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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (24 page)

BOOK: No mires atrás
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—No.

El agujero de la zapatilla se había hecho muy grande. Retiró la mano.

—¿Tengo que quedarme aquí esta noche?

—Me temo que sí. Si eres capaz de analizar esto desde fuera, comprenderás que me veo obligado a retenerte.

—¿Por cuánto tiempo?

—Aún no lo sé.

Sejer vio la expresión del chico al otro lado de la mesa y cambió de tema.

—¿Qué estás escribiendo en el ordenador, Halvor? Todos los días te pasas horas y horas delante de la pantalla, desde que llegas del trabajo hasta cerca de medianoche. ¿Quieres contármelo?

Halvor levantó la vista.

—¿Me están espiando?

—En cierto modo, sí. Espiamos a mucha gente estos días. ¿Estás escribiendo un diario?

—Solo juego, por ejemplo al ajedrez.

—¿Contigo mismo?

—Con la Virgen María —contestó secamente.

Sejer parpadeó.

—Te aconsejo que digas lo que sabes. Estás ocultando algo, Halvor; de eso estoy seguro. ¿Lo hicisteis entre dos? ¿Estás encubriendo a alguien?

—Estoy sentado en una silla de madera y me suda el culo —contestó el muchacho en tono arisco.

—Si hay una acusación, tal vez tengamos que confiscar tu ordenador.

—Lo que ustedes quieran —exclamó, sonriendo de repente—. ¡Pero no podrán entrar!

—¿Que no podremos entrar? ¿Por qué no?

Halvor cerró la boca a cal y canto y siguió trabajando con su zapatilla de goma.

—¿Porque lo has bloqueado? ¿Es por eso?

Halvor tenía la boca seca, pero no quiso pedir una Coca-Cola. Pensó en la cerveza sin alcohol que tenía en la nevera de su casa.

—Si te has tomado esa molestia para que nadie pueda entrar, deduzco, pues, que contiene algo importante.

—Lo hago solo por divertirme.

—¿Podrías contestar con frases un poco más largas, Halvor?

—No se trata de nada importante, solo de algo que hago cuando me aburro.

Sejer se levantó y su silla se cayó hacia atrás, sobre el suelo de linóleo, sin hacer ruido.

—Parece que tienes sed. Voy a por un par de Coca-Colas.

Sejer desapareció y Halvor se sintió aprisionado por la habitación. El agujero de la zapatilla era enorme, y a través de él pudo ver el calcetín sucio. Oía sirenas en la lejanía, pero no pudo determinar de qué se trataba. Por lo demás, en el edificio había un zumbido constante, parecido al que se oye en el cine antes de empezar la película. Sejer volvió con dos botellas y un abridor.

—Voy a abrir un poco la ventana, ¿vale?

Halvor asintió

—Yo no lo hice.

Sejer encontró unos vasos de plástico, echó la bebida en ellos y la espuma rebosó.

—No tenía ningún motivo.

—Yo tampoco veo ninguno; por lo menos a primera vista. —Sejer suspiró y bebió—. Pero eso no significa que no tuvieras uno. A veces los sentimientos nos sobrepasan, así de simple. ¿Nunca te ha pasado?

Halvor permaneció callado.

—¿Conoces a Raymond, el que vive en el camino de la colina?

—¿El mongólico? Lo veo de vez en cuando.

—¿Has estado alguna vez en su casa?

—He pasado en moto. Tiene conejos.

—¿Has hablado con él?

—Nunca.

—¿Sabes que Knut Jensvoll, el entrenador de Annie, estuvo en la cárcel por violación?

—Annie me lo dijo.

—¿Lo sabe más gente?

—Ni idea.

—¿Conocías a Eskil Johnas, el niño al que solía cuidar Annie?

Halvor alzó la mirada, que denotaba curiosidad.

—¡Sí! Murió.

—Háblame de él.

—¿Por qué? —preguntó el chico, sorprendido.

—Haz lo que te digo.

—Bueno, supongo que era majo… y divertido.

—¿Majo y divertido?

—Lleno de energía.

—¿Difícil?

—Quizá un poco agotador. Era incapaz de estarse quieto. Creo que se estaba medicando. Siempre había que atarle, a la silla y en el coche. Acompañé a Annie algunas veces mientras lo cuidaba. Ella era la única que quería hacerse cargo de él. Pero ya sabe, Annie…

Apuró la bebida y se limpió la boca.

—¿Conocías a sus padres?

—Sé quiénes son.

—¿Y al hijo mayor?

—¿A Magne? Solo de vista.

—¿Se mostró alguna vez interesado por Annie?

—Lo de siempre. Se quedaba mirándola cuando pasaba.

—¿Cómo te sentaba que otros chicos se quedaran mirando a tu chica?

—En primer lugar, estaba acostumbrado a ello. Y en segundo lugar, Annie era bastante arisca.

—Y sin embargo se fue con alguien. Como ves, hay excepciones, Halvor.

—Lo comprendo. —Halvor estaba cansado. Cerró los ojos. La cicatriz de la comisura de la boca brillaba a la luz de la lámpara como un hilo de plata—. Había muchas cosas de Annie que nunca llegué a entender. A veces se enfadaba sin razón, y si le preguntaba qué le pasaba, se enfadaba aún más, y, chillando, me decía que no todo en este mundo puede contarse así como así.

—¿De modo que tenías la sensación de que Annie sabía algo? ¿Algo que le preocupaba?

—No lo sé. Sí. Yo le conté a ella muchas cosas de mí. Casi todo. Para que se diera cuenta de que se podía confiar en alguien.

—Pero tus confesiones aparentemente no eran tan importantes. Era peor lo suyo, ¿no es cierto?

No puede haber sido peor, pensó el chico. Nunca.

—¿Halvor?

—Algo —dijo en voz baja, volviendo a abrir los ojos— pesaba sobre Annie como una tapadera.

«Algo pesaba sobre Annie como una tapadera.»

La frase estaba tan sutilmente formulada que Sejer se dio cuenta de que él mismo creía en ella. ¿O era que quería creerla? No obstante, esa mochila en la leñera…, esa intensa sensación de que Halvor estaba ocultando algo… Sejer iba repasando algunas frases: Le gustaba cuidar a los hijos de los demás. Su preferido era especialmente difícil y además había muerto. No podría tener hijos propios, y no le quedaba mucho tiempo de vida. Ya no quería competir con nadie, únicamente correr sola por los caminos. Tenía un novio con el que de vez en cuando se enfadaba, lo dejaba y luego volvía con él. Como si no pudiera decidirse por nada en concreto. Sejer no encontró ningún sentido a estos hechos.

Se introdujo las manos en los bolsillos y atravesó el aparcamiento. Se metió en el coche y lo condujo prudentemente hasta la carretera, en dirección al municipio vecino, el lugar donde Halvor había pasado su infancia, o, mejor dicho, la falta de infancia. La oficina de la policía rural siempre había estado en un viejo chalet, pero luego la trasladaron a un nuevo centro comercial, donde la encontró comprimida entre un supermercado y la Oficina Tributaria. Aguardó un rato en la sala de espera, y se hallaba absorto en sus pensamientos cuando el jefe de la policía rural entró en la habitación. Una pálida mano con pecas estrechó la suya. El hombre tendría algo más de cuarenta años, era delgado y con mala pigmentación de la piel y del pelo, además de una curiosidad que le costaba mucho ocultar, pero era muy amable. No recibía todos los días la visita de un inspector jefe de la ciudad. La mayor parte del tiempo tenía la sensación de que el resto del mundo lo había olvidado.

—Te agradezco que me dediques un rato de tu tiempo —dijo Sejer mientras lo seguía por el pasillo.

—Mencionaste que se trataba de un asunto de homicidio. ¿Annie Holland? —Sejer asintió con la cabeza—. Lo he seguido por la prensa. Tu visita se debe a que sospecháis de alguien que supones que yo conozco. ¿No es así? —preguntó señalando una silla libre.

—Bueno, en cierta manera. De hecho, lo tenemos en prisión preventiva. No es más que un chiquillo, pero un hallazgo en su casa nos dejó sin elección.

—¿Y os habría gustado tenerla?

—No creo que él lo haya hecho —contestó, sonriendo ante sus propias palabras.

—Ya, comprendo. Esas cosas ocurren a veces —comentó el hombre con voz impasible; entrelazó sus manos sonrosadas y esperó.

—En el mes de diciembre de 1992 hubo un suicidio en este distrito. Dos hermanos fueron enviados al Orfanato de Bjerkeli después de aquello, y la madre acabó en la sección de psiquiatría del Hospital Central. Estoy buscando información sobre Halvor Muntz, nacido en 1976, hijo de Torkel y Lilly Muntz.

El jefe reconoció inmediatamente los nombres. De repente pareció preocupado.

—Tú tuviste algo que ver con aquel caso, ¿verdad?

—Sí, desgraciadamente. Yo, y un sargento más joven. Halvor, el hijo mayor, me llamó a casa a mi número privado. Sucedió por la noche. Recuerdo la fecha, el trece de diciembre, porque mi hija hizo de santa Lucía en el colegio. No quise ir solo, de modo que me acompañó un joven policía recién incorporado a esta oficina; tratándose de aquella familia nunca sabías lo que te esperaba. Al llegar, encontramos a la madre tumbada en el sofá, escondida bajo el edredón, y a los dos chicos en el piso de arriba. Halvor no dijo ni una palabra. Su hermano pequeño estaba en la cama junto a Halvor, quien tenía un aspecto horrible. Sangre por todas partes. Los examinamos y vimos que estaban vivos. Respiramos aliviados. Luego empezamos a buscar. El padre estaba en la leñera, dentro de un viejo y podrido saco de dormir. Le faltaba la mitad de la cabeza.

Se detuvo. Sejer casi podía ver las imágenes como sombras en el iris del otro, conforme iban pasando.

—No fue fácil sonsacarles nada. Se abrazaron el uno al otro sin decir palabra, pero tras muchas tentativas, Halvor nos contó que su padre había estado bebiendo desde la mañana y que había ido acumulando una rabia enloquecida. Hablaba incoherentemente, y destrozó parte de la planta baja. Los chicos habían pasado la mayor parte del día fuera, pero al llegar la noche tuvieron que entrar porque hacía mucho frío. De repente Halvor se despertó y vio a su padre inclinado sobre la cama con un gran cuchillo de pan en la mano. Apuñaló a su hijo una vez, y luego parece ser que recapacitó. Salió apresuradamente, y Halvor oyó que se cerraba la puerta. Luego oyeron la puerta de la leñera. Tenían una de esas leñeras antiguas en el jardín. Transcurrieron unos minutos, y luego sonó un tiro. Halvor no se atrevió a bajar a mirar, sino que se deslizó sigilosamente hasta la sala de estar para llamarme. Intuía qué había sucedido. Dijo que tenía miedo de que a su padre le hubiera ocurrido algo. Protección de Menores estuvo durante años intentando llevarse a esos chicos de su casa, y Halvor siempre se resistía. Pero aquella noche no protestó.

—¿Cómo reaccionó?

El jefe de policía se levantó y dio unos pasos por la habitación. Vacilaba un poco y parecía intranquilo. Sejer no tenía intención de llenar la pausa.

—No resultaba fácil saber qué sentía. Halvor era muy reservado. Pero, para ser sincero, no creo que fuera aflicción. Más bien daba la impresión de sentirse aliviado, tal vez porque podría por fin empezar una nueva vida. La muerte del padre fue un punto crucial. Tuvo que suponer realmente un alivio. Esos chicos estaban siempre aterrados, y nunca tuvieron lo que necesitaban.

Volvió a callar. Seguía de espaldas, esperando algún comentario de Sejer. Al fin y al cabo, el inspector jefe había acudido allí en busca de ayuda. Pero nada ocurrió. Se quedó quieto, como si estuviera meditando sobre algo, hasta que por fin se volvió.

—Y mucho más tarde empezamos a pensar… —dijo regresando a su sitio—. El padre estaba en el saco de dormir. Se había quitado la chaqueta y las botas, e incluso se había puesto el jersey debajo de la cabeza. Quiero decir que se había preparado para pasar la noche, no… —añadió tomando aire— para morir. De modo que más tarde se nos ocurrió que tal vez alguien le hubiera ayudado a pasar a la eternidad.

Sejer cerró los ojos. Se frotó enérgicamente un punto de la ceja y notó que unas escamas de piel caían delante de su ojo.

—¿Quieres decir Halvor?

—Sí —dijo el hombre, apenado—, me refiero a Halvor. Pudo haber seguido a su padre fuera, y al ver que estaba dormido, pudo haberle puesto el rifle en la mano dentro del saco y disparar.

Esta información produjo escalofríos a Sejer.

—¿Qué hicisteis entonces?

—Nada. —El jefe de la policía rural hizo un gesto de impotencia con las manos—. No hicimos absolutamente nada. Además, tampoco encontramos nada que pudiera relacionarle con el caso, nada en concreto. Excepto el hecho de que su padre se hallara más o menos en coma debido a la borrachera, y de que se hubiera acomodado para pasar la noche, quitándose las botas y haciéndose una almohada con el jersey. La herida era la típica herida del suicida. Disparo a bocajarro con orificio de entrada por debajo de la barbilla y salida por la parte alta del cráneo. Calibre dieciséis. Ninguna otra huella en el rifle. Ninguna huella sospechosa de pies fuera de la leñera. Nosotros tuvimos, al contrario que vosotros, una elección. Pero puede que tú lo llames de otra manera: ¿Negligencia en el servicio? ¿Falta grave?

—Yo podría inventar cosas peores que esa —dijo Sejer de repente, sonriendo—, si quisiera. Pero ¿hablasteis con él?

—Lo trajimos para los interrogatorios rutinarios; al fin y al cabo se trataba de un incidente con disparos. Pero no llegamos a ninguna conclusión. Su hermano tenía solo seis años, no entendía aún el reloj y no podía ni afirmar ni desmentir la hora de los hechos. La madre estaba atiborrada de Valium y ningún vecino había oído el disparo. La familia vivía bastante apartada del mundo, en una casa horrible que originalmente había sido una tienda de ultramarinos, una casa gris con una alta escalera de piedra y una sola ventana junto a la puerta. —Se limpió debajo de la nariz aunque no había nada que limpiar—. Pero algunos detalles hablaban en favor de Halvor, afortunadamente.

—¿Cómo qué?

—Si realmente fue Halvor el que pegó el tiro, tendría que haberse puesto boca abajo junto a su padre, con el rifle a lo largo del pecho y la culata justo debajo de la barbilla, a juzgar por el ángulo del tiro. ¿Sería capaz de pensar con tanta claridad un muchacho de quince años, con una mejilla partida en dos por un cuchillo?

—No es del todo impensable. Después de convivir año tras año con un psicópata, se aprenderán algunos trucos, estoy seguro. Halvor es espabilado.

—¿Eran novios él y la chica de Holland?

—Más o menos —contestó Sejer—. Tu hipótesis no me agrada, pero tendré que considerarla.

—¿Y tendrás que hacerla pública?

—Estaría bien que me dieras copia de las actas del caso, aunque será imposible probar algo después de tanto tiempo. Creo que no tienes nada que temer. Yo también he prestado servicios en zonas rurales y sé lo que es. Uno establece enseguida relaciones amistosas con la gente.

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