmann regresa y dice:
—Escuchad, chicos, no os enfadéis conmigo, pero la noche se ha ido al garete. Tengo que irme con tío Knilli.
—¿De veras? —pregunta Corderita vacilante—. Señor Jachmann…
—Negocios, negocios. Pero mañana a mediodía, como muy tarde, regresaré a vuestra casa, chicos, puntualmente para comer… Y ahora, ¿sabéis qué?, divertíos solos. Además, os lo pasaréis mucho mejor sin mí…
—Señor Jachmann —dice de nuevo Corderita—, ¿no será mejor que se quede con nosotros? Tengo un presentimiento…
—He de irme, he de irme —les comunica Jachmann ya junto al coche—. Continuad sin mí. ¿Necesita dinero, Pinneberg?
—¡Lárguese de una vez, señor Jachmann! —grita el interpelado.
—Entonces, todo está bien —murmura Jachmann—. Pensaba que… Hasta mañana a mediodía, pues.
El taxi se ha marchado y Pinneberg cuenta a su Corderita que Jachmann le ha dado más de cien marcos una hora antes.
—Mañana mismo se los devolverás —dice Corderita enérgica—. Y nos volvemos a casa ahora mismo. ¿O todavía te apetece?
—No me apetece nada —confiesa él—. Mañana le devolveré su dinero.
Pero no tendrán ocasión. Pues transcurre mucho tiempo, y todo habrá cambiado mucho en la vida de los Pinneberg antes de que vuelvan a ver al señor Holger Jachmann, que quería estar puntualmente en su casa a la hora de comer.
U
na noche, a los Pinneberg los despierta una música nocturna desacostumbrada: el bebé, en lugar de dormir, berrea.
—El pequeñín está gritando —susurra Corderita de manera totalmente innecesaria.
—Sí —dice su marido en voz baja mientras mira la esfera de cifras luminosas del despertador—. Son las tres y cinco.
Escuchan, luego Corderita vuelve a susurrar:
—Esto no lo hace nunca. No puede tener hambre.
—Ya callará —afirma su marido—. Procuremos seguir durmiendo.
Pero la verdad es que les resulta completamente imposible y, al cabo de un rato, Corderita dice:
—¿No crees que debo encender la luz? Grita de dolor.
Pero tratándose del bebé, Pinneberg es un hombre de principios.
—De ningún modo, ¿me oyes? ¡De ningún modo! Acordamos que de noche no nos ocuparíamos de sus llantos, para que sepa que a oscuras no le queda más remedio que dormir.
—Sí, pero… —empieza a decir la joven.
—Ni hablar —declara, tajante—. Como empecemos a hacerlo, pronto tendremos que levantarnos todas las noches. ¿Para qué resistimos las primeras noches? Entonces lloraba mucho más que ahora.
—Pero es que el llanto es diferente, parece como si le doliera algo.
—Hay que aguantar, Corderita, sé razonable.
Y yacen en la oscuridad escuchando los gritos del bebé. Continúan sin pausa, por supuesto dormir es impensable, pero eso tiene que terminar, debe cesar enseguida. ¿Llora de manera especial, doliente?, se pregunta Pinneberg. No son chillidos de furia, ni de hambre, sino de dolor…
—¿No le dolerá la barriga? —pregunta Corderita en voz baja.
—¿Por qué le va a doler la barriga? Además, ¿qué podemos hacer contra eso? ¡Nada!
—Podría prepararle té de hinojo. Eso siempre lo ha tranquilizado.
Su marido no contesta. Ay, la cosa no es tan fácil, porque el bebé tiene que estar bien. No hay que cometer errores en su educación, tiene que convertirse en un hombre como es debido. Pinneberg reflexiona.
—Bueno, levántate y prepárale un té de hinojo.
Pero Pinneberg se levanta casi más deprisa que ella. Enciende la luz y el niño enmudece un instante al ver la claridad, pero reanuda su llanto. Está amoratado.
—Pequeñito mío —dice Corderita, e, inclinándose sobre él, levanta el pequeño paquete de la cuna—. Pequeñito mío, ¿te duele? Enséñale a mamá dónde te duele.
Al calor del cuerpo de su madre, mecido de un lado a otro en los brazos, el bebé se calla. Después exhala un profundo suspiro, calla y rompe a llorar.
Pinneberg, que trajina junto al infiernillo de alcohol, dice con voz triunfal:
—¿Lo ves? ¡Solo quería que lo cogieran en brazos!
Pero Corderita no reacciona; camina de un lado a otro cantándole una nana que recuerda de su infancia:
Ea, ea, ea,
pan de la aldea,
sopitas con pan
qué ricas están.
El niño yace callado en sus brazos, mirando al techo con sus claros ojos azules, sin moverse.
—Bueno, el agua ya está caliente —informa Pinneberg con tono despiadado—. El té prepáralo tú misma, no quiero meterme en eso.
—Coge al niño —dice Corderita, y él obedece.
El padre camina de acá para allá, tarareando, mientras la mujer prepara y enfría el té. El bebé alarga la mano hacia el rostro del padre, pero permanece callado como un ratoncito.
—¿Le has puesto azúcar? ¿No estará muy caliente? Deja que lo pruebe primero. Vale, dáselo de una vez.
El bebé sorbe muchas veces de la cucharilla de café, a veces se le escapa una gotita que su padre limpia muy serio con la manga de su camisa.
—Bueno, ya está bien —advierte el hombre—. Ya se ha tranquilizado.