La gente corre por todas partes, pero los soldados se adentran en la marea y forman una barrera. A partir de ahí, todo es cuerpo a cuerpo.
Bowman dispara en la cara a una persona que gruñía y ésta cae desplomada.
«Justo lo que intentabas evitar», se dice a sí mismo.
—¡Mantened la formación! —ordena el teniente, pero hay demasiados civiles de por medio, atraídos por los uniformes militares como el metal corre hacia los imanes. Los civiles se agarran a las mochilas de los soldados, de por sí ya pesadas, y los ralentizan hasta hacerlos marchar a paso de tortuga.
Williams hace una serie de disparos al aire a modo de aviso, pero no surte ningún efecto.
Un taxi y un camión de reparto se tambalean bajo el empuje de la corriente humana, los conductores hacen sonar el claxon en vano. Una mujer se sube al techo del taxi y se tumba, abrazando con fuerza a su hijo. En el otro extremo de la calle, un hombre defiende a su familia con un bate de béisbol, y detrás de él el escaparate de una tienda se hace añicos y la gente comienza a saquearla. El tendero sale tambaleándose, con la cabeza abierta y sangrando. La luz de los coches patrulla confiere a la escena un brillo surrealista.
El hedor, la densa peste a leche agria de los infectados, es insoportable.
Luego, una bocanada de calor y espeso humo aceitoso cae sobre ellos procedente de un autobús urbano que hay calle abajo; los asfixia hasta que vuelve a elevarse hacia el cielo tan rápido como llegó.
—¡Vamos, vamos!
La tercera escuadra pasa junto a un grupo de gente borracha que se tambalea entre el gentío. Ríen y gritan «¡a la mierda!» mientras descorchan una botella de champán.
A uno de los juerguistas lo atacan y lo tiran al suelo.
El teniente es presa del pánico, respira con dificultad y su visión se ha reducido a una franja. Ya no es capaz de controlar la posición de las figuras borrosas que hay a su alrededor. El humo cae de nuevo sobre ellos como una ola, los asfixia y los ciega.
—¡No me importa! —grita el último de los juerguistas, después de lanzar la botella de champán al aire.
—¿Por qué no nos movemos? —pregunta Hicks.
El especialista Martin forcejea con un hombre no infectado y un adolescente para evitar que le quiten la ametralladora. Junto a él, el operador de radio intercambia puñetazos con un hombre que dobla su tamaño. La gente grita. Un civil, con la camisa desgarrada y la sangre manándole de los ojos y las orejas, empieza a disparar a discreción con una pistola.
Ruiz suelta un grito cuando una bala perdida le vuela los sesos al hombre que corría junto a él y lo rocía de sangre y trozos de cerebro.
Dos balas alcanzan el equipo de radio de Sherman, haciéndolo girar como una peonza.
Bicho gruñe y cae de rodillas al suelo.
—Señor, podemos salir de ésta —grita Kemper.
El campo de visión de Bowman se abre. De repente, la tensión toma una dirección totalmente diferente. El tiempo se dilata y Bowman —calmado, casi sereno— observa la dantesca escena como si se desarrollara a cámara lenta, capaz de captar todos los detalles.
Su escuadra aún sigue intacta y pueden salir de ésta, siempre que hagan lo que deba hacerse. Pero si escoge vivir, quizá después no merezca la pena seguir haciéndolo.
Por alguna razón, en ese momento recuerda las palabras de Winslow.
«Alguien tiene que sobrevivir, teniente».
Como ya hizo en el hospital, Bowman toma de nuevo una decisión.
Introduce un nuevo cargador en el arma, identifica con rapidez a las personas que dificultan la marcha de la escuadra, y les dispara una a una.
—¡Cuidado, Mike! —avisa Bowman, y descerraja un tiro en la garganta a una adolescente.
Poco a poco la situación se desenmaraña y la escuadra es capaz de reemprender la marcha.
Las personas a las que acaba de abatir no estaban infectadas.
—¡Adelante, señor! —grita Kemper.
El sargento dispara la escopeta y hace volar en pedazos a la gente que se amontona frente a la escuadra.
Al momento, se abre una brecha entre la muchedumbre, que se queja y cae al suelo en un embrollado revoltijo de extremidades.
—¡Venga, en marcha! —brama Bowman.
Se detienen a una manzana de distancia, jadeantes, recargan las armas y forman una línea defensiva. Una mujer les chilla que regresen y ayuden a esa gente. ¡Que los ayuden!
—Sargento, mantenga alejados a los civiles. De lo contrario, considérelos hostiles —ordena el teniente.
Pero Ruiz no lo escucha.
—¿Dónde está Johnston? —pregunta el sargento.
Dos de los soldados se acercan cabreados con Bicho tumbado en una camilla improvisada.
—Ha muerto —responde aturdido el cabo Wheeler—. Lo alcanzó una bala perdida. Fuego amigo en mi opinión, sargento. Uno de los nuestros le disparó.
Ruiz escupe en el suelo, con la cara encendida de rabia.
—Lo más seguro es que fuera la segunda escuadra —dice el sargento—. Disparaban a todo lo que se movía. Maldita sea. Era un buen chico.
—Sargento, los civiles —dice Bowman con tranquilidad.
—Me ocupo de ellos, señor —contesta Ruiz, resoluto—. Wheeler, cógele las chapas.
—Se acerca McGraw y la primera escuadra, teniente —informa Kemper.
Renqueante, la primera escuadra se aleja del cruce, dispara para cubrir su marcha y abate a cualquiera que se acerque. Dos polis ensangrentados se han unido a ellos. Llevan escopetas.
—¿Dónde está el sargento Lewis?
—Ni rastro de él —informa Kemper.
—Trate de contactar con él por radio.
—¡Tropas amigas acercándose! —brama Lewis a sus espaldas, corriendo junto a la segunda escuadra.
—¡Amigos a las seis! —grita el cabo Hicks—. ¡Recargando!
—Salimos del cruce y montamos una línea defensiva a otra manzana de distancia —se disculpa Lewis con el teniente—. No sabía que quería reunirse en esta posición. Lo siento, señor.
—No hay problema, sargento.
—Tú y yo vamos a tener una pequeña charla más tarde, hijo de puta —le espeta Ruiz con el cejo fruncido.
—¡Vete al infierno, sargento!
La segunda escuadra empieza a cubrir los movimientos de la primera. Las carabinas emiten estampidos secos y las balas zumban en el aire.
Bowman casi ni reconoce a la segunda escuadra. En Iraq parecían unos chicos mayores de lo que eran en realidad debido a lo que habían visto y hecho. Sin embargo, ahora han envejecido más. Son ancianos. «Se les ve en la mirada», observa. Con la vista fija en el horizonte, los ojos les brillan como piedras frías, tan viejas como la propia guerra.
Aquellos muchachos se han convertido en unas máquinas de matar, como sacadas de un mito.
El teniente mira a Kemper, quien también tiene esa mirada, y supone que, incluso él, la tendrá.
En este momento hay dos tipos de soldados en el pelotón: aquellos que han disparado a no combatientes y aquellos que no lo han hecho, aquellos que han disparado sobre personas no infectadas para salvarse a sí mismos y a sus compañeros y aquellos que se habrían quedado en el cruce.
Aquellos que dispararán en el futuro y aquellos que no.
Kemper saluda con la cabeza a Bowman. Ahora entiende la decisión que tomó el teniente en el hospital. La decisión de condenarse, siempre que con ello salvara a sus hombres. Una opción nada conveniente, pero necesaria.
—Era una operación de emergencia de distribución de comida —explica uno de los policías, con los ojos desorbitados—. El camión atrajo a un gentío enorme, millares de personas. Entonces, un par de grupos de gente infectada con el Lyssa se acercaron a nosotros por el otro lado, y empezaron a atacar y a morder a la gente —relata, como un alegato en su defensa, a los soldados que lo rodean—. ¡No pudimos hacer nada!
—Tranquilo, no pasa nada, colega —le dice uno de los soldados.
—Señor, si han sido contagiados, la hemos fastidiado —susurra Kemper al oído del teniente.
El otro policía mira a los chicos de Lewis.
—No nos quedaremos con estos asesinos, Brian. Ya encontraremos otro modo de llegar a la comisaría.
Bowman mira el reloj. Han cruzado la intersección —y luchado la batalla correspondiente— en cuatro minutos. Cuatro minutos que los han dejado cansados, ensangrentados y abatidos.
—Jake, esto… estás ardiendo —dice Bowman, al fijarse en el humo que se eleva desde la espalda del muchacho.
—Es la radio, señor —contesta Sherman con un ojo morado—. Está frita, pero ¿quién sabe? Quizá pueda arreglarla.
Si la radio está inservible, el pelotón se ha quedado aislado del resto del ejército. Oficialmente ya no existen… Al menos hasta que se reúnan con la compañía.
—¿Sargento Ruiz? —llama Hicks. El cabo está delante de Ojo de Halcón quien, sentado, se coge las piernas y se balancea adelante y atrás—. No tiene buen aspecto, sargento.
Ruiz se limpia la sangre de la cara y se arrodilla para hablar con el soldado. Ojo de Halcón tiembla, pálido y sudoroso, con las manos en la cara. Temblar es algo común después de un combate debido al exceso de adrenalina.
El sargento pone la mano en el hombro del chico.
—¿Estás bien, hijo?
Ojo de Halcón se quita las manos de la cara. Ha perdido la máscara N95. Ruiz ve un agujero irregular allí donde lo mordió un perro rabioso y le arrancó un trozo de carne de la mejilla. La piel alrededor de la herida está hinchada e inflamada.
—Sargento —dice el chico con tono ausente—. No me encuentro muy bien, ¿sabe?
—Es sólo un rasguño —contesta Ruiz, retirando la mano a su pesar.
Hicks grita para que venga un médico.
Tienen poco tiempo para vendarse las heridas y evaluar la situación. Bowman da nuevas órdenes. Aún siguen disparando y gastando munición. Hay demasiados civiles en la zona y el pelotón todavía no está a salvo. Es hora de ponerse en marcha. Su objetivo está muy cerca, unas cuantas manzanas más y se habrán reunido con la compañía Charlie en una posición defensiva detrás de varias ametralladoras del calibre treinta. Entonces podrán descansar.
Bowman estará encantando de pasarle este embrollo al oficial al mando de la compañía y que sea él quien decida qué hacer.
Parece que la cadena de mando ha comprendido la amenaza que representan los perros rabiosos e intenta consolidar sus tropas en Nueva York.
«Es lo más inteligente —piensa el teniente—. Defiende lo que puedas defender y olvídate del resto. Pero los políticos no querrán olvidarse de nada y le encargarán una misión imposible al ejército. Y los oficiales no siempre toman las decisiones correctas cuando se los pilla por sorpresa. Va a ser un caos».
En cualquier caso, quizá sea demasiado tarde para reagrupar las tropas en una ciudad que ya empieza a ser un enjambre de infectados.
De hecho, ahora Bowman se pregunta durante cuánto tiempo la 8ª Brigada se mantendrá como una unidad de combate eficiente, suponiendo que la infección siga propagándose a un ritmo exponencial. Sabe que las ramificaciones van más allá del ejército y del pequeño lugar que ocupa en él, y aún no está preparado para afrontarlas.
Ahora mismo, el fin del mundo es, simplemente, demasiado grande siquiera para contemplarlo.
26. ¡No puedo trabajar así!
Con la doctora Valeriya Petrova pisándole los talones, el doctor Joe Hardy entra a toda prisa en su despacho entre el susurro de las batas de laboratorio.
—¡Eureka! —exclama Hardy, que coge el palo de golf de detrás de la mesa—. Esto ya es otra cosa.
El doctor da media vuelta y se dirige hacia la puerta para salir del despacho, pero su colega le bloquea el paso y le clava una mirada fría.
—De verdad, doctor, no es buen momento para practicar golf —le advierte Petrova con su marcado acento ruso.
—¿Ah, no? —contesta, y la empuja para abrirse paso.
—¿Está borracho, doctor?
Hardy se ríe con sorna.
—No, hambriento —responde, mientras se golpea el enorme estómago—. Y ambas cosas me irritan. Queda avisada.
—Tenemos que hablar de mis descubrimientos —insiste ella, persiguiéndolo.
—¡Descubrimientos! —Se detiene un momento para mirarla—. ¿Descubrimientos?
—Sí. Las repercusiones son importantes.
—Sinceramente, Valeriya, ¿acaso cree que en estos momentos a alguien le importan un carajo sus descubrimientos?
—Pero son importantes, doctor. ¿No estuvo usted de acuerdo?
—¿De acuerdo con qué? ¿No se da cuenta de que tenemos un montón de problemas serios de los que ocuparnos?
—¿No recibió mi correo?
Hardy se ríe de nuevo y reanuda la marcha, balanceando el palo de golf adelante y atrás. Sonrojada y frustrada, Petrova da un fuerte golpe con el pie derecho en el suelo y se apresura para llegar a su altura.
«Qué mujer más rara —piensa Hardy—. Por un lado, su aspecto exótico y atractivo y el acento extranjero despiertan la lujuria, pero por otro, su actitud adusta y masculina despierta la aversión. La mitad de las veces no sé si quiero comprarle flores o matarla».
El doctor Lucas sale de su despacho subiéndose las gafas con precipitación.
—Ah, doctor Hardy, me alegro de verlo. ¿Va a hacer alguna cosa respecto al aire acondicionado o no? Se habrá dado cuenta de que aquí hace mucho frío.
—Tiene razón —secunda Petrova—. Hace frío en el edificio.
Hardy suspira.
—Veamos, yo soy el director, no el responsable de la instalación. Quien, por cierto, ha desaparecido. Yo no puedo hacer nada.
—Bueno, pues ¡yo no puedo trabajar así, señor! —lo desafía Lucas—. Si quiere que continúe con mi investigación encerrado aquí durante los próximos días, al menos podría tratar de proporcionar unas condiciones decentes de trabajo.
—Pegue con cinta adhesiva unas bolsas de basura sobre los conductos de ventilación —responde Hardy, rozándolo al pasar.
Con la cabeza y la incipiente calvicie brillando bajo los fluorescentes, el doctor Saunders sale de su laboratorio.
—¡Eh, Joe! —grita Saunders en el pasillo—. ¿Se sabe ya algo del CDC o del USAMRIID sobre nuestro rescate antes de que nos muramos de frío e inanición?
—¡No! —responde Hardy por encima del hombro sin dejar de caminar.
—Cinco minutos, doctor —solicita Petrova—. Sólo le pido eso. Es bastante urgente.
Entran en la sala de descanso del personal. Hardy se acerca a una de las máquinas expendedoras y la estudia durante un instante.