Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Sin embargo, seguía profundamente insatisfecho. Felder había intervenido en muchos casos que se salían de lo habitual. Muy pocos médicos habían visto tanto como él. Había examinado cuadros excepcionales de patología criminal. Y, sin embargo, jamás había visto nada comparable. Quizá fuera la primera vez en toda su carrera en que tenía la impresión de no haber penetrado en el núcleo de la psicología de la paciente. Ni muchísimo menos.
Lo normal es que con tanta burocracia hubiera dado lo mismo. Técnicamente, él ya había cumplido. Aun así, se había reservado sus conclusiones en espera de una nueva evaluación, para tener la oportunidad de realizar otra entrevista. Decidió que esta vez lo que quería era mantener una conversación; una conversación tranquila entre dos personas. Ni más ni menos.
Giró en un recodo y siguió por otro interminable pasillo. Los ruidos, gritos, olores y sonidos del área de confinamiento casi no hacían mella en su conciencia, mientras ponderaba los misterios del caso. La primera duda era la identidad de la paciente. Pese a la diligencia de sus investigaciones, los funcionarios de los tribunales no habían conseguido localizar su certificado de nacimiento, número de seguridad social o cualquier otra prueba documental de su existencia, más allá de algún que otro expediente, benévolo e intencionadamente vago, del Instituto Feversham del condado de Putnam. El pasaporte británico que llevaba encima era auténtico, pero lo había obtenido engañando con astucia a un funcionario del consulado británico en Boston. Era como si hubiera aparecido en el mundo completamente formada, como Atenea al emerger de la frente de Zeus.
Entre el eco de sus pasos por los largos pasillos, Felder trató de no pensar demasiado en lo que preguntaría. Quizá una conversación espontánea pudiese lograr lo que no había conseguido el interrogatorio formal: penetrar en la opacidad de esa mujer.
Otro recodo, el último antes del locutorio. Un vigilante de guardia abrió la puerta de metal gris con mirilla, franqueándole el paso a una habitación pequeña y desnuda, pero no del todo desagradable, con varias sillas, una mesita, algunas revistas, una lámpara y un espejo unidireccional que ocupaba toda una pared. La paciente ya estaba sentada, junto a un policía. Ambos se levantaron al verle entrar.
—Buenas tardes, Constance —dijo Felder, escueto—. Por favor, agente, ya puede quitarle las esposas.
—Necesito la autorización, doctor.
Felder tomó asiento, abrió la cartera, sacó un documento y se lo dio al policía, que después de mirarlo asintió con un gruñido, se levantó, quitó las esposas a la presa y se las colgó del cinturón.
—Si quiere algo, estoy fuera. Solo tiene que pulsar el botón.
—Gracias.
El agente se fue. Felder se concentró en la paciente, Constance Greene, a quien tenía delante, toda corrección, con las manos juntas y un simple mono de preso. Volvió a impresionarle su seguridad y su belleza.
—¿Qué tal, Constance? Siéntese, por favor.
Ella se sentó.
—Yo muy bien, doctor. ¿Y usted?
—También. —Felder sonrió mientras cruzaba las piernas y se echaba hacia atrás—. Me alegro de que tengamos la oportunidad de volver a charlar. Quería comentarle un par de cosas. Nada oficial, en realidad. ¿Le parece bien que hablemos unos minutos?
—Por supuesto.
—Muy bien. Espero no parecer demasiado curioso. Deformación profesional, podría decirse. Parece que no pueda desconectar, ni siquiera después de haber hecho mi trabajo. ¿Dice que nació en la calle Water?
Constance asintió con la cabeza.
—¿En casa?
El mismo gesto.
Felder consultó sus notas.
—Una hermana, Mary Greene. Un hermano, Joseph. Nombre de la madre, Chastity; nombre del padre, Horace. ¿De momento voy bien?
—Así es.
«Así es.» Tenía una dicción tan... rara...
—¿Cuándo nació?
—No me acuerdo.
—No, claro, es difícil que se acuerde, pero seguro que sabe su fecha de nacimiento.
—Lo lamento, pero no.
—Debió de ser... ¿a finales de los ochenta?
En la cara de Constance apareció una sonrisa fugaz, en la que Felder casi no tuvo tiempo de fijarse.
—Creo que debió de ser más bien a principios de los setenta.
—Pero dice que solo tiene veintitrés años.
—Más o menos. Como le he dicho antes, no estoy segura de mi edad exacta.
Felder carraspeó ligeramente.
—Constance, ¿sabe que no hay ningún documento que confirme que su familia resida en la calle Water?
—Quizá no hayan investigado lo bastante a fondo. Se inclinó.
—¿Me esconde la verdad por alguna razón? Recuerde que solo estoy aquí para ayudarla, por favor.
Silencio. Miró los ojos verdes, el rostro joven y agraciado, con el marco perfecto de su pelo cobrizo, y la expresión inconfundible que recordaba del primer encuentro: altivez, serena superioridad, por no decir desdén... Tema el porte de... ¿De qué?
¿De una reina? No, no era exactamente eso. Felder nunca había visto nada parecido.
Dejó a un lado sus apuntes e intentó adoptar una actitud natural, informal.
—¿Cómo se convirtió en pupila del señor Pendergast?
—Cuando murieron mis padres y mi hermana, me quedé huérfana y sin techo. El domicilio del señor Pendergast, en el número 891 de Riverside Drive, quedó... —Una pausa—. Quedó deshabitado muchos años. Fue allí donde viví.
—¿Por qué concretamente allí?
—Era una casa grande, cómoda y con muchos lugares en los que esconderse. Además, tenía una buena biblioteca. Cuando la heredó, el señor Pendergast me descubrió y pasó a ser mi tutor legal.
«Pendergast.» Había visto ese nombre en el informe, relacionado con el delito de Constance. El hombre se había negado a hacer cualquier tipo de comentario.
—¿Por qué se convirtió en su tutor?
—Por sentimiento de culpa.
Silencio. Felder carraspeó.
—¿Sentimiento de culpa? ¿Por qué lo dice?
Ella no respondió.
—¿Quizá por ser el padre de su hijo?
Esta vez sí hubo respuesta, con una calma sobrenatural.
—No.
—¿Y cuál era su papel en la casa del señor Pendergast?
—Era su amanuense. Su investigadora. Encontró utilidad a mi don de lenguas.
—¿Lenguas? ¿Cuántas habla?
—Solo inglés. Pero leo y escribo con fluidez latín, griego antiguo, francés, italiano, español y alemán.
—Qué interesante. Debió de ser muy buena alumna. ¿A qué colegio fue?
—Aprendí por mi cuenta.
—¿Quiere decir que es autodidacta?
—Quiero decir que aprendí por mi cuenta.
Felder se preguntó si aquello era posible. ¿Se podía, en la actualidad, nacer y crecer en una ciudad siendo completa y oficialmente invisible? Con la actitud informal no estaba llegando a ningún sitio. Era el momento de ser más directo y presionarla un poco.
—¿De qué murió su hermana?
—La mató un asesino en serie.
Se quedó callado.
—¿Está archivado el caso? ¿Cogieron al asesino en serie?
—No y no.
—¿Y sus padres? ¿Qué les pasó?
—Murieron los dos de tisis.
Felder se animó repentinamente. Sería fácil comprobarlo, ya que en Nueva York las muertes por tuberculosis se documentaban con todo detalle.
—¿En qué hospital murieron?
—En ninguno. Mi padre no sé dónde murió. Sé que mi madre murió en la calle, y que enterraron su cadáver en la fosa común de Hart Island.
Constance se quedó sentada, con las manos en el regazo. Felder empezaba a sentirse muy frustrado.
—Volviendo a su nacimiento, ¿ni siquiera se acuerda del año en el que nació?
—No.
Suspiró.
—Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su bebé. Constance no se movió.
—Dice que le tiró por la borda porque era malo. ¿Cómo sabía que era malo?
—Su padre era malo.
—¿Estaría dispuesta a decirme quién era?
Silencio.
—Entonces, usted está convencida de que la maldad es hereditaria, ¿verdad?
—En el genoma humano hay series, agregados de genes, que contribuyen claramente al comportamiento delictivo, y esos agregados son hereditarios. Supongo que ha leído las últimas investigaciones acerca de la «tríada oscura» de los rasgos del comportamiento humano.
A Felder, que estaba al corriente de dichas investigaciones, le sorprendió mucho la lucidez y erudición de la respuesta.
—¿Así que le pareció necesario eliminar los genes del bebé del acervo genético tirándole al Atlántico?
—Correcto.
—¿Y el padre? ¿Aún está vivo?
—Murió.
—¿De qué?
—Fue arrojado a un flujo piro clástico.
—¿Que fue...? ¿Cómo dice?
—Es un término geológico. Cayó en un volcán.
Tardó un momento en digerir la frase.
—¿Era geólogo?
Silencio. Era exasperante dar vueltas y vueltas de aquella manera, sin llegar a ninguna parte.
—Ha dicho «arrojado». ¿Insinúa que le empujaron?
Tampoco esta vez hubo respuesta. Estaba claro que era una fantasía descabellada en la que no valía la pena ahondar.
Felder cambió de conversación.
—Constance, ¿era usted consciente de que cometía un delito cuando tiró por la borda a su bebé?
—Naturalmente que sí.
—¿Pensó en las consecuencias?
—Sí.
—Es decir, que sabía que estaba mal hecho matar a su bebé.
—Al contrario. No solo era lo correcto, sino lo único que se podía hacer.
—¿Por qué era lo único que podía hacer?
La pregunta dejó paso al silencio. Suspirando, y sintiendo una vez más que había estado echando sus redes en la oscuridad, el doctor John Felder recogió su libreta y se levantó.
—Gracias, Constance. Se nos ha acabado el tiempo.
Pulsó el botón. La puerta se abrió inmediatamente y el policía entró.
—Yo ya he terminado —dijo Felder. Se volvió hacia Constance Greene y se oyó decir casi contra su voluntad—: Dentro de unos días haremos otra sesión.
—Será un placer.
En el largo pasillo del área de confinamiento, Felder se preguntó si era correcta su conclusión inicial. Estaba mentalmente enferma, por supuesto, pero ¿loca de verdad, en el sentido jurídico? Si se eliminaba de ella todo lo cuerdo, todo lo predecible, todo lo normal de una persona, ¿qué quedaba? Nada.
Como su identidad. Nada.
Baton Rouge
Laura Hayward iba por el pasillo del primer piso del hospital general de Baton Rouge, mesurando sus pasos a conciencia. Lo tenía todo controlado: la respiración, la expresión facial, el lenguaje corporal... Todo. Antes de salir de Nueva York, había elegido cuidadosamente unos vaqueros y una blusa; llevaba el pelo suelto. Había dejado en casa el uniforme, así que era una simple ciudadana; nada más, y nada menos.
Siguió caminando con firmeza hacia la doble puerta de entrada a cirugía; pasó entre manchas borrosas de médicos, enfermeras y personal sanitario. Al atravesar la puerta, se esforzó por caminar sin prisa. A su derecha estaba la ventanilla de admisiones, pero pasó de largo, haciendo caso omiso del educado «¿puedo ayudarla?» de la enfermera. Fue directamente a la sala de espera, donde vio que solo había una persona al fondo; una persona que se levantó de la silla y dio un paso hacia ella, muy seria, con el brazo tendido.
Hayward se acercó y, de un solo movimiento, levantó el brazo derecho, lo echó hacia atrás y le arreó un fuerte puñetazo en la mandíbula.
—¡Cabrón!
El se tambaleó, pero no hizo ademán de defenderse. Hayward le pegó otra vez.
—¡Cabrón egoísta y engreído! ¡Por si no le bastara con estar a punto de arruinarle la carrera, ahora va y le mata, hijo de puta!
Echó el brazo hacia atrás y amagó otro golpe, pero esta vez él le cogió el brazo con la fuerza de un torno, la atrajo hacia sí, le hizo dar media vuelta y la inmovilizó, suavemente pero con firmeza. De pronto, Hayward sintió que toda su rabia y todo su odio se desmoronaban en su interior con la misma rapidez con la que habían aparecido. Se abandonó en sus brazos, exhausta. El la ayudó a sentarse en una silla. Hayward percibió vagamente un alboroto, ruido de gente corriendo y gritos. Al mirar hacia arriba, vio que estaban rodeados de tres guardias de seguridad que hacían preguntas y daban órdenes contradictorias a voz en grito, mientras la enfermera de admisiones se tapaba la boca detrás de ellos.
Pendergast se levantó, sacó la placa y la mostró.
—Ya me encargo yo de todo. No hay motivo de alarma.
—Pero ha habido una agresión —objetó uno de los guardias de seguridad—. Está usted sangrando.
Pendergast dio un paso agresivo al frente.
—Ya me encargo yo. Le agradezco su rápida reacción, a usted y a los demás. Que pasen un buen día.
Tras unos instantes de confusión, los vigilantes se fueron, salvo uno, que se apostó en la puerta de la sala de espera con las manos por delante, mirando a Hayward con dureza y recelo.
Pendergast se sentó al lado de ella.
—Lleva varias horas en cirugía exploratoria. Me temo que es grave. He pedido que me informen de su estado en cuanto tengan algo que... ah, ya viene el cirujano.
Un médico, con semblante grave, entró en la sala de espera. Primero miró a Hayward, y después a Pendergast, que tenía sangre en la cara, pero no hizo ningún comentario.
—¿El agente especial Pendergast?
—Sí. Le presento a la capitana Hayward, de la policía de Nueva York, íntima amiga del paciente. Puede hablar libremente con los dos.
—Entiendo. —El cirujano asintió con la cabeza y consultó el sujetapapeles que tenía en la mano—. La bala ha entrado por detrás, en diagonal, y después de rozar el corazón se ha alojado en la parte trasera de una costilla.
—¿El corazón? —preguntó Hayward, intentando entenderlo a la vez que procuraba rehacerse y ordenar sus ideas.
—Entre otras cosas, ha desgarrado parcialmente la válvula aórtica y ha obstruido el flujo sanguíneo a una parte del corazón. Ahora mismo estamos intentando reparar la válvula y que el corazón siga funcionando.
—¿Qué probabilidades tiene de... sobrevivir? —preguntó ella.
El cirujano vaciló.
—Cada caso es distinto. Lo bueno es que el paciente no ha perdido mucha sangre. Si la bala se hubiera acercado un poco más, aunque fuera medio milímetro, habría reventado la aorta. Ahora bien, ha dañado considerablemente el corazón. De todos modos, si la operación tiene éxito, hay muchas buenas posibilidades de una recuperación completa.