Objetivo faro de Alejandría (31 page)

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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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—No lo echarán de menos —dijo Waxman, una vez Caleb cerró la puerta y se escurrió al interior del coche junto a su madre.

—¿Cómo has entrado?

—Soborné al guardia para que se tomase la noche libre —susurró para que el conductor no pudiera escucharle—. No os contaré nada más hasta que estemos de regreso en los Estados Unidos.

—Suponiendo que podamos pasar la aduana…

—Lo haremos —dijo Waxman con una risita ufana, mientras se atusaba el cabello en el espejo y engatillaba un cigarrillo.

Caleb dejó caer la cabeza y se alejó de su madre cuando esta trató de acercársele un poco más. Cerrando los ojos, Caleb sopesó los sentimientos que albergaba sobre su papel en aquel robo y reparó en que, sorprendentemente, su excitación por el descubrimiento era mayor que su sensación de culpa.

Se estaban aproximando a la verdad.

13

Alejandría

Envuelto en las sombras, Nolan Gregory se hallaba en el interior de la cámara, iluminado sólo por las luces que se alineaban en el suelo. Él lo prefería así. Las estrellas seguían viéndose de todos modos, alumbradas al fondo por el azul oscuro de la cúpula, y casi podía creer que se hallaba en el exterior, junto a una playa desierta sin el polvo, la bruma y el ruido de Alejandría.

Siete tramos de escaleras por encima de la cúpula, la biblioteca estaba cerrando. Los vigilantes procedían a apagar las luces del interior, mientras encendían los escaparates que daban a la calle. Gregory suspiró y permaneció en silencio, escuchando el rumor de los generadores y las baterías de los servidores IBM que ronroneaban bajo el suelo.

Me hago viejo. Demasiado viejo para esta mierda de intrigas de misterio internacional.

Pronto tendría que viajar a Nueva York. Su informador en Italia le había indicado que la iglesia de San Francesco había sido profanada, y Gregory sólo podía interpretar que los otros habían tenido éxito.

Habían encontrado el pergamino.

Caleb estaba recuperando sus habilidades. La muerte de Lydia y su encarcelamiento debían de haberlas incrementado, tal y como ella pensó que sucedería. Gregory sacudió la cabeza con pesar. Durante mucho tiempo, los guardianes habían creído que el pergamino aún seguía en la colección de Nápoles, por lo cual necesitaba tener infiltrado allí a uno de sus hombres, y ahora resultaba que en todo aquel tiempo, el maldito Cagliostro…

Era un revés interesante, pero eso no cambiaba las cosas. Gregory se mordió el labio y dio la espalda a la burlona mirada de las constelaciones.

No queda mucho.

Se preguntaba qué llegaría primero, si la traducción del pergamino o la revelación de Caleb. Gregory no estaba muy seguro de lo que había en el pergamino, más allá de que ofrecería una solución a los siete códigos y explicaría cómo rebasarlos. Pero eso era algo que ellos ya sabían. ¿Había algo más? ¿Qué diría de la clave? Aquella era una pregunta que ya había durado dos milenios.

Pero ahora no tenía elección. No podía perder a ningún otro guardián. Él era el mayor de todos, el más prescindible.
Y Dios sabe que va a ser peligroso.

Debía mantenerse cerca, estar allí en el momento en que obtuvieran la traducción o hicieran cualquier otro avance. Y entonces sería una carrera contra Waxman y sus más que considerables recursos. Se había preguntado durante meses si hablar con Caleb y revelárselo todo, pero al final se resignó a mantenerse fiel a la premisa original de que, como cualquier iniciado de la escuela mistérica egipcia, Caleb sólo adquiriría la iluminación a través del autoconocimiento y la experiencia personal directa. Sin esa progresión, la clave se perdería para siempre.

Era el momento.

Nolan Gregory se abotonó la chaqueta y ajustó sus mangas. La próxima vez que regresara, si es que lo hacía, aquella cámara sería totalmente diferente. Estaría completa, vibrante, vital de maravillas. Un logro para honrar, si no rivalizar, el genio de Sostratus.

14

T
RAS despertar de una reparadora siesta, Waxman se desabrochó el cinturón del asiento, salió al pasillo y enfiló sus pasos hacia la parte trasera del avión. Caleb se sentaba en la fila que había detrás de la suya junto a Phoebe, cuya silla de ruedas había sido plegada y colocada en la parte delantera. Tenía los ojos cerrados y los auriculares puestos, y escuchaba una de las emisoras musicales que ofrecía el avión.

«Cabezota», pensó Waxman. «Ya era hora de que arrimase el hombro. Y ahora es el turno de Phoebe. Hora de que la paralítica esta demuestre lo que vale». Su única esperanza radicaba en que aquel maldito pergamino pudiera abrirse, y que contuviera algo útil. Pero debía tener cuidado; últimamente, parecía no pisar tierra firme en lo que respectaba a su relación con Helen. Cada día, en cada lugar que visitaban, parecía tropezarse con el fantasma de Philip. No pocas veces había sorprendido a Helen mirando las fotografías de su dormitorio, imágenes que nunca quitaba de allí, y que él ya no volvería a cometer el error de pedirle que lo hiciera.

A la postre, podía empeorar las cosas. Helen era aún una mujer hermosa, y le permitía seguir con sus aficiones, toleraba sus ausencias y no le importunaba a preguntas. En más de una forma, era la esposa perfecta. ¿Y qué mejor manera de cuidar del proyecto? Bastaba con avivar las llamas de aquella obsesión que Helen tenía hacia el código del faro, y, por supuesto, estar preparado para abandonar el barco en el momento de la revelación. De un tirón, al casarse con Helen, se había asegurado el acceso a una información vital antes de que los guardianes pudieran siquiera saber que tal cosa existía.

Y eso era lo único que importaba: eso y encontrar el tesoro.
Pronto
. Cada vez que sentía que estaban perdidos y que nunca lo conseguirían, Waxman cerraba los ojos y se imaginaba la cripta abriéndose ante él.

En el lavabo, tras entrar a duras penas por la estrecha puerta y echar el pestillo, tomó una profunda bocanada de aire y se miró al espejo, emplazado justo al lado del cartel de «No Fumar» y su insulsa amenaza de multas y meses de prisión.

Se llevó una mano al bolsillo de la camisa para tomar su paquete de cigarrillos mentolados, abrió el grifo del agua, sacó el encendedor y luego extrajo un cigarrillo del paquete con los dientes. Cuando levantó la vista, el espejo se había empañado por completo, y unos espesos penachos de vapor brotaban del lavabo. Era extraño que el agua saliese tan caliente…

Waxman se disponía a limpiar el espejo cuando varias líneas comenzaron a aparecer en el cristal. Unos trazos se iban formando en él, como si alguien pasase un dedo por su superficie.

MAMÁ

Maldiciendo, Waxman escupió el cigarrillo de su boca, y luego se afanó en quitar la bruma que cubría el espejo con la manga de la chaqueta:

—¡Déjame en paz!

En el sumidero, algo barbotó y burbujeó junto con el vapor que, de inmediato, comenzó a empañar otra vez el espejo.

NO HARÉ TAL CO…

Waxman volvió a barrer con la mano el espejo y cerró el grifo del agua.

—Ya no voy a hablar más contigo, querida madre. Hemos encontrado lo que necesitábamos, y pronto haré lo que estaba destinado a hacer.

15

Bahía de Sodus, Nueva York — Noviembre

Después de pasar tres semanas desenrollando el pergamino, consiguieron desplegarlo lo suficiente como para obtener y analizar algunos fragmentos. Phoebe consiguió los permisos necesarios para utilizar un laboratorio de la Universidad de Rochester, además de granjearse la ayuda de un par de estudiantes en prácticas; se empleaban en turnos las veinticuatro horas del día, aplicando finas capas de gelatina al pergamino, separando las capas, levantándolas cuidadosamente pieza a pieza. Phoebe dormía allí cinco días por semana, supervisando el trabajo, y Caleb la visitaba a diario.

Mientras avanzaba aquella parte de la investigación, Helen y Waxman proseguían con sus experimentos de visión remota en casa. Habían reclutado nuevos candidatos a talentos psíquicos, que se afanaban en volcar sus habilidades sobre los cinco signos restantes. A los nuevos reclutas se les mostró el gran sello, los símbolos alquímicos y los que correspondían a los planetas. Como siempre, el contexto era difícil de explicar sin influir con ello su imaginación.

La mayoría fracasó en el intento, y los aciertos potenciales estaban lejos de resultar reveladores. Waxman se iba impacientando por momentos, y a la larga decidió retirarse durante varios días.

—Está en medio de una investigación —insistía Helen.

Caleb se mordía la lengua y prefería guardar silencio. Nunca le sacaba aquel tema a su madre. Las cosas marchaban bien entre los dos, de hecho, podía decirse que marchaban mejor que nunca, y no quería que las cosas cambiasen por cuestionar los actos de su marido.

Y así pasaban los días. Caleb entretenía las horas rondando las colinas alfombradas de hojas bajo el huraño faro, pugnando contra el frío que arrastraba la brisa de la bahía. Aquella mañana de noviembre en particular, Caleb recordó los años que había pasado lejos de casa, y decidió que recuperaría el tiempo perdido, que insuflaría a su alma el aliento de aquellos enormes sauces, el tacto de los suelos helados que había bajo sus pies, el sonido del viento mezclado al trino de los pájaros.

Visitó el puerto y paseó por el muelle en dirección a la Vieja Chatarra. Cada mañana, después de tomar una taza de café, acudía allí a lanzar una piedra a su casco metálico, sólo para oír aquel golpe retumbante, apagado, que reverberaba como un gong en la brisa de la mañana. Pensó en su padre. Imaginaba que paseaba a su lado, como, por desgracia, había sido su costumbre durante muy poco tiempo. Recordó que le enseñó a lanzar una bola curva.

—Vamos —le incitaba su padre—. Seguro que ese viejo buque es un tesoro histórico, pero somos nosotros los encargados de vigilarlo. Y si quiero que mi chico lo use como objetivo mientras practica, por Dios que lo hará.

Incluso ahora aquel recuerdo pintaba una sonrisa en los labios de Caleb. Miró las abolladuras en la parte inferior del casco de la Vieja Chatarra, la pintura roja, desconchada y casi invisible sobre la línea de flotación, encostrada de percebes. El barco tenía unos diez metros de eslora, y dos mástiles de acero de algo más de dos metros pintados en rojo, con un farolillo de aceite metido en una jaula metálica en cada uno de sus topes. Pensó en la historia de los buques faro, desde las galeras de los antiguos romanos, ataviadas con cestas de aceite y mimbre, hasta los dos últimos siglos de uso naval. Desde 1820 hasta 1983, más de cien buques faro seguían en activo en las costas de los Estados Unidos. Finalmente, aquellas viejas reliquias fueron desapareciendo gradualmente para verse reemplazadas por faros permanentes o boyas eléctricas.

Este, la Vieja Chatarra, había presidido aquellas playas durante más de treinta años, tras servir fielmente en varios puestos de la costa noreste. Antes de su jubilación, había sido incluido en el Registro Nacional de Lugares Históricos, y se adjudicó su vigilancia a la familia del hombre que cuidaba del faro local, el padre de Caleb, y a su padre antes que a él.

Caleb cruzó la rampa, se detuvo en su yerma cubierta de metal, y asomó a la enorme cabina de madera. En su interior había controles para la sirena tubular de vapor y una campana manual de 500 kilos, además de varias cartas náuticas enmarcadas, ruedas, mesas y veladores de té. Algunos años atrás había sido abierto al público como museo, y Phoebe había trabajado allí a tiempo parcial, recogiendo los donativos y relatando a los visitantes algunas anécdotas históricas. Caleb se preguntó si no podrían pedir una ayuda para mejorar un poco su estado. Pasarle una manita de pintura, restaurar la cabina de la cubierta, arreglar las abolladuras del casco…

Por alguna razón, la simple idea, tan distinta de desentrañar códigos y viajar por el mundo persiguiendo un pergamino, resultaba idílica. Pero Caleb se limitó a sonreír y dejar reposar ese sueño, al menos de momento. Dijo adiós a la Vieja Chatarra, y cuando salió al muelle vio a Helen allá en la casa, haciéndole señas con los brazos. Parecía nerviosa.

Sin aliento, tras cruzar la colina y sudando pese a que la temperatura bajaba cada vez más y el viento azotaba con mayores bríos, Caleb consiguió ascender a la cima. Antes de que pudiera preguntar qué pasaba, las palabras de su madre le alcanzaron, llevadas en volandas por la brisa:

—¡Caleb! Hemos encontrado algo.

—Es otro aro —dijo Helen—, y este se encuentra en el techo. Es algo que no habíamos visto antes.

Condujo a Caleb al salón familiar, de cuyas paredes colgaban docenas de dibujos. En la cocina escuchaba a los psíquicos disfrutar de un descanso, hablando y riendo.

Helen señaló dos de los dibujos:

—Les hemos pedido que dibujasen imágenes relacionadas con la cámara del faro y el signo del Hierro. Tanto Roger como Nancy han dibujado lo que parece ser un hombre colgado por los pies. Parece reproducir el dibujo y la orientación del Ahorcado del tarot.

—Esto es un paso más allá del tercer bloque —dijo Caleb, presa de la excitación.

Volvió a pensar en la cámara y trató de imaginarse otra vez allí. Tras superar la torrencial corriente de la segunda trampa…
se despoja del arnés y da un paso hacia la siguiente piedra, siente el polvillo blanco que reviste su piel y sus ropas. El aire sopla a su alrededor, y hace equilibrio con las piernas para resistir el embate del viento…

—Suspendido… —se dijo.

Pensó en ello, y se imaginó colgado en el aire, balanceándose de un lado a otro. ¿Qué sentido tendría? Pensó nuevamente en el tarot y, por lo que recordaba acerca del simbolismo de la carta, el Ahorcado tenía algo que ver con dejarse llevar, rendirse a la voluntad de Dios. Prosiguiendo con los temas de la calcinación y la disolución, aquello era un paso lógico si el propósito radicaba en liberar los prejuicios del iniciado, su ego. Pero también guardaba relación con el sacrificio personal. El martirio. Pensó en Lydia, cuya muerte había sucedido porque Caleb no era capaz de ver qué había más allá de aquel paso.

Se dejó caer en una silla y bajó la cabeza:

—No lo entiendo. El simbolismo de esa carta del tarot es «ganar mediante la rendición». ¿Pero de qué nos sirve eso?

Helen cogió una hoja de papel y la tendió frente a Caleb:

—Esto podría ser una pista —señaló a algo que había dibujado el segundo psíquico: una serie de bloques haciéndose pedazos bajo un ahorcado—: ¿y si la siguiente trampa consiste en que el suelo se viene abajo? Y para sobrevivir…

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