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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (22 page)

BOOK: No mires atrás
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—Uno solo, este, por las noches. ¿Tienes tiempo de dar una vuelta en el coche luego?

—Claro que sí. ¿Adónde vamos?

—A la iglesia de Lundeby.

Sejer inhaló largamente el humo y lo mantuvo mucho tiempo en la boca.

—¿Por qué?

—Pues no sé. Me gusta husmear por ahí.

—¿Es que piensas mejor al aire libre? —preguntó quitando con la uña una mancha de cera de la mesa.

—Siempre he pensado que el entorno influye en el pensamiento, que uno percibe más cosas cuando se encuentra en el lugar, siempre y cuando se tenga cierta sensibilidad, una sensibilidad para las cosas, por lo que «dicen las cosas».

—Fascinante —dijo Skarre—. ¿Te atreverías a hablar en voz alta sobre eso en la comisaría?

—Existe una especie de acuerdo tácito para no hacerlo. Al fiscal del Estado no le interesan mis sentimientos pero sabe que están ahí. Los tiene en consideración, pero no lo reconoce jamás. También eso es un acuerdo tácito.

Expulsó solemnemente el humo y levantó la vista.

—¿Qué más te dio la abuela de Halvor aparte de los gofres y el discurso sobre la decadencia?

—Me habló mucho sobre el padre de Halvor. De lo buenísimo que había sido de pequeño. Y de que en realidad solo había sido un desgraciado.

—No me extraña, si era capaz de pegar a sus propios hijos.

—También me dijo que Halvor se encierra en su cuarto. Por lo visto se pasa las tardes delante del ordenador y a veces se queda hasta muy entrada la noche.

—¿Y qué crees que hace con el ordenador?

—Ni idea. Tal vez escriba un diario.

—Si fuera así, me gustaría leerlo.

—¿Hablarás de nuevo con él?

—Por supuesto que sí.

Vaciaron los vasos de un trago y se levantaron. Al salir de la habitación, Skarre descubrió una foto de Elise, en la que exhibía una maravillosa sonrisa.

—¿Tu mujer? —preguntó prudentemente.

—Su última foto.

—Pero si se parece a Grace Kelly —dijo Skarre entusiasmado—. ¿Cómo pudo un viejo cascarrabias como tú conquistar a una belleza así?

Sejer se quedó tan atónito ante esa tremenda impertinencia que empezó a tartamudear.

—Entonces no era un cascarrabias.

El coche avanzaba despacio por la gravilla del camino de la iglesia de Lundeby. Iluminada con focos, reposaba tranquilamente bajo la luz rosa, por derecho propio, como si siempre hubiera estado allí. En realidad solo tenía ciento cincuenta años, un minúsculo suspiro en la copa del árbol de la eternidad. Cerraron las puertas sigilosamente y permanecieron un instante junto al coche, escuchando. Skarre echó un vistazo a su alrededor, dio unos pasos en dirección a la capilla y se dirigió hacia las tumbas. Diez piedras blancas, dispuestas en una perfecta fila.

—¿Qué es esto?

Se pararon y leyeron las inscripciones.

—Tumbas de guerra —le contestó Sejer en voz baja—. Soldados ingleses y canadienses. Los alemanes los mataron a tiros arriba en el bosque, el nueve de abril del cuarenta. Los chicos ponen flores silvestres aquí el diecisiete de mayo. Me lo ha contado mi hija Ingrid.


«Pilot Officer, Royal Air Force, A. F. Le Maistre of Canada. Age 26. God gave and God has taken.»
Un largo viaje para una acción heroica tan breve.

—Mmm —Skarre siguió mirando—. Aquí estoy, vengo desde Canadá nada menos, con mi nuevo uniforme, para luchar por vosotros en el lado bueno. Y luego nada más. Nada más que fuego y muerte.

Sejer lo miró sorprendido y empezó a bajar hacia la iglesia. Habían enterrado a Annie en las afueras del cementerio, cerca de un gran campo sembrado de cebada. Las flores habían perdido su lozanía, marchitas del todo. Miraron pensativos la tumba. Luego vagaron por el lugar leyendo las inscripciones de otras piedras. Dos filas más arriba Sejer encontró lo que buscaba: una pequeña piedra arqueada, con una inscripción elaborada y hermosa. Skarre se agachó y leyó:

—«Nuestro amado Eskil.»

Sejer asintió y miró a su compañero:

—Eskil Johnas. Nacido el cuatro de agosto de 1992, muerto el siete de noviembre de 1994.

—¿Johnas? ¿El comerciante de alfombras?

—El hijo del comerciante de alfombras. Se atragantó con el desayuno y se asfixió. Después de su muerte, el matrimonio se deshizo. No es de extrañar; dicen que ocurre a menudo. Pero Johnas tiene un hijo mayor que vive con la madre.

—Tenía fotos de sus hijos en la pared —indicó Skarre metiéndose las manos en los bolsillos—. ¿Para qué es ese pequeño agujero en la parte de arriba de la piedra?

—Al parecer alguien ha robado algo que había ahí. Sería un pajarito, un angelito o algo así; suelen ponerlos en las tumbas de niños.

—Es raro que no lo hayan sustituido. Una tumba un poco pobre, me parece a mí. Da la impresión de que nadie la cuida. Creía que solo los viejos caían en el olvido.

Se volvieron y contemplaron los campos que rodeaban el cementerio por todas partes. Las luces de la casa del párroco, que se encontraba al lado, centelleaban piadosamente en el crepúsculo.

—Tal vez no les resulte fácil venir aquí. La madre se ha ido a vivir a Oslo, y esto le queda lejos.

—Johnas solo está a dos minutos.

Skarre miró en la otra dirección, hacia la colina de Fagerlund, donde las casas brillaban al pie del monte.

—Puede ver la iglesia desde la ventana de su cuarto de estar —indicó Sejer—. Recuerdo que me fijé cuando estuvimos en su casa. Tal vez le baste con eso.

—Ya habrá tenido sus cachorros. —Sejer no contestó—. ¿Adónde vamos ahora?

—No lo sé muy bien. Después de la muerte de ese niño —añadió mirando la tumba con el entrecejo fruncido— Annie cambió por completo. ¿Por qué esa reacción? Era una chica fuerte. ¿No es lo corriente que la gente sana y normal supere esas cosas? ¿No estamos hechos de tal manera que aceptamos la muerte y seguimos viviendo, al menos cuando ha transcurrido un tiempo? —De repente se detuvo y se calló. Se arrodilló algo aturdido y volvió a estudiar una vez más esa tumba casi desnuda, mientras jugueteaba con las hojas del suelo—. ¿Qué significa, pues, que Annie reaccionara así a pesar de su robusta naturaleza?

—No lo sé, no sé adónde quieres llegar —contestó Skarre, y añadió—: ¿Cómo puede la gente rebajarse a robar las tumbas?

—Que tú no lo entiendas es una buena señal, supongo.

Volvieron al coche.

—¿Crees en Dios? —preguntó Skarre de repente.

Sejer tensó la boca en un curioso gesto.

—Bueno, no, supongo que no. Más bien creo… en una especie de fuerza —dijo con dificultad.

Skarre sonrió.

—Esa frase me suena familiar. Es como si esa fuerza fuera más aceptable. Es curioso lo que nos cuesta ponerle un nombre. Pero claro, la palabra Dios carece ya de su esencia original. ¿Y adónde crees tú que nos lleva esa fuerza?

—He dicho fuerza —repuso Sejer—, no voluntad.

—¿De manera que crees en una fuerza abúlica?

—Tampoco he dicho eso. Solo lo llamo fuerza, y si está dirigida por una voluntad o no, sigue siendo una pregunta sin respuesta.

—Pero una fuerza abúlica es algo bastante deprimente, ¿no crees?

—No te das por vencido, ¿eh? ¿Estás intentando torpemente confesar tu fe?

—Sí —dijo Skarre sin más.

—Vaya. Hay muchas cosas que uno ignora.

Sejer meditó un instante sobre esa inesperada información y murmuró por fin:

—Nunca he entendido eso de la fe.

—¿Qué quieres decir?

—No entiendo del todo en qué consiste.

—Consiste simplemente en adoptar una postura. Uno elige una postura ante la vida, que con el tiempo se convierte en algo positivo. Te proporciona un origen y un sentido de la vida y de la muerte que resulta muy satisfactorio.

—¿Adoptar una postura? ¿No crees en la salvación?

Skarre abrió la boca y soltó una risa que recordaba al sur, con sus escollos y su agua salada.

—La gente siempre complica demasiado las cosas. En realidad, es mucho más sencillo. No hace falta entenderlo todo. Lo importante es sentir. La comprensión llega poco a poco.

—Pues entonces me rindo —dijo Sejer.

—Ya sé por lo que apuestas tú —afirmó Skarre sonriendo—. No crees en Dios, pero ves el pórtico del cielo claramente. Y como casi todo el mundo, tienes la esperanza de que san Pedro esté dormitando sobre el libro para que puedas colarte sin que te vea.

Sejer se rió cordialmente e hizo algo que no se habría creído capaz de hacer: puso un brazo sobre el hombro de Skarre y le dio una palmadita.

Habían llegado al coche. Sejer quitó una hoja de arce que se había pegado en el parabrisas.

—Yo habría comprado un pajarito nuevo —dijo Skarre—. Y lo habría soldado bien a la piedra si hubiera sido mi hijo.

Sejer arrancó el viejo Peugeot y lo dejó bramar un instante en el silencio.

—Yo también lo habría hecho.

Halvor seguía delante de la pantalla. En ningún momento creyó que sería fácil, porque su vida nunca había sido fácil. Podría tardar meses, y eso no le preocupaba. Repasó en su interior todo lo que recordaba sobre lo que Annie había leído o escuchado, y elegía un título de vez en cuando, un nombre de un libro o expresiones que habían formado parte de su vocabulario. Otras veces no hacía más que mirar fijamente la pantalla. Ya no le importaban las demás cosas, ni la televisión, ni la minicadena. Estaba sentado solo, envuelto en el silencio, y vivía la mayor parte del tiempo en el pasado. Buscar la palabra secreta se había convertido en un pretexto para vivir en el pasado, y no tener que pensar en el futuro. Además, ya no había nada que le ilusionara del futuro. Tan solo soledad.

Lo que había tenido con Annie era demasiado bueno para que durara; debería haberse dado cuenta de eso. Muchas veces se había preguntado adónde iban y cómo terminarían.

La abuela no decía nada, pero no dejaba de pensar en que el chico debería hacer algo útil, como cortar el pequeño césped de detrás de la casa, pasar el rastrillo por el patio y tal vez ordenar un poco la leñera. Esas cosas solían hacerse en primavera. Tirar la basura, después del invierno. También habría que limpiar el parterre de delante de la casa. Ella misma había comprobado que los tulipanes andaban mal de salud, que estaban completamente invadidos por diente de león y malas hierbas. Halvor asentía distraído cada vez que ella lo mencionaba, y continuaba con lo suyo. Al final su abuela desistió, y pensó que tendría que ser muy importante, al fin y al cabo, lo que el chico estaba haciendo. Con mucho esfuerzo logró ponerse unas zapatillas de deporte y salió cojeando con una muleta bajo el brazo. No se la veía muy a menudo fuera. Solo algunos días se aventuraba a ir hasta la tienda. Se apoyaba con dificultad en la muleta mientras observaba con cierta tristeza la decadencia del entorno. Aparentemente no solo tenía lugar dentro de ella; todo le parecía gris y descolorido, las casas, el patio, el pequeño jardín, o quizá le fallaba la vista. Cruzó a duras penas el patio y abrió la puerta de la leñera. Se le ocurrió mirar dentro. Tal vez los viejos muebles de jardín sirvieran todavía. Al menos podrían colocarlos delante de la mesa, aunque solo fuera para aparentar; darían un aspecto acogedor. Los demás habían sacado sus muebles de jardín hacía ya tiempo. Buscó a tientas el interruptor en la pared y encendió la luz.

Astrid Johnas tenía una tienda de lanas en la parte oeste de Oslo.

Estaba sentada junto a la máquina de tricotar, tejiendo una prenda de lana suave, parecida a la angora, tal vez para un recién nacido. Sejer entró y carraspeó débilmente. Se paró a sus espaldas y admiró, con un gesto algo torpe, el trabajo que la mujer estaba haciendo.

—Estoy tejiendo una mantita —comentó sonriendo—, para un coche de niño. Trabajo por encargo.

Sejer la miró fijamente, algo asombrado. Era bastante mayor que el hombre con el que había estado casada. Pero sobre todo era excepcionalmente hermosa, y su belleza le dejó un instante sin aliento. No se trataba de la belleza frágil y delicada de Elise, sino de una belleza espectacular, morena. En contra de su voluntad se quedó admirando su boca. Y en ese momento notó su olor, tal vez porque ella hizo un gesto. Olía como una tienda de golosinas; desprendía un dulce aroma a vainilla.

—Konrad Sejer —dijo—. De la policía.

—Ya me lo figuraba —repuso ella sonriendo—. A veces me he preguntado por qué lo llevan pintado en la cara, aunque vayan de paisano.

Sejer no se sonrojó, pero se preguntó si quizá había comenzado a andar o a vestir de un modo especial después de tantos años en la policía, o si simplemente ella era más observadora que la mayoría de la gente.

La mujer se levantó y apagó la lámpara de trabajo.

—Venga conmigo a la trastienda. Tengo un pequeño despacho que utilizo como comedor y para más cosas.

Caminaba de un modo muy femenino.

—Es terrible lo de Annie, no soporto pensarlo. Y me siento mal por no haber ido al entierro, pero la verdad es que no me sentía con fuerzas. Envié flores.

Señaló una silla vacía.

Sejer la miró fijamente y le invadió poco a poco una sensación que casi había olvidado. Estaba a solas con una mujer hermosa y no había nadie más en la habitación detrás de quien poder esconderse. Ella le sonrió, como si de repente hubiera tenido la misma sensación. Pero no perdió la compostura. Siempre había sido hermosa.

—Conocía bien a Annie —explicó—. Venía a menudo a casa a cuidar de nuestro hijo. —Hizo una pausa y prosiguió—: Se nos murió el otoño pasado. Se llamaba Eskil.

—Lo sé.

—Ha hablado con Henning, claro. Desgraciadamente perdimos el contacto con ella después de aquello; dejó de visitarnos. Pobrecita, me daba mucha pena. Solo tenía catorce años y no es fácil saber qué decir a esa edad.

Sejer asintió mientras manoseaba los botones de su chaqueta. De repente hacía mucho calor en ese pequeño cuarto.

—¿No tienen ustedes la más mínima idea de quién lo hizo? —preguntó la señora Johnas.

—No —contestó Sejer con sinceridad—. Por ahora estamos recabando información. Luego veremos si podemos aproximarnos a lo que llamamos la fase táctica.

—Me temo que no puedo servirle de mucha ayuda. —La señora Johnas se miró las manos—. La conocía bien. Era una chica maravillosa, más capaz y mejor de lo que suelen serlo las chicas a su edad. No le gustaban las tonterías. Se entrenaba duramente y se mantenía en buena forma. Sacaba buenas notas en el colegio. Y además era guapa. Tenía un novio, un chico llamado Halvor. Aunque tal vez habían roto.

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