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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (13 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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13

R
EGRESARON a Alejandría antes de la medianoche. Exhaustos, los otros se disponían a retirarse a sus habitaciones en los pisos superiores. Caleb quiso hacer igual, pero antes tenía un asunto pendiente que resolver. Después de todo, hoy era el aniversario.

Phoebe.

Hacía ocho años de aquello.

Mirando al resto del grupo, Caleb vio a su madre, quien, en caso de que se le hubiera pasado por la cabeza la importancia que tenía aquel día, no daba muestras de ello. Estaba en medio del grupo, con Waxman a su lado, todavía hablando, haciendo planes y examinando los detalles que habían hecho aflorar las visiones de cada miembro.

Caleb se dirigió al salón del hotel, donde una música tecno, afortunadamente atenuada, contrastaba con la elegante caoba que revestía las paredes, iluminadas por lámparas de aceite que, dispuestas regularmente, emanaban un brillo azulado. Quería llamar a su hermana, necesitaba oír su voz, quería disculparse… otra vez. Comprobó su móvil; casi se le había acabado la batería. En principio, había suficiente para una llamada, pero en su cabeza se agitaba un hervidero de ideas que tenían como protagonistas principales a Alejandría, el faro, César y Herculano. También pensaba en la imposibilidad de recuperar el pergamino de las cenizas de una biblioteca de más de dos mil años de antigüedad, arrasada por la furia de un volcán, así como en la dificultad de descubrir la entrada a un lugar que bien podría no haber existido nunca, salvo en las leyendas.

Se acercó a la barra, una superficie lisa, negra, que le recordó al portón de ónice de Belice. Permaneció erguido ante ella, contemplando la superficie como si estuviera paralizado.

—Un martini —dijo una voz a su espalda—, y lo que mi amigo quiera tomar. —Caleb se volvió al tiempo que Nina se sentaba en la silla que había junto a él, cruzaba las piernas y sonreía—. Muy buena idea, apartarse del grupito.

Parecía cansada, aunque infundida de un indefinible vigor, una hiperactividad nerviosa que semejaba recorrer cada uno de sus músculos, como si acabara de regresar de una carrera llena de emociones y todavía no hubiera metabolizado el subidón.

Caleb se obligó a rehacerse y se inclinó sobre la barra. El tipo alto, calvo, que preparaba el martini de Nina le lanzó una mirada interrogante:

—Lo mismo, supongo —dijo Caleb, y luego se volvió hacia Nina, cuya penetrante mirada le hizo sentir tan débil que no pudo por menos de dar un paso atrás y dejarse caer en la silla.

Una andanada de aire fresco brotaba de los conductos de ventilación que había en el techo, devolviendo el brío a sus entumecidos pulmones; parecía incluso despojar al lugar del calor y la humedad.

—Creo que necesitaba un trago. Ha sido un día muy largo.

—Y todavía no ha terminado. —Nina levantó su vaso. El vodka lanzaba destellos azules, casi cerúleos, provocados por la lámpara que brillaba al fondo. Cuando Caleb tomó su bebida, Nina dijo—: ¿un brindis?

—Me encanta brindar —replicó Caleb, cansado. Se sentía estúpido, pero también aliviado cuando Nina sonreía—. Arriba, abajo, al centro…

Nina se inclinó hacia delante, de tal modo que Caleb pudo oler su perfume: una mezcla de poder carnal y astucia animal. Hizo chocar su copa contra la de él:

—¿Por qué no… por nosotros?

—¿Nosotros?

—Por nosotros —susurró—, tú y yo. Por nosotros, por que seamos los primeros en encontrar el tesoro. Encontrarlo y largarnos de una vez de aquí.

Caleb bajó su copa.

—¿Cómo?

—Subamos —apuró su bebida de un trago—. Ven conmigo, conozco un camino.

—¿Un camino a dónde?

Caleb se atragantó al beber tanta cantidad de un solo trago, intentando ponerse a la altura de Nina.

—Un camino que nos llevará a activar nuestros cerebros —sus ojos verdes centellearon—. Es algo tántrico, una mezcla de meditación y agotamiento físico conocido por…

—Espera —Caleb la tomó por la muñeca—. No quiero sufrir más visiones. Y menos esta noche, no puedo…

Nina le cogió la mano, y luego le puso la otra mano en el muslo, apretándola ligeramente. Susurró:

—Lo sé, Caleb. Lo sé.

—¿Qué es lo que…?

—Todo… y también lo de Phoebe. Vine aquí porque sabía el día que era, y sé por lo que estás pasando…

El corazón de Caleb le latía con saña; sentía la piel helada a causa del aire acondicionado, las sienes le percutían, y no pudo por menos de mirar con una expresión embobada los ojos de Nina.

—… y es algo que no deberías pasar a solas.

Caleb no podía decir con exactitud cuándo sucedió, en qué punto de aquella oscuridad iluminada por las velas que llenaba la habitación de Nina empezaron a sucederse las visiones, a florecer como un carrusel de fuegos artificiales, porque ya mucho antes había perdido toda noción del tiempo.

Los recuerdos se confundían entre sí, conformando una masa de imágenes apenas distinguibles: la puerta abriéndose, Nina empujándolo al interior de la habitación, ambos ingresando allí entre tambaleos, los dedos de ella arrancándole los botones de la camisa, los de él ya deslizándose bajo su falda, rebasando aquella barrera de seda… Los labios de ambos se confundieron, sus lenguas se debatían en un duelo desesperado. La cama no era más que un accesorio que usarían más tarde, después de restregarse por las paredes, los sofás, las mesas y el suelo. Hábilmente, implacablemente, Nina arrastró a Caleb a más y más actos de fatiga física, hazañas que ni él mismo había llegado jamás a considerar, posiciones tan exóticas que los músculos le dolían intensamente, a medida que el placer aumentaba.

Y cuando ya no pudieron moverse, Nina lo persuadió sutilmente a que respirase con calma, llevándolo a un nuevo tipo de visualización. Sus piernas se enredaban tras la espalda de Caleb, ambos sentados cara a cara, mirándose a los ojos, bebiendo de la respiración del otro.

Caleb no tenía la menor idea del tiempo que habían pasado en aquella posición, en la que únicamente ejecutaban movimientos sincronizados aunque apenas perceptibles, como si su mente fuera una sola, al igual que su voluntad. Pero en un momento dado, el verdor de los ojos de Nina se perdió en la oscuridad y giró en las sombras, retorciéndose como una serpiente. Y entonces el suelo desapareció, y, suavemente, su espíritu semejó desgarrarse del cuerpo y lanzarse a un caleidoscópico mundo de sensaciones.

Las imágenes se sucedían a toda velocidad, llenas de una claridad vívida. Caleb nunca supo con exactitud cómo funcionaba la visión remota. Los especialistas en el campo de la parapsicología explicaban que podía tratarse de una variación de la teoría del inconsciente colectivo de Jung: que los recuerdos de todos aquellos que habían vivido o vivirían sobre la faz de la tierra seguían allí, y cualquiera podía sumergirse en esa especie de fuente colectiva y percibir algo de lo que se entremezclaba en ella: personas, lugares, sucesos, daba igual el lugar o la época a la que perteneciesen. En tales visiones uno empleaba a fondo sus sentidos, experimentando cuanto sucedía como si se tratase de la propia realidad.

Lo que Caleb creía, sin embargo, era que aquello tenía que ver con la naturaleza intrínseca de la realidad. Ciertos experimentos, de un cariz que sólo podía calificarse de intrigante, habían revelado que las partículas cuánticas compartían una suerte de nexo telepático; una partícula cambiaba al instante sus características cuando otra, independientemente de lo lejos que estuviese, se veía alterada. Otra teoría sostenía que la consciencia del observador actuaba sobre esas partículas, cambiándolas de un modo implícito porque, en cierto sentido, las partículas no eran en realidad independientes o distintas de una realidad mucho mayor: la Mente. Lo que esta y otras propiedades del comportamiento cuántico daban a entender acerca del universo era asombroso. Los primeros alquimistas (y remontándose aún más en el tiempo, los discípulos de las escuelas mistéricas egipcias) apoyaban la creencia de que todo, desde la partícula más pequeña hasta el planeta más vasto, estaba relacionado, como un tapiz sin costuras. «Lo que es arriba es abajo», era su credo sagrado. Se entregaron así a la labor de recrear el cielo en la tierra, y leían en los astros la naturaleza de las cosas terrestres. Lo espiritual era una ramificación directa de lo físico, y podía accederse a sus misterios si se conocían los códigos apropiados y se transitaban sabiamente los senderos de la fe.

Quizá fuera cierto. A un determinado nivel, todo estaba conectado. Y esa era la razón por la que Nina y Caleb, cuando se adentraron en el último de sus trances antes del descenso, compartieron las mismas visiones. De manera totalmente inconsciente, habían tocado algo que revelaba, en una sucesión de escenas cronológicas, lo que necesitaban ver. Arrancaba con una sensación de desastre inminente, y entonces la tierra…

… comienza a temblar. Hay tres hombres en la parte superior del faro. Están envueltos en pesados mantos, la cabeza tocada con sendos turbantes, y todos ellos tratan de calentarse sentados alrededor de una hoguera. Le toca a Naseer bajar para conseguir más combustible, pero tiene demasiado miedo como para moverse siquiera. De modo que espera junto con el resto a que terminen los temblores. Rezando.

Afuera, más allá de las cuatro columnas restauradas que rodean una plataforma circular, carente de techo, las estrellas arden con un brillo feroz, intentando competir con el humo que brota de la pira. Se levanta entonces un viento crudo, que revuelve sus ropas y esparce el humo, pero el mar sigue en calma, dormido bajo el manto de un centenar de naves, la flota musulmana al completo, que se prepara a lanzar el ataque en cuanto rompa el día.

Naseer y sus dos amigos han estado al cargo de este puesto de vigilancia, atendiendo el fuego, a lo largo de tres años. Se miran a los ojos, unos ojos inyectados en sangre, y musitan sus oraciones a Alá.

—Está ocurriendo. De nuevo.

—No, Farikh, es demasiado pronto. La tierra se estremeció sólo veinte años atrás. Mi padre se encontraba en este mismo puesto, y dijo que el temblor sólo había servido para desprender parte del balcón inferior y unas cuantas piedras en el lado este.

—Eso significa que el faro se ha tenido que ver debilitado. Hace cien años, la sección más alta se derrumbó, razón por la cual hemos tenido que encargarnos del fuego en las ruinas del segundo piso desde entonces.

—Si Dios quiere —dice Alim-Asr—, también esta vez se mantendrá en pie.

—Quizá deberíamos bajar —susurra Naseer.

Pero ya es tarde.

La torre se balancea, produciendo un rumor sordo. Una de las columnas se agrieta justo en el centro. Naseer se pone en pie de un salto y corre hacia el lado oeste. Tratando de hacer equilibrio sobre el movedizo suelo, se arriesga a mirar hacia abajo. Una docena de piedras se desprenden de la sección central y son devoradas por la oscuridad. Naseer gira sobre sí mismo, pugnando contra el vértigo, antes de que sus rodillas se doblen tal y como lo hace el suelo que cruje bajo sus pies. Trata de alcanzar a sus amigos…

… pero estos ya no están. Naseer se ha quedado solo, aferrado a la única columna que queda en lo que ahora no es sino una dentada sección del suelo, mientras un hueco enorme se abre ante él, invocando el fantasma de una escalera que se pierde en el aire nocturno.

El fuego se ha apagado. La oscuridad y el humo lo reemplazan. Naseer percibe algún movimiento, como si una inmensa sombra se deslizase en dirección a la superficie terrestre, antes de desaparecer. Se escuchan gritos procedentes del precipicio, pero son interrumpidos por el rugir de la mampostería y lo que a Naseer se le antoja el siniestro llanto de un gigante al que le estuvieran arrancando la piel a tiras.

Caleb pestañeó, y…

… ya es de día. Naseer está en un lugar distinto. De hecho, Naseer ya no es Naseer. Un brillante sol se esparce sobre el metálico azur de los cielos. Los barcos ya han zarpado, el puerto está en calma, salvo por un solitario velero. Todo cuanto se extiende frente a la playa parece distinto: hay nuevas cúpulas, nuevas mezquitas, columnas y minaretes que salpican las colinas hasta donde el ojo alcanza a ver.

Está sentado a horcajadas sobre su caballo, un hermoso corcel árabe con la silla y el arnés repujados de joyas. El animal no deja de piafar y sacudir su crin bajo las sombras que proyectan unas gigantescas moles de piedra. Hacia el este, los agrietados monolitos y las enormes pilas de granito y piedra caliza señalan un enrevesado camino hasta el ruinoso montón de rocas que otrora fue una orgullosa torre.

Aun así, todavía se levanta más de doce metros, y sus cimientos parecen fuertes y defendibles, reforzados todo en derredor por una barrera no demasiado alta, rota en algunas partes aunque sus piezas todavía pueden repararse. Hay un enorme potencial en tan maltrecha sillería. Algunas salas siguen intactas, pese al aplastante peso de la estructura superior que se ha derrumbado sobre ellas. El hombre deja caer la cabeza y sólo puede imaginar lo que fue en su día. Han pasado cuarenta años desde que el último gran terremoto destruyó su magnificencia. Cuarenta años desde que las llamas ardieron por última vez en sus alturas para llevar a los marineros a la salvaguarda de la costa.

Escucha el murmullo del viento y el romper del mar sobre sus viejos bloques, e imagina los maravillosos fragmentos que yacen ante él, bañados por la insistente espuma: las grandes piedras, los bloques y las estatuas que tantos años atrás gozaron del abrazo de la brisa y las miradas sobrecogidas de tantos y tantos visitantes. Se vuelve al escuchar los pasos de un hombre.

—Mi señor Qaitbey —su teniente ralentiza el paso del caballo y hace una reverencia—. Los hombres están preparados. Tenemos doscientos caballos, suficiente cuerda, poleas y carros. Y útiles para cortar piedras.

Qaitbey asiente satisfecho, mientras vuelve a mirar la ruinosa estructura. Repara en la colocación de las piedras caídas, en sus bordes mordisqueados por la lluvia y el viento.

—Haced cuanto podáis por volver a levantarla —ordena—. Debemos defender Alejandría.

—Como deseéis.

Qaitbey se vuelve de nuevo hacia las fascinantes aunque yermas ruinas, y contempla las pocas ventanas que quedan en pie, así como una puerta que todavía se resiste a caer. Un escalofrío recorre sus vértebras mientras lanza la siguiente pregunta:

—¿Qué hay de la escalera que desciende hacia las cámaras inferiores?

El hombre tose.

—No sabemos nada, mi señor. Termina en esa pared de allí, la que tiene esos dibujos diabólicos. La serpiente y el báculo… Vuestros hombres, señor, tienen…

—¿Miedo?

—Sí. No ignoran las leyendas. Temen lo que puede esperarlos allí abajo, defendiendo el tesoro. Los cien jinetes que fueron masacrados.

Qaitbey asiente, sumido en sus pensamientos. Las leyendas no le importan lo más mínimo. Su propósito es proteger la ciudad de los turcos y vengar los despiadados actos del pasado, no adentrarse en criptas que otros hombres cerrarían a cal y canto por quién sabe qué motivos. Sin volverse, ordena a su teniente:

—Cubrid la entrada a la escalera con un muro falso, una losa de granito que pueda ser controlada por una palanca secreta en la pared este del segundo piso.

—Así se hará.

—Después —añadió Qaitbey, acariciando la crin de su caballo— matad a los hombres que la construyan, y jurad que guardaréis el secreto.

Tras unos instantes de silencio, el teniente acepta las órdenes:

—Entendido, mi señor. Lo juro.

—Gracias. —Qaitbey consigue que su voz se escuche sobre el cada vez más furioso viento—. Lo que allí se oculta no debe encontrarlo nadie, no, al menos, los indignos como nosotros.

—Mi señor —dice el hombre, inclinándose.

—Otros lo encontrarán, infieles para quienes esos símbolos significarán algo. Y vivirán malditos por lo que allí se oculta.

Muere el viento, y los arenosos restos del faro se estremecen en silencio, anticipando los martillos y cinceles que vendrán a conferir a bloques y columnas una nueva forma, aunque más reducida: atrofiada reliquia de su antigua gloria.

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