Objetivo faro de Alejandría (35 page)

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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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—Lo dudo —dijo Phoebe—. A menos que la tormenta haya retrasado su vuelo.

—Recemos para que el tiempo siga estando tan mal —replicó Caleb, y se fue a por las llaves del coche.

19

Alejandría

El faro se defiende solo.

En algún lugar sobre el Atlántico, en tanto Phoebe dormía profundamente a su lado, Caleb tuvo la repentina certeza de que llegarían demasiado tarde. No habían tenido suerte en el aeropuerto de Rochester. Y no sólo sucedió que todos los vuelos previos habían salido a su hora, sino que además el suyo fue el primero en verse afectado por los retrasos.

Tuvieron que esperar dos horas para que los servicios de emergencia retirasen las placas de hielo de la pista hasta despejarla por completo, y luego volaron al aeropuerto JFK de Nueva York, donde tuvieron otra hora más de retraso antes de embarcarse en su vuelo a Alejandría, tras una escala en París. No tenían modo alguno de saber la ventaja que Helen y Waxman les llevaban. Lo único que sabían con absoluta certeza era que llegarían demasiado tarde.

Caleb pulsó el botón para avisar a la azafata, pidió una almohada e intentó dormir, sabiendo que necesitaría hacer uso de todas sus fuerzas.

Eran las diez y media de la mañana cuando detuvieron un taxi en el aeropuerto de Alejandría. A las once, se vieron retenidos por un terrible atasco, tras varios camiones que marchaban a paso de tortuga, a lo que se sumó luego la demora ocasionada por un evento que estaba teniendo lugar en la biblioteca alejandrina: allí, grandes masas de gente bullían en un ambiente de gala, amazacotando los terrenos que se extendían frente a tan enorme mole. Caleb se maravilló al ver a un lado la cúpula azul del planetario, y reparó en la robusta construcción, las vigas de hormigón reforzado y los enormes muros de la biblioteca principal. Mientras avanzaban con pesarosa lentitud frente a ella, recordó haber leído que cuatro de sus plantas habían sido excavadas por debajo del nivel del mar, y protegidas del corrimiento de tierras mediante una plataforma de hormigón.

Por fin llegaron a la carretera elevada. A mitad de camino, Phoebe cogió a Caleb del brazo. Ambos se sentaban en el asiento de atrás, sin hablar. Apenas respiraban. Daba la impresión de que marchaban en un cortejo fúnebre.

—Sirenas —señaló Phoebe, y Caleb vio las luces parpadeantes por delante de ellos. Bajó la ventanilla y asomó al exterior. En el cielo, un solitario helicóptero se alejaba del lugar, alzándose sobre el promontorio de Faros.

—Un terrible accidente —dijo el taxista, con un inglés sorprendentemente bueno—. Lo he escuchado en el intercomunicador del taxi. Unos submarinistas han tenido un… ¿es así como se dice? ¿Accidente?

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Phoebe mientras se aproximaban al aparcamiento de Qaitbey. El rostro se le había tornado pálido, y los hombros le temblaban.

El taxista dijo algo por su intercomunicador y enseguida recibió la respuesta, una enmarañada serie de consonantes guturales:

—Me han dicho que una mujer de avanzada edad acaba de ser evacuada en helicóptero y trasladada a un hospital.

Las uñas de Phoebe se hundieron en el brazo de Caleb:

—¡Pare! Dé la vuelta al taxi y llévenos allí.

—¿Cómo dice?

—¡Hágalo! —exclamó Caleb con la boca repentinamente seca—. ¿Han dicho lo que le ha ocurrido?

—No lo sé. La encontraron sobre las rocas. No tenía traje de baño ni bombona de oxígeno. Lamento decir que, según las noticias, probablemente haya muerto. Ha pasado demasiado tiempo bajo el agua.

—¿Había un hombre con ella?

—Sí, sí. Un hombre con ella. Él está bien. Debe de ser un hombre muy fuerte. Sobrevive al accidente y llama a la policía.

Caleb clavó la mirada en Phoebe.

Esta se inclinó hacia delante:

—Llévenos al hospital, por favor. Y rápido.

Al dar la vuelta el coche, Caleb contempló las viejas torretas de arenisca de la fortaleza Qaitbey, y vio las luces rojas y azules barriendo sus enormes muros. Por un instante pudo ver una escalera de mármol perdiéndose entre dos inmensas estatuas reales que les miraban con piadosa solemnidad.

Helen se encontraba en la segunda planta. Y mientras Phoebe ingresaba en la habitación y detenía la silla junto a su cama, Caleb paseaba la mirada de un lado a otro en busca de Waxman. Tenía los puños apretados, y descubrió que también apretaba los dientes, presa de la ira.

—¿Dónde está? —preguntó al primer médico que entró en la habitación de su madre—. El hombre que trajo aquí a mi madre, ¿a dónde ha ido?

El doctor, un individuo calvo de piel oscura, se encogió de hombros:

—Señor, su padre la trajo y…

—No es mi padre.

—… y… eh… se marchó de inmediato. Dijo que ustedes vendrían para cuidar de ella.

Hijo de perra.

Caleb se acercó a su madre. Con el brazo alrededor de Phoebe, se sentó en una silla y ambos le tomaron las manos. Estaba muy fría. Tenía la cabeza envuelta en vendajes, y le habían insertado un tubo por la nariz. Una sonda intravenosa le administraba fluidos por el brazo derecho.

—¿Y la cámara de descompresión? —preguntó Caleb—. ¿No debería estar en ella?

Phoebe negó con la cabeza:

—La enfermera me ha dicho que está muy mal. Necesita la sonda, morfina y mucho descanso. Eligieron salvarle la vida —la voz se le quebraba y apenas podía terminar las frases—. Dicen que no volverá a despertar, y que si lo hace, será un vegetal. El daño que ha sufrido su cerebro, el ataque producido por la presión… —Phoebe se sonó la nariz y enjugó sus lágrimas—. Que ya no…

—Está bien —susurró Caleb, aun cuando sabía que no era así—. Mamá está viva —dijo—. Y mientras sea así, hay una esperanza.

—¿Qué es lo que le ha hecho?

—Eso es lo que vamos a averiguar.

Phoebe levantó la cabeza. Sus ojos eran como dos balines de acero, fríos y fieros.

—Hagámoslo. Ahora.
Veamos
a ese bastardo.

Caleb retiró la mano de la de su madre y tomó la de Phoebe. Ya antes habían tenido visiones similares, pero nunca tan directas, nunca tan similares en todos sus detalles.

Comenzó con el caduceo. Las puertas abriéndose, desentrañado ya el séptimo símbolo. Aquella visión perforó la consciencia de Caleb como una tuneladora. Vio la gran puerta abrirse con inquietante facilidad, y a Helen y Waxman lanzando un grito de alegría. Tenían la piel cubierta con polvo de oro. Cogieron los focos y una linterna, y enfilaron sus pasos hacia el interior. El ojo mental de Caleb siguió…

… a Waxman por otra escalera. Barre todo cuanto tiene a su alrededor con el haz de la linterna.

—Esta sala tiene ocho lados.

Ambos se encuentran en una inmensa cámara, semejante a una caverna, con altos techos abovedados y lo que parecen ser dos portales circulares en lo alto, sin duda, los sumideros para el agua empleada en la segunda trampa.

—Estamos en la sección octogonal. —Helen ilumina las paredes con su linterna—. Caleb estaba en lo cierto: «Como es arriba, es abajo».

—Sí, todo el crédito y la gloria para tu hijo. ¡Amén!

—Deja de hacerte el cínico. Él es la razón por la que nos encontramos aquí.

—No, la razón eres tú. Ha sido tu entrega, tu dedicación, tu impulso, lo que ha mantenido vivo este sueño, incluso mucho después de que él te abandonase.

—Te equivocas.

—Da igual. Ya casi estamos. El tesoro nos espera.

Dan más y más vueltas escaleras abajo, atravesando finas capas de polvo liberadas por los temblores de tierra. Aquí y allá alguna piedra desmigajada yace en los peldaños, y algunos trozos de pared han caído en derredor; pero pronto los peldaños terminan y llegan hasta un suelo liso que conduce a otra puerta, esta con una única imagen dibujada en su superficie.

—¡Eso otra vez! ¿Qué demonios es?

Waxman recorre la pared arriba y abajo con el foco de su linterna. Es una puerta normal y corriente, más o menos la mitad de alta que la anterior, y, por lo demás, bastante anodina. La habitación está desierta, y no hay el menor rastro de obras de arte revistiendo las paredes. Tampoco hay nada grabado en el suelo. Ningún aro, ningún pozo. Nada más que bloques de granito rojo.

Helen se remueve inquieta, mirando por encima del hombro
:

—No sé, George, pero puede que nos hayamos equivocado en todo.

—Tonterías. La puerta tiene una manija. Probablemente bastará con tirar y…

—¡No toques nada! —le grita, y detiene su mano.

—¿Hablas en serio?

—¿De verdad tienes que preguntarlo? —Helen da un paso atrás, casi hasta las escaleras—. ¿Has olvidado ya lo que hemos pasado allá arriba? Cualquiera de esas trampas podría habernos matado, y ahora que hemos encontrado otra puerta, ¿crees que trasponerla va a resultar tan fácil?

Waxman exhala una bocanada de aire, tenso, exasperado
:

—Vale, entonces proyecta la visión remota sobre la puerta. ¡Hazlo ahora!

—No. Vayámonos, y pensemos en esto. Ya volveremos más tarde, una vez que hayamos recopilado toda la información. Podemos analizar un poco más a fondo el pergamino. Incluso poner a prueba a nuestros psíquicos, y…

—¡No podemos esperar más! Tiene que ser ahora.

—¿Por qué?

Ante la puerta, Waxman envuelve la manija con sus dedos:

—Porque sí.

—¿Pero cuál es el motivo? No hay nada tan importante como nuestras vidas. ¡Podemos esperar!

—No, no podemos.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué hay de la emoción de la caza, la investigación, la búsqueda del talento psíquico? Pensaba que era eso lo que hacía que nuestra aventura mereciese la pena, al margen del éxito que tengamos en rebasar esa puerta.

—No. —Waxman le dedica una mirada de furia, y luego se vuelve hacia la puerta, con los puños cerrados—. Hay más, mucho más. ¡Tengo que hacer que pare!

—¿De qué estás hablando?

Helen sube un peldaño de la escalera, rehaciendo el camino que les ha llevado hasta allí.

—No hay manera de que pare —susurra Waxman, sacudiendo el polvo de la manija de la puerta—. Siempre, a cada minuto, a cada segundo…

—¿De quién estás hablando, George? ¿Has perdido la cabeza?

—Sí, hace mucho tiempo. —Vuelve la vista hacia ella, y sus ojos relampaguean como los de un animal al resplandor de la linterna—. Pero eso va a terminarse ahora mismo.

Con un gruñido, tira de la manija.

—¡Espera! —chilla Helen—. Creo que hay algo… hay un agujero encima de tu mano. Quizá sea una llave.

Pero es demasiado tarde. La habitación se estremece.

Helen grita y da media vuelta. Waxman resbala, cae al suelo. Al hacerlo, un bloque de piedra de veinte centímetros de ancho se suelta de un lateral de la puerta y cae justo donde se encontraba su cabeza. Sale volando al otro lado de la habitación y rebota en la cabeza de Helen, lo que la hace desplomarse en el suelo sin un ruido. Con idéntica presteza, la trampa mortal se repliega y regresa a su posición inicial.

Waxman se abalanza a por Helen. La levanta y corre escaleras arriba, jadeando. Esta vez, al retroceder por la sección octogonal, la gran puerta se cierra ante él. A su izquierda se escucha un sonido a grava, muy arriba de la cámara. Luego, un ruido similar sirve de eco al primero, en el otro lado.

Los muros tiemblan.

Waxman enciende su linterna y la dirige hacia una de las bocanas, luego a la otra. Las grandes puertas circulares han sido abiertas mediante lo que debe ser un imponente artefacto de palancas y poleas.

—Oh, no…

Por un momento, siente que la sangre empapa su brazos y su pecho, brotando de la cabeza de Helen. Se agita y murmura algo. Un nombre.

—Philip…

El agua irrumpe a través de los conductos superiores, en la forma de unos monstruosos chorros que anegan la cámara. Waxman deja caer a Helen y comienza a correr hacia las escaleras cuando, de pronto, sus pies se ven barridos del suelo. Sale volando hacia el muro, y gira en torno a sí antes de ser arrastrado hasta un lado, donde otra puerta se abre al nivel del suelo. En un revuelo de burbujas y agua turbia se lanza Waxman por la puerta hacia un pasillo tubular. Rodando, girando, sofocándose, ahogándose. Otro cuerpo choca contra el suyo y se enreda a sus piernas; luego se escucha un poderoso portazo, y ambos son arrojados contra un muro de agua. Por puro reflejo Waxman se sujeta a Helen, aguanta la respiración, y ambos emergen juntos a la superficie, impulsados por las corrientes que buscan un desaguadero a su excesivo caudal.

Abre los ojos y la boca para farfullar un grito agónico, burbujeante, cuando la repentina presión abruma su cabeza. Pero recuerda la instrucción que ha recibido y exhala lentamente, moviendo las piernas todo el tiempo con inopinada furia.

De algún modo sale vivo a la superficie, justo cuando sus pulmones están a punto de estallar. Emerge a la brillante luz del sol, rodeado por un océano de barcos multicolores. Algunos hombres y mujeres gritan al verlo, incluso hay quienes saltan al agua para ayudarlo.

Caleb luchó por librarse de la visión, pero no fue capaz de lograrlo…

… y se encuentra en un helicóptero. Esta vez, abandonando el helipuerto del hospital.

—Su jet le espera en el aeropuerto, señor —dice un hombre vestido de uniforme. Tiene el pelo cortado al rape, y viste un almidonado traje azul.

Caleb visualizó entonces un lugar distinto, mucho más tarde, y vio…

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