Resultaba de veras sobrecogedor.
—Seguramente te preguntas por qué he venido aquí. —Cuando Miles habló, Luce se dio cuenta de que ambos habían guardado silencio un rato—. Antes había empezado a decírtelo, pero… no lo he hecho… No estoy seguro…
—Me alegra que hayas venido. La verdad es que estaba comenzando a ser aburrido eso de mirar el fuego. —Ella le dedicó una media sonrisa.
Miles se metió las manos en los pantalones.
—Mira, ya sé que tú y Daniel…
Luce gruñó sin querer.
—Tienes razón. No debería haber sacado el tema.
—No, no me quejaba de eso.
—Bueno, solo es que… Sabes que me gustas, ¿verdad?
—Hum.
Por supuesto que ella le gustaba a Miles. Eran buenos amigos.
Luce se mordió el labio. Se estaba haciendo la tonta y eso nunca era buena señal de nada. Ella le gustaba a Miles de verdad. Y a ella él también le gustaba. Solo había que verlo: sus ojos del color del océano, y esa pequeña risita que se oía cada vez que sonreía. Además, era con diferencia la persona más agradable que Luce había conocido jamás.
Pero estaba Daniel, y antes que él Daniel también estaba, y Daniel una y otra vez… y eso era tremendamente complicado.
—La estoy fastidiando… —Miles hizo un gesto de incomodidad—. Lo único que quería era desearte buenas noches.
Luce alzó la vista hacia él y vio que la miraba. Miles se sacó las manos de los bolsillos, tomó las de ella y se las estrechó en su pecho. Se inclinó lentamente con parsimonia, para que Luce tuviera oportunidad de sentir la espectacular noche que los envolvía.
Sabía que Miles iba a besarla. Sabía que ella no debía permitírselo. Por Daniel, claro, pero también por cuanto había ocurrido cuando besó a Trevor. Su primer beso. El único beso que le había dado alguien que no fuera Daniel. ¿Y si el hecho de estar con Daniel había sido el motivo de la muerte de Trevor? ¿Y si en el instante en que ella besaba a Miles él…? No se atrevía siquiera a pensarlo.
—Miles —dijo ella rechazándolo—, no deberías hacer eso. Besarme es… —tragó saliva— peligroso.
Él se rió suavemente. Claro que iba a continuar; no sabía nada sobre Trevor.
—Bueno, creo que me arriesgaré.
Ella intentó echarse atrás, pero Miles tenía el don de hacerla sentirse bien por todo. Incluso por eso. Cuando su boca se posó sobre la de ella, Luce contuvo el aliento esperando lo peor.
Pero no ocurrió nada.
Los labios de Miles eran suaves como plumas, y la besaron con una delicadeza que hizo que ella lo sintiera como un buen amigo pero también con una pasión que le dejaba entrever que en su interior albergaba mucha más si ella quería.
Pero aunque no hubo llamaradas, ni piel chamuscada, ni muerte o destrucción —¿y por qué no?—, se suponía que ese beso no estaba bien. Durante mucho tiempo los labios de Luce no habían querido otra cosa más que los labios de Daniel. A menudo había soñado con su beso, su sonrisa, sus fabulosos ojos de color violeta, y el abrazo de sus cuerpos. No se suponía que pudiera haber nadie más.
¿Y si estaba equivocada respecto a Daniel? ¿Y si podía ser más feliz, o simplemente feliz, con otro chico?
Miles se apartó con una expresión de felicidad y tristeza a la vez.
—En fin, buenas noches.
Se giró casi como si fuera a salir disparado de regreso a su habitación, pero se volvió y cogió a Luce de la mano.
—Si alguna vez te parece que las cosas no funcionan con… —Levantó la vista al cielo—. Yo estoy aquí. Solo quiero que lo sepas.
Luce asintió, debatiéndose ya en una enorme oleada de confusión. Miles le apretó la mano y se fue en dirección opuesta, saltando por el tejado inclinado de madera de vuelta a su habitación.
Cuando se quedó sola, se palpó los labios, en los que hacía unos instantes se habían posado los de Miles. Se preguntó si la próxima vez que viera a Daniel sería capaz de contárselo. Le empezó a doler la cabeza a causa de los muchos altibajos del día, y deseó meterse en la cama a descansar. Cuando se deslizó de nuevo por la ventana de su habitación se volvió una última vez para admirar la vista y recordar lo que había ocurrido esa noche y que tantas cosas había cambiado.
Sin embargo, en lugar de las estrellas, los árboles y las olas rompientes, los ojos de Luce se posaron en algo que había detrás de una de las muchas chimeneas del tejado. Algo blanco y ondeante. Unas alas iridiscentes.
Era Daniel. Estaba agachado, medio oculto, a menos de medio metro del lugar donde ella y Miles se habían besado. Tenía la espalda vuelta hacia ella y estaba cabizbajo.
—¡Daniel! —exclamó ella.
Cuando volvió el rostro hacia ella, su expresión era de gran dolor, como si Luce le hubiera roto el corazón. Dobló las rodillas, desplegó las alas y echó a volar en la noche.
Un instante después, no era más que otra estrella en el firmamento negro y centelleante.
Tres días
E
n el desayuno de la mañana siguiente, Luce apenas pudo probar bocado.
Era el último día de clase antes de que la Escuela de la Costa despidiera a sus alumnos para las vacaciones de Acción de Gracias, y Luce se sentía sola. La soledad estando rodeada de personas era la peor que existía, pero no podía evitarlo. A su alrededor todos los alumnos hablaban contentos de su regreso a casa y de la visita a la familia; del chico o chica a quien no habían visto desde las vacaciones de verano; de las fiestas que sus mejores amigos celebrarían durante el fin de semana.
La única fiesta a la que Luce asistiría el fin de semana sería la de la autocompasión, que celebraría en la soledad de su cuarto.
Como no podía ser de otro modo, eran pocos los alumnos de la escuela principal que se quedaban durante las vacaciones: Connor Madson, que había llegado a la Escuela de la Costa procedente de un orfanato de Minnesota; Brenna Lee, cuyos padres estaban en China. Francesca y Steven —¡sorpresa!— también se quedaban, y el jueves por la noche iban a dar una cena en la cantina para los alumnos que no se marchaban.
Luce se aferraba a una única esperanza: que la amenaza de Arriane de tenerla vigilada incluyera las vacaciones de Acción de Gracias. A fin de cuentas, apenas la había visto desde que devolvió a los tres a la Escuela de la Costa, salvo muy brevemente durante la Fiesta de la Cosecha.
Todos los demás se disponían a partir en uno o dos días. Miles, para asistir a la fiesta con más de cien personas de su familia. Dawn y Jasmine, para el encuentro de sus dos familias en la mansión de Jasmine en Sausalito. Incluso Shelby, que no había dicho nada a Luce sobre su regreso a Bakersfield, había estado hablando por teléfono entre gruñidos con su madre el día anterior. «Sí, lo sé. Estaré allí.»
Era el peor momento para quedarse sola. Su propia confusión iba en aumento cada día que pasaba, hasta el punto de que ya no sabía qué sentía por Daniel ni por nadie más. No podía dejar de recriminarse lo estúpida que había sido la noche anterior al permitir que Miles llegara tan lejos.
Durante toda la noche no había dejado de llegar a la misma conclusión: aunque estaba enfadada con Daniel, lo que había ocurrido con Miles no era culpa de nadie más que de ella misma. Ella era la que había sido infiel.
Le hacía sentirse físicamente muy mal pensar que Daniel había estado sentado ahí mirando sin decir nada mientras ella y Miles se besaban; imaginar cómo se había sentido al salir volando desde el tejado. Posiblemente, igual que se sintió ella cuando supo acerca de lo que fuera que había ocurrido entre Daniel y Shelby, aunque, claro, tenía que ser peor porque aquel había sido un engaño sin mala intención. Una cosa más que añadir a la lista de pruebas que demostraban que ella y Daniel no parecían comunicarse.
Una risa suave la devolvió a su desayuno sin tocar.
Francesca se deslizaba entre las mesas ataviada con una larga capa de topos blancos y negros. Cada vez que Luce la miraba, la profesora lucía esa sonrisa dulzona en la cara y se encontraba enfrascada en conversaciones profundas con uno u otro estudiante; a pesar de todo, Luce seguía sintiéndose bajo un control férreo. Parecía como si Francesca fuera capaz de penetrar en su mente y supiera exactamente qué le había hecho perder el apetito. Igual que aquellas peonias blancas salvajes, que habían desaparecido sin dejar rastro durante la noche, la confianza de Francesca en la fortaleza de Luce podía desaparecer.
—¿Por qué estás triste? —Shelby le dio un buen bocado al donut—. Créeme, no te perdiste gran cosa anoche.
Luce no le respondió. La hoguera en la playa era lo último que tenía en la cabeza. Acababa de ver a Miles acercándose pesadamente a desayunar, con un retraso notable respecto a la hora habitual. Llevaba su gorra de los Dodgers bien calada sobre los ojos y sus hombros parecían algo caídos. Sin quererlo, Luce se llevó los dedos a los labios.
Shelby estaba haciéndole señas de forma ostentosa, con los brazos sobre la cabeza.
—¿Qué le pasa? ¿Está ciego? ¡Eh, la Tierra llamando a Miles!
Cuando por fin logró captar su atención, Miles dirigió un saludo torpe a su mesa y prácticamente estuvo a punto de tropezar con el bufé de comida para llevar. Volvió a saludarlas y luego desapareció tras la cantina.
—¿Soy yo, o es que Miles últimamente actúa como un idiota?
Torció el gesto e imitó el traspié ridículo de Miles.
Pero Luce se moría de ganas de salir corriendo tras él y…
¿Y qué? ¿Decirle que no se sintiera violento? ¿Que ese beso también había sido un error suyo? ¿Que enamorarse de alguien tan complejo como ella solo podía acabar mal? ¿Que a ella él le gustaba, pero que su amor era imposible? ¿Que incluso aunque ella y Daniel ahora mismo estaban enfadados nada en realidad podía amenazar su verdadero amor?
—En fin, lo que decía —prosiguió Shelby volviendo a servir café a Luce con la cafetera de bronce que había en la mesa—. Hogueras, hedonismo, bla, bla, bla. Ese tipo de cosas pueden resultar aburridas. —Shelby torció los labios hasta dibujar una media sonrisa—. Especialmente, ya sabes, cuando tú no estás.
Luce se sintió un poco más aliviada. De vez en cuando, Shelby dejaba pasar diminutos rayos de luz. Pero a continuación su compañera de habitación se encogió de hombros, como queriendo decir: «Que no se te suba a la cabeza».
—Nadie más sabe apreciar mi imitación de Lilith, eso es todo.
Shelby enderezó la espalda, sacó pecho e hizo temblar el lado derecho de su labio superior con una mueca de desaprobación.
La imitación que hacía Shelby de Lilith siempre arrancaba las risas de Luce, pero ese día lo único que logró fue una sonrisa apagada.
—Hum —dijo Shelby—. Tampoco creo que te importase mucho haberte perdido la fiesta. Vi a Daniel sobrevolando la playa anoche. Sin duda teníais muchas cosas que contaros.
¿Shelby había visto a Daniel? ¿Por qué no lo había dicho antes? ¿Alguien más lo había visto?
—Ni siquiera hablamos.
—Eso no me lo creo. Normalmente acude a ti con un montón de órdenes que darte…
—Shelby. Miles me besó —le interrumpió Luce. Tenía los ojos cerrados. Por algún extraño motivo, de este modo le resultaba más fácil confesarlo—. Fue ayer por la noche. Y Daniel lo vio todo. Alzó el vuelo antes de que pudiera…
—Ya me lo imagino. —Shelby dejó oír un silbido grave—. Esto es muy fuerte.
A Luce le ardía la cara de vergüenza. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Daniel levantando el vuelo. La había marcado de una forma tan intensa…
—A ver, ¿y ahora tú y Daniel habéis terminado?
—No. Nunca. —Luce no podía oír esas palabras sin estremecerse—. No lo sé.
No había contado a Shelby el resto de lo que había visto en la Anunciadora, que Daniel y Cam estaban colaborando. Al parecer, eran compañeros secretos. Por otra parte, Shelby no sabía quién era Cam y aquella historia era muy complicada. Luce, además, no se veía capaz de soportar a Shelby, con sus opiniones deliberadamente controvertidas sobre los ángeles y los demonios, intentando defender la idea de que una asociación entre Daniel y Cam no era algo bueno.
—Sabes que Daniel estará muy fastidiado ahora mismo. ¿O acaso lo más grande que tiene Daniel no es la devoción inmortal que compartís?
Luce se puso tensa en su silla de hierro colado.
—No pretendía ser sarcástica, Luce. No sé si es posible que Daniel haya estado con otra gente. Todo resulta bastante impreciso. Como dije antes, la cuestión es que a él nunca se le pasó por la cabeza cuestionar si tú eras la única que importaba.
—¿Y con eso pretendes que me sienta mejor?
—No pretendo que te sientas mejor, solo intento presentar un hecho. A pesar del molesto distanciamiento de Daniel, que es mucho, el chico guarda una actitud claramente devota. La pregunta es: ¿y tú? Por lo que Daniel sabe, tú podrías abandonarlo en cuanto aparezca otra persona. Y Miles ha aparecido y es evidente que es un chico magnífico. Un poco sentimental para mi gusto, pero…
—Yo nunca dejaría a Daniel —repuso Luce en voz alta con un deseo ferviente de creérselo.
Pensó en el horror que a él se le había dibujado en la cara la noche en que discutieron en la playa. A ella le había sorprendido que preguntara rápidamente si iban a cortar, como si sospechara que existía la posibilidad. Como si ella no se hubiera creído toda aquella historia demencial sobre su amor infinito que él le había contado bajo los melocotoneros en Espada & Cruz. Ella se la había creído en un acto de fe, se la había tragado con todas sus fisuras, esos fragmentos rotos carentes de significado que había sentido la urgencia de creer. Ahora a diario uno de ellos le carcomía por dentro. Notó cómo una de sus mayores dudas brotaba de su garganta.
—La mayor parte del tiempo, ni siquiera sé por qué le gusto.
—Vamos —rezongó Shelby—. No seas como esas chicas que dicen: «Es demasiado bueno para mí, bua, bua, bua». Si lo haces tendré que echarte de una patada y lanzarte a la mesa de Jasmine y Dawn. Y esa es su especialidad, no la mía.
—No me refería a eso. —Luce se inclinó y bajó la voz—. Quiero decir, en otros tiempos, cuando Daniel estaba, bueno… ahí arriba y me escogió a mí. A mí precisamente, entre todas las demás personas de la Tierra…
—Bueno, lo más probable es que hubiera muchísimas menos opciones de escoger en esos tiempos. ¡Au! —Luce le había propinado un golpe—. ¡Solo pretendía calmar un poco los ánimos!
—Shelby, me prefirió a mí antes que desempeñar un papel importante en el Cielo y ocupar una posición elevada. Eso es algo bastante serio, ¿no te parece? —Shelby asintió—. Tuvo que haber algo más aparte de considerarme una chica mona.