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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—¿Y qué vas a hacer? —inquirió finalmente, con un tono aún más sereno. Yayoi no comprendió la pregunta y no respondió—. Dime lo que quieres hacer. Estoy dispuesta a ayudarte —añadió Masako.

—¿Yo? Quiero seguir viviendo como hasta ahora. Mis hijos aún son pequeños y...

Yayoi rompió a llorar desconsoladamente.

—Voy para allá —dijo Masako—. ¿Te ha visto alguien?

—No lo sé —respondió Yayoi mirando a su alrededor. Entonces vio a Milk, que se había vuelto a esconder debajo del sofá—. Sólo el gato.

—Vale —dijo Masako con una sonrisa—. En seguida voy.

—Gracias.

Yayoi colgó y se quedó agachada frente al teléfono. Cuando sus rodillas rozaron el morado que tenía en el estómago, no sintió ningún dolor.

Capítulo 6

Al colgar el teléfono, las cifras del calendario que colgaba en la pared se volvieron borrosas. Era la primera vez que Masako se mareaba a causa de una emoción tan intensa.

La noche anterior se había preocupado por Yayoi, pero no quería entrometerse en su vida. Y, sin embargo, ahora estaba dispuesta a ayudarla. ¿Realmente era eso lo que debía hacer? Masako se apoyó en la pared con las manos mientras recuperaba la visión.

De pronto recordó que su hijo, Nobuki, estaba mirando la tele tumbado en el sofá, pero al volverse vio que había desaparecido. Debía de haber subido a su habitación sin que ella se diera cuenta. Yoshiki, su marido, se había tomado una copa después de cenar y se había acostado pronto, de modo que ninguno de los dos había oído su conversación con Yayoi. Aliviada, se puso a pensar en lo que debía hacer a partir de ese momento, pero en seguida supo que no tenía tiempo que perder. Tenía que irse. Ya pensaría en el coche.

Cogió las llaves en el recibidor y se asomó a la escalera para anunciar su marcha.

—Me voy al trabajo —gritó a su hijo—. No te olvides de cerrar el gas.

No hubo respuesta. Masako sabía que Nobuki había empezado a fumar y a beber a escondidas mientras ella no estaba encasa, pero también sabía que no podía hacer gran cosa para remediarlo. Su hijo estaba a punto de cumplir diecisiete años sin saber muy bien lo que quería hacer con su vida, sin tener grandes esperanzas ni ilusiones. En primavera, al poco de entrar en el instituto, lo habían pillado con unas entradas para una fiesta que alguien le había dado, motivo por el cual había sido expulsado bajo la acusación de querer venderlas entre sus compañeros. El castigo impuesto era a todas luces exagerado, para que sirviera de ejemplo al resto de estudiantes, y desde entonces se había encerrado en su mundo y había dejado de hablar. Durante un tiempo, Masako había intentado encontrar la forma de llegar a su hijo, pero por lo visto Nobuki se había resignado a la situación y ella había acabado por desistir. Podía darse por satisfecha con que acudiera todos los días a su trabajo de enlucidor. El hecho de tener un hijo, pensaba Masako, suponía no poder romper la relación aunque las cosas no fueran como una deseaba.

Masako se quedó de pie frente a la puerta de la pequeña habitación que daba al recibidor. Desde el otro lado le llegaron los leves ronquidos de su marido. En un principio esa habitación estaba destinada a ser un trastero, pero su marido llevaba mucho tiempo durmiendo en ella. A decir verdad, habían empezado a dormir separados incluso antes de trasladarse a esa casa, cuando Masako todavía trabajaba en la oficina. Ahora ya se había acostumbrado, y el hecho es que ya no consideraba extraño que los tres durmieran en habitaciones separadas.

Su marido trabajaba en una empresa de construcción que formaba parte de un gran grupo industrial que gozaba de una buena reputación, pero Yoshiki le había contado que con la crisis económica los empleados de la empresa se sentían maltratados por la dirección. Aparte de eso, Masako no sabía prácticamente nada de su trabajo, puesto que Yoshiki siempre se mostraba reacio a hablar del tema.

Se habían conocido en el instituto. Yoshiki era dos años mayor y le había atraído por esa especie de nobleza que le hacía estar por encima de los asuntos terrenales. Sin embargo, esa misma nobleza, su resistencia a rivalizar y a superar a los demás, lo hacían poco apto para un sector tan competitivo como el de la construcción. Prueba de ello era que se había quedado sin posibilidades de conseguir un ascenso. Seguramente su carácter no casaba con el entorno que lo rodeaba. De hecho, había cierta similitud entre Yoshiki, que se pasaba los días festivos encerrado en su pequeña habitación, como un ermitaño, y su hijo Nobuki, que había decidido dejar de comunicarse incluso con las personas que tenía más cerca.

Formaban un trío especial: un hijo silencioso que había abandonado sus estudios; un marido deprimido por culpa de su empleo, y la propia Masako, que había sido víctima de una reducción de plantilla y había pasado a trabajar en el turno de noche de la fábrica. Al igual que habían decidido dormir en habitaciones separadas, también parecían haber escogido sobrellevar cada uno su carga y afrontar a solas sus circunstancias.

Yoshiki no dijo nada cuando Masako fue incapaz de encontrar un trabajo de sus características y se incorporó al turno de noche en la fábrica. Masako creía que el silencio de su marido no era tanto una muestra de apatía como un indicio de que había abandonado todo esfuerzo baldío. Empezó a construir su propia burbuja, cuya entrada ella tenía vetada. Las manos de su marido, que ya nunca posaba en su cuerpo, estaban ocupadas alzando un muro. Como tanto ella como Nobuki estaban contacto con el mundo, Yoshiki había decidido rechazarlos por mucho que le doliera.

Consciente de su situación, Masako se preguntó cómo podía cometerse en los asuntos de Yayoi si era incapaz de solucionar los problemas de su familia. Aun así, abrió la endeble puerta de su casa y salió a la calle dispuesta a ayudar a su amiga. El ambiente era mucho más fresco que la noche anterior. Alzó la vista y vio una luna rojiza flotando en el cielo. Pensó que era un mal augurio y cerró los ojos. Yayoi acababa de matar a su marido. ¿Qué podía ser peor?

Su Corolla estaba aparcado en el angosto porche anexo. Subió al coche por la puerta que apenas pudo entreabrir, le dio al contacto y arrancó sin perder tiempo. El ruido del motor retumbó por el barrio de casas unifamiliares rodeadas de campos. Sin embargo, lo que más preocupaba a Masako no era que sus vecinos se quejaran por el ruido sino que le preguntaran adónde iba a esas horas.

Yayoi vivía cerca de la fábrica, en el mismo barrio de Musashi Murayama. Pasaría por su casa tratando que nadie la viera. De pronto recordó que, como cada día, había quedado a las once y media con Kuniko para ir juntas hasta la fábrica. Seguramente no llegaría a tiempo. Además, Kuniko era muy desconfiada y tenía una sensibilidad especial, un sexto sentido para adivinar lo que pasaba, de modo que debería inventar una buena excusa para no levantar sospechas.

No obstante, tal vez sus preocupaciones no sirvieran de nada. Cabía la posibilidad de que algún vecino hubiera descubierto lo sucedido en casa de los Yamamoto, o que Yayoi hubiera decidido entregarse a la policía. Incluso que todo no fuera más que una invención de su compañera. Impaciente, Masako pisó el acelerador.

El aroma de las gardenias que crecían en los márgenes de la carretera entró por la ventanilla abierta, inundó el coche durante unos instantes y desapareció en la oscuridad. Junto con el aroma, Masako notó que también desaparecía la compasión que había sentido por Yayoi. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué se había molestado en escucharla? En todo caso, era mejor que esperara a verla para decidir lo que haría a continuación.

Al llegar a la esquina de la callejuela donde vivía Yayoi, vio una figura blanca. Una mujer. Masako frenó en seco.

—Masako —dijo Yayoi con el rostro desencajado.

Vestía un polo blanco y unos vaqueros que le quedaban grandes. Masako tragó saliva ante la sensación de indefensión que transmitía el polo blanco flotando en la oscuridad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Masako.

—El gato se ha escapado —respondió Yayoi, de pie junto al coche y con lágrimas en los ojos—. Los niños lo quieren mucho, pero se ha esfumado al ver lo que he hecho.

Masako se llevó el índice a los labios para indicarle que bajara la voz. Yayoi miró a su alrededor. Sus manos, apoyadas en la ventanilla del coche, temblaban levemente. Al verlas, Masako decidió que debía hacer lo posible por ayudarla.

Mientras avanzaba poco a poco con el Corolla por el callejón, levantó los ojos hacia las ventanas de las casas vecinas. Eran las once de un día laborable. Sólo se veía alguna luz débil proveniente con toda seguridad de algún dormitorio. Como hacía fresco, la mayoría de vecinos dormían con las ventanas abiertas y el aire acondicionado apagado. Debían ir con cuidado y no hacer ruido. Masako empezó a preocuparse por el traqueteo de las sandalias de Yayoi.

Yayoi vivía en una casa de una sola planta situada al fondo del callejón. Debía de tener unos quince años y, además de ser pequeña e incómoda, el alquiler era exageradamente alto. Era lógico que ella y su marido hubieran estado ahorrando para mudarse de vivienda. Sin embargo, su esfuerzo no había servido de nada. La gente no hacía más que cometer estupideces. ¿Qué es lo que había llevado a Yayoi a hacer lo que había hecho? O, mejor dicho, ¿qué es lo que había hecho su marido para que Yayoi hiciera lo que había hecho? Inmersa en esos pensamientos, Masako bajó del coche en silencio y se quedó mirando a su compañera, que se acercaba corriendo por el callejón.

—No te asustes, ¿vale? —le dijo justo antes de abrir la puerta.

Al abrirla, Masako entendió que su amiga no lo decía por que había hecho, sino por la escena que les esperaba: Kenji estaba tumbado en el recibidor, con el rostro y el cuerpo fláccido. Tenía los ojos entrecerrados, la lengua fuera y un cinturón marrón alrededor del cuello. No había ningún rastro de sangre, y tenía la tez pálida.

Masako estaba preparada para recibir el impacto, pero al ver el cadáver se mantuvo sorprendentemente serena. Quizá porque no había visto nunca antes a Kenji, su cadáver no le pareció más que el cuerpo inerte de un hombre con un rostro ridículamente relajado. Sin embargo, aún no había logrado hacerse a la idea de que Yayoi, a quien siempre había considerado una madre y esposa modélica, había asesinado a su marido.

—Aún está caliente —dijo Yayoi tocándole la pantorrilla, como si quisiera confirmar que estaba muerto.

—Así que es verdad —murmuró Masako con la voz apagada.

—¿Creías que te estaba engañando? —preguntó Yayoi—. Jamás mentiría sobre algo así.

A pesar de la tristeza de Masako, Yayoi esbozó una sonrisa. O quizá fuera sólo un gesto con los labios.

—¿Qué piensas hacer? ¿De verdad no quieres confesar?

—No —respondió Yayoi negando decididamente con la cabeza—. Quizá me haya vuelto loca, pero no creo que haya hecho nada malo. Se lo merecía. Quiero pensar que ha preferido irse a algún lugar antes de volver a casa.

Mientras meditaba sobre esas palabras, Masako echó un vistazo a su reloj. Eran casi las once y veinte. Tenían que estar en la fábrica antes de las doce menos cuarto.

—Hay mucha gente que no vuelve a casa —dijo—. Pero ¿estás segura de que nadie ha visto a tu marido?

—A estas horas, desde la estación hasta aquí no suele haber nadie.

—Si ha llamado a alguien mientras volvía a casa, estás perdida —le advirtió Masako.

—Siempre puedo decir que no volvió.

—Es verdad. Pero si la policía te interroga, ¿sabrás disimular?

—Pues claro —aseguró Yayoi abriendo los ojos.

Su hermoso rostro no aparentaba tener treinta y cuatro años. Con esa expresión, nadie dudaría de ella. Sin embargo, no dejaba de ser una apuesta arriesgada.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Masako con gravedad.

—Lo escondemos en tu maletero y...

—¿Y?

—Y mañana nos deshacemos de él.

No había otra opción.

—De acuerdo —convino Masako—. Pero debemos darnos prisa. Llevémoslo al coche.

—No sé cómo agradecértelo. Ya me dirás lo que te debo.

—No quiero dinero.

—Entonces, ¿por qué has venido? —le preguntó Yayoi agarrando a Kenji por debajo de los brazos.

—No lo sé —respondió Masako mientras cogía las piernas flácidas del hombre que había sido el marido de su compañera de trabajo.

Kenji medía más o menos lo mismo que ella, alrededor de un metro setenta, pero al ser un hombre era mucho más pesado. Al final consiguieron sacarlo fuera. Con esa expresión relajada y la cabeza ladeada, podía parecer simplemente borracho. Lo único que no cuadraba era el cinturón enroscado alrededor del cuello, cuyo extremo arrastraba por el suelo. Masako observó que Yayoi lo cogía sin decir nada y que se lo ceñía alrededor de la cintura.

—¿No has olvidado quitarle todo lo que llevaba? —preguntó Masako.

—No —respondió Yayoi—. No llevaba nada más.

Le doblaron las extremidades y lo metieron en el maletero.

—No podemos faltar al trabajo —dijo Masako—. Hay que pensar en tu coartada. Esta noche lo dejamos en el parking, y durante el turno ya pensaremos lo que hacemos con él.

—De acuerdo. Así será mejor que vaya en bici, como siempre.

—Exacto. Como si nada hubiera sucedido.

—Gracias, Masako. Te dejo con él.

Ahora que el cadáver ya no estaba en su casa, Yayoi adoptó una actitud más decidida. En su rostro se reflejaba cierta sensación de liberación, como si hubiera terminado un trabajo especialmente duro. Quizá creía que Kenji había desaparecido de la faz de la Tierra. Preocupada por el súbito cambio que Yayoi acababa de experimentar, Masako se subió al Corolla y se abrochó el cinturón de seguridad.

—No estés tan alegre. Te van a descubrir —murmuró.

Yayoi se cubrió la boca con una mano, como si quisiera controlar su nerviosismo. Masako miró sus grandes ojos.

—¿De veras parezco alegre?

—Un poco.

—Por cierto, ¿qué hacemos con el gato? ¡Qué fastidio! Los niños lo echarán de menos.

—Ya volverá.

—¡Qué fastidio! —repitió Yayoi.

Masako puso el coche en marcha y arrancó. Al poco rato, empezó a pensar en el cadáver de Kenji. ¿Y si alguien la paraba? ¿Y si alguien impactaba con su automóvil por detrás? En lugar de conducir con más precaución si cabe, sus pensamientos la obligaron a acelerar por las calles oscuras, como alma que lleva el diablo. De algún modo, era consciente de qué era lo que la acechaba: el cuerpo sin vida que llevaba en el maletero. Se dijo que tenía que calmarse.

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