—Aléjese, doctora Petrova —le dice.
—¿Perdón?
—Retírese un par de pasos. Quizá tres.
—¿Por qué? ¿Usted…? ¿Aquí le parece bien?
—Sí, estupendo. Muchas gracias.
Hardy inspira profundamente antes de golpear la máquina con todas sus fuerzas. El palo de golf impacta contra el vidrio protector; lo hace añicos y los trozos caen al suelo. El ruido es perturbador.
—¡Vaya! —exclama Hardy entre risas—. ¿Ha visto eso?
—Me podría haber avisado de qué iba a hacer —lo reprende Petrova.
—Lo crea o no, me he asustado tanto como usted.
Hardy se mira de arriba abajo, como si esperara encontrar fragmentos de vidrio en su enorme y redondo cuerpo, acompañados por la voz de su madre gritándole como cuando era pequeño: «¿Ves?, eso te pasa por jugar con cosas que no entiendes, Joey».
Tras comprobar que está ileso, Hardy se baja la máscara y se acerca a la máquina para coger una bolsa de M&M’s, que abre con un gruñido ansioso.
—¿Era necesario? —pregunta su colega—. Por favor, explíquese.
—¿No ha oído que acabo de decirle al gilipollas de Bill Saunders que el CDC y el USAMRIID no me devuelven las llamadas? Lo que implica que estamos aislados del mundo exterior.
—Comprendo —dice Petrova, asintiendo con la cabeza.
—¿De verdad? —cuestiona Hardy, que mastica con rapidez—. Tenemos a una muchedumbre en el vestíbulo que nos amenaza con matar a un par de guardias si no les entregamos la medicina mágica que no tenemos. Estamos sitiados.
—Sí, todo eso lo sé.
—Y para rematarlo, anoche me llama mi hija y me dice que hay unos psicópatas atacando a los vecinos del edificio y que todas las líneas de la policía están colapsadas. —Se le hunden los hombros—. Por Dios, entre el asedio, las bajadas de tensión y el pandemónium que se ha armado ahí fuera, ni siquiera sé si es posible terminar lo que empezamos.
—Comprendo que las cosas están mal —contesta Petrova.
—Bien, entonces seguro que también comprenderá por qué ahora mismo no me importan sus descubrimientos.
Petrova lo mira con frialdad.
—Doctor, usted sabe muy bien que mi marido y mi hijo están atrapados en Londres debido a la cancelación de todos los vuelos desde el inicio de la pandemia. Mi hijo tiene tres años y no lo he visto, ni a él ni a mi marido, desde hace semanas. Los móviles no funcionan y no he hablado con ellos desde hace setenta y dos horas. Yo… —La voz se le quiebra un instante y un gesto de dolor le aparece en la cara—. Creo que entiendo lo seria que es esta situación.
—Lo había olvidado, doctora Petrova —ruge Hardy, poniéndose rojo—. Lo siento.
—De hecho —empieza a decir ella, tras reponerse con un visible esfuerzo—, creo tener una perspectiva única sobre lo seria que es la situación en realidad, basándome en los resultados de mis pruebas.
—Muy bien, muy bien —contesta Hardy—. Me rindo. Dispone de cinco minutos.
27. Intentamos curar la enfermedad equivocada
Petrova respira hondo y le explica sus hallazgos a Hardy.
El virus Lyssa se trasmite como la gripe. Se introduce en el cuerpo a través de las vías respiratorias y ataca a los pulmones. La causa más común de muerte es una tormenta de citocinas, una situación en la que el sistema inmunológico del cuerpo se vuelve contra sí mismo. Cuando el cuerpo encuentra a un invasor, las citocinas reúnen a un ejército de inmunocitos para luchar contra la invasión. Lo normal es que dejen de llamar a los inmunocitos, pero a veces, cuando se encuentran con un nuevo virus, no lo hacen. La consecuente tormenta de inmunocitos destruye todo lo que encuentra por delante, incluidos los tejidos corporales y los órganos; obstruye las vías respiratorias y ahoga al individuo con su propia mucosa. La disfunción del sistema inmunológico mata el cuerpo que debería proteger.
En casos avanzados, el Lyssa entra en el sistema nervioso y ataca al cerebro, lo que resulta en una encefalitis vírica progresiva, que empeora la inflamación cerebral a un ritmo constante y mata a la víctima en menos de una semana. En especial, afecta al sistema límbico, sistema que gobierna las emociones, motivaciones y comportamiento de una persona. El resultado es una rabia artificial, popularmente conocida como el síndrome del Perro Rabioso.
Bajo la dirección del Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta, laboratorios repartidos por todo el país intentan llegar al fondo de la enfermedad y elaborar una vacuna; unos compiten mientras que otros colaboran. Por regla general, las instalaciones de Hardy y Petrova, un laboratorio de nivel dos de bioseguridad situado en el corazón de Manhattan, no trabajarían jamás con un virus tan peligroso como el Lyssa. Pero el virus ya ha afectado a la comunidad, con lo que no existe ninguna amenaza real en caso de que escape del laboratorio. Además, el CDC y el USAMRIID —el Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos de América— están desesperados.
El equipo de Hardy, en realidad, está cerca de su objetivo. Siempre que la hambruna, el gentío, los problemas de suministro eléctrico y el frío no acaben con ellos primero.
—Todo eso ya lo sé —se queja Hardy—. Dígame algo que no sepa.
—A través de mi investigación, he llegado a la conclusión de que la variante con demencia avanzada de la enfermedad, lo que la gente llama el síndrome del Perro Rabioso, es, en realidad, una enfermedad diferente.
»De hecho —continua la doctora—, parece que el virus del Perro Rabioso precedió al virus Hong Kong Lyssa. Es su ancestro primitivo. En resumidas cuentas, el HK Lyssa es una mutación benigna del virus del Perro Rabioso, lo que le permitió sobrevivir al propagarse con mayor facilidad entre los humanos.
»Pero en algunos casos, el Hong Kong Lyssa ataca al cerebro —añade—. Y una vez ahí, el virus demuestra un rasgo sorprendente: revierte a su ancestro primitivo, el virus del Perro Rabioso. Por consiguiente, el HK Lyssa no es más que… ¿Cuál sería el término? Un caballo de Troya del Perro Rabioso. Como observará, perdemos el tiempo al intentar curar el Hong Kong Lyssa.
—¡Maldición! Ya hemos aislado in vitro a ese cabrón y estamos trabajando en una clasificación genética completa —dice Hardy—. No sea demasiado exigente con nosotros. Aún nos quedan cosas por hacer, pero nos vamos acercando.
—Lo que trato de explicarle es que estamos intentando curar la enfermedad equivocada —insiste ella.
—Y una mierda —responde Hardy, tajante.
—¡Oh! —exclama Petrova frustrada, y da un fuerte golpe con el pie derecho en el suelo.
—Lo que usted me comenta es fascinante, pero académico. Usted misma lo ha dicho, el Perro Rabioso viene del Lyssa. Si curamos el Lyssa, curamos el Perro Rabioso.
—Doctor, escúcheme con atención —contesta Petrova—. Sabe que tanto el Perro Rabioso como el Hong Kong Lyssa son de la familia de los Lyssavirus. Al igual que la rabia. Aunque genéticamente son muy diferentes, los síntomas son similares. El virus del Perro Rabioso parece estar diseñado de manera perfecta para trasmitirse a través de los mordiscos y la saliva infectada. Ésa es la razón por la que las víctimas del Perro Rabioso son tan agresivas. Se ven obligadas a localizar e infectar a otros. Eso es un vector de trasmisión de enfermedades completamente nuevo y, en mi opinión, resulta una gran amenaza.
Hardy gruñe, sintiéndose interesado ahora.
—¿Y cómo opera el virus?
—Cuando un perro rabioso muerde a un individuo no afectado, el virus penetra en su cuerpo a través del mordisco. Entonces ataca los nervios y, sin que lo detecte el sistema inmunológico, se introduce en la espina dorsal. Desde ahí, accede al cerebro. Cuando el sistema inmunológico detecta el virus, ya es demasiado tarde. Es muy parecido a la rabia.
Asombrado, Hardy se rasca la cabeza. Hubo ciertos informes anecdóticos sobre perros rabiosos trasmitiendo enfermedades a través de la saliva, pero no se llevó a cabo ninguna investigación real en ese aspecto. La comunidad de investigadores científicos se han centrado por completo en tratar el Hong Kong Lyssa como una enfermedad de trasmisión aérea, y había tan pocos perros rabiosos…
—¿Cuál es el período de incubación? —pregunta el doctor.
—Podría ser asombrosamente rápido. Mis resultados sugieren que la infección ocurre en el plazo de una hora y los síntomas se manifiestan varias horas después.
—Querrá decir semanas.
—No. Horas.
—Pero eso no puede ser —replica Hardy, a medio camino de la risotada—. Es imposible, ¿verdad?
—Ahora mismo sólo tengo una hipótesis sobre el ciclo de incubación —afirma Petrova.
—¡Eso es absurdo! Si la enfermedad está estrechamente emparentada con la rabia y además es una característica latente en el Hong Kong Lyssa, entonces se puede esperar que el período entre la exposición y la aparición de los síntomas sea más parecido al de su primo, el virus de la rabia. Entre veinte y sesenta días. —Hardy parpadea—. Espere, ¿cuál es su hipótesis?
—Creo que la enfermedad podría haber sido diseñada mediante biotecnología. Por eso es tan eficiente.
Hardy empieza a sudar.
—Oh, Dios. ¿Un arma terrorista?
—Como puede imaginar, me es imposible contestar esa pregunta. Pero eso carece de importancia ahora mismo. Lo que sí que es importante debido a su agresivo modo de trasmisión y a la falta de inmunidad entre la población, incluso entre aquellos que han contraído el Lyssa y se han recuperado, es que la enfermedad tiene un factor de trasmisión que, probablemente, sea igual o mayor que R2.
—Propagación exponencial. En una enfermedad que se trasmite a través de mordiscos.
—Es casi imposible de confirmar sin tener datos de campo —declara Petrova.
—Y luego tenemos el período de incubación de varias horas.
—Sí. Como le decía, las repercusiones de mis descubrimientos son de una naturaleza bastante importante.
—Y que lo diga —resopla Hardy.
—Quisiera ponerme en contacto con algunos epidemiólogos para hablar de lo que han descubierto al respecto. Mientras tanto, tendremos que dedicar nuestros recursos a curar la versión de la enfermedad trasmitida por mordiscos en lugar de la trasmitida por estornudos. Es obvio.
Hardy se pasa la mano por la cara con barba de tres días, la mirada perdida por encima del hombro de la doctora.
—Le agradezco su charla sobre el fin del mundo.
—Doctor, usted conoce mi currículum. He trabajado durante diez años con virus como el ébola, el virus de Marburgo o la fiebre de Lassa. No soy ninguna alarmista. Sólo me interesan los datos, y los datos nos indican que la cepa del Perro Rabioso está ocupando el lugar de su descendiente porque la infección se propaga de manera exponencial entre la población. Ésa es la enfermedad que debemos curar.
De pronto, la cara de Hardy palidece completamente.
—¡Dios mío! ¡Amy!
Hardy saca el teléfono móvil y marca un número de manera apresurada.
—¡Sí! ¡Suena! —exclama el doctor mientras camina nervioso por la sala—. Vamos, vamos. Coge el teléfono. —De repente siente una cólera irracional contra su hija por hacer que se preocupe—. Me ha saltado el buzón de voz.
Hardy abandona el tono nervioso. Ahora es calmado y suave, la voz de un padre.
—Hola, cariño. Soy papá. Sólo te llamaba para ver si estabas bien. Llámame cuando tengas un momento, ¿de acuerdo? Te quiero.
Fuera del instituto, el país se desmorona a causa de la epidemia. Cerca de un veinte por ciento de la mano de obra de Estados Unidos está enferma, consumiendo recursos sin producir nada a cambio. Y el número de enfermos sigue creciendo al tiempo que las provisiones menguan. Se raciona la comida y el gas, el comercio mundial se ha detenido por completo, la economía se ha desplomado y todos los precios, desde el de los cigarrillos al del papel higiénico, se han disparado. La mayoría de los estados que conforman el país han declarado la ley marcial amparándose en la Ley Sanitaria de Poderes de Excepción.
En la radio, los predicadores afirman que es el Apocalipsis.
Y ahora esto.
«Bueno, si Petrova está en lo cierto, entonces no parecerá el fin del mundo —piensa Hardy—. Puede que sea el fin del mundo. La infección se propagará de manera exponencial hasta que todo el mundo esté infectado, con excepción de aquellos que sean lo bastante listos y tengan provisiones suficientes para permanecer escondidos durante las próximas semanas. Millares de millones morirán. Los supervivientes, muchos de ellos sumidos en la locura a causa de lo que habrán visto, vivirán el resto de sus días rebuscando entre la basura tóxica.
»Si está en lo cierto, las apuestas en la carrera para encontrar la cura, ya altas de por sí, acaban de elevarse al nivel final de la lucha contra la posible extinción».
Después de colgar el teléfono, observa a Petrova.
—Ha conseguido que me preocupe.
—Yo sólo soy una mensajera —responde ella con una mirada nostálgica clavada en el teléfono que sostiene Hardy.
Hardy se da cuenta de que la doctora piensa en su familia y en que ojalá tuviera algo de tiempo para intentar llamar a Londres de nuevo.
Se siente avergonzado por ello.
—Bien —dice Hardy—. Muéstreme sus resultados. Esperemos que se equivoque.
Entonces, Hardy se para en seco y se golpea la frente con la palma de la mano.
—¡El doctor Baird! —exclama.
Y sale corriendo de la sala.
28. Marionetas
Seguido por Petrova, Hardy corre por el pasillo con el corazón desbocado. Acaba de recordar que el doctor Gavin Baird llegó al instituto pidiendo ayuda anoche.
De camino a casa, Baird se vio sorprendido por un pequeño enfrentamiento entre policías y unos saqueadores en el exterior de un supermercado. Un niño le propinó un mordisco en la mano que le rasgó la piel e hizo que sangrara. Conmocionado, regresó al instituto para desinfectarse y vendarse la herida minutos antes de que la rubia alta y su jauría aparecieran. Al igual que el resto de científicos, desistió de esperar a que se marcharan y se puso a trabajar. Baird desapareció en el laboratorio oeste con Marsha Fuentes, una de las técnicas de laboratorio.
Hardy no ha sabido nada de ellos desde entonces.
Lucas se asoma por la puerta colocándose bien las gafas.
—¿Sabe dónde guardan las bolsas de basura?
—¡Venga conmigo! —brama Hardy.
—¿Voy yo también? —pregunta Saunders, y sin esperar respuesta se une al grupo—. ¿Por qué no lleva máscara, doctor Hardy? ¿Ha levantado la cuarentena que nos autoimpusimos?