Pantano de sangre (47 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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Al oír un chapoteo, se volvió con la pistola, pero quien se acercaba por el agua era Pendergast, agachado, despacio. El agente le indicó que no hiciera ruido. Después se cogió a la borda, miró atentamente a todas partes y al cabo de un momento se levantó a pulso, con un hábil movimiento. Hayward le oyó moverse. Después, Pendergast volvió a saltar la borda y se sumergió al lado de Hayward.

—¿Está bien? —susurró.

—No, me han dado.

—¿Dónde?

—En la pierna.

—Hay que sacarla del agua.

La asió por el brazo y empezó a arrastrarla hacia la orilla. El silencio era profundo. El tiroteo había asustado a todas las formas de vida del pantano; habían quedado en suspenso. No se oían chapoteos, ni croar, ni zumbar, ni deslizarse.

Hayward percibió un movimiento en el agua. Después algo duro, con escamas, la rozó. Reprimió un grito. La superficie se volvió irregular a la luz de la luna. Asomaron dos ojos de reptil, y dos orificios nasales. El animal se echó encima de ella con una explosión aterradora de agua. Pendergast disparó al mismo tiempo. Hayward notó que algo afilado, enorme, inexorable, le apresaba la pierna. Después se vio arrastrada bajo la superficie, y el dolor se convirtió en una agonía.

Se retorció y forcejeó, sin que Pendergast le soltara el brazo, pero el gigantesco aligátor la estaba arrastrando hacia el barro del lecho del canal. Al intentar gritar, se le llenó la boca de agua estancada. Oyó el ruido sordo de los disparos del agente al otro lado de la superficie. Volvió a retorcerse y, clavando la pistola en la cosa que le aferraba la pierna, disparó.

Una detonación tremenda. La conmoción del disparo y la reacción del aligátor, espasmódica y brutal, se combinaron en un solo y enorme estallido. La horrible presión del mordisco desapareció. Hayward salió a rastras del fango, sin aliento.

Con un movimiento brusco, Pendergast tiró de ella hacia la Orilla, la arrastró por el bajío y la dejó sobre unos helechos. Hayward sintió que le desgarraba la pernera del pantalón, limpiaba lo mejor posible la herida y se la vendaba con las tiras de tela.

—El otro tirador —dijo, sintiéndose mareada—. ¿Le ha dado?

—No, aunque puede que le haya rozado. He conseguido que saliera de su escondrijo y he visto que su sombra se metía otra vez en el pantano.

—¿Por qué no ha vuelto a disparar?

—Quizá esté buscando otro emplazamiento desde donde mejorar su tiro. Al hombre de la barca le ha matado una bala de 30-30, no una de las nuestras.

—¿Un accidente? —dijo Hayward, jadeando, mientras intentaba no pensar en el dolor.

—Probablemente no.

Pendergast le pasó un brazo por los hombros y la hizo levantarse.

—Ahora solo podemos hacer una cosa: llevarla a Spanish Island. Enseguida.

—Pero ¿y el otro tirador? Sigue en alguna parte.

—Ya lo sé. —Pendergast le señaló la pierna con la cabeza—. Pero la herida no puede esperar.

71

Hayward se tambaleaba por el barro pegajoso, con el brazo en el cuello de Pendergast. Resbalaba constantemente, y más de una vez estuvo a punto de arrastrar a Pendergast por el fango. Cada paso provocaba una punzada de dolor en la pierna, como si le incrustaran una vara de hierro al rojo vivo desde la espinilla hasta el muslo; tenía que esforzarse para no gritar. No olvidaba ni por un momento que el otro tirador aún andaba por ahí, en la oscuridad. El silencio del pantano la ponía nerviosa, por miedo a que estuviera acechándoles. A pesar del calor asfixiante de la noche y del agua tibia del pantano, se sentía destemplada, atontada, como si todo aquello estuviera pasándole a otra persona.

—Tiene que levantarse, capitana —dijo la voz tranquilizadora de Pendergast.

Hayward se dio cuenta de que había vuelto a caerse.

El énfasis en el rango hizo que volviera un poco en sí. Tras levantarse con dificultad, logró dar un par de pasos, pero sintió otra vez que se desmadejaba. Pendergast siguió llevándola medio a rastras, agarrándola con unos brazos que eran como cables de acero y hablándole con una voz suave, tranquilizadora. El barro, sin embargo, se volvió más profundo; le absorbía las piernas casi como arenas movedizas, y, en su esfuerzo por ir dando tumbos, Hayward tenía la sensación de que lo único que conseguía era hundirse más y más en el cieno.

Pendergast la estabilizó. Con gran esfuerzo, Hayward consiguió desprender una pierna, pero la otra, la herida, estaba muy metida en el barro, y cualquier esfuerzo por sacarla provocaba un pinchazo insoportable. Se derrumbó en el pantano, hundiéndose casi hasta los muslos.

—No puedo.

La noche daba vueltas a su alrededor. Su cabeza zumbaba de dolor. Notó que el agente la mantenía erguida. Pendergast miró a su alrededor sin decir nada.

—Está bien —susurró.

Hubo un silencio. Después, Hayward oyó que rasgaba algo suavemente: su americana. Todo giraba, dando vueltas y vueltas: el pantano oscuro, los árboles, la luna... Estaba inmersa en una nube de mosquitos, que se le metían en la nariz y las orejas, rugiendo como leones. Se dejó caer otra vez en el barro aguado, deseando con todas sus fuerzas que aquel fango pegajoso fuera la cama de su casa, y se encontrara sana y salva en Manhattan, con Vinnie al lado, respirando plácidamente...

Cuando volvió en sí, Pendergast le estaba atando una especie de arnés rudimentario en los antebrazos. Al principio se resistió, pero el agente le tocó la mano para tranquilizarla.

—Voy a arrastrarla. Usted relájese.

Cuando por fin le entendió, Hayward asintió con la cabeza.

Pendergast colocó sobre sus hombros las dos tiras del arnés, y empezó a tirar. Al principio Hayward no se movía. Después el pantano aflojó su absorción y sintió que empezaba a deslizarse por el limo cubierto de agua, cabeceando y resbalando a partes iguales. Sobre ella, los árboles, negros y plateados a la luz de la luna, formaban una trama de luz y oscuridad con sus ramas y hojas enlazadas. Hayward se preguntó, sin fuerzas, dónde se habría escondido el tirador y por qué no habían oído más disparos. Podían haber pasado cinco o treinta minutos. Había perdido la noción del tiempo.

De repente, Pendergast se paró.

—¿Qué pasa? —gimió ella.

—Veo una luz a través de los árboles.

72

Pendergast se inclinó hacia Hayward para examinarla atentamente. Estaba conmocionada. Con el cuerpo pegajoso y lleno de barro era difícil saber cuánta sangre había perdido. La luna le iluminaba un lado de la cara, de un blanco espectral en las zonas que no estaban enfangadas. Con cuidado, la sentó, le aflojó el arnés y le apoyó la espalda en un tronco de árbol; luego la camufló con algunas hojas de helecho. Después limpió un trapo en el agua cenagosa e intentó quitar un poco de barro de la herida, proceso durante el que arrancó muchas sanguijuelas.

—¿Cómo se encuentra, capitana?

Hayward tragó saliva y movió la boca. Sus ojos parpadearon sin lograr enfocar. Pendergast le buscó el pulso: rápido y superficial. Se inclinó hacia su oído y susurró:

—Tengo que irme. Solo será un momento.

Al principio, Hayward abrió los ojos, con miedo. Después asintió con la cabeza y consiguió decir algo con voz ronca.

—Lo entiendo.

—Los habitantes de Spanish Island, sean quienes sean, saben que estamos aquí. No cabe duda de que han oído los disparos. De hecho, es muy posible que el tirador que queda haya venido de Spanish Island y nos esté esperando allí. De ahí el silencio. Debo acercarme con precaución. Déjeme ver su arma.

Cogió la pistola —una 32— y examinó el cargador. Después volvió a meterlo y puso el arma en las manos de la capitana.

—Le quedan cuatro balas. Si no vuelvo... es posible que las necesite. —Le dejó la linterna en el regazo—. Úsela solo si no hay más remedio. Esté atenta al brillo de ojos a la luz de la luna. Fíjese en lo separados que estén. Si son más de cinco centímetros, se tratará de un aligátor o del tirador. ¿Me ha entendido?

Hayward volvió a asentir, sujetando con fuerza la pistola.

—Aquí está bien protegida. Si no quiere ser vista, no la verá nadie, pero escúcheme con atención: tiene que quedarse despierta. Si pierde la conciencia morirá.

—Más vale que se vaya —murmuró ella.

Pendergast escudriñó la oscuridad. A través de las hileras de troncos se vislumbraba con dificultad un vago resplandor amarillo. Sacó un cuchillo y lo levantó para marcar una equis grande a cada lado del mayor de los troncos. Después fue hacia el sur, dejando a Hayward; se encaminó hacia las luces lejanas, siguiendo una trayectoria en espiral cada vez más cerrada.

Iba despacio, sacando los pies del barro con cuidado para no hacer más ruido de lo necesario. No había ningún indicio de actividad, ni ruidos procedentes de la luz lejana, que parpadeaba y desaparecía entre los troncos oscuros. Al cerrarse la espiral, los troncos se fueron espaciando y apareció un vago rectángulo amarillo: una ventana con cortina. La luz flotaba en medio de la oscuridad, dentro de un grupo de edificios borrosos con tejados a dos aguas.

Diez minutos después se había acercado lo suficiente para ver con claridad el antiguo campamento de caza de Spanish Island.

Era un complejo grande y laberíntico, construido sobre pilotes con creosota justo encima del nivel del agua: como mínimo una docena de edificios amplios, con paredes de tablas, encajados en un enorme bosque de cipreses calvos profusamente cubiertos por cortinas de barba de viejo. Quedaba justo al borde de un pequeño brazo de río de aguas estancadas. El campamento, situado algo más en alto, estaba rodeado por una pantalla de helechos, arbustos y hierbas altas. La tupida frontera vegetal, sumada a los velos casi impenetrables del musgo, daban la sensación de algo oculto, encerrado en sí mismo.

Pendergast se acercó de lado, rodeando el campamento en busca de posibles vigilantes, a la vez que se familiarizaba con su distribución. En un extremo había una gran plataforma de madera, por la que se accedía a un embarcadero con un pantalán sobre el brazo de río. En el pantalán había una curiosa embarcación amarrada; Pendergast reconoció la pequeña lancha militar de la época de Vietnam, que se utilizaba para patrullar en aguas dulces. Era un modelo híbrido con solo ocho centímetros de calado, y un motor a chorro silencioso, bajo el agua, ideal para ir por un pantano sin hacer ruido. A pesar de que algunos de los anejos estuvieran en ruinas, con el tejado caído, el campamento central se hallaba en buenas condiciones; se notaba que alguien vivía allí. También había una construcción más grande en un estado impecable. Sus ventanas tenían cortinas muy tupidas, por las que apenas se filtraba una luz amarilla.

Al completar el círculo, se llevó una sorpresa: al parecer no había nadie de guardia. Reinaba un silencio sepulcral. Si el tirador estaba allí, se había escondido excepcionalmente bien. Esperó, a la escucha. De pronto oyó algo: un grito a lo lejos, desolado, como de quien ya no tiene esperanzas. El grito subió y bajó de intensidad múltiples veces, hasta apagarse en vocalizaciones incoherentes. Cuando cesó, el pantano quedó inmerso en una honda quietud.

Pendergast sacó la Les Baer y dio un rodeo hacia la parte trasera del campamento, metiéndose por unos helechos muy tupidos, al borde de los pilotes. Volvió a prestar atención, pero ya no oyó ni vio nada más: ni pasos en las planchas de madera de encima, ni destellos de linterna, ni voces.

En uno de los pilotes había una escalera tosca de madera, con los peldaños viscosos y podridos. Al cabo de otro par de minutos, se acercó medio a nado, se cogió al peldaño más bajo y subió de uno en uno, poniendo a prueba su solidez antes de apoyarse. No tardó en tener la cabeza al nivel de la plataforma. Al asomarse, siguió sin ver nada a la luz de la luna. Ni rastro de que hubiera alguien vigilando.

Cuando estuvo encima de la plataforma, rodó hacia las planchas de madera rugosa y se quedó tendido, con la pistola a punto. Al prestar atención, le pareció oír que alguien, con voz excepcionalmente tenue, incluso para su finísimo oído, murmuraba despacio y monótonamente, como si rezara el rosario. La luna ya estaba en lo más alto. El campamento, encerrado por los árboles, se había llenado de manchas de luz. Esperó un poco más. Después se levantó y corrió hacia la sombra del anejo que tenía más cerca, y se pegó a la pared. Una sola ventana con la cortina echada proyectaba algo de luz sobre la plataforma.

Se deslizó muy lentamente y, a la vuelta de una esquina, se agachó para pasar debajo de otra ventana. Tras la siguiente esquina, encontró una puerta. Era vieja, deteriorada, con las bisagras oxidadas y la pintura desconchada. Movió el picaporte con mucha precaución y vio que estaba cerrada. Tardó poco en forzarla. Esperó, agazapado.

No se oía nada.

Giró despacio el pomo, abrió un poco la puerta y entró en silencio, apuntando la pistola hacia el interior de la habitación.

Ante su vista apareció un salón espacioso y elegante, algo deteriorado. Presidía una de las paredes una descomunal chimenea de piedra, dominada por un aligátor disecado y enmohecido, sobre una placa, y dotada de una enorme repisa de madera, con una hilera de pipas de brezo y un sifón de gas bulboso. Había toda una pared llena de vitrinas de armas vacías. También había otras vitrinas, con cañas de pescar —de mosca y de lanzado, todas en mal estado—, o de moscas y cebos. Alrededor de la chimenea, que estaba apagada, se agrupaban muebles de cuero rojo oscuro, muy remendados y agrietados por el paso del tiempo. La sala se veía polvorienta y poco usada. Y parecía muy vacía.

El agente oyó sobre su cabeza una pisada casi imperceptible, y un murmullo.

El salón estaba iluminado por varias lámparas colgantes de queroseno, reguladas a la menor intensidad posible. Pendergast descolgó una, subió la mecha para que diera más luz y fue hacia el fondo, donde había una escalera estrecha, entre paredes, con moqueta muy mullida. Subió despacio.

La diferencia entre la planta baja y la de arriba era considerable. En el primer piso no había la profusión de cachivaches que en el de abajo, ni esa mezcla de colores, formas y dibujos. Al llegar al final de la escalera, descubrió un pasillo largo, con dormitorios a ambos lados, seguro que de la época en la que el campamento recibía huéspedes de pago. Sin embargo, faltaban, adornos, sillas, cuadros y estanterías. Todas las puertas estaban abiertas, dejando a la vista habitaciones desnudas. Todas las ventanas estaban cubiertas de gasa, tal vez para que se filtrase la luz exterior. Dominaban los colores pastel muy apagados, casi en blanco y negro. Hasta los nudos de la madera habían sido cuidadosamente tapados.

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