… envuelto en una túnica blanca que ondeaba al viento.
—Ven, Demetrius, es hora de que lo veas.
Dos enormes estatuas egipcias flanquean la entrada a la gran cámara, iluminada por media docena de antorchas que palpitan en el interior de sendas lámparas de cristal en lo alto de los muros. Un par de gruesas cadenas descansan en el suelo, una de ellas engastada a la pared, por encima de la puerta y sus inscripciones, la otra enrollada al tocado con forma de luna que porta la estatua femenina. Cuatro esclavos aseguran las cadenas y preparan un largo arnés circular que ha de ser sujeto por varios hombres.
—Este es el motivo por el que debías venir.
Demetrius, sin aliento, pegado a su costado, avanza entre las enormes estatuas de ónice.
—¿Qué es eso? —pregunta a Sostratus, señalando un agujero en el suelo.
—Un sumidero.
—¿Y eso?
Observa el gran muro que tiene delante, reparando en el par de serpientes aladas que se enroscan tres veces alrededor de un báculo con el símbolo del sol inscrito sobre sus cabezas. Otros seis símbolos arcanos rodean el báculo.
—El gran sello. —Sostratus se vuelve y señala un lugar en el suelo—. Ponte aquí.
A la vacilante luz de las antorchas, Demetrius repara ahora en los símbolos que se dispersan por el suelo. Uno tras otro, siete símbolos pintados y labrados sobre siete enormes bloques de granito conducen a la puerta sellada. Pone un pie sobre el primer bloque y lee el signo.
—¿Plomo?
—Ambos nos colocaremos aquí —dice Sostratus uniéndose a él—. Luego iremos hacia delante, bloque a bloque. En la siguiente losa nos aseguraremos con estas cadenas.
Demetrius mira el siguiente signo, medio metro más cerca del sello.
—¿Estaño?
Sostratus inclina la cabeza.
—Enseguida lo comprenderás.
—¡Ey! —Lydia lo sacudió por los hombros. Tenía el rostro casi pegado al suyo, tanto que sus suaves cabellos cosquilleaban su piel—. Dime que acabas de ver algo.
Caleb se le apoyó en el hombro. La sala estaba viciada, y respirar en ella se antojaba un esfuerzo arduo, angustioso. La paloma había dejado de volar y se había posado en alguna parte, allá arriba.
—Creo que me acaban de mostrar el camino. O al menos, cómo superar las dos primeras etapas.
Caleb sentía las piernas débiles tras descender aquella cascada de peldaños, y cada vez que pisaba en uno de ellos imaginaba que suspiraban como recordatorio audible de su culpa, lanzando ecos burlones por el dolor de Phoebe y por su separación. Luego pensó en Nina, y allí estaba otra vez Caleb, tratando de pasar por lo mismo que la había matado a ella, con otra mujer distinta a la que también amaba.
Espero que esta vez esté mejor preparado.
Para alguien que experimentaba por primera vez lo que sólo había podido imaginar previamente, Lydia se mostraba inexplicablemente tranquila. Cuando se encontraron ante el gran sello, se limitó a encogerse de hombros al preguntarle Caleb cómo se sentía:
—Es como las fotos que hay en nuestra habitación —respondió Lydia, barriendo con su linterna de un lado a otro, y luego a la hendidura vertical que recorría la puerta, alineada con el caduceo—. Así que era esto…
Se acercó al muro y luego pasó el haz de la linterna por el lugar en el que había puesto los pies, y Caleb vio por primera vez los símbolos alquímicos de los metales, cada uno de ellos de escasos dos metros cuadrados, lo que correspondía a siete enormes losas de piedra caliza. Comenzando por la puerta, Caleb los reconoció: Sulfuro, Plata, Mercurio, Cobre, Metal, Estaño y Plomo.
—Ahí están —dijo Lydia maravillada, sacudiendo la cabeza—. Supongo que a ninguno se os ocurrió mirar el suelo.
—No, los hubiéramos visto. El caudal de agua debió de limpiar el polvo que los cubría. —Caleb apuntó con la linterna hacia la pared, a los símbolos que rodeaban el caduceo—. Sea como sea, creo que ya lo entiendo. Cada elemento corresponde a un planeta y a una etapa más de los siete pasos en que consiste la transformación. Pero esto le da a todo un nuevo enfoque. Creo que tenemos que girar los símbolos de la puerta en el orden correcto para hacer que dé comienzo la prueba; después tendremos que volver y esperar sobre el primero de los bloques, aguardar a que ocurra lo que tenga que ocurrir, y por último seguir hacia delante siguiendo el mismo orden.
Lydia permanecía ante el sello, cuidándose de no tocar nada.
—Los símbolos… sobresalen de… Espera, ya veo dónde se pueden agarrar los bordes para girarlos.
—Todavía no —ordenó Caleb, abriendo su mochila para sacar las cuerdas, el arnés y las pinzas—. Preparémonos para la llegada del agua.
Una vez aseguraron el primer cierre al aro que sobresalía de la pared y el segundo a la estatua de Seshat, cerraron los otros extremos a su arnés, de modo que, en cuanto giraran el primero de los símbolos, sólo tendrían que dar un paso adelante, ponerse el arnés, ajustarlo y esperar a que llegase el agua.
Juntos ante la puerta, alumbraron con ambas linternas el caduceo. Caleb vio el solitario símbolo que había al final de la inscripción superior, el símbolo asignado a los dorados. Parecía querer despertar el temor de su consciencia, permanecer allí como un seguro contra intrusos, un guardián que les negaba el acceso. Y ahora, más versado en alquimia y mejor conocedor de los símbolos herméticos, Caleb estaba todavía más seguro de que aquello era un error.
—Mira ese signo —dijo, señalándolo—. Ahora sé lo que es.
—¿Y qué es?
—La exaltación del Mercurio. —Lo contempló con respiración agitada—. Un triángulo con el vértice hacia arriba que simboliza el Fuego: en este caso, el estado sublimado o la consciencia destilada que arraiga en lo Superior. Y en el interior del triángulo, el símbolo de lo que llaman la exaltación del Mercurio, que en puridad es el símbolo del Mercurio con un punto en el centro, lo que viene a decir que se ha convertido en lo perfeccionado.
—¿Lo perfeccionado?
—La Piedra Filosofal. El centro de todas las cosas. Nuestras mentes y personalidades se reúnen en un solo pensamiento poderoso y unificador.
—¿Y los triángulos que hay a cada lado? ¿Y la estrella que hay más abajo?
—Agua a la izquierda, Fuego a la derecha. Junto con la estrella que hay debajo, significa la unión del Fuego y el Agua, la unión permanente de lo que está arriba y lo que está abajo, lo inferior con lo superior.
Lydia asintió. Caleb no podía estar seguro de ello, pero en las sombras imaginó que en sus labios se formaba una sonrisa extrañamente satisfecha.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —preguntó—. No sé tú, pero yo no tengo la impresión de que hayamos pasado la prueba, de que estemos verdaderamente preparados. No sabemos siquiera qué podemos esperar. Si la primera trampa nos exige estar preparados, sea de la manera en que sea, quizá todas las demás también. Mi visión no ha llegado lo bastante lejos.
Lydia se miró las botas.
Caleb se movía inquieto.
—Lo siento, pero no sé qué más hizo Sostratus.
—Con un poco de suerte, te volverá la inspiración y nos ayudará en lo que necesitamos.
—No lo creo.
Caleb se sintió nuevamente ganado por un terrible sentimiento de aprensión. Y entonces, de repente, tuvo la sensación de que alguien los observaba. Y no era alguien que estuviera en aquella sala, ni siquiera a la vista. Alguien…
—¿Phoebe? —musitó, y fue como si un aire gélido surgiese de invisibles conductos.
¿Sería esto lo que vio? ¿Será este el momento en que todo cambiará para mí?
Un ruido como de grava pisada retumbó entre las cuatro paredes. Para Caleb era como si acabara de perder un minuto de vida, un minuto en el que el mundo había seguido moviéndose sin contar con él. Lydia se arrodillaba ante la base de la puerta, olfateando el aire. Gruñendo, se afanaba en girar uno de los signos: Saturno, el símbolo del Fuego.
—¡Espera!
Pero ya se había incorporado, y alargaba los brazos hacia otro de los símbolos, el que Nina hizo girar en primer lugar. Júpiter/Agua. Y de nuevo se escuchó aquel sonido granulado, como de fragua a pleno rendimiento.
—Es demasiado tarde —dijo Lydia con la voz quebrada, mientras giraba el siguiente signo: Marte/Aire—. Ahora veremos si eres digno —lanzó a Caleb una mirada extraña, y a la luz temblorosa de la linterna, este comprobó que las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Lo siento, Caleb.
Caleb le tendió una mano y trató de apartar su brazo:
—Venga. Aún podemos…
—¡No he completado la secuencia! —gritó Lydia mientras se zafaba de él, alejándolo de un empujón sorprendentemente fuerte.
Desequilibrado, Caleb tropezó y cayó de espaldas. La linterna resbaló de su mano. Y en aquel halo que daba vueltas y más vueltas por el suelo, imaginó Caleb que las paredes se desplazaban lentamente, cerrándose en torno a ellos. Toth y Seshat se movieron también, volviéndose para contemplar a los intrusos. Y allí estaba Lydia, manipulando otro de los símbolos. Terminó con el signo de Venus/Tierra, y luego procedió hacia Mercurio.
Moviéndose con dificultad, Caleb se precipitó hacia ella.
—¡Detente! ¡Volveremos cuando sepamos algo más!
Lydia se zafó de él y lo mantuvo a distancia coceando el aire.
—¡Es demasiado tarde!
—¿De qué estás hablando?
Lydia aferró la luna y, cuando sus ojos se clavaron en los de Caleb, este comprobó que su aspecto era tan gélido como duro.
—Te hemos estado esperando, Caleb, pero nos has decepcionado.
Caleb dio un paso atrás. No podía respirar.
Lydia hizo girar la Luna, luego dirigió las manos hacia la corona que había sobre las serpientes: el Sol.
—No podemos esperar a que abandones tu exilio psíquico. Esperaba poder liberarte, pero he fracasado.
—¿«Podemos»? ¿A quiénes te refieres?
Lydia dedicó a Caleb una mirada conmiserativa. Dándole la espalda, hizo rotar el Sol.
—Como siempre, Caleb, no has formulado las preguntas apropiadas.
Inclinó la cabeza.
—Recuérdame. Recuerda que te amé.
—¿Lydia…?
Dio un paso hacia ella.
—Vuelve atrás, y prepárate —ladeó la cabeza—. En cierta ocasión me contaste cómo se desencadenaron los poderes de tu madre. Y también los de tu hermana.
—¡Lydia!
—Bienvenido, Caleb, a tu trauma personal.
—¿De qué estás…?
Un ruido sordo atravesó las losas y una capa de arena comenzó a caer en tenues velos. El muro vibraba. Tres agujeros del tamaño de un puño se abrieron a cada lado de la puerta, y, entre siseos de cafetera, brotaron por las hendiduras seis penachos de gas. Un punzante olor a metano, terriblemente fuerte, surgía de cada apertura. Caleb alargó un brazo hacia Lydia, pero esta consiguió liberarse de su sostén, apagó la linterna y de un salto se hizo a un lado.
—¡Lydia!
En aquella repentina oscuridad, Caleb tanteó en busca de su linterna y vertió alocadamente su rayo lumínico a un lado y otro, hasta conseguir iluminar las piernas de Lydia, que se escabullían entre las sombras, pero enseguida escuchó el terrible estertor de unas rocas al rasparse entre sí.
Un chispazo en la oscuridad.
Lanzó una maldición y retrocedió de un salto dos peldaños, hecho lo cual se ovilló como una bola, abrazándose las rodillas en lo alto del símbolo que correspondía al Plomo.
Calcinación.
Un golpe de calor, una andanada de abrasadora luz.
—¡Lydia!
Y la cripta se convirtió en un infierno.
Era como haberse arrodillado en un contenedor. Toda la cámara giraba en un ciclón de humo y fuego volcánico, entreverado a gases ígneos y llamas que rugían por todas partes. Pero Caleb estaba a salvo, apenas incomodado por el calor. Y entonces lo sintió: el bloque en el que se había resguardado se vio envuelto por una catarata de aire frío que brotó en dirección al techo, un maelstrom de viento que, inesperadamente, le servía como barrera contra el fuego. El bloque de piedra había descendido unos metros, compactándose, y los huecos que lo rodeaban expelían un aire fiero y vaporoso.
Y entonces todo acabó, tan rápido como había empezado. El rugido de las llamas cesó y Caleb se incorporó, indemne. Sólo contó con unos breves instantes para evaluar la situación de la humeante cámara y darse cuenta de que, incluso si Lydia hubiera sobrevivido a la embestida del fuego, ninguno de los dos podría ya superar la siguiente trampa.